Diario de un Consentidor 109 Viernes de pasiones 2

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Capítulo 109Viernes de pasiones (2)

—¿Todo bien?

«Si, todo bien», dice por mí un gesto breve.

Cinco minutos, el tiempo de un cigarrillo, lo que me llevó caminar pausadamente hasta el cruce que lleva al pueblo y regresar, tiempo suficiente para recuperarme. Intento no pensar, inspiro profundamente, escucho mis pasos, miro el cielo, me detengo a observar la lucha estéril de un insecto atrapado en una tela de araña. Tengo que volver.

Comenzamos.

—Cuando colgué, cuando te dije que no te iba a tolerar que me volvieses a insultar y acabé con aquella conversación me derrumbé. Hasta ese momento conservaba la esperanza de que… En fin, ya puedes suponer, me vine abajo.

Se levantó en busca del tabaco que ha quedado olvidado en la mesa baja. Encendió un pitillo y volvió a tomar asiento.

—Claudia no es Irene, para mi desgracia. Aquel día aprendí a fumar. Si hubiera estado al volante posiblemente me hubiera matado pero no, estaba en manos de una mujer dominante, ególatra, con una cierta vena sádica que jugó conmigo como si fuera una muñeca. Probé tantas cosas que ni siquiera recuerdo. Follamos e hicimos cosas que prefiero olvidar. También me ayudó a olvidarte, eso se lo tengo que agradecer; no podría haber estado sola aquella noche y si ese fue el precio que tuve que pagar creo que las consecuencias de la soledad aquel día me dan más miedo que todo lo que hice y me hizo Claudia.

»Al final me quedé dormida de agotamiento, borracha, drogada y cuando desperté…

Se quedó perdida, ausente; estuvo a punto de decir algo y se detuvo; sus ojos me evitaron; tuve la certeza de que una parte de aquella historia permanecía bloqueada.

—Cuando desperté desayunamos, de nuevo en la cama, de nuevo siendo su juguete.

Otra vez esa mirada triste que la aleja. Cuánto calla, incapaz de expresarlo.

—Luego me marché marcada por lo que había sucedido, marcada por lo que era y hecha a la idea de que lo nuestro, nuestro matrimonio, nuestra convivencia, nuestra pareja se había terminado.

La caída Carmen ha subido las escaleras; «me vas a permitir…»; sin esperar respuesta ha abandonado el salón. Sé lo que necesita, algo más fuerte que el tabaco; y no se lo reprocho, me ha sorprendido ese detalle, ese gesto que por primera vez ha tenido cuando busca la pitillera de cuero. «Me vas a permitir», como si necesitase mi permiso para acudir a la hierba. Aprovecho para tomar un analgésico sin que ella lo vea; la cabeza me está matando.

Vuelve con el cigarro en los labios, lo enciende con calma; una primera calada profunda, lenta, cerca del ventanal. Se toma su tiempo antes de volver a mi lado.

—Volví a casa de Irene; al poco hablé con Doménico, estaba preocupado por mí. Acabé aceptando verle, nos citamos en el pub donde nos conocimos, la soledad me podía. Le conté lo sucedido, trató de hacerme ver que no era el final, que todavía podía arreglarse lo nuestro. Me persuadió para que no me quedara sola. Volví con él, era el día del campeonato de motos y estaban todos en su casa. No se dio cuenta de cual era mi estado real, estaba entrando en una profunda depresión; si hubiera sabido cómo me encontraba no me habría llevado a su casa.

“La llegada fue tensa, los saludos, los comentarios, todo le dio a entender que habían hablado de ella, de su precipitada marcha. No duró mucho, la atención estaba centrada en la carrera, aún así celebraron su cambio de look. Piera sobre todo. Sus dedos le ahuecaron el cabello, su mirada valoró el cambio y lanzó un cumplido sincero. Poco tardó en trasladar su mano a la nuca para acercarla y poder besarle la boca. Ternura, cariño sobre un fondo difuso de deseo.

El reencuentro con Mahmud la turbó aunque no hizo intención de acercarse, bastó una mirada para hacerla flaquear y él se dio cuenta del poder que ejercía sobre ella. Carmen, flanqueada por Piera, se refugió en Doménico para evitarle pero eso le hacía sentirse débil y a mitad de carrera decidió que tenía que superar esa fragilidad.

