Diario de un Consentidor 111 Las lagunas
Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor
Capítulo 111
Las lagunas
—Esto es precioso —exclama Jorge con las manos apoyadas en las rodillas. La subida hasta las lagunas ha sido más fuerte de lo que esperaba y le ha costado mantener el ritmo que impuso Carmen desde el inicio.
Se ha estropeado el día, a medida que ascendían las nubes fueron cubriendo el cielo, lo que en un principio era una suave brisa se transformó en un desapacible viento que anuncia lluvia y por si fuera poco la temperatura ha descendido. Carmen no duda, no hace tiempo para admirar el paisaje.
—Vamos, al agua —grita sacándose la camiseta.
Jorge mira al cielo.
—¿Qué pasa, no te atreves?
Él, ante la imagen de Carmen semidesnuda no se lo piensa, sin dejar de mirarla comienza a despojarse de la ropa.
—¡Vamos! —Le jalea al verle paralizado por la visión de los aros que atraviesan sus erizados pezones. Poco después corren hacia el agua.
Se zambullen. Ella nada con estilo, pronto se ha alejado de Jorge al que le cuesta recuperarse de la impresión del agua helada. Regresa dando potentes brazadas.
—¿Qué, demasiado fría para ti? —dice salpicándole la cara.
Está tiritando sin control, Carmen sabe que tiene que hacerle entrar en calor. Bromea, le empuja y vuelve a salpicarle el rostro, apenas consigue que responda y empieza a preocuparse.
—¡Venga, que no se diga que no puedes con una chica!
Solo le queda una baza para sacarle de la crisis. Disfrazándolo de juego se abraza a él, simula una aguadilla, intenta hacerle sentir su cuerpo, despertar sus sentidos para que se mueva. Lo enreda en una improvisada melé en la que un aturdido Jorge se ve envuelto entre los brazos y las fuertes piernas de Carmen que lo aprisiona, lo atrapa, pelea, grita, lo hunde y deja que la sienta cerca, muy cerca, pegada a su piel, sin límites.
Por fin responde al ataque, se enzarzan en una lucha en la que el cuerpo a cuerpo es inevitable; pero ella es mucho más ágil en el agua y Jorge no sabe hasta donde puede llegar en esa pelea en la que el contacto es continuo; Carmen se escabulle, en dos brazadas se aleja y él la persigue. Si, ha conseguido hacerle reaccionar, le deja que la alcance, la agarra por un pie y la intenta arrastrar al fondo; podría zafarse pero le da cancha, la atrae por la pierna como si tirara de un cabo; puede que en el fragor de la lucha no sea consciente de donde pone las manos empeñado como está en que no se le escape; pierna, rodilla, sigue tirando, sigue subiendo... una mano se aferra al glúteo y la otra… unos dedos extraviados llegan más allá del muslo, es un toque breve, a ciegas que ambos distinguen con claridad. Cimbrea como un delfín y escapa, apoya un pie en su cadera, toma impulso y se aleja enviándolo al fondo.
Regresa para provocarle, para que no vuelva a quedarse inmóvil; se deja capturar, sabe que en el agua es más diestra y tarde o temprano escapará. Él no la entiende, parece no inmutarse si en la lucha sus pechos acaban aplastados contra su espalda; tampoco le ha importado cuando para liberarse su firme culo ha chocado con el rígido miembro que a pesar del intenso frío sigue duro como un estilete. Todo es tan espontáneo que Jorge no acierta a responder y una tras otra pierde todas las batallas. Carmen consigue hundirlo un par de veces más en las que se ve aprisionado por los fuertes muslos de esta guerrera. Desaparece bajo el agua y emerge por sorpresa a su lado, se lanza sobre él y le sepulta el rostro entre sus pechos rodeándole con los brazos para vencerle en otra escaramuza; ríe como una niña cuando salen a la superficie y al ver la venganza en sus ojos se aleja. Jorge se sabe en desventaja y evita competir. Al fin regresa y nadan a la par. Ha dejado de tiritar, su cuerpo ya no siente ni frío ni calor. Es como si se hubiese cauterizado, le dice satisfecho.
—Si, es una sensación similar, ¡bien descrito!
Nadan pausadamente apreciando el silencio roto tan solo por el chapoteo del agua.
—Es un lugar mágico y esta hora es la mejor, nunca hay nadie. Me encanta nadar así, es una sensación increíble.
—¿Desnuda?
—Si, notar el agua en la piel, sin nada que se interponga, es…. otra cosa.
—Si tienes razón, lo peor será al salir.
—No es para tanto.
Carmen vio que volvía a perder color en las mejillas.
—Venga, vamos para fuera, estás al borde de la hipotermia.
Le lanzó la toalla, El viento azotaba y ella hizo lo que tantas veces, dejar que sea el propio aire quien la seque.
Jorge se deleitaba viéndola. Firme, con los brazos en jarras, haciendo frente al viento. Se acercó.
—¿Cómo puedes hacer esto?
—Práctica; el cuerpo se acostumbra —respondió con una sonrisa. Siguió la deriva de sus ojos, clavados en sus pechos.
—¡Eh, estoy aquí!
—Eres preciosa.
—Ya veo que te gusto —dijo mirando hacia abajo; la erección asomaba desafiante—. Tú tampoco estás mal, no creas que no me he fijado. —Atacó traviesa.
Se alejó en busca de una toalla; envuelta en ella comenzó a frotarse, un “¡Oh!” lastimero le hizo volverse riendo, amagó con el clásico gesto de los exhibicionistas mostrándose una vez más.
—Ale, ya has tenido suficiente.
Cuando terminó de secarse utilizó la toalla para frotarse el cabello; de nuevo quedó su cuerpo a la vista de Jorge. Las nubes comenzaron a dejar claros por los que el sol empezó a calentar el prado. Carmen extendió la toalla en el suelo y se sentó.
—¿En serio no tienes frío? —insistió asombrado sentándose por no ser menos que ella.
—Te acabas acostumbrando, el cuerpo reacciona según lo tratas. Ahora mismo estoy en la gloria —dijo mirando hacia el sol con los ojos cerrados.
Mientras la escuchaba contar cómo se fue habituando a forzar los límites del calor y el frío Jorge aprovechó para recrearse ante la imagen de aquella hermosa mujer que se presentaba desnuda ante él sin ninguna clase de pudor. Sus piernas dobladas servían de apoyo para los antebrazos que cerraban el círculo con los dedos entrelazados. Él trataba de controlar el frío que le hacía tiritar para no romper ese momento. A pesar de ello sentía su sexo erguido. No tenía forma de ocultarlo, tampoco quería.
Carmen abrió los ojos y le miró. Sentado como ella, frente a frente no hizo nada por evitar que sus ojos se demorasen unos segundos en aquella vibrante polla. Era consciente de que su vulva quedaba expuesta a los ojos del aturdido Jorge al que le costaba controlar la deriva de su mirada. Eso formaba parte de la lección para la que lo había llevado allí.
Y hasta eso pasó; continuaron charlando del pueblo, de lo ideal que sería vivir allí sin prisas, sin humos, sin ruidos, esas conversaciones utópicas que tantas veces hemos escuchado cuando subimos amigos a nuestra casa. Y pasó, Jorge dejó de mirarle los pechos y no volvió a perderse entre sus muslos y recuperó una mirada inocente. Eran dos amigos charlando en mitad de la montaña.
Solo que uno de ellos tiritaba.
Se levantó.
—Tengo que orinar; es lo que tiene esto, activa el metabolismo —bromeó sacudiéndose algunas briznas de hierba de las piernas y el culo.
—Si, yo también.
Carmen se dirigió hacia unos matorrales altos. Mientras se acercaba iba pensando: No tenía intención de ocultarse, tampoco le apetecía adoptar una posición de inferioridad ante él.
Se detuvo. No era la primera vez que lo hacía. Desde que Doménico le abrió la mente aquella madrugada lo había hecho más de una vez en la ducha; solo por recordar, solo por saber si seguía siendo capaz, si las sensaciones eran tan intensas como lo fueron.
Ahora, por otro motivo bien diferente era el momento de adoptar una postura que la situaba en posición de igualdad junto al varón.
Erguida separó las piernas, adelantó la pelvis; índice y medio le ayudaron a abrir los labios. Pensó que iba a estar más nerviosa sin embargo se encontraba serena. Se relajó, el chorro comenzó a salir, recto, humeante por el frío.
Le sintió llegar; no le quiso mirar. Ni una palabra, solo el ruido de unos pies que se afianzaban en el suelo y a continuación el sonido del chorro a su lado. No pudo evitar mirar por el rabillo del ojo; su miembro había perdido algo del vigor pero se mantenía grueso, grande; lo sujetaba con dos dedos, como si pretendiera no ocultárselo. Ese detalle le hizo sonreír. Y él, como si adivinara lo que pasaba por su cabeza giró el rostro y la miró. Carmen le devolvió la mirada..
—¿Qué descanso, eh?
—Es la primera vez que…
—¿Meas al lado de una tía?
—Una tía de puta madre —dijo dándose unos golpecitos para soltar las últimas gotas antes de cubrir el glande.
—Venga, vamos a vestirnos porque dentro de poco esto va a comenzar a estar transitado.
—¡Qué lástima!
Carmen se encasqueta un gorro que ha traído en previsión de correr con el cabello húmedo. Le mira, coge una de las toallas y comienza a friccionarle el pelo con energía.
—Cómo no te seque bien el pelo se te va a enfriar la cabeza por el camino.
—Envidio a Mario.
—Anda, vámonos, te vas a congelar.
El descenso es más sencillo, se detienen un par de veces antes de llegar al pueblo, hay tanto que ver en esa ruta que apetece hacer un alto, pero no es bueno cuando has conseguido calentar. Se da cuenta de que la mira de otra manera pero no dice nada.
…..
—Voy a echar de menos nuestras carreras.
Carmen espera a que les sirvan los cafés, quiere quitarle carga emocional al momento.
—Te llevas otros buenos recuerdos del pueblo, seguro que Nuria te ha enseñado sitios interesantes.
—No como tú.
Le mira, es el momento de hablar seriamente.
—¿No has entendido nada, verdad?
La expresión de sorpresa casi infantil de Jorge la enternece.
—Tu actitud con Mario, esa salida tuya de “el rollito profesor alumna” podía haber acabado con nuestras carreras juntos. No estuviste muy acertado.
—Tienes razón, me pasé, lo siento.
—Mario se divirtió a tu costa, tampoco tenía que haberlo hecho. Los hombres a veces os comportáis como niños.
Sonrió y aguantó el chaparrón.
—He querido llevarte a las lagunas para que conserves un buen recuerdo del pueblo y de mí. Quiero que entiendas quien soy, como soy. Una persona, tan persona como tú, como Mario. Él lo entiende, por eso formamos un equipo que funciona aunque a veces hayamos tenido problemas para encajar del todo.
—Así me he sentido hoy, como si estuviese con un colega. Cuando te desnudaste y entramos en el agua te veía como una mujer, te… deseaba, hubiera dado cualquier cosa por hacerte el amor, pero luego…
—No, eso no es hacer el amor —le interrumpió—, querías follarme. ¿Crees que a mí no me hubiera apetecido? Me gustas, tienes un buen cuerpo, estás muy bien… dotado, tienes un culo de los que a mi me gustan. Si, en otras circunstancias te follaría. Pero no ahora, no aquí.
—¿Y Mario?
—Mario es mi pareja, es mi amigo, mi marido, todo eso. Y por supuesto va a conocer no solo esta conversación sino todo lo que hemos hecho en las lagunas.
—Sois extraños.
—Si tú lo quieres ver así…
Jorge bebió un sorbo de café. Miró a ambos lados antes de continuar.
—Cuando estábamos meando empecé a verte de otra forma, incluso antes, cuando estabas sentada en la toalla con las piernas abiertas sin vergüenza, charlando conmigo. No parecías una tía.
—¿Y qué parecía?
—Te vas a molestar.
—Prueba a ver.
—Parecía que estaba con un tío.
—Pero no dejabas de mirarme el coño.
Jorge parece escandalizarse. Luego sonríe.
—¿Es mentira?
—Al principio, si, pero después… no sé, era todo tan…
—¿Natural?
—Si, puede que esa sea la palabra.
—Claro. Incluso peleando en el agua fuimos dos rivales, no hubo nada más que un juego que había que ganar. Cuando meábamos fue mucho más evidente, te sentí más colega, como tú dices. Éramos dos personas iguales.
Cogió la taza y bebió pausadamente sin dejar de observarle.
—¿Sabes una cosa? estuve a punto de ocultarme detrás del matorral y agacharme para orinar pero no lo hice porque entonces hubiese vuelto a posicionarme como una mujer débil, asustada y a ti como un hombre potencialmente peligroso, dos roles muy marcados culturalmente. Si lo hubiera hecho probablemente habrías vuelto a sentir el deseo de follarme, ya no sería tu colega, sería una mujer desnuda que se te habría insinuado y tú tendrías a tiro. Quería que siguiéramos siendo dos personas iguales, que mis pechos y mi vulva no te hicieran sentir que el sexo dominaba en ese momento en el que estábamos siendo amigos sobre cualquier otra cosa.
—¡Que difícil es esto que planteas!
—¿Hoy lo hemos hecho posible, no?
—Y me ha gustado, mucho pero a la larga creo que hubiéramos acabado follando.
—Pues hoy no ha sucedido.
—¿Y mañana?
Carmen le miró durante breve instante.
—Mañana ya es Domingo y nos vamos, esta ha sido la despedida. —Jugueteó con la cucharilla un segundo—. Tienes mi teléfono.
—No sé Carmen, si te soy sincero me asustas.
—¿Porque no tienes el control?
—Puede ser. Esta situación me sobrepasa.
—Dejémoslo así entonces.
…..
La escucho entrar. Cierro el cuaderno; he estado escribiendo, reflexionando sobre todo lo que hemos avanzado ayer; hago mi análisis, lo que no pude hacer ayer porque las emociones me lo impedían. No he acabado y necesitaré más tiempo en soledad para terminar un trabajo que deseo poner en común con ella.
Lo primero que advierto es su cabello húmedo.
—¿Ya estás aquí?
Se revuelve el pelo.
—Le he llevado a las lagunas.
—¡Con el día que hace!, ¿le quieres matar?
Sonríe.
—Ha aguantado, casi se me muere en la subida; tiene menos fuelle del que creía y luego en el agua tiritaba como un bebé.
—Os habéis bañado.
—¡Claro! Esa era la gracia; le he provocado a una guerra de aguadillas pero no es rival.
—¿No hacia frío? Aquí se ha levantado bastante viento.
—Si, allí arriba también pero cuando he visto que se iba a congelar nos hemos vestido y hemos bajado.
Comienzo a construir escenas, sé cómo lo hacemos cuando subimos a las lagunas y supongo que esta vez no ha sido una excepción; la imagen de Carmen y Jorge desnudos en el prado me excita, no consigo controlarlo.
Carmen parece adivinar lo que está pasando por mi cabeza.
—No, no hemos llevado bañadores, si es eso lo que estás pensando y no terminas de preguntar —dice con una sonrisa socarrona.
Sale hacia el dormitorio y la sigo, la conversación no ha acabado.
—Lo suponía, por eso no te he preguntado.
—Ya.
Hay un matiz irónico en su breve respuesta que me da pie a seguir.
—¿Ya? ¿por qué lo dices así?
Dejó de buscar en el cajón del armario y se volvió lo justo para enviarme una de sus típicas miradas inquisitivas.
—Porque nos conocemos.
—Y si tanto me conoces ¿qué crees que quiero?
Se volvió; acababa de desprenderse de la malla y con un rápido gesto se liberó del sujetador deportivo.
—Quieres saber hasta el ultimo detalle de lo que ha sucedido allí arriba, ¿me equivoco?
Sujetó la braga con los pulgares y la deslizó despacio, sin dejar de mirarme. Desnuda frente a mí, esperaba una respuesta con una leve sonrisa.
—Me encantaría, ya lo sabes. Si quieres contármelo…
Se acercó; sus manos acariciaron mi rostro justo antes de que su boca poseyera la mía. Rodeé sus caderas, me perdí hacia sus nalgas, era irremediable; busqué la curva que conduce a su espalda y cuando quería más…
Tómame
—Dame un segundo, voy al baño.
—De acuerdo, ¿preparo café?
…..
—¿Te ocurre algo?
Es extraño, he subido porque tardaba demasiado y me encuentro el pestillo echado, ese pestillo que jamás se utiliza.
—No te preocupes, dame cinco minutos, no es nada.
Regreso sin que el pestillo salga de mi cabeza. Me asomo al porche, parece que al final tendremos un día de sol.
—Ya estoy.
Se enganchó a mi cuello y su sonrisa me volvió a recordar que soy un hombre afortunado.
—¿Qué hacías encerrada?
Terminó de masticar con cierta parsimonia sin apartar sus negros ojos de mí.
—Ayer te pedí un poco de paciencia cuando me montaste como un perro lobo sobre la encimera.
—¡Que bruta eres!
—Supongo que entendiste el motivo por el que te paré.
—Creo que si.
—No hubiera sido muy agradable hacerlo en ese momento, te lo puedo asegurar.
Las ideas que cruzan veloces mi mente son cercenadas por una inesperada censura que me asalta por sorpresa. Me desconcierta, no podía imaginar que existiera y tuviera tanto poder sobre mi.
—Si, me ha pasado, si es lo que estás pensando y no te atreves a preguntar —guiñó los ojos—, ¿cuándo vas ser capaz de abrirte del todo?
—Es cierto, lo siento.
—Es a lo que hemos venido Mario, por favor. Yo lo estoy haciendo, no me dejes solo a mi esa responsabilidad.
—Lo estoy intentando te lo aseguro, solo que a veces me cuesta.
—¿Crees que a mi no?
Café, tostada, tiempo, miradas… Tenía razón, estaba siendo mucho más sincera que yo y eso era algo que tenía que solucionar porque cada vez se hacía mas evidente y podía ser decisivo para el veredicto final.
—Me pasó una vez. Al principio yo me entregaba sin precaución, era una novata. Un día, al acabar sentí que pasaba algo. «No mires» dijo Doménico; inmediatamente noté un olor… —Se detuvo, echó una rápida ojeada al desayuno y le cambió la expresión—. No, no es el momento idóneo para hablar de esto.
—Sigue, no lo vamos a dejar ahora.
A regañadientes continuó.
—Quería morirme, me quedé paralizada allí, de rodillas… a cuatro patas —matizó—. Doménico dijo «no pasa nada» pero se fue al baño a limpiarse. ¡Te imaginas! le había manchado, ¡que horror! Debió sentirse asqueado. Yo estaba conmocionada, quería desaparecer, solo sé que me hice un ovillo en la cama y no fui capaz de reaccionar; me hablaba pero no recuerdo ni qué me decía. Hasta que de pronto me azotó.
—¿Te azotó? —exclamé indignado.
—Si, me propinó un tremendo azote que me sacó del bloqueo. Rompí en sollozos incontrolados; estuve no sé cuanto tiempo en sus brazos llorando, avergonzada hasta que me calmé. Me explicó cómo tenía que prepararme, cómo usar las lavativas, cómo ejercitar el esfínter para que no pierda fuerza.
—Vaya, es todo un experto.
—Es un buen maestro, si —respondió ajena al brote de amargura que trataba de sofocar.
No lo pude evitar, sentí una punzada de celos. La imaginé en sus brazos llorando como una cría, siendo consolada mientras le daba consejos.
Me lo tragué, duró apenas unos segundos. Aquello era el pasado. Estábamos aquí, ahora, juntos.
—Por eso te pedí tiempo, porque no quería que pasásemos por eso. —Sus ojos se dulcificaron, acercó su mano a través de la mesa hasta alcanzar la mía—. Ahora estoy preparada. Si quieres.
La amo, es la mujer que deseo por encima de todas las demás. Es ella, mi mujer, Carmen, por quien moriría.
Cerramos la puerta del dormitorio como si pudiera venir alguien a estorbar el acto de amor que vamos a interpretar. Nos abrazamos, nos besamos con tanta intensidad que nos falta el aire. Me desnudo frente a ella sin dejar de mirar cómo se desprende de la ropa, no quiero perder detalle. Es increíble, sigue sorprendiéndome descubrir su desnudez. Esa expresión entre tímida y sugerente que nace en su rostro mientras va mostrando su cuerpo me emociona como si fuera la primera vez. Echo en falta la mata de vello oscuro en su pubis, ese pequeño bosque que me gusta mordisquear antes de hundirme entre sus labios. Los aros que perforan sus pezones atraviesan mis pupilas y aguijonean mi sexo. Desnudos nos cogemos de las manos y avanzamos hacia la cama. Caemos entrelazados, unidos, fundidos en uno. Exhalamos como quien llega a una anhelada meta, como si no hiciera tan solo unas horas que hemos recorrido ese mismo camino.
Deseo en sus ojos, amor, ternura, pasión. Manos que recorren piel, cuerpo. Temblor. Ansiedad buscando dar placer, encontrar sexo, recibir. Entrega, amor. Una boca inquieta busca la axila y encuentra aromas que embriagan, sabores que perturban. Boca ávida que besa y desciende hacia el pecho, encuentra el pezón, lame, muerde y provoca el lamento, la queja. Una mano retiene, acaricia el cabello, necesita esa boca ahí, ahí, prisionera. Dedos que palpan, descienden a ciegas por terreno conocido hasta donde pueden alcanzar y encuentran: Unos la oquedad húmeda, cálida que atrapa y les acoge en una profundidad misteriosa. Otros una arrogante columna; destila bálsamo que se filtra por sus finos dedos, un manjar que la atrae irresistiblemente y pide ser libado por su sedienta boca.
Cambian los papeles, giran los cuerpos, la dominada es ahora jinete. Cabalga una montura salvaje; salta, se encabrita, pierde a veces la montura y con habilidad la amazona vuelve a montarla; dentro, dentro. Y galopan hasta perder el aliento.
Y luego, cuando ambos están ciegos de deseo ella lo reclama, ofrece su grupa. «Con cuidado», pide, guía, ordena. Dobla la cintura, baja las rodillas, le busca. Él se deja llevar por sus manos, ella le conduce entre sus labios, recoge humedad y le pone en camino. «Vamos, ahora». Él empuja con cuidado, ella se abre. «Vamos, tómame»
Sentí que se abría a mi paso, «Tómame» la escuché decir y me emocionó. La tenía cogida por la caderas, forcé el camino, temía hacerle daño, pero insistió: «Vamos». Percibí cierta premura en su voz, puede que estuviera siendo demasiado cauto y forcé más, el esfínter cedió y noté como el glande penetraba sin encontrar oposición. «¡Si!», aprecié la ilusión en su voz. Empujé y me deslicé en su interior con suavidad, lentamente. Estaba siendo sencillo y una intensa alegría me invadió cuando supe que estaba dentro, dentro hasta que sentí el contacto de sus glúteos en mi pubis.
—¡Oh, si!
La emoción nos hizo reír. Comencé a bombear despacio.
—¡Vamos, lo estás haciendo!
Era genial, la sensación tan brutal, tan intensa me iba a hacer perder el control como no lo evitara.
—¡Si, si, Carmen, si!
—Oh cariño, por fin!
—¡Te quiero!
—¡Me estas enculando!
¡Quería escuchar otra cosa, Dios! «Sométeme, sométeme» y no lo iba a tener. Una absurda frustración vino a enturbiar lo que hasta ese momento era la experiencia más deseada. Sentí que perdía vigor y empecé a arremeter con fuerza. La visión de su culo siendo perforado me devolvió la potencia perdida.
—¡Si, si, si!
Era tan hermoso; sus glúteos sujetos por mis manos aparecían ante mí en todo su esplendor mientras mi verga, más turgente que nunca, se hundía con una facilidad increíble. «Está abierta» pensé y esa maldita realidad me devolvió todo el vigor que precisaba. «Está abierta».
La presión alrededor de mi sexo era tan intensa que supe que no podría contenerme mucho tiempo pero estaba tan cautivado viendo como mi hinchada verga se deslizaba hasta el fondo y volvía a surgir que no fui capaz de controlarlo más.
—¡Oh Mario, sigue, sigue!
Comencé a eyacular sin poder contenerme dando unas potentes sacudidas contra su culo. Carmen gemía ¿le estaría haciendo daño?
Acabé tumbado sobre ella sudando copiosamente sin querer salir.
—No puedo respirar.
—Perdona.
Me eché a su lado.
—¿Te he hecho daño?
—¡No! Ha sido genial. Por fin hemos cumplido nuestro sueño —dijo mirándome feliz.
—Por fin —exclamé.
¡Qué fácil, qué sencillo! Tan distinto a aquellos intentos que hicimos hace tanto … ¿Tanto? Qué lejano me parecía, qué difícil, cuánto miedo a hacerle daño; a la menor queja desistía temiendo haber llegado al desgarro. El recuerdo me devolvía una triste sensación de encontrarme ante un muro infranqueable y se contraponía a la facilidad con la que ahora la había penetrado. «Está abierta”, apareció otra vez en mi cabeza.
Me acarició la mejilla.
—Te quiero.
Sonreí, nos quedamos inmóviles mirándonos, relajados.
—Gracias. —Me arrepentí nada más decirlo. Carmen se sorprendió tanto como yo.
—¿Gracias, por qué?
—Tienes razón, no sé por qué he dicho eso.
—¿Crees que lo he hecho porque me siento obligada a hacerlo?
—No en absoluto. De verdad, no sé por qué lo he dicho, es absurdo.
Se giró hasta quedar boca arriba.
—Pues algo tiene que haber cuando lo has dicho; no sé, piénsalo.
—No Carmen, de verdad, no hay nada.
No contestó, tras un minuto de incómodo silencio se incorporó.
—Voy a lavarme.
No entré, esperaría a que saliera para lavarme yo. ¿Por qué hice eso? Otra diferencia, otra excepción a lo que solemos hacer. Comencé a sentir que la tensión crecía en mi interior.
—¿No vas a levantarte?
—Si, claro.
Cuando pasé por su lado me detuve.
—Oye, ha sido absurdo, no le demos más vueltas.
—Como quieras.
Pero no, aquella estupidez había estropeado algo precioso y no podía dejarlo así.
Tras lavarme bajé al salón. Ya estaba allí, de pie, con un cigarrillo en la mano. Llegaba decidido a tomar la iniciativa.
—Antes de seguir con el plan previsto creo que debemos hablar sobre lo que ha sucedido antes.
Me miró valorando mi propuesta.
—Tenías razón —proseguí—, ese “gracias” no ha sido tan intrascendente como he querido verlo. Tenemos que trabajarlo porque ni yo sé ahora mismo el alcance que tiene, pero lo intuyo.
—De acuerdo. ¿Por donde empezamos?
Inspiré profundamente, me había propuesto ser tan sincero como ella. Me senté.
—Mientras estábamos haciéndolo he tenido pensamientos intrusivos que me han afectado, incluso me han hecho en un momento dado… llegar a perder la erección. Enseguida me he recuperado, pero hasta ese punto me han afectado.
—No lo he notado —dijo, tomando asiento.
—Ha sido muy leve, enseguida lo he intentado superar.
Carmen recuperó el cuaderno y comenzó a escribir.
—Describe esos pensamientos.
—Antes de eso te contaré el origen.
Y le hablé de la llamada de Doménico, la conversación que tuvimos, lo poco racional que estuve y lo sensato que ahora me parecían los consejos que me dio.
—Yo estaba como loco, en aquellas fechas no era yo. Al final, cuando ya se iba; Dios, me da vergüenza recordarlo; le pregunté…
—¿Qué, dime, qué le preguntaste?
—Si seguía sodomizándote.
—¡Por Dios, Mario!
—Ya te digo que no me reconozco, pero quiero contártelo todo, ¿es lo que queremos, no?
—Si, perdona, tienes razón.
—Me miró de una forma… le debí parecer patético. «¿por qué haces esto?» me preguntó. Yo insistí. Quise saber cómo se lo pedías.
“—Dime una cosa, ¿has vuelto a… sigues… sodomizándola?
Doménico me miró con desagrado.
—¿Por qué, Mario, por qué?
—Necesito saberlo.
Se revolvió, imagino que luchó con diferentes alternativas, quizá con la idea de insultarme o de echarme de allí a patadas porque no me gustó la forma en que me miró. No supe identificar lo que se ocultaba tras sus ojos. Pena, pero no por mí, quizás por nuestro maltrecho matrimonio. Dolor, ¿por Carmen? puede ser, quizás por mí, por los tres ya que la relación que quería tener con ella hacía aguas si la nuestra no remontaba.
—Si, ¿satisfecho?
—¿Te lo pide? —Pareció a punto de perder los estribos ante mi nueva pregunta.
—¡Mario, por favor! ya te lo he dicho, se ha ido, ya no estamos juntos.
—¿Te lo pedía? —Insistí. La angustia que sentía se volvió física. Doménico me miraba sin acabar de creerse que pudiera estar haciéndole esa clase de preguntas. Suspiró profundamente.
—De acuerdo, si es lo que quieres oír… Si Mario, me lo pedía, no surgió de ella si es lo que quieres saber, me excitaba oírselo decir. Una vez que me apetecía le hice pedírmelo.
—Que te decía.
—¿Qué? —Doménico no daba crédito.
—Cómo te lo pedía.
Se llevó una mano al cabello, miró hacia atrás buscando la silla y se volvió a sentar. Le imité y me senté otra vez frente a él. Había cambiado, los recuerdos quizá habían hecho que el desprecio con el que me miraba apenas unos segundos antes hubiera desaparecido. Ahora era solo el amante de una maravillosa mujer ante el marido y ambos la añoraban y compartían sus recuerdos.
—Yo… Nunca me imaginé que… Jamás ninguna mujer se expresó así, es tan… —Me miró asombrado —. Es tan abrumador… —Le interrumpí, ahora el asombrado era yo.
—Sigue, cómo te lo pedía.
—Es… cuando la escuché por primera vez me causó tal impresión…
—Dímelo.
Doménico se quedó en silencio, le vi como se perdía recordando.
—Sométeme.
—¿Qué?
—Sométeme. Me dejó aturdido, nunca antes, ninguna otra mujer me lo había pedido así. Carmen es… tiene esa capacidad para sorprender. Fue como si me golpease. —Dejó de mirarme, sus ojos enfocaban más allá, a ningún punto en concreto —. La tenía de rodillas ante mi, volvió el rostro y clavó sus ojos en mí, esa mirada que… ya sabes. Entonces lo dijo, pronunció esa sola palabra. Sométeme, casi exhalada, expulsada con la respiración. Creí que no había oído bien, que no era posible haber escuchado tal cosa, me faltó el aire Mario, le pedí que lo repitiera y lo hizo. Sométeme. Ofrecida, imponente, tan hermosa.”
—Eso fue lo que se me metió en la cabeza. Te escuchaba decirme «Vamos, ahora, si, me estás enculando» y yo lo único que quería escuchar era «Sométeme».
Un silencio denso, profundo comenzó a crecer sin que pudiera prever un final. Lamenté haber llevado la sinceridad tan lejos. Intenté interpretar su rostro pero me fue imposible.
—Lo siento.
—Necesito un poco de tiempo para asimilar esto, ¿lo entiendes, verdad?
—Por supuesto.
…..
—Creo que hay un desequilibrio. Yo he escuchado cosas tremendas de tu boca, cosas que no esperaba oír, no obstante he procurado asimilarlas, todavía lo estoy intentando y seguimos en el proceso. Sin embargo cuando hablo y expongo algo íntimo, algo de lo que no me siento orgulloso pero que considero necesario para la terapia no pareces capaz de asumirlo, interrumpes la sesión y pides tiempo. ¿Crees que no he necesitado vías de escape durante estos días? Estás falseando el método que tú misma has creado. No pareces capaz de seguir las pautas que me exiges a mí.
Acabábamos de reanudar la sesión tras la pausa que había forzado. Tomé la palabra antes de que Carmen iniciase el guión que tenía establecido porque no quería dejar pasar lo que había ocurrido. Me miró, noté que estaba afectada por lo que había dicho.
—Tienes razón. He estado pensando si he hecho bien en interrumpir la sesión. La conclusión es que sí, hice bien. Si en un momento dado ves que un paciente se te escabulle ambos sabemos que tienes que forzar la máquina, acorralarle hasta un cierto límite para vencer las resistencias. Pero también distinguimos cuando te está pidiendo una tregua, cuando es el momento de darle cinco, diez minutos de descanso, incluso de adelantar el cierre de la sesión. Eso me ha sucedido a mí. En esa dualidad que vivo, la terapeuta ha detectado señales clarísimas. La paciente necesitaba parar, tenía que parar o si no…
—O si no…
Se removió en el asiento. Habíamos sustituido los cómodos sillones por las sillas; la mesa nos separaba, como si necesitase esa barrera para poder continuar una sesión que se auguraba dura. De fondo suena a bajo volumen el réquiem de Mozart, curiosa elección que he escogido al azar durante su ausencia.
—Estaba sintiendo una irritación creciente, no quería dejarme llevar de lo que esa revelación me producía.
Tiempo muerto. El que invirtió en sacar un cigarrillo, llevarlo a los labios, encenderlo y aspirar una profunda calada. Fue suficiente para que cambiara la idea con la que había llegado a la mesa.
—Si solo fueras paciente habrías soltado toda tu rabia.
—Puede ser pero nos jugamos mucho Mario, tenemos que modular las emociones.
—¿Crees que ahora puedes expresar lo que sientes ante mi revelación?
—Decepción.
Mostré mi extrañeza con un único gesto. No lo esperaba.
—No tenía derecho. Eso es algo íntimo, personal ¿Quién es él para desvelar algo mío sin contar conmigo? Me siento… violentada.
—Supongo que de alguna manera le forcé, yo no era yo, cada vez que lo recuerdo no consigo reconocerme en aquella persona.
—Lo sé Mario, ya me lo has dicho pero no es excusa. ¿No te das cuenta? Al final es la forma que tenéis los hombres de tratar los asuntos de mujeres. Vuestras mujeres —dijo recalcando el posesivo—. Mercadeando con vuestras experiencias. Es indignante porque en mayor o menor grado siempre acabáis por hacer lo mismo, tratarnos como objeto de cambio.
—No puedes estar diciendo eso en serio.
—Analízalo fríamente. En cuanto entraste en crisis tus principios se vinieron abajo y lo que surgió fue el instinto de posesión: “Mi” mujer. ¿Qué es lo que querías saber? los detalles más escabrosos, los que te excitaban y al mismo tiempo te dejaban claro que “tu” mujer estaba siendo montada por otro hombre. Esa incoherencia que te consume y de la que no consigues salir.
Me eché hacia atrás. Volví a imaginar aquella conversación entre Doménico y aquel otro yo y me indigné tanto como ella.
—No sé qué intención me movía entonces. Puede que aquel energúmeno fuera tal y como lo pintas si; no tenía derecho a preguntar tales cosas. Y ojalá pudiera borrar esas ideas de mi mente para no haber estropeado…
No continué, las palabras que podría haber añadido me sonaban vacías. Sentí una tristeza enorme. Temía que esa petición, “Sométeme”, estropease cada nuevo intento de estar con Carmen de aquella manera. Tenía que evitar que ese miedo cuajara en mi cerebro.
—Debes olvidarlo. Si te dijera eso que quieres oír estaría fingiendo. —Su voz sonaba dulce, había apoyado los codos sobre la mesa y se volcaba hacia mí—. Son cosas que surgen de lo más hondo, en un momento de fuerte intimidad.
Seguí su gesto y la tomé de las manos.
—Nosotros nos decimos otras cosas tan íntimas como esa, son nuestras palabras, no podemos forzar algo que no es nuestro ¿lo entiendes?
Asentí en silencio.
—Eso es algo entre Doménico y tú ¿verdad?
Vaciló; quizás dudó de mi intención, nunca lo sabré. Luego pronunció un «Sí» casi inaudible.
Una tenue, mínima sonrisa comenzó a brotar en mi rostro. Supongo que podría haberlo evitado pero por qué hacerlo si en realidad la entendía plenamente, si podía comprender la profunda emoción que la impelía a pedirle a su amante que la poseyera con esa rotunda frase.
No habíamos dejado de mirarnos, nuestras manos permanecían cogidas a través de una mesa destinada a procurarnos distancia. Sin embargo al poco Carmen sonrió también.
—Dijo que le sobrecogió que emplearas esa fórmula. Perdona, no sé si quieres que hable de aquella conversación.
Carmen parpadeó muy despacio y negó suavemente con la cabeza restándole importancia. Esos gestos hermosos que usa sin caer en la cuenta del efecto brutal que provoca.
—No sé por qué lo hice. —Me miró. Sus negros ojos me escrutaron y llegaron hasta el fondo de mi mente.
—¿Quieres saberlo, verdad? —Añadió tras esa pausa durante la que me sentí desnudo.
—Si.
—Estábamos…
Su mirada cambió en un segundo, en un segundo se cargó de sensualidad. Esa mirada que me vuelve loco, la mirada que tiene cuando está sobre mí, oscilando suavemente a punto de desvanecerse, de morir de placer. En un segundo, en un solo segundo.
—Estábamos follando, no sé cuánto… media hora tal vez. De pronto salió, se escapó de mí y la dejó caer sobre mi culo. «Pídemelo» dijo. Sentir ese peso… ¡Dios! y ese vacío… iba a enloquecer. «Pídemelo» insistió. Sabía lo que quería, llevábamos tanto follando… habíamos hablado de hacerlo.
—«Pídemelo» —murmuró para sí misma moviendo la cabeza.
—No sabía qué decir ¿dame por culo, métemela?, todavía era el principio de nuestra relación y no me sentía cómoda empleando ese lenguaje tan sucio. Intenté buscarle, ser yo la que encontrase la posición. Sabía que con un par de movimientos de cintura le tendría pero no quiso, de nuevo me exigió: «Pídemelo». Lo intenté una vez más, lo intenté; moví… meneé las caderas, quería hacer que resbalase y si lo conseguía luego podría dirigirle hacia atrás.
—Lo sé.
Por qué tuve que decir eso. El asombro que vi en sus ojos me lo dejó claro: No, no lo sé, no tengo ni puta idea de cómo lo hace.
Y continuó como si no la hubiera interrumpido.
—Me frenó en seco; me dio un azote, nada serio, no lo sentí como un castigo fue más bien… una advertencia. «Pídemelo» sonó de nuevo en mis oídos mientras él me mantenía quieta y con ese… ¡joder! con ese rabo divino sobre mi culo —exclamó a punto de estallar por la emoción.
No podía creer que estuviera oyendo hablar a mi mujer. ¿Desde cuándo usaba estas expresiones? ¿Qué le quedaba aún por desvelar de su nueva persona?
Tal vez no, puede que solo se hubiese dejado llevar por el recuerdo de una escena brutal si, eso debía ser.
Mordiéndose el labio superior para sofocar su agitada respiración, con los ojos cerrados como si eso la hiciera invisible pasó unos segundos hasta que se recuperó. Yo también aproveché para serenarme.
—Lo siento —exhaló.
Hice un gesto exculpatorio que no sé si llegó a ver.
Levantó el cuello, estiró la espalda y respiró profundamente.
—Ese azote, ese tono imperativo, esa forma de imponerse mientras me sujetaba para que no me moviese creo que hicieron el resto. Me sentí dominada. Y surgió de una manera natural, creo que ni lo pensé, simplemente me volví y lo dije: «Sométeme». Sentí una especie de paz, de liberación interior que no puedo explicar.
—¿Paz?
—Si, lo sé; suena absurdo pero es lo que sentí. Paz, liberación, entrega. Son las palabras que mejor expresan lo que siento.
Imponente, serena, hermosa. Investida de esa paz que no logro concebir.
—Lo que sientes, lo dices en presente.
—Si.
No supe que decir, me quedé en silencio. Carmen me observó durante ese tiempo que no sé calcular.
—Me hizo repetirlo varias veces. Tienes razón, se quedó tan asombrado como dices. Luego me preguntó si eso era lo que deseaba.
—¿Ser sometida?
—Si.
—¿Qué le respondiste?
Sus ojos se desplomaron.
—Que sí.
Sin argumentos y con un intenso dolor de cabeza que me impedía razonar con claridad, el silencio que a veces tiene más valor que las palabras en esta ocasión podía malograr por primera vez un sesión de nuestra terapia. No iba a permitirlo, tenía que continuar como fuera.
—¿De verdad deseas ser sometida?
Intento confirmar lo que no logro comprender. Carmen capta mi estupor, sabe que no la juzgo, me conoce y a estas alturas del proceso entiende lo que me está costando asimilar ciertas cosas y me concede tiempo. Y me ofrece argumentos.
—En esos momentos si, supongo que no lo puedes comprender claro, es difícil; para mí también lo fue. Yo no soy así, tú lo sabes. Mi carácter es otro, qué te voy a contar. Descubrir que Doménico me cambia, que me conquista su forma de ser, su carácter dominante, esa forma de imponer sin que parezca que te avasalla, esa manera de tomar decisiones obviando tu opinión sin que te sientas ninguneada… No sé, jamás me había pasado. Sabes lo mucho que me molesta que me excluyan, que no me tengan en cuenta, esa costumbre de ignorarte por el mero hecho de ser mujer es algo que me irrita sobremanera. Con Doménico sin embargo… no sé, tiene una forma de actuar que consigue hacerme ceder dejándome serena, tranquila, en paz.
—No consigo entenderte.
—No me entiendo ni yo. Te aseguro que las primeras veces que me ocurrió me sentí mal, como si me estuviera traicionando a mí misma. Decidí tomármelo como un juego, como una travesura. Luego empecé a sentir una sensación especial, era como si al delegar las decisiones en él me liberara, sentía una extraña paz al no tener que ser yo quien eligiera donde ir, qué plato pedir, qué ropa ponerme. Era un juego, solo era un juego y así me lo tomé, pero era un juego que me reportaba una agradable satisfacción, una dejadez que me permite no preocuparme; por una vez en mi vida no tengo que tomar decisiones. Juego a ser esa mujer que siempre he detestado, la mujer sumisa, complemento del varón.
—¿Y eso te gusta?
—Como juego, como descanso, si.
—No consigo entenderte —repetí.
—¿Jamás has transgredido una norma?
Inmediatamente me vi entrando en la sauna. No, no podía juzgarla.
—No entiendo por qué te extrañas tanto, precisamente tú.
—¿Qué quieres decir?
Se acercó.
—Piénsalo, en el pub le diste todas las facilidades para que pudiera meterme mano. Cuando viste que tenía dificultades con mi vaquero no tuviste problema en desabrocharlo para que pudiera acceder con holgura. No sé quién de los dos quería que Doménico llegase antes a mi coño, si él o tú.
Su mirada era puro fuego. Casi había olvidado aquella escena. ¡Qué locura! Ciego de lujuria, cuando vi al italiano con la mano semienterrada en el vientre de Carmen sin poder maniobrar no lo pensé, me lancé y le desabroché el botón.
—¿Y en su casa, cuando estaba intentando abrirme el culo? Sentí como le cogías la polla y la enfilabas; estaba ciega si, pero lo noté Mario, me enteré de todo. Eso tiene un nombre, ¿lo sabes verdad?
Sus ojos me interrogaban, intenté evitarla y de nuevo insistió, «¿Verdad?».
—Mamporrero. —Pronuncié lentamente y sentí como mi sexo ya endurecido, prisionero bajo el pantalón se encabritaba soltando un chorro de humedad.
—Y no quiero entrar de nuevo en tu relación con Ramón; ese paseo de la mano sabes tan bien como yo que tiene todos los indicios de una conducta pasiva. —Se detuvo para dejarme asimilar aquella frase—. Como ves la sumisión no te es algo tan ajeno como piensas.
—No pretendía juzgarte, solo quería entender…
—Pues no lo parecía —replicó con la indulgencia que se reprende a un niño.
—Tienes razón.
«Qué voy a hacer contigo» pareció pensar mientras tomaba aire y acababa por sonreír por toda sentencia.
—La próxima vez que hables con él recuerda que tú le allanaste el camino para llegar a mi coño, que sujetaste su polla para que pudiera abrirme el culo. Ya verás como te cambia el genio.
—¿Por qué eres tan…?
—¿Clara?
Me quedé observándola un momento, ¡cuánto había cambiado! O puede que siempre hubiera sido la misma y no hubieran surgido las circunstancias para expresarse tal y como era.
—¿Acaso piensas que he sido brusco con Doménico, crees que fui desagradable?
—Tú sabrás que más has hablado con mi amante.
—¿Quieres saberlo?
—Solo si lo ves necesario para la terapia.
“ —Por cierto, no te he dado las gracias, por lo del pantalón.
Hago un gesto con la mano dando por zanjado el asunto pero continúa.
—En serio, me pareció increíble por tu parte; sin tu ayuda no hubiera conseguido llegar… ya sabes.
La escena se me presenta vívida, fresca, al detalle. Quizá en el fragor de la batalla, cargado de morbo y alcohol me pareció coherente. Ahora, despejado tras la ducha, frente al hombre al que le había facilitado el camino hacia el coño de mi esposa… Desvío la mirada sin darme cuenta, como si me avergonzase.
—Lo siento, no pretendía molestarte.
¡Mal jugado! Lo último que quería es situarme en el papel de marido cornudo pasivo que juega el rol de consentidor-sufridor y que se limita a mirar como su esposa se entrega al amante de turno. Me irrité conmigo mismo, tenía dos segundos para corregir el error.
—¿Molestarme? ¿Qué te hace pensar que me has molestado? —repliqué demasiado tenso—. Pensaba que tenías clara nuestra posición. Mi mujer y yo formamos un matrimonio nada convencional, es cierto, pero muy sólido, supuse que Carmen te lo había explicado. —Doménico escuchaba visiblemente preocupado por mi reacción—. Verás, nosotros tenemos en nuestra alcoba diferentes… juguetes que solemos utilizar en nuestras relaciones sexuales; le dan variedad, le añaden… chispa. En ese mismo sentido, y no sé si te va a gustar escuchar esto, en ocasiones incorporamos a otras personas; es una manera de subir un escalón en nuestra vida de pareja, le da más morbo, más erotismo. No tiene nada que ver con la típica historia del cornudo que deja que su mujer se lo monte con otro tío y se la menea mirando, o el viejo impotente que se casa con la jovencita y se excita viendo como se la follan otros ¿me entiendes? Eso son estereotipos muy gastados que, desde luego, no es nuestro caso. En cierto sentido, y perdona que sea tan crudo, tiene mucho que ver con los juguetes que mencionaba antes, son un aliciente más para nuestra vida de pareja. —Me di cuenta que, sin pretenderlo, el discurso había sonado muy crispado.
—Te agradezco la claridad, pero no era necesario, Carmen ya me ha expuesto con más… poesía vuestra forma de entender el matrimonio. Lamento haber mencionado el tema del pantalón, lo lamento de veras. Olvidémoslo Mario, no quiero empezar contigo con malos entendidos.
Le miré. Estaba visiblemente afectado e intentaba reconducir la tormenta. El único que estaba tenso era yo.
—¡Vaya! —Lamenté meneando la cabeza—, creo que nos falta rodaje, todo esto nos ha venido demasiado pronto a ti y a mí.
—Eso mismo le dije esta mañana a tu mujer, me parece imprescindible que tú y yo lleguemos a ser lo más parecido a un par de amigos. Carmen para mí no es un polvo de fin de semana y como tampoco puede ser mi novia es necesario que su marido sea mi amigo; es la única forma de que esto funcione sin causar heridas.
Escudriñé sus ojos, me pareció sincero; no había nada que añadir salvo una cosa. Lancé mi brazo y nos estrechamos las manos con cordialidad. Estábamos sellando un pacto. Iniciábamos una amistad en la que, además, compartiríamos a la mujer que amo.
—De nada —respondí algo tarde al agradecimiento que había provocado la tensión que acabábamos de zanjar; el mostró desconcierto y lo aclaré —. Por lo que dijiste del pantalón, ya sabes, sin mi ayuda no la habrías catado aún. —dije esbozando una sonrisa malévola.
—¡Muy cierto! —sonrió recordando.
—¿Suave, verdad? —El morbo me volvía dominar, hablaba ahora sin recelo. Él volvió los ojos hacia mí, analizándome.
—Suave, cálido y jugoso. —Matizó. Le sonreí. Un torrente de lujuria comenzó a bombear mi entrepierna.”
—Curioso que te hayas remontado a esa conversación, por otra parte típica conversación de hombres. —Carraspeó poniendo la voz gruesa y fingió imitarnos—. «¿Qué, te gusta el chochito de mi titi?» Vamos Mario, es penoso, «Cambio cromo de coño por cromo de teta», ¡sois como críos!
—¿No crees que exageras?
—Por lo que me cuentas hablabais de mí como los dueños de las plantaciones de algodón lo hacían de las jóvenes esclavas negras. No, perdona: ni siquiera hablabais de mi, solo de la calidad de mi coño: Suave, cálido y jugoso. Por otro lado no creo que tenga mucha relación con el tema que estamos tratando.
Jugué mis cartas.
—No debería molestarte, al fin y al cabo una mujer sumisa debe aceptar que se hable de ella en esos términos, ¿o me equivoco?
La vi titubear, por un segundo pensé que iba a lanzar una réplica. Me equivoqué; permaneció en silencio, mirándome.
—Si, tienes razón.
—Apostaría a que no es la primera vez que hablan de ti en esos términos, ¿no es cierto?
La vi sonrojarse, le brillaban los ojos.
—No te equivocas.
—Y seguramente esta es la única ocasión en la que tú no estabas presente.
Sonrió, fue una preciosa sonrisa. Su mirada había adquirido ese tinte erótico, profundamente sensual que advierte al que la observa: Cuidado, esta hembra puede hacerte padecer si no la consigues y si la consigues puede hacerte perder la razón.
—¿Qué haces cuando Doménico habla de ti como si fueras un objeto, una obra de arte, una joya de gran valor, algo que puede comprar y vender? —Pregunté remedando sus palabras.
Inspiró profundamente, entornó lo ojos.
—Le escucho, veo el orgullo que siente al exhibirme, observo la envidia en la mirada de los hombres con los que estamos.
Sus ojos volaron, se elevaron levemente hacia su derecha; evocaba sin duda algunos de esos momentos en los que había sido objeto de deseo del brazo de su amante, pieza de exhibición para que Doménico se sintiera envidiado.
—Me siento poderosa si, te parecerá extraño pero me siento poderosa ahí, a su lado, callada, dejándome ver, luciéndome para él.
No supe qué decir, me parecía estar hablando con otra persona.
—Es un juego Mario, solo es un juego. Ahora soy yo.
—¿Y cuando vuelva?
—Cuando vuelva…
Miró hacia la ventana, luego buscó el paquete de tabaco y encendió otro cigarrillo.
—Ambos sabemos que hemos cambiado, hay personas que ya no pueden salir de nuestras vidas. Sería un error además de una injusticia que Graciela desapareciera así, de pronto. Ni tú ni yo queremos eso. Y en lo que respecta a Doménico…
Encogió levemente los hombros y elevó una ceja.
—Se marchó a Italia para que pudiéramos reencontrarnos y seguirá allí el tiempo que sea necesario. «Una llamada y cojo un avión para Madrid» me dijo la última vez que hablamos. Sabes lo que piensa tan bien como yo, no nos quiere separados porque entonces no me tendrá, como no me ha tenido.
—¿No te ha tenido?
—No Mario, no me ha tenido. Ha tenido a una mujer triste, deprimida, alejada de aquella que conoció, muy diferente a la que se entregó a él en su casa aquel viernes, con su marido. No, esa mujer que vivió en su casa era un espectro, un fantasma. Por eso se marchó, para dejarme el camino libre y que pudiera hacer lo que desde un principio pretendía. Reflexionar, reconstruirme y recuperar mi vida.
Dio una profunda calada.
—Doménico, para bien o para mal, ya forma parte de nuestra vida, no podría prescindir de él, sé que lo entiendes. Hice mal en planteártelo tan pronto, fue prematuro no era el momento adecuado y la forma en la que lo hice tampoco fue la mejor; aquel error provocó el desastre y lo siento.
—Hubiera habido otro detonante.
—Puede ser, nunca lo sabremos, el caso es que tú tienes a Graciela y yo tengo a Doménico y a Irene.
—Te olvidas de Elvira.
—Cierto, apenas hemos hablado de ella. Puede que tengas más problema con Graciela que conmigo respecto a esa relación. Aún no tiene asimilada su situación con respecto a nosotros.
Pensé en Carlos, le estaba omitiendo deliberadamente. Decidí dejarlo por el momento.
—¿Qué pasa con Elvira?
Me sorprendió, no entendí el sentido de su pregunta y no supe qué responderle.
—¿Te das cuenta de que no has sido capaz de contar nada sobre ella? —Continuó mientras se levantaba en busca de un cenicero limpio—. Has corrido un velo sobre tu estancia en Sevilla, apenas has dicho cuatro vaguedades sobre vuestra relación. Tengo la molesta sensación de que preferirías mantenerlo como algo privado…
—No Carmen, no es eso.
—Pues esa es la impresión que transmites, por eso no te he vuelto a preguntar nada. Has pasado de puntillas por ese tema y lo he dado por bueno pero creo que haría mal si no te lo hago ver.
—¿Es posible?
—Piénsalo, dime exactamente qué has contado de tu relación con ella y compáralo con todo lo que sabes de mis relaciones.
Hice un breve repaso y me quedé asombrado.
—Es algo que no me acaba de encajar, el diálogo que mantenemos no está equilibrado, no sé si eres consciente pero hay un desajuste que no termina de nivelarse y cada vez queda menos tiempo.
Intenté justificarme; ¿era cierto? ¿estaba filtrando la información que le daba a Carmen?
—Desde el primer día me planteé que debíamos sincerarnos totalmente, abrirnos al máximo no solo como una cuestión de confianza mutua sino también porque la terapia lo requería. No ha sido fácil y… ¿qué quieres que te diga? Sabes hasta qué punto he hablado Mario, no me he mordido la lengua. Te lo repito otra vez ¿crees que me ha sido fácil? ¿Acaso piensas que cuando en las sesiones he acudido a la hierba ha sido por disfrutarlo más?
Se estaba crispando por momentos, ella misma se dio cuenta. Respiró profundamente y antes de volver a sentarse se acercó al mueble para silenciar la música.
—En ningún caso he venido aquí a montar un seminario de pornografía aunque a veces pudiera parecerlo, pero después de que hablases sobre Elvira… no sé, pensé que algo estaba fallando. Todo el esfuerzo que estoy haciendo desde el lunes para abrirme a ti no…
La expresión que vi en su rostro me alertó: supe que estaba a un paso de sentirse defraudada si es que no lo estaba ya.
—Creo que no estoy recibiendo la respuesta que esperaba.
—Te equivocas, puede que no reaccione tan rápido como debiera pero…
A medida que me justificaba Carmen meneaba la cabeza negando, rechazando mis pobres argumentos. Me detuve, dejé de hablar y esperé.
—He diseccionado una por una mis experiencias, por duras que hayan sido no he dejado nada en el tintero, aunque me avergonzase; sabía que debía hacerlo, ponerlo en común contigo, ante ti, mi pareja, mi compañero y terapeuta, amigo y colega a la vez. Te necesitaba para recuperarte y para que como psicólogo aportases lo que yo sola no había podido ver. Por eso he sido tan cruda, tan soez si quieres, no pretendía hacértelo pasar mal, hablaba con el psicólogo, necesitaba que escuchase todo, todo, hasta el último detalle. Y si, a veces he descarrilado y he visto a mi pareja y le he dicho cosas que no iban destinadas a él. Esperaba que el psicólogo interviniera y recondujera la sesión.
El nudo que atenazaba mi garganta apenas me dejaba respirar, cuanto menos hablar.
—Por eso esperaba que cuando te tocara el turno hicieras lo mismo, que estuvieras a la altura y me correspondieras tratándome como creo que me merezco. Pero no, aparece Graciela y das por supuesto que con lo que ambos hemos vivido con ella es suficiente. Y lo dejo pasar. Pero surge Elvira y como si se tratase de un tema intimo y personal trazas unos cuantos rasgos difusos y lo despachas en cuatro frases. Veo que no, que tienes un problema para comunicarte conmigo.
—No, en absoluto, no tengo ningún problema….
Me detuvo tajantemente. No iba a tolerar que continuara excusándome.
—No sigas, porque si lo haces entenderé que no tienes intención de solucionarlo y entonces…
Su mirada me transmitió un profunda pena, la angustia de un fracaso que no quería ni imaginar.
Reaccioné, era posible que no me hubiese dado cuenta, que absorto en el vértigo de lo que estaba escuchando no hubiera sido capaz de asumir que aquello era un viaje de dos.
Rememoré como le había contado el encuentro con Elvira.
Tenía razón si, tenía razón.
—Es posible que no haya sabido asumir todos los roles que se deben plantear en esta terapia. Deberíamos retroceder.
—No es una cuestión de roles, ya no. Solo debes plantearte si volvemos a ser quienes fuimos, amigos, amantes, compañeros. Si es así, además de ver la necesidad de ajustarnos a los roles te resultará fácil compartir conmigo lo que sentiste cuando conociste a Sofía, cuando te reencontraste con Elvira después de tantos años. Eso es lo que estoy echando en falta, esa complicidad. Y qué te voy a decir de Graciela, no sé nada de lo que sientes, de lo que has vivido con ella, de lo que te supone tenerla en tu vida.
Intenté protestar pero me detuvo con un gesto que no necesitó apenas energía.
—¿Crees que lo sé todo porque hemos compartido algunas vivencias con ella? ¿de verdad crees que lo sé todo? Te comportas como si tus mujeres fueran algo privado, algo en lo que no quieres que participe. Fíjate cómo me has contado tu experiencia en la sauna y compara con el resto.
Se detuvo a la espera de que reflexionara. Era tan patente la diferencia que me sentí abochornado.
—No sé cómo no me he dado cuenta, no ha sido algo premeditado Carmen, no he pretendido ocultarte…
—Lo supongo, pero lo has hecho.
—¿Y por qué? no entiendo por qué me he comportado así.
—Puede ser —continué—, no estoy seguro pero puede ser que estuviera tan obsesionado con saberlo todo de ti que le restara importancia a lo que yo había estado haciendo durante todo este tiempo.
—Menos a tu paso por la sauna —respondió.
—Si, claro, era algo que me quemaba. Te lo había ocultado demasiado tiempo.
No le convenció mi argumento, sus gestos indicaban que le parecía insuficiente.
—¿Crees que hay algo más?
—Me parece que si, ¿tú no?
—Si así fuera —continuó al ver que me debatía en vano— hubiera bastado una explicación escueta, una descripción somera de lo que hiciste y una disculpa; pero no, te explayaste a fondo, usaste tu confesión para convertirlo en una sesión de terapia en toda regla. Ahí si buscabas ser algo más que un paciente, quizá no era el mejor momento pero deseabas encontrar a la amiga, a la cómplice aunque provocases el conflicto. Apostaste a que tarde o temprano, tras la tormenta llegaría la calma y podríamos volver a hablar como lo que somos.
Estaba haciendo un análisis certero.
—Sin embargo no he visto que hayas intentado ir tan lejos con tus mujeres. Tal vez porque no me necesitabas, ¿o será que no te causa tanto morbo contármelo?
—¡Cómo puedes decir eso!
—¡Es que no lo sé!, tu silencio me da pie a especular ¿no te das cuenta?
Me sentía desbordado por las consecuencias de mis silencios, de una u otra manera volvía a cometer el mismo error, la omisión, la demora que me conducía sino a la mentira si esta vez a la distancia con Carmen.
—Siempre hemos dicho que somos amigos —continuó con un tono conciliador—, podría haber hecho un retrato mucho más suave, contarte que me acosté con Salif, con Antonio, dejarlo ahí, una leve insinuación hubiera bastado, pero los amigos se lo cuentan todo ¿no? Necesitaba que supieras quién soy, no sólo lo que había hecho. Si vamos a volver a convivir tienes que saber quién soy ahora, no sólo lo que hice. Por eso he entrado tan a fondo en los hechos no por regodearme absurdamente. Por eso me duele que ahora tú te quedes en la superficie, no es justo Mario, no es justo.
—Tienes razón, no entiendo por qué he actuado así, dando por hecho que eran temas intrascendentes para nuestra terapia. No ha habido otra intención te lo aseguro. Empecemos con ello ahora si te parece.
—De acuerdo. Desde el principio.
Tenía que ordenar mi discurso; Graciela si, ese era el comienzo, la persona que nos había ayudado a superar los momentos mas amargos. Luego seguiría con Elvira, no tenía claro si había un futuro pero debía contarle lo que sentí al volver a verla, al tenerla en mis brazos después de haberla querido tanto. Quizás Sofía, también formaba parte del tiempo en el que estuvimos separados y de alguna forma era una vivencia que debía conocer.
—Creo que nunca te he llegado a decir que Graciela…
—¿Qué pasa con Elena?