Diario de un Consentidor 110 Viernes de pasiones 3

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Capítulo 110

Viernes de pasiones (y 3)

Eran casi las ocho cuando consideré llegado el momento de regresar; habría tenido tiempo suficiente para ordenar sus ideas y plasmarlas en ese cuaderno al que se le agotaban las hojas.

La encontré tal y como la dejé, sentada a la mesa del salón repasando lo que debían ser las anotaciones que había tomado durante mi ausencia. Levantó la mirada al sentirme entrar y me lanzó una de esas dulces sonrisas que me saben a abrazo.

—Creo que ya lo tengo.

Y entró a fondo en lo que hasta ese momento había sido solo un esbozo de su paso por la montaña; entendí como inició un proceso de sanación físico y mental en sus ascensos al monte cada mañana solo para respirar aire puro y escuchar a la naturaleza; sin meta, sin un objetivo concreto. A partir de entonces comenzó a trazar una estrategia de terapeuta; la idea de escribir sin interpretar lo escrito y guardarlo hasta que más tarde, en otro momento, con otros ojos la lectura le permitiera escuchar a la que escribió esas páginas le pareció un método alternativo, arriesgado pero el único que le ofrecía posibilidades de salir adelante.

Y comenzaron a surgir esos escollos a los que está acostumbrada a enfrentarse en clínica, solo que esta vez la dificultad añadida era que la tramposa no era alguien ajena, otro u otra que, sentado frente a ella podía analizar con las herramientas que sus estudios y años de profesión le brindaban. No, el adversario estaba dentro de sí, era una versión de ella misma que se empeñaba en ocultar la verdad, falsear la realidad de lo que sucedió, engañarla, mentir, suplicar, llorar, incluso tender un manto de falsa desmemoria sobre acontecimientos que pretendía no recordar.

No era fácil no; comenzó la irritación, las jaquecas, las noches en blanco, la dificultad para concentrarse, el exceso de tabaco. Casi por casualidad aparecieron los últimos porros olvidados, resecos que le dieron un respiro, un medio para volver a descansar y le devolvieron la lucidez suficiente para seguir con su trabajo.

Fue entonces cuando tomó la decisión. Si quería seguir avanzando necesitaba la marihuana.

—Asumía un riesgo pero era un riesgo calculado, me había desecho de la coca nada más llegar a la montaña, lo recuerdo como si ejecutara un ritual. Sabía lo que estaba haciendo.

—No podía seguir así —añadió al ver mi expresión de incredulidad—, tú mismo has podido comprobar la tensión que genera este proceso. No creo que puedas imaginar lo que fue vivirlo en soledad.

Intenté ponerme en su piel y la comprendí.

—Aquellos porros resecos me habían permitido volver a dormir, recuperar la entereza para trabajar en recuperar mi persona. Comprendí que necesitaba seguir así y por eso tomé la decisión. Era un riesgo calculado Mario, y lo asumí.

Es Tomás

—Cuando volví al club lo vi de otra manera, era el mismo lugar pero yo ya no era la misma. Álvaro me recibió como lo recordaba, encantador. Aún así me costó plantearle el motivo de mi visita. Antes de llegar a ese punto charlamos, ya estaba al tanto del viaje de Doménico e intuí que callaba más de lo que decía. Al fin, cuando le dije lo que buscaba se comportó como un amigo, me entendió, cortó el torrente de explicaciones que le estaba dando y se comprometió en intentar solucionarme el problema.

»Fue entonces cuando se acercó Tomás, Álvaro me lo presentó, le sirvió de excusa para seguir atendiendo al resto de personas que había en otras mesas y no dejarme sola; la verdad es que una vez tratado el tema yo tenía la intención de marcharme, no tenía claro si regresar a la montaña, pasar la noche en casa de Irene o volver a casa de Domi aunque esa era la última opción. El caso es que Tomás es un buen conversador, agradable, atento y demostró tener una gran cualidad, sabe escuchar. Al poco tiempo me encontré cómoda con él, tanto que casi sin darme cuenta comencé a confiarle lo que hasta ese momento solo había podido hacer conmigo misma en ese doble papel que había asumido en la montaña.

Suspiró profundamente.

—Puede que lo necesitara; un interlocutor ajeno a mi, alguien que como él supiera escuchar y que me permitiera expresar en palabras lo que hasta ese momento solo había podido hacer sobre el papel y en mi propio pensamiento a través de ese desdoblamiento que a todas luces era insuficiente.

»No me importó confiarme, era una persona anónima a la que no iba a volver a ver jamás —eso pensé entonces—, podía abrirme sin censura, sin pudor; cuando vi que no me juzgaba, que no intervenía con prejuicios ni añadía nada a lo que iba relatando me confié y le utilicé para mi propia terapia.

»Al acabar me sentí agradecida, pensé que era una buena persona. En ese momento Álvaro se acercó, era el momento de marcharme, se había hecho tarde y aún tenía que resolver dónde pasar la noche.

“—Bueno, ha sido un placer.

—¿Ya te vas?

—Es tarde, todavía tengo que organizarme.

Percibió un gesto de extrañeza.

—Como te dije, mis días en la montaña acabaron hoy. Se me ha ido el santo al cielo y aún no he previsto donde pasar la noche.

—¿A estas horas? Yo, si quieres, tengo un apartamento que...

Carmen sonrió escéptica.

—¿Tu picadero?

—No te ofendas, creo que somos mayorcitos para entender de lo que estamos hablando. Tú necesitas una solución para esta noche y yo la tengo; te dejo las llaves y te arreglas, mañana te organizas y en paz. Eres psicóloga, creo que en el tiempo que hemos estado hablando habrás tenido ocasión de calibrar si en mitad de la noche voy a aparecer para violarte.

—No, no creo. Gracias de todas formas.

Tomás desistió. Carmen miró el reloj, se le había hecho muy tarde.

—¿Ya os vais?

Álvaro se había acercado al verlos levantarse.