—Voy a beber ¿Quieres algo? —Doménico le enseña la cerveza que tiene en la mano, ¡qué estúpida! Se levantó y fue a la cocina, necesitaba independizarse, salir del refugio que suponía la compañía del italiano.

Se sintió vulnerable, como una gacela en mitad de la sabana a merced de los leones. Sabía que Mahmud la había seguido con la mirada aunque no le había visto; no necesitaba hacerlo, se sentía vigilada a cada instante. Eso le procuraba una continua tensión, un permanente estado de alerta que le impedía relajar la musculatura del cuello. No solo del cuello, era consciente de que tenia una rigidez constante en la espalda, en el vientre, en los hombros. ¿Así es como se sentiría esa gacela en la pradera sabiéndose acechada por el depredador? Alerta, miedo, todo preparado para la huida. Una tensión casi idéntica a la sexual.

Escuchó los pasos y no tuvo dudas, supo que era él. Le esperaba.

—¿Qué bebes?

—Todavía estoy decidiendo.

—Tomaré lo mismo —Carmen sonrió. Mahmud tenía la capacidad de azuzarla.

—¿Aguarrás? —Bromea. Pareció sorprendido pero solo un instante. La miró con malicia.

—Si tú das el primer sorbo, te sigo.

—Lo dejaremos en este Verdejo que tiene Domi tan bueno.

—Soy mas de tintos pero por tí haré una excepción.

Carmen sirvió un par de copas. Durante unos segundos la tensión se cruzó entre ellos. No había nada de qué hablar salvo de lo evidente, el final abrupto de la última vez que estuvieron juntos. No hay palabras, solo miradas, miradas intensas. Es un duelo que solo admite un vencedor y un perdedor.

—Estás cambiada.

La observa apoyado en la barra donde desayunaron. Los recuerdos se agolpan. Ha iniciado un impulso como si fuera a sentarse encima pero en el último momento desiste y permanece con las manos dobladas alrededor del borde y un pie en el estribo, como si mantuviera la intención de subirse.

—¿Eso es bueno o es malo?

—Aún no lo sé.

El tiempo corre, el tiempo crea expectativas sobre lo que él piensa y ella cree que él va a decir. Hay tensión, tensión sexual en la mirada, en los labios, en ese leve temblor que apenas se percibe pero ella nota y teme que él capte.

Baja los ojos, no puede más, se rinde y él lleva una mano a su cintura que no se detiene ahí sino que sigue su camino, traza la curva de la cadera y se apodera de su culo. Carmen escucha su propio aliento. Es suya.

—Es bueno, has roto con tu pasado.

Aprieta su nalga, Carmen no se resiste, cede débilmente a la fuerza que la atrae hacia su cuerpo y cae. El potente muslo del argelino la recibe, se encaja sin encontrar oposición entre los suyos que se abren a su paso y queda montada, con las rodillas ligeramente flexionadas y uno de sus pechos aplastado en el tórax de Mahmud. El rostro cerca, muy cerca, sintiendo su aliento. Le mira durante una fracción de segundo pero no puede resistir su mirada y baja la vista, se rinde. Siente como la garra que posee su nalga la recorre varias veces en toda su extensión arrugando la tela, buscando carne. Se mueve con rapidez, busca la brecha entre ambos glúteos que se ofrecen rotundos y se hunde por ella. La mínima braga apenas es obstáculo para los ágiles dedos que la apartan y vuelven a hacerse hueco. Carmen escucha su propia respiración sobresaltada por la invasión.

—No tienes permiso para sentir placer, no quiero oír ni un susurro.

Voz enronquecida, amenazante que suena directa en su oído. Aliento que le eriza el fino vello de la sien y que se extiende como un incendio por la espalda. Es una orden tajante que no admite réplica. Los dedos se mueven en el estrecho espacio con impaciencia, apenas hay sitio. La naturaleza actúa, la cintura se hunde sin que Carmen sea consciente, se ofrece, abre el hueco. Los dedos ansiosos profundizan, han rozado su intimidad, se insinúan entre los hinchados labios, un golpe de cadera los llama dentro, un espasmo los atrapa, los aprieta.

Un lamento escapa de su garganta, Carmen no ha conseguido sofocarlo, gime y esa parece ser la señal, el detonante que provoca la retirada. ¿Por qué, por qué? Mahmud chasquea la lengua, se incorpora bruscamente, palmea su culo una sola vez, con intensidad, con dominio y sale de la cocina.

—No puedes controlarte —resuena en sus oídos como un mazazo.

Otra vez ha sucedido. Carmen siente una inmensa frustración, un irrefrenable deseo de gritar, de salir tras él e insultarle. «¿Por qué me haces esto? ¡No me dejes así! ¡Acaba!»

Vuelve al salón, va hacia su bolso, coge la pitillera de Claudia, enciende uno de los cigarros que prepararon juntas, da una profunda calada. Todavía puede sentir el muslo de Mahmud separando sus piernas, clavado en su sexo, los dedos hurgando entre sus nalgas. Esa sentencia, —”No puedes controlarte”—, le ha hecho experimentar la decepción del maestro, el sabor del fracaso, la pérdida del premio. La braga descolocada, hundida entre sus glúteos le molesta al caminar. ¡Mierda! Es su penitencia por no haber sabido estar callada.

Mira a su alrededor, busca a Doménico.

–¡Marihuana! – dice sorprendido. Carmen sonríe y le pone el cigarro en la boca para callarle.”

Me mira, no sé qué ve en mi rostro; desolación, inquietud. Ese hombre cada vez me preocupa más.

Como si adivinase mis temores Carmen me aprieta la mano.

—No te preocupes por él.

—¿Que no me preocupe? —respondo con todo el asombro que soy capaz de articular—¿Cómo puedes decirme…?

—Es pasado, olvídalo; Mahmud ya no está ni estará.

La determinación con que intenta cargar sus palabras no consigue convencerme; la escena que acabo de conocer describe a una mujer sumisa, frustrada por no haber consumado una orden a la perfección.

Frustrada.

—Olvídalo —Insiste al percibir mi duda.

Y prosigue.

“Cuando comenzó a moverse la coca Doménico la miró con un gesto de disculpa pero ella avanzó decidida. Aquel no era el día para empezar lo que tenía decidido.

—Dame.

—Carmen…

—Hoy no, Doménico. Sé lo que tengo que hacer pero hoy no.

Aspiró la pequeña pala y le supo a poco. Veinte minutos más tarde cogió el bolso y se encerró en uno de los baños. Preparó unas rayas como Claudia le había enseñado. Salió nueva. Un gin tonic después, dos porros más tarde y ya no se ocultó demasiado para prepararse otro par de rayas, se limitó a retirarse a una esquina del amplio salón.

—Juegas en otra liga ¿desde cuándo? —Carmen giró el cuello lo suficiente para mirar a Mahmud. Esta vez no se sintió intimidada, ahora era él quien la buscaba. Guardó el estuche, tomó la copa y la chocó con la del argelino.

—Brinda conmigo.

—¿Se puede saber por qué brindamos?

—Por mi recién estrenada soltería —Se levantó y alzó la copa —¡Atención, un brindis!

Cuando consiguió atraer la atención y acallar las conversaciones continuó.

—Por mi nuevo estado. ¡Ya soy soltera y sin compromiso, estoy en el mercado!

Silbidos, gritos. Se alzaron las copas excepto Doménico que la miraba con la preocupación reflejada en su rostro.

—¿Y cómo ha sido? —Mahmud reclamó su atención cuando ya se iba dispuesta a no darle ocasión de humillarla otra vez. Carmen se detuvo y le miró retadora.

—¿Cómo ha sido? —aspiró con fuerza para limpiarse la nariz de los últimos restos del polvo que acababa de esnifar —Me pilló en la cama con una tía. Cuarenta y tantos, muy bien conservada, una fiera en la cama —le miró esperando alguna reacción pero se mantuvo en silencio —Mario se pasó conmigo mucho, demasiado y esta vez no estaba dispuesta a permitirle que siguiera insultándome sin dejar que le explicara nada.

—¿Y qué le ibas a explicar, que le pones los cuernos con una mujer?, ¿que además de zorrona eres bollera? Hombre, a lo mejor eso lo podría entender pero que le mientas, que lo hagas a sus espaldas eso… —chasqueó la lengua —eso es traición Carmen, eso no se perdona, puedes ser una zorra, pero zorra y traidora… —terminó moviendo la cabeza.

Quizás era la droga, lo cierto es que apenas se sintió herida con sus palabras. Sonrió.

—Pensé que solo me considerabas una golfa, no sabía que me hubieras ascendido ya a puta —replicó con ironía.

—¿Te he llamado puta? Has oído mal. Te he llamado zorrona, te gusta zorrear, abrirte de piernas, meter el hocico en cualquier sitio, sea polla o coño, te da igual. Ser puta es otra cosa, te lo he dicho muchas veces pero no me escuchas Carmen, no escuchas. Tienes las cualidades, tienes aptitudes, vocación pero te sobra orgullo y careces de interés y paciencia para aprender.

Carmen procuraba ocultar la humillación que le producía usando el sarcasmo. Había intentado ponerse por encima de él utilizando un lenguaje soez pero no lo lograba.

—¿Y tú estás dispuesto a enseñarme, no es cierto?

—No mientras sigas dándote esos aires de dama ofendida. Tu marido te acaba de echar y vienes aquí aparentando ¿qué?

—¿Que me ha echado, dices? He sido yo la que ha cortado la relación, no le voy a consentir ni un insulto más.

—Claro, claro. Pillan al ladrón robando en la empresa, lo ponen de patitas en la calle y nos viene diciendo que se ha despedido.

Carmen le miró con odio. No quería echarse a llorar delante de él.

—Déjame en paz —Mahmud abortó su retirada sujetándola del brazo.

—Todavía no has tocado fondo Carmen. Cuando estés dispuesta llámame.”

—¿Cómo dejas que te trate así?

—Es largo de contar, ya hablaremos de él. El caso es que aquello terminó de hundirme, de marcarme el camino, yo era una perdida. Ni siquiera Doménico pudo controlarme. La profecía estaba a punto de cumplirse.

—¿De qué estás hablando?

Sin apartar ni un momento los ojos de mi dio una profunda calada; el potente aroma me alcanzó cuando expulsó el humo lentamente, como si pretendiese alargar ese instante hasta el infinito.

—¿Recuerdas en su casa cuando propuso la orgía con sus amigos?

Se me heló la sangre.

—Si Mario, estaba decidida a destruirme.

Y comenzó a hablar, una historia de degradación, de huida de sí misma en la que ni siquiera Doménico se vio capaz de intervenir. Empeñada en hacerse daño lo mismo podría haber usado un cuchillo. En su lugar eligió la cocaína y el sexo para acabar con lo que quedaba de ella.

«Por mi recién estrenada soltería. ¡Ya soy soltera y sin compromiso, estoy en el mercado!»

Imagino el estupor de Doménico al escucharla. A medida que lo voy conociendo empiezo a sentir una cierta empatía con el amante de mi esposa. Todo lo que voy sabiendo de él, todas las cosas que me dijo comienzan a cobrar un nuevo sentido. Entiendo que se apartara, que le dejara espacio; no es ninguna cría y en algún momento la debió de dar por perdida. Quizá cuando sus intentos de controlarla se vieron rechazados o cuando vio que Salif se hacía cargo de ella y Mahmud no representaba un peligro inmediato, puede ser.

Salif. Me sobrecoge con qué frescura tiene grabado el recuerdo. Sé que es necesario para la terapia volver a transitar por lo que vivió pero tanto detalle, tanta vehemencia trasciende lo puramente clínico.

—Es una persona especial, culto, inteligente, buen conversador, divertido. Consiguió hacerme olvidar ¿sabes?. Compartíamos un canuto; ¡qué curioso! no le pega esa jerga en su español tan correcto, suena artificial; la primera vez que lo dijo me hizo sonreír. Su boca, con esos labios tan gruesos y perfectamente perfilados me atraían tanto que a veces mientras hablábamos le miraba más a la boca que a los ojos; es una boca que apetece morder. Recuerdo que estaba apoyada en la pared, él estaba muy cerca, quizá demasiado no sé. Sentía su mano en la cintura que no estaba quieta, se movía lentamente, sin descanso; en ocasiones perdía la atención de lo que hablábamos porque esa mano que se paseaba por mi cadera no me dejaba concentrarme. Me miraba el escote con insistencia y él se sabía cazado.

Comprendí que la hierba comenzaba a desinhibirla, puede que eso fuera lo que Carmen pretendía, poder confesar sin pudor.

—Deseaba su boca, necesitaba un consuelo, quizá era que el encontronazo con Mahmud me había dejado… no sé Mario no sé, todo a mi alrededor era tan erótico… Doménico y Piera estaban cerca en un sofá… Antonio y su novia…

»Le llevé hacia el sofá grande ¿te acuerdas? El blanco, ese donde tú y yo…

“¿Quién inicia el beso? Da igual. Nunca ha probado una boca como esa, jamás ha sentido en sus labios tal plenitud, tal derroche. No domina, no invade, Salif se deleita probando su boca, como si no fuera consciente del efecto que sus labios tienen en ella. Carmen se deshace, se muere, se hace agua sintiendo esos labios carnosos, intensos, fuertes. Los besa, los recorre, los tantea con la lengua, los atrapa con sus labios, los muerde, desfallece con ellos, juega con sus blanquísimos dientes, busca su lengua, la atrapa, gime de placer, sujeta su cráneo para que no se separe de ella. Salif, Salif ¿dónde has estado? Nota una enorme dureza pegada a su vientre y sabe lo que necesita, lo que quiere.

Mira a su alrededor. Antonio y una de las chicas se meten mano salvajemente en uno de los sillones, ella muestra sus generosos pechos apenas cubiertos por el vestido que el torpe muchacho a punto está de rasgar. Más allá Doménico le come la boca a Piera mientras ella hunde sus dedos en la bragueta abierta del italiano. «Mahmud. ¿dónde te escondes Mahmud? Mírame, mírame». Da igual, toma de la mano a su pareja y se dirige a uno de los sillones amplios, sin brazos. Se deja caer, le arrastra, Salif hunde una rodilla entre sus piernas, ella le recoge, le acaricia la nuca, le encanta sentir el cabello corto y ensortijado entre sus dedos mientras vuelve a besar esos labios carnosos, gruesos, salvajes. Le levanta la breve falda, si, claro que sí, hazlo tómame, siente mis bragas húmedas, no tengo pudor en mostrarte mi deseo. Levanto mis caderas para ponértelo fácil, deslizas la prenda por mis piernas. Si, rápido, mira mi sexo, es tuyo, hazlo tuyo, mírame, siento tus ojos clavados en mi coño, es una experiencia única la primera vez que un hombre mira mi sexo. Abro mis piernas para ti Salif, mira mi coño, va a ser tuyo pero antes bebe de mí, cómeme, muérdeme, besa mi raja. ¿Te sorprende? No me creías capaz de usar este lenguaje. Deja de mirarme como si no me conocieras y besa mi raja de una puta vez.

Carmen gime al sentir esa boca apoderarse de su sexo. Es tan diferente, tan nueva. La intensidad de esos labios en contacto con su vulva le provoca una exclamación mezcla de placer y estupor. Se incorpora para deshacerse del resto de la ropa, necesita estar desnuda para el macho negro que la va a poseer. Dobla las piernas, las abre, las levanta para ofrecerse al máximo a la boca hambrienta que la chupa. La lengua experta la explora como si nunca nadie lo hubiera abierto antes. Gime. No, llora como si le doliera, como si sufriera; pero no, no sufre, goza, tiembla, se cubre el rostro con las manos para poder soportar el intenso placer que ese africano le está infligiendo. Mira a los lados, quiere saber si es real lo que siente, si está soñando. Sus ojos se cruzan con la mirada penetrante de Mahmud y un destello de sucia lujuria se añade al placer que la atormenta. «Es por ti cabrón, es para ti» piensa y no aparta la mirada del argelino. «¿Querías saber de qué pasta estoy hecha?» Y comienza a mover las caderas al ritmo que marca la lengua de Salif, el dios de ébano.

Salif se mueve, abandona su sexo, se yergue y la embiste. ¡Oh Dios! Está tan húmeda, tan receptiva que se desliza dentro de ella poco a poco, sin detenerse, provocándole una agonía que le obliga gemir en voz alta, casi a gritar; levanta el cuello, clava los ojos en los de ese negro poderoso que la mira con el rostro desencajado y que sin embargo sigue estando hermoso. Fue virgen si, pero hoy sin duda siente lo que no recuerda haber sentido aquella primera vez. La está rompiendo, la llena como nunca nadie la ha llenado. Doménico la escucha gritar, levanta la cabeza y se miran durante un breve instante. Se está cumpliendo tu deseo, Domi.

Cuando ya la tiene ensartada, cuando cree que ya no puede más, un golpe de cintura hunde un poco más esa enorme barra en sus entrañas y la lanza hacia atrás. Su garganta no le responde, apenas puede emitir una especie de sonido gutural como respuesta a lo que siente que se le clava dentro, muy dentro. Eso excita al africano y vuelve a golpear su vientre abierto, ensartado y ella agoniza, recibe la verga en lo más profundo y separa las piernas porque quiere más castigo. Apoya los codos, levanta la espalda y se ofrece. El diablo negro respira con fuerza por la nariz, Carmen piensa en un toro, mira hacia abajo, quiere ver cómo la atraviesa, cómo se retira, como sale de ella, toma fuerza, se estremece y se clava de golpe. Grita, pero de su garganta apenas sale un sonido afónico, el golpe duele, pero el dolor se transmuta en placer. Una y otra vez Salif sale lentamente y espera un segundo antes de hundirse con decisión buscando el grito agonizante de Carmen. La visión de la negra barra emergiendo de sus entrañas como un embolo la tiene absorta. Con un brazo se cuelga de su cuello mientras con el otro se sujeta sobre el sillón y comienza a moverse al ritmo que marca su polla. Son dos animales en celo golpeando sus sexos con furia.

Cae, no puede más, se deja zarandear por esa bestia. Abre los ojos, ha sentido unas caricias que no siguen el ritmo brutal de Salif. A su lado unas manos blancas acarician sus pechos, es Doménico pellizcando sus pezones mientras Salif no deja de bombear. Está tan cerca, su verga cimbreante se muestra cerca de su rostro. Carmen se desliza hacia su izquierda hasta dejar la cabeza colgando fuera del sofá, eleva los brazos y alcanza la espalda del italiano, se aferra a su cuerpo, baja hasta alcanzar sus duros glúteos, sabe lo que quiere y él adivina sus intenciones, Salif ha comprendido y reduce el ritmo, casi se detiene. Doménico apoya las manos en el sofá, a ambos lados del cuerpo de Carmen y se acerca a su rostro, es ella la que abre la boca, es ella quien se ofrece.”

Dos años y medio después me encuentro en Milán. Son las diez y media de la mañana y saboreo un capuccino en una de las terrazas que bordean la Piazza del Duomo. Acabo de intercambiar unos cuantos mensajes con Carmen cuando veo avanzar por mi derecha a Doménico, puntual como siempre. Al saber que estaría en la ciudad quedamos en vernos.

No nos damos la mano, nos abrazamos breve pero efusivamente. Ha pasado casi un año desde la última vez que nos vimos y la cordialidad que hay entre nosotros brota espontáneamente.

Charlamos de mil cosas, es fácil hablar con él. Me cuenta su nueva vida allí, sus proyectos, su nostalgia de Madrid.

Me pregunta por Carmen, era inevitable acabar hablando de ella. Aunque mantienen un contacto frecuente le pongo al día.

Es en este momento de añoranza cuando surgen los recuerdos, las confidencias. Hay confianza y pregunto, Doménico responde sin recelo. Siempre tuve curiosidad por saber cómo fue la orgía en su casa, cómo surgió, quién dio el primer paso. Doménico toma un sorbo de su café, me mira y comienza hablar.

—La imagen fue tan poderosa que nubló todo lo demás. Había algo en aquella escena que me atrajo sin que pudiera evitarlo. Era un conjunto de fuertes contrastes. Sobre el sillón de cuero blanco marfil de fondo destacaba ella, desnuda, tan morena. Su espalda formaba un arco perfecto recibiendo a Salif, puro ébano brillando bajo la luz cenital. Ella, con esas piernas tan largas dobladas rodeando su cintura y los brazos cubriendo su espalda formando ángulos perfectos. Era como una mantis religiosa devorando al macho. ¡Dios! ese contraste de arcos y ángulos sobre claroscuros en blanco y negro. No pude resistirme, abandoné a Piera sin decir una palabra y me fui a por Carmen.

“Penetra en su boca despacio, con inmenso cuidado, despacio. Carmen mira a ambos lados; al fondo, boca abajo ve a Jairo en un sillón con una chica. Se olvida. Se sabe penetrada como nunca antes lo ha sido. Siente su coño palpitar, Salif se mueve ahora con calma, en sincronía con Doménico. Su garganta es mucho más accesible en esta postura, siente que es la ofrenda, como su coño. Es el momento, confía en Doménico. Deglute, le oye gemir, traga, en esa posición penetra más, mucho más, como nunca. No ha cogido suficiente aire y pronto necesitará respirar, le empuja ligeramente con las manos, Doménico retrocede. Respira, cierra los labios, chupa el glande, le atrapa las nalgas y le atrae; vuelve, traga, traga, le escucha blasfemar, les está dando placer, siente como la llenan los dos al mismo tiempo. Traga, lo tiene dentro; si, se coordinan bien, traga más, le aprieta las nalgas, todo dentro. Intuye una presencia, no sabe por qué pero lo intuye. Fuerza los ojos a su izquierda. Ahí está el argelino de pie como una estatua, impávido, inmóvil, observando la escena. Esa mirada, esa mirada… No puede distraerse más, necesita oxígeno, empuja con las manos y Doménico sale, llena los pulmones, le atrae. Salif bombea con calma cuidando de no empujar a destiempo, centra la atención en su coño y en su garganta, sus dos sexos. Nota la cadencia de los dos hombres que la llenan, unas lágrimas escapan y siguen una ruta absurda hacia las cejas. Salif está al límite, nota la tensión de su verga, dobla una pierna rodeando sus nalgas y le siente, siente como se corre y no puede evitarlo, se deja ir, se corre con él, le necesita dentro, muy dentro, se rompe en un orgasmo que arquea su vientre. Aprieta las nalgas de Doménico, se lo traga todavía más. El roce de sus testículos en la nariz le hace cosquillas. Le escucha maldecir y un torrente de semen le inunda la garganta, dentro, más allá. Siente palpitar los glúteos en sus manos. Se ahoga, le falta oxígeno, tiene que aguantar las últimas salvas. Se asfixia, aguanta un poco más, un poco más.

Aire, necesita oxígeno.”

Carmen me observa, no sé cuánto tiempo llevo ensimismado.

—No sé si estamos haciendo bien.

—Por supuesto que sí —respondo de inmediato.

No sé qué añadir, estoy en shock, no puedo continuar inmóvil, tengo que reaccionar. Me levanto. Sin darme cuenta, sin tiempo para evitarlo mis manos mesan mis cabellos. Es un gesto de angustia, lo sé y a Carmen no le pasa desapercibido.

—Lo siento.

—¿Qué sientes? —reacciono sin saber bien qué es lo que estoy preguntando. Me arrepiento casi al instante—, ¿haber sido sincera? Te habrías equivocado si hubieras omitido esa parte de la historia ¿no crees?

Ahora soy yo el que no soy sincero ¿Es ese el auténtico sentido de mi pregunta? No, creo que no. Quizá buscaba la huella de un arrepentimiento por todo lo que hizo.

Carmen baja la mirada, creo que lo sabe. Puede que ese fuera el verdadero sentido y por eso calla.

—Perdóname, estoy tenso, es tanta información. Me resulta muy complicado desdoblarme. No sé cómo lo logras, te admiro.

Sonrío con un tinte de abatimiento. Carmen da una calada sin dejar de mirarme.

—Hay que seguir Mario, si no lo hago ahora no sé si tendré valor.

Me ahogo. Tampoco sé si yo tengo valor para escuchar más.

—Cuando Domi terminó…

«En su boca», pensé, y un latigazo de placer encrespó mi sexo.

—Se retiró, ni me di cuenta, estaba volcada en Salif, me tenía loca, jamás había sentido algo así por un hombre, solo era sexo si, pero qué sexo. Ese cuerpo oscuro brillaba con la luz del salón marcando cada músculo, su polla seguía firme, como si no acabase de eyacular, clavada en lo más profundo de mi; parecía un titán. Por donde lo tocara todo era bello, terso, firme, musculoso sin excesos. Y su boca es lo más erótico que jamás he besado, podría estar mordiendo sus labios sin tiempo. Domi se fue sin que ninguno de los dos lo notáramos. Estuvimos así, enganchados… no sé cuánto tiempo, dejando que me acariciase, sintiendo su polla dentro de mi, atravesándome, rozando zonas que nadie ha tocado. Luego nos deslizamos al suelo y quedamos apoyados contra el sofá, descansando. Seguí agarrada a esa maravilla que incluso en reposo es un portento de la naturaleza. Incluso su aroma es diferente.

Me mira, busca en mis ojos cómo me siento.

—No sé si quieres oír tanto.

No es cierto, lo sabe.

—Si Carmen, sigue.

—Estaba relajada, profundamente serena. Recuerdo que tenía entre mis dedos su preciosa verga, me empapaba con su fluido y de vez en cuando acercaba la mano para olerla. Ese aroma me excita. Lamia