—Carmen se marcha, parece que tiene que buscar alojamiento ya que ha rechazado mi oferta.

En un instante se estaba viendo envuelta en una conversación que no deseaba.

—Si, me marcho ya —concluyó con decisión.

—¿Qué es eso de que necesitas alojamiento? —preguntó extrañado.

—Es una larga historia.

A regañadientes no le quedó más remedio que desgranar una breve explicación.

—Y yo le he ofrecido mi apartamento, pero lo ha interpretado mal.

—No es eso Tomás…

—Y no me extraña —Intervino Álvaro—, pero te garantizo que es la persona más honesta que hay; tú es que no lo conoces y claro, que un desconocido te ofrezca su casa puede sonar un poco…

—De verdad, no he pensado nada.

—Yo, Carmen, pongo la mano en el fuego por él. Si necesitas un lugar para pasar la noche no te compliques la vida; acepta el ofrecimiento de mi buen amigo; sé que lo hace de corazón.

—No la pongas en un compromiso —zanjó Tomás—, ya ha dicho que no.

Carmen hizo un análisis rápido. La opción del hotel era la más sensata, la más fría también. Significaba volver a encontrarse entre cuatro paredes impersonales que la enfrentaban a su soledad. Desde que Tomás habló del apartamento se hizo una idea diferente, algo que rompía esa sensación claustrofóbica que le había hecho abandonar su retiro en la montaña.

¿Por qué no? Apenas los conocía a ambos pero la escena que acababa de presenciar le daba suficientes motivos para confiar.

—De acuerdo, está bien. Supongo que entiendes mi reticencia, no es nada personal.

—Lo comprendo. No me conoces; A ver, un hombre casado, en un club ofrece un pisito a una joven…

—¡Hombre Tomás, si lo planteas así, yo mismo le digo a Carmen que ni se le ocurra aceptar!

Aquello terminó de relajar la situación, Tomás apuntó la dirección en una nota que le facilitó Álvaro y se la dio junto a un llavero.

—Ahora mismo llamo al conserje para que esté al tanto. ¿Cómo es tu apellido? es para darle un aspecto formal.

—Si, buenas noches, soy Tomás Rivas, 520 si. Tome nota, mi apartamento va a ser ocupado por la Doctora Rojas durante unos días. Si, ella misma les avisará cuando lo abandone. Eso es gracias.

—Solo estaré esta noche Tomás, mañana por la mañana arreglaré mis asuntos. —le miró con una sonrisa en la boca, puso una mano sobre la suya —Muchas gracias, me haces un gran favor.

—No hay nada que agradecer.

—¿Todo bien? —dijo Álvaro.

—Parece que si.

—Mañana haré algunas llamadas; a mediodía lo tendré solucionado.”

Lo cierto es que se planteó de una manera tan sencilla, tan natural que no me costó aceptar. No quería volver a casa de Domi, todo estaba resuelto allí y regresar era volver a despertar fantasmas que ya tenía neutralizados. Por otra parte necesitaba mi espacio para poder trabajar, no podía irme con Irene, hubiera sido…

—Tenías nuestra casa —La interrumpí.

—No sabía si tú…

—Claro.

—Me lo planteé como algo temporal, al día siguiente lo solucionaría. Lo que ocurrió es que Tomás se convirtió en un anfitrión poco intrusivo. El apartamento, al lado del Retiro me permitía trabajar en unas condiciones óptimas. A la mañana siguiente salí a pasear por el parque antes de ponerme a trabajar; era ideal. Luego, sentada frente al ventanal con vistas al Retiro me encontré en un ambiente que invitaba a serenarme y pude comenzar a centrarme sin mucho problema. Tomás llegaba, pedía permiso desde el telefonillo del portal, traía croissants, estaba el tiempo justo para compartir un café, charlar un momento y se iba; justo para descansar del intenso trabajo, justo lo que necesitaba. Comencé a apreciar esos momentos de cercanía, esa incipiente amistad. Tiene una gran facilidad para hacer que te sientas cómoda, ya lo había experimentado en el club, y ahora allí, en su casa, pude comprobar que en ningún momento me sentía en peligro. Eso era tan agradable, tan distinto a lo que había vivido hasta ese momento al lado de cualquier hombre que por fin pude bajar la guardia.

Cómo no entenderla; tanta tensión y de pronto una persona con la que no necesita estar alerta.

—Una noche, al volver de una velada con Irene, encontré una nota que me había deslizado por debajo de la puerta.

“Te prometí no incordiar y siempre cumplo mis promesas.

Pasé por aquí sin intención de subir, solo para decirte que abuses del frigorífico si no te apetece salir.

Por favor, siéntete en tu casa, nada me haría más feliz que saber que te encuentras relajada y con la confianza de hacer lo que te apetezca.

Buenas noches.

Tomás”

El caso es que me disponía a trabajar, estaba despejada pero me sentía sola. Me dejé llevar de un impulso y le llamé.

“—¿Tomás? No sé si ha sido buena idea llamarte… ya, ya escucho el ruido. Si, vi tu nota, acabo de llegar... al refugio —A punto ha estado de decir, a casa.

—Nada, solo quería darte las gracias de nuevo y... que si, que me siento cómoda y ahora mismo estoy abusando de tu cafetera. —bromeó.

—¿Ahora? No… sí, sé dónde es pero estoy muerta, gracias de todos modos.

—Ya, sé que es aquí mismo pero tengo los pies desechos, los tacones me han matado.

Una petición. Un silencio, una duda, la soledad que puede con ella.

—De acuerdo, un café pero rapidito que estoy muy cansada y mañana tengo que seguir trabajando.

—Anda, no seas pelota.”

—Un café, un chupito de Bayleys, una conversación hasta las dos de la madrugada. Entonces fue cuando surgió el kimono.

—¿El kimono?

—Si. Yo apenas tenía ropa cómoda para estar por casa, solo la que llevé a la montaña. Le extrañó que usara algo tan de invierno con el tiempo que hacía ya en Madrid. Entonces me ofreció el kimono, era un regalo que no llegó a su destinataria, otra chica que había estado viviendo allí.

—No comprendo.

—Creo que hay poco que entender, aquel apartamento es, o era no lo sé, una especie de…

—¿Picadero?

—Eso es exactamente lo que le dije cuando me lo propuso la noche anterior, en el club. No se ofendió, es un hombre pragmático; yo tenía un problema y él una solución, así me lo planteaba pero sí, aquello es un picadero en toda regla; esa primera noche lo pude comprobar; el armario de la alcoba está repleto de ropa de mujer, por cierto de muy buen gusto; la coqueta tiene un extenso repertorio de lencería, luego supe que Tomás tiene un pequeño fetiche, algo inofensivo: Le gusta conservar algún recuerdo de las chicas que han pasado por allí.

—Como ha sido tu caso.

—No es lo mismo —objetó con aire serio.

No quise entrar en ese debate.

—Esa primera noche me sentí extraña allí, no era lo que buscaba, me costó conciliar el sueño en esa cama.

—Lo comprendo.

—El caso es que cuando me ofreció el kimono me sentí incómoda, era el regalo para una de sus chicas, una… fulana.

—Una furcia.

No sé por qué dije eso. Carmen estaba a punto de proseguir y al oírme se quedó paralizada.

—Si, una furcia y ahora me lo ofrecía a mi, aunque no creo que su intención fuera esa.

—¿Cuál?

Vaciló, estaba algo perdida, supongo que no sabía en qué terreno me movía yo.

—Creo… No, estoy segura de que no intentaba equipararme con las otras chicas.

No dije nada, tampoco hice ningún gesto que le diera alguna pista sobre mi opinión al respecto.

—Solo pretendía que estuviera más cómoda, solo eso. Pero el efecto fue el contrario, me resultaba muy violento, lo rechacé y se lo di a entender. Para suavizar le dije que no era mi talla. Se disculpó.

—¿Qué es lo que sentiste cuándo te lo ofreció?

—Ya te lo he dicho.

—No me has dicho casi nada.

Está nerviosa, los recuerdos se agolpan en su mente, la escena debe ser tan intensa que puede con ella. Mira a un lado, tiene el rostro intensamente arrobado, los ojos brillantes.

—Poco antes, cuando llegué de la calle y me cambié, al colgar la ropa en el armario junto a la de las chicas, no sé por qué lo hice, había cogido una de las perchas.

“Avanzó despacio hacia el dormitorio. A medio camino recogió los zapatos que había abandonado al llegar; los tacones la habían matado. Por alguna razón aquella incipiente amistad le resultaba saludable, era una especie de linimento que la confortaba tras arduas horas de enfrentarse a su reciente pasado, duro pasado. Horas en las que revivía heridas que aún sangraban.

Colgó el vestido en el armario compartiendo espacio con la ropa de la invisible amante de su nuevo amigo. ¿Cómo sería? Desplazó una a una las perchas ocupadas. Buen gusto, calidad, ¿quién elegiría los vestidos? ¿y la lencería, ella, él? Se sobrepuso una de las perchas y se enfrentó al espejo del armario.

El aire se le escapó de los pulmones. No se vio a sí misma, no. Ahí enfrente, estaba otra mujer. Aspiró un perfume desconocido, el perfume de la querida de Tomás.

Devolvió la percha a su lugar, ¿qué estaba haciendo?”

—Y cuando Tomás me ofreció el kimono todavía tenía ese recuerdo fresco. Me sentí… no sé explicarlo, era como si de nuevo estuviera con el vestido de la furcia, el corazón me latía desbocado. Temía que Tomás supiera lo que había hecho.

—¿Qué habías hecho?

—Ya lo sé, nada; es absurdo.

»Al día siguiente, salí a desayunar y me entretuve trabajando sobre mis notas en la cafetería. Cuando volví el conserje me detuvo; supe que algo pasaba por la forma que tuvo de mirarme. Me entregó un bolsa que habían traído para mí, enseguida distinguí el nombre de la misma tienda de lencería en la que había visto envuelto la noche anterior el kimono. Comprendí lo que sucedía: El conserje ya me había catalogado, dejaba de ser la Doctora Rojas y pasaba a ser una más de las putas del señor Rivas.

»Le llamé inmediatamente y me enfadé con él ¿cómo había hecho algo así, no se daba cuenta del efecto que había causado? No se alteró, me respondió con un argumento irrefutable: ¿Realmente me importaba lo que pudiera pensar de mí un conserje?. Tenía razón, ¿qué importancia podía tener? Casi sin dejarme reaccionar me preguntó si me lo había probado, no fui capaz de mentirle, me lo acababa de probar, de hecho aún lo llevaba puesto; respondió, “no te lo quites voy a ver cómo te queda” y colgó. No sé por qué me alteré tanto, reaccioné de una manera absurda; estaba en zapatillas y pensé que no podía recibirle así, busqué los zapatos que me acababa de quitar y me los puse, ¡qué tonta! Luego hice algo…

Escapó de mis ojos, fue un segundo pero ese instante de vergüenza me hizo presagiar algo.

—Me volví a mirar en el espejo; no entiendo la razón de esos nervios, me fijé cómo se me marcaba la braga y…

Esperé, no debía presionarla.

—Visto ahora no tiene ningún sentido, en aquel momento me dominó una sensación de urgencia ante la inminencia de su llegada que…

Estaba abrumada, abochornada por lo que hizo.

—Pensé en ponerme un tanga —confesó atropelladamente—. Si, es absurdo, no sé en qué estaba pensando. El caso es que no me había llevado ninguno a la montaña, los había dejado en casa de Irene y no se me ocurrió otra cosa que mirar en la ropa de…

—De la furcia.

—Si —dijo claudicando a ese apelativo.

Me miró esperando algo, un comentario, una crítica, algo. No estaba dispuesto a darle nada hasta no escuchar todo el relato.

—Escogí uno y me lo puse. Fue como si me convirtiese en otra persona Mario, no sabría explicarte…

—En ella.

Enmudeció. Un breve cruce de miradas durante el que se terminó de librar la soterrada escaramuza que habíamos mantenido.

—Apenas me dio tiempo a más, sonó el timbre. Todo estaba sucediendo tan rápido… Me miró de una manera diferente. Si, le gustaba claro que le gustaba pero era una mirada limpia. Yo era consciente de cómo me sentaba la prenda, tan delicada, tan ligera, pero Tomás me hacía sentir limpia.

—Limpia…

—Si, sabía que se me marcaba todo, pero él me contemplaba como pocos hombres lo harían. No me sentí agredida en ningún momento, al contrario, me dejé mirar de otra manera. Domi me hace sentir como si fuese una joya, algo así no sé cómo definirlo. La mirada de Tomás es más serena, aún estando cargada de admiración y de deseo no me sube a un pedestal. Comencé a regañarle, más por recuperar mi estatus que por el hecho en sí que merecía la reprobación. ¿Cómo se le había ocurrido mandar ese paquete de una tienda de lencería, no se daba cuenta del lugar en el que me dejaba ante el conserje, los rumores que iba a dar lugar?

»Tomás me acababa de despojar de la bata sin que yo hubiera mostrado el más mínimo reparo, ¿por qué? no veía en él ningún signo de acoso, ninguna señal de que pretendiera algo más que comprobar cómo me sentaba el regalo que me había hecho. Si, era evidente para ambos que bajo la seda yo no llevaba nada más, no había tenido intención de provocarle solo era una cuestión estética, pensé que la bata se encargaría de ocultar lo explícito pero cuando quiso ver el kimono no pensé, simplemente no pensé.

—¿Qué pasó?

—Nada, no pasó nada. Se alejó…

—¿Se alejó?

—Para poder observarme mejor, me había retirado la bata situándose a mi espalda. Temía el momento en el que se acercase y…

—Te viera de frente ¿no es eso?

—Si, no quería que pensase que…

Que lo había preparado para seducirle. Le cuesta dejar salir las ideas como si estuviera avergonzada de lo que sucedió. ¿por qué se avergüenza de esta escena cuando ha sido capaz de contarme momentos mucho más crudos sin bajar la mirada?

—¿Y entonces?

—Tomé la iniciativa, no podía aguantar más así, dejándole que siguiera ahí atrás mirándome. Me volví. Debía de estar roja porque sentía las mejillas arder. Pero entonces vi su mirada y me desarmó, una mirada limpia que recorría mi cuerpo, no solo lo que pretendía evitar: mis pezones que podía sentir contra la seda. «Te queda como un guante, estás preciosa» dijo. ¿Qué hacer ante un hombre así?

»Me escudé en la regañina que le tenía preparada,

»Su respuesta fue tan clara y sincera como es él: “¿Quién es el conserje, de verdad te importa que piense que eres una puta?”. No trataba de insultarme, al contrario, procuraba hacerme entender que su opinión era irrelevante pero lo que realmente me impactó fue que Tomás era la primera persona que me hacía enfrentarme a la palabra puta sin agredirme, sin sentirme vejada y en un entorno que se prestaba a ello. Estábamos en una vivienda que se utiliza como picadero; yo lo sabía desde un principio no obstante había accedido a alojarme allí.

»Estaba claro, dijo, “Desde el primer momento el conserje no se ha creído que seas una doctora, piensa que eres mi querida, como las demás”. Las demás, pensé, no una ni dos. “Lo que importa es lo que tú y yo sepamos, lo que piense la gente no importa”.

»Aquello me descolocó, ¿Así que desde que llegué al apartamento me han estado catalogando de puta y yo sin saberlo?. Ajena al cotilleo del edificio, el conserje, las limpiadoras, incluso los vecinos con los que me cruzo a diario en el portal o en el ascensor me han tomando por la nueva puta de Tomás y yo, ingenua, los saludo sin saber las habladurías que se corren sobre mí.

»Tomás debía pensar que me había quedado en silencio a causa de sus palabras y se excusó. Le dejé claro que a estas alturas de mi vida pocas cosas me podían ya ofender pero que solo buscaba un amigo. Se lo quise dejar tan claro que le pregunté qué buscaba viniendo con tanta asiduidad, viniendo a tomar café, presentándose de noche. “Solo quiero un amigo pero no sé lo que tú quieres”, le dije.

»Fue muy claro, es una virtud que tiene, “Si dijera que no me atraes mentiría, si te dijera que todo lo que me contaste de ti no me ha excitado estaría mintiendo. No voy a saltar a violarte no tienes por qué preocuparte. Me gusta estar contigo, charlar tomando café, pero también me gusta mirarte. Si lo deseas no volveré por aquí hasta que te vayas. Ahora, con la misma sinceridad con la que te he hablado dime una cosa. Dime si no te gusta que te mire, dime si no te has arreglado para mí, si no has elegido cada prenda que te has puesto además de lo que veo, dime si no has elegido lo que intuyo, incluso lo que has decidido no ponerte”.

»No fui capaz de responder, le pedí que se fuera, era tarde, debía seguir trabajando aunque sabía que no me iba a ser fácil concentrarme. Sonrió y contestó que le valía como respuesta.

—Te ganó la partida.

—Eso pensé. Sabes que no me gusta la derrota por eso mismo cuando ya estaba en la puerta le ofrecí un café.

Se pierde, el recuerdo le ha demudado el rostro. No me ve, no estoy para ella en este instante en el que recrea escenas críticas, en el que vive de nuevo el encuentro con Tomás, un encuentro que a tenor del efecto que veo en su expresión debió de ser trascendental.

Vuelve, me mira tras su ausencia, se excusa con una sonrisa y una bellísima caída de ojos.

—Las cartas estaban sobre la mesa, él sabía lo que yo quería y yo sabía lo que podía esperar de él. Sin trucos, sin juego sucio. Preparé el café sin ocultarme, dejé de sentir ese pudor que había tenido hasta entonces, más por lo que pudiera pensar al verme sin ropa interior que por el mismo hecho de no llevarla y me liberé. Sabía que me miraba con deseo, que Tomás nunca traspasaría la línea que otros hombres en la misma situación cruzarían sin dudar. Y eso me concedía una tranquilidad que solo había sentido…

Se detuvo buscando las palabras adecuadas.

—Entre mujeres —dije casi sin pensar.

Me miró sorprendida, luego se le iluminó la cara con una sonrisa cargada de cariño.

—Eso es.

Aún tardó unos segundos en continuar, no dejaba de mirarme.

—Charlamos mucho, como habíamos hecho antes. Es fácil hablar con él. Cuando surgió el tema de su familia se apenó, intenté aconsejarle, sus hijos se han alejado de él, es cierto que motivos no les faltan pero no toda la responsabilidad es suya. Estoy demasiado implicada como para darle apoyo y así se lo dije pero creo que lo necesita.

»No imaginas lo diferente, lo único que es poder hablar con un hombre de la forma que lo hicimos, a veces cogidos de la mano, compartiendo confidencias, emociones, siendo consciente del deseo que se cruzaba a través de la mesa pero sin miedo a que se desbocase. Me sentía feliz de cómo se estaba desarrollando todo. En ese momento supe que Tomás y yo podíamos construir una amistad.

»Cuando le acompañé a la puerta sucedió algo que lo trastocó todo. Al ir a despedirnos le vi un gesto de tristeza que me conmovió. Creo que toda la conversación sobre su fracaso matrimonial había marcado en exceso la última parte de nuestra charla y precipitó su marcha. Intenté consolarle, creo que le hice un gesto cariñoso en la mejilla, le dije algo; no recuerdo bien como se desarrolló el resto, creo que me cogió la mano, se le estaban desbordando las emociones, intenté calmarle pero me debió interpretar mal y…

Se detiene, espero aunque puedo adivinar...

—Me besó. No fue algo violento, estaba abatido por la emoción y, supongo que…

Baja la cabeza, suspira. ¡Cómo le cuesta afrontar un beso de Tomás!

—Le dejé —continua, mirándome como si confesara una infidelidad—, fue un beso suave, delicado, sin apenas presión, sabía que él lo necesitaba y yo…

—Y tú también, posiblemente tanta soledad te estaba pasando factura.

—Ya, pero al fin reaccioné y le dije que no podía ser, que ese mismo día me marcharía. Tomás se sintió abochornado y me contestó que no sería necesario, no volvería a pasar por allí.

El recuerdo carga sus gestos de ansiedad.

—Lo último que necesitaba en ese momento era volver a…

Carmen se levanta, está inquieta. No ha acabado y los nervios atenazan mi pecho. Camina, coge el tabaco y vuelve.

—Tenía los ojos tan arrasados en lágrimas que le iba a ser difícil contenerlas, estaba destrozado, todas las emociones que había liberado en la mesa le habían dejado desarmado, esa era la causa de su arrebato y ahora se debía sentir fatal, debía pensar que me había fallado. No, no le podía dejar marchar en esas condiciones.

Me mira, sé que está a punto de declarar algo trascendental, lo sé.

—El detonante fue algo nimio, una lágrima que detuve con el pulgar, una lágrima que comenzó a rodar y que sequé en su ojera. ¡qué bobada! Tomás ahogó un lamento como si le hubiera herido y ahí…

Me mira como si me pidiera perdón. ¿perdón por acostarse con Tomás después de todo? ¿Qué tiene de especial, que tiene de diferente?

—¿Por qué me lo cuentas así?

—¿Así, cómo?

—Cómo si me hubieras engañado con Tomás, como si fuera la primera vez que te hubieras acostado con otra persona.

Carmen dudó, parecía sorprendida por mis palabras.

—Es lo que siento al escucharte —continué—. Has podido transitar estos días sin pudor por tu relación con Doménico, por tu paso por el club, por tantas personas que han pasado por tu vida y que no voy a volver a mencionar y no he visto la conducta que estás teniendo al contarme tu relación con Tomás ¿por qué, qué lo diferencia de los demás?

Se tomó unos segundos, luego me miró y comenzó a hablar.

—Tomás es el primer hombre con el que decido acostarme libremente, sin estar bajo el efecto de las drogas, sin ninguna presión, ni tuya ni de nadie. ¿Te das cuenta? Soy yo la que elijo acostarme con él no por seguir un juego ni por simple deseo. Esa es la diferencia. Todo lo que me ha sucedido durante estos últimos meses, quizá desde Sevilla me ha transformado y este es el resultado. La mujer que era antes jamás habría hecho algo así. La que soy ahora toma estas decisiones, por eso me está costando contártelo porque no tiene nada que ver con lo que sucedió en el club ni en casa de Doménico y esto marca un cambio fundamental. Tomás es el eslabón entre la que fui y la que soy ahora, no sé si puedes entenderlo. Durante estos meses es como si me hubiese forjado al fuego, al rojo vivo. Me he templado Mario, he vivido experiencias muy duras que ojalá no hubieran sucedido pero de las que al menos he logrado salir ilesa, transformada en otra mujer. La prueba ha sido cómo he actuado con Tomás. No he sido consciente hasta hoy cuando me dispuse a contártelo; entonces al repasar mi estancia en el apartamento fue cuando realmente me di cuenta de mi transformación.

Me observó, supongo que quería estar segura de que estaba comprendiendo sus palabras.

—Tomás no es un error, me acosté con él siendo consciente de lo que hacía. Tomé una decisión libre. Esa es la diferencia.

Madrugada, cigarro y copa.

Estamos llegando al final del camino, dentro de poco regresaremos a casa, a nuestra vida cotidiana. Volvemos transformados. Ha sido una semana intensa, han muerto dos personas que estaban en lucha y han renacido superando miedos, prejuicios, aceptando los cambios, las cicatrices y las huellas que estos dos meses les han dejado. Ninguno de los dos somos los mismos que llegamos aquí a comienzo de semana, tampoco somos los que empezamos este sendero hace dos meses, hace un año.

Morir y renacer. Un buen símbolo el que escogió Carmen para describir el camino que iban a emprender estos dos ateos en plena semana santa.

Salimos al porche, es la una de la madrugada y hace una noche espléndida. Hemos estado cenando en el pueblo y regresamos caminando despacio, alargando el paseo, charlando. Ahora no apetece dormir.

Nos sentamos a la luz de la luna, he preparado unos chupitos, Carmen enciende un pitillo. Me he acostumbrado a verla fumar, esa forma de aspirar la primera calada cuando enciende el cigarro le da un aire muy sensual.

Nos quedamos en silencio disfrutando del murmullo de la noche. Luego alguno rompe ese instante, hablamos de algo no sé, puede que fuera de la cena, del pueblo, de alguien con quien no habíamos coincidido todavía.

Todo es tranquilo, pausado. Hace un buen rato que Carmen aplastó la colilla. Y entonces lo sé, lo intuyo. Estamos bien juntos, hemos vuelto a recuperar la intima confianza que siempre hemos tenido. ¿Por qué no decirle lo que pienso?

—Ahora mismo te apetecería fumarte uno de los otros ¿verdad?

Me mira burlona.

—¿Uno de los otros?

—Ya me entiendes —respondo algo incómodo.

Mira hacia los lados fingiendo que nos vigilan.

—¿Me estás hablando en clave?

—¡No seas boba! ¿te apetece un porro?

—¿Te ha costado decirlo, eh?

Me acaricia la mano, su mirada más dulce me atraviesa. Me besa.

—Pues si, la verdad es que es un momento especial. Hace una noche increíble, estamos tan bien… Si, me apetece y más porque tú me lo plantees.

Nos miramos un instante, sin palabras, sobraban. Entonces se levantó y entró en casa; volvió con la pitillera que ya me es tan familiar.

Y comenzó un ritual que pronto se volvería cotidiano. Elegir el cigarrillo, —me resisto al argot—, encenderlo de una manera distinta, con la llama apenas tocando el papel y luego la calada, profunda, y ese aroma dulzón que se extiende y te penetra aunque no quieras.

Expulsó el humo tras una pausa y me miró. No dije nada, solo me quedé grabando en mi memoria la expresión de Carmen, su mirada penetrante, su rostro sereno.

—¿Por qué?

Sabía lo que quería de mi.

—Supuse que te apetecía; el ambiente, la noche… todo me hizo sospechar que a lo mejor…

—Pero tú, precisamente tú… no me lo esperaba.

—Estamos rompiendo barreras ¿no es así? Sería absurdo que dejásemos cerradas puertas que ambos sabemos que están ahí.

Volvió a poner su mano sobre la mía.

—De todas formas mi idea no es hacer de esto un hábito cotidiano.

—Lo sé.

Tomó una nueva calada y tras aguantarla un tiempo volvió el rostro y expulsó el humo lentamente hacia mi. El potente aroma me cubrió.

—¿Qué haces? —protesté.

—Contaminarte —respondió con su voz más sugerente.

Y comenzó a canturrear bajito.

« Contamíname

pero no con el humo que asfixia el aire.

Ven

pero sí con tus ojos y con tus bailes.

Ven

pero no con la rabia y los malos sueños,

Ven

pero sí con los labios que anuncian besos

Y me uní a su voz, a su melodía.

« Contamíname,

mézclate conmigo,

que bajo mi rama tendrás abrigo.

Contamíname,

mézclate conmigo,

que bajo mi rama tendrás abrigo.»

Era todo tan bello, a la luz de la luna cogidos de la mano… Aquello no podía ser malo no, no podía serlo.

Cogió el mechero para volver a encender el cigarro, de nuevo el humo me llegó gracias a la leve brisa que nos acariciaba. Aspiré casi inconscientemente o eso es lo que quería creer.

Como si me hubiese leído el pensamiento se volvió hacia mi.

—¿Te apetece probarlo?

Vacilé. Era Carmen quien me ponía a prueba; era ella, no ningún yonki.

—Yo nunca he fumado… no sé, jamás…

Sonrió, dulcemente, como solo sabe hacerlo ella.

—Mira, así.

Y me enseñó a coger el cigarro como le habían enseñado, entre mis manos ahuecadas, y me dejé hacer. Era ella. Recordé una frase que nos dijo Doménico: «Lo que si sé es que con esto no se juega. No se conduce un Ferrari de la misma manera que se maneja un turismo ¿verdad? Hay que respetarlo o corres el riesgo de matarte pero no por ello renuncias al placer del vértigo de la velocidad. Pues con esto es lo mismo».

Comencé a aspirar, el humo que me llegaba diluido en el aire era tan suave que apenas me molestó. Le pasé el porro. Estaba inquieto esperando sentir algo, Carmen sin embargo estaba tan ajena que me exasperaba, era mi primera vez y parecía no preocuparle.

Le recordé aquella frase de Doménico.

—Esa es la idea, no pienso hacer de esto un hábito —insistió—. Me ha servido durante la crisis y me ha hecho reconsiderar mi idea sobre las drogas. Quizá era demasiado rígida, no sé. Puede que haya que enfocarlo con otro criterio, como el alcohol. Nos acabamos de tomar un chupito de orujo y somos los mismos que tratamos a alcohólicos ¿no? También jugamos a juegos de azar y no somos por ello ludópatas. ¿Podemos fumarnos un porro alguna vez sin caer en la drogadicción? No lo sé, es lo que estoy intentando reevaluar. Si lo consigo podré mantenerlo en mi vida, si no lo abandonaré definitivamente.

—Como Samuel y Patricia.

—Por ejemplo.

Nos quedamos mirando las estrellas que parecían brillar más que otras noches. Carmen me cedió el porro y fue a coger un par de grandes cojines del salón.

—Trae otros dos.

Armamos con ellos una especie de sillón en el suelo bajo el murete y nos dejamos caer; la risa floja era un signo de que la hierba comenzaba a hacerme efecto y cuanto más me miraba más me reía.

Me sentía bien, feliz, mejor que con la coca, más tranquilo. Charlamos en voz baja, con calma; por fin pude contarle lo que había sentido por la mañana cuando se marchó y me dejó con sus bragas en la mano.

—No entendí lo que pretendías, esa manera tan imperativa de hablarme fue lo que originó todo, luego cuando insististe en mantener ese tono, no sé qué pasó.

Dudé, estuve a punto de hablarle de lo que había observado en su carácter pero me detuve, pensé que debía seguir observando.

—Cuando dijiste aquello, «lo que tu mandes», pensé que era algo más que una broma, fue una intuición, me basé en lo que habíamos trabajado ayer. Y te puse a prueba.

Lleva tiempo acariciando mi muslo, trazando figuras erráticas con la punta de los dedos, una sensación agradable aunque no ha sido hasta ahora que ha empezando a hacerme reaccionar; respiré profundamente.

—Jugaste fuerte, el caso es que me sentí desbordado por tu actitud.

—¿Por qué?

—Tan… dominante, jamás te había visto así.

El asombro que vi en su rostro era totalmente sincero. No le di opción de responder.

—El caso es que ha sido toda una experiencia, al principio me sentí raro.

—¿Si?

—Excitado, pero culpable. Todo el rato me repetía a mí mismo «No soy marica» ¡Qué absurdo!

Las caricias de Carmen me estaban provocando una tremenda erección, puede que la escena que evocamos tuviese también la culpa.

—No es extraño, te enfrentabas a una prueba difícil, estabas rompiendo con varios tabúes muy asentados. ¿Pudiste superarlos?

—Creo que si. Necesitaba verme, tuve que buscar un espejo.

—¿Te gustó?

—Mucho.

—Mucho… Sigue.

Dudo, vacilo a la hora de contarle…

—¿Qué pasa?

—Sentí… No sé Carmen, hice algo que no sé cómo afrontarlo.

Espera en silencio a que le cuente, solo sus dedos arrastrándose cada vez más cerca de mi pubis dan una idea de la tensión que existe en el ambiente.

—Me gustó verme desnudo, solo con tus bragas, el tacto suave que sentía entre mi piel y mis dedos me excitaba, era tan nuevo, tan diferente; en ese momento ya no tenía erección y me lo coloqué hacia abajo, intentaba que no se notara, pero aún así veía el bulto, entonces lo forcé más hacia atrás, entre las piernas, miré al espejo y parecía que no lo tenía ¿me entiendes?

La miré a los ojos, había algo más que quería decirle pero no podía, solo la mirada fue suficiente, no entendimos.

—Ese momento en el que palpé mi pubis y no encontré…

No más palabras, solo nuestra mirada terminó de comunicarnos.

—No sé que estoy diciendo.

Carmen calla. Tengo que seguir.

—Deseaba estar así, sin sexo, sin mis atributos; me excitaba sentir mi pubis libre, vacío, no sé por qué pero la visión de mi pubis tan parecido a…

—¿Al de una mujer?

—Al tuyo si. Pasaba mi mano y la ausencia del pene me provocaba una oleada de emoción difícilmente explicable.

—Luego no deseabas estar sin sexo.

—No, es cierto, no sabría decir qué quería.

No, no lo sabía, o puede que no me atreviera a pensarlo. Mirándonos en silencio aquella madrugada nos comunicamos con una intensidad que las palabras no hubieran conseguido alcanzar.

—Me acariciaba el pecho y, qué curioso, lo abarcaba con mi mano y me pareció pequeño, mínimo. ¿te lo puedes creer?

Sonrió.

—Pues a mi me parece que tienes unos buenos pectorales.

—¿Sabes lo que esperabas, verdad? —añadió tras un silencio que no había sido capaz que rellenar.

—Si, lo sé, lo estuve pensando luego, cuando salí con la bici. La imagen que veía reflejada en el espejo, ese cuerpo desnudo enfundado en tus bragas me generaba otras expectativas, puede que también ese impulso que me llevaba a liberarme de mis genitales me hiciera esperar otra sensación en mis manos, un volumen diferente.

—¿El pecho de una mujer?

—No de una forma consciente, pero si, algo así. Ni siquiera era un deseo, solo una percepción falseada.

—Lo entiendo.

—No tienes por qué preocuparte —añadió tras un momento en el que nos perdimos en nuestros pensamientos.

—¿Tú crees?

Encendió un segundo porro y me lo ofreció, no dudé.

—Estás adentrándote en un nuevo territorio, probando senderos; de algunos retrocederás, en otros avanzarás; eres un investigador nato no tienes por qué avergonzarte, siempre has dicho que eres un antropólogo vocacional ¿por qué no te lo sigues planteando de esa manera?

Su mano seguía torturando la sensible piel de mi muslo, casi rozando mi pubis, si llegaba a alcanzarlo…

Lo hizo, tropezó con una tremenda dureza que luchaba por romper la barrera del ligero pantalón que le impedía recuperar la verticalidad. No dijo nada, simplemente la acarició en toda su longitud y continuó hablando.

—Tienes la oportunidad de conocerte a fondo, intenta liberarte de esos prejuicios que desconocías; no eres homosexual eso ya lo sabías, tampoco te obsesiones por haber infringido tus principios, no creo que le hayas fallado a nuestros amigos gay por haber renegado unas cuantas veces de la homosexualidad, no te pongas trágico por ello. Estoy segura de que llegado el caso vas a seguir defendiendo la causa como siempre y nada va a cambiar en tu relación con ellos porque hoy al ponerte unas bragas hayas sentido la necesidad de justificarte alegando que no eres marica; estoy convencida de que si algún día se lo cuentas a Alex te comprenderá

—Fingirá ofenderse y luego me llamará gilipollas —bromeé.

—Probablemente.

Me ofreció el porro, por primera vez intenté dar una calada directamente y acabé tosiendo escandalosamente.

—Despacio cielo, hazlo otra vez pero aspira suavemente.

Seguí su consejo y cuando comencé a notar un cosquilleo en la garganta me detuve. Me estaba enseñando a fumar, le devolví el porro y me incliné a besarla. Su mano seguía masajeando mi polla. Necesitaba más y se lo hice saber con un leve movimiento de cadera. Carmen sujetó el cigarrillo entre los labios para liberar su mano derecha y soltó uno a uno los botones del pantalón, me deslicé con los cojines para quedar a la altura de su hombro, ella entendió lo que deseaba y me recogió en su brazo izquierdo. Tenia los ojos guiñados por el humo, le retiré el porro de la boca y me atreví a dar una nueva calada; «doucement», susurró; esta vez no tosí ni me molestó; se lo acerqué a la boca y aspiró profundamente mientras su mano se las arreglaba para entrar por la cinturilla del bóxer; levanté las caderas, me sobraba ropa, a mi y a Carmen y en un gesto rápido me liberó del pantalón y del bóxer hasta medio muslo, yo hice el resto y con los pies acabé lanzando ambas prendas lejos, o eso me pareció.

Así deseaba estar, desnudo, entregado. Sus labios recorrían mi sien, su mano acariciaba toda la envergadura de mi miembro, duro, turgente, inflamado; lo rodeaba aunque apenas lo rozaba; temblaba como si le marcase el ritmo a mi corazón y pensé que eso justamente es lo que Carmen deseaba, sentir como ese palpitar golpeaba el amplio círculo que su mano formaba alrededor de mi polla y por eso apenas la tocaba.

Habíamos dejado de hablar, estaba en éxtasis, mi respiración marcaba el nivel de excitación en el que me hallaba y Carmen supo cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo. Para cuando exploté ya se había separado con cuidado de mi y apretaba la base del glande con dos dedos, así controló que el potente chorro brotara con suavidad en su mano con la que formaba un cuenco.

La miré aturdido, sin saber qué estaba haciendo, sacudido por los últimos espasmos del orgasmo.

—Los cojines, no quería que los mancharas.

Parecía una niña excusándose, una niña con la mano cargada de semen ordeñando los últimos restos que quedaban en mi verga haciéndome retorcer de placer.

—¡Cabrona!

Sonrió después de agacharse a lamer el glande concienzudamente.

—¿Los cojines? —protesté.

—Son nuevos, ¿sabes lo difícil que es quitar una mancha de esto? —respondió enseñándome la mano cargada con su argumento.

Reí, no pude evitarlo, reí sin control, tiré del porro pero se había apagado y eso, no sé por qué me hizo reír más todavía; Carmen alcanzó el mechero. Demasiado novato para encenderlo se lo puse en los labios y ella lo encendió.

—¿Y ahora qué? —dije haciendo un gesto hacia su mano.

Se la acercó y con la punta de la lengua dio un lametón sin dejar de mirarme.

—Cigarro y copa. Te has vuelto una sibarita.

Sonrió con maldad y lamió de nuevo sin dejar de mirarme, esta vez abundantemente.

—No se me había ocurrido, tendré que probar otro día.

—¿Qué?

—Degustarte en copa, cielo.

Sentí como un disparo de energía atravesaba mi lánguido sexo que comenzó a cobrar vida.

—Cómo puedes ser tan zorra —afirmé.

Ella se limitó a sonreír. Una idea se cruzó por mi cabeza.

—¿Cuándo aprendiste a hacer esto?

—Hoy, contigo; hemos aprendido juntos cariño.

Observé que entre sus dedos comenzaba a filtrarse la parte menos densa formando unos hilos que brillaban a la luz de las velas.

—Estas chorreando.

—No sabes cómo —respondió con su mirada más sucia.

—Tu mano, gotea —le aclaré.

Rompimos a reír.

—Recógelo, yo no puedo —dijo, levantando el porro.

Con dos dedos recogí lo que pude; casi en sincronía ambos pensamos lo mismo; se acercó y yo le ofrecí mis dedos. Chupó, lamió golosamente observando el efecto que me provocaba.

—¿No quieres probarte?

Me estremecí, alguna vez lo había hecho de chaval, pero ahora… ahora era ella quien me lo pedía, era Carmen quien quería verlo.

No lo dudé, me acerqué al cáliz, primero tanteé con la lengua para que me pudiera ver, luego busqué con los labios, quería mojarme la boca, que me viera cargado con el semen que tantas veces ella ha bebido. Me manché a propósito y entonces la miré a los ojos.

—¡No! —me rogó cuando estaba a punto de limpiarme.

Me besó, nos besamos mezclando fluidos, sabores, deseos. Amor.

Y así lo apuramos, entre los dos, hasta que me hizo limpiarla a conciencia, dedo a dedo, como tantas veces ella me ha limpiado a mi el sexo después de beber mi orgasmo.

….

Descansaba en su costado, la laxitud de la hierba y la madrugada me impregnaban de una vívida sensación de serena felicidad. El latido de su corazón era un bombeo constante que invadía mi cerebro y se había sincronizado con mi pulso. «Algo así debe ser el arrullo en el que vive el feto en el vientre materno» pensé. Una inmensa sensación de paz me rodeaba.

—¿Te ha gustado eh?

Sonreí, me esperaba una noche intensa.

—Mucho, eres una bruja.

La brisa, el latido de su corazón, el ritmo pausado de su respiración, ojalá no acabase la noche.

—Algún día…

—¿Qué?

Busqué sus ojos.

—¿Algún día qué?

Me acariciaba el pecho suavemente, sin dejar de mirarme, como si intentase transmitirme el final del mensaje.

—¿Qué? —protesté.

Se apoderó de mi boca en un arrebato de furia incontrolado, me tuvo a su merced en un beso salvaje para el que no quise ofrecer resistencia.

Cuando no separamos nuestra mirada nos delató; sonreímos, no había nada que añadir.

—Vámonos a la cama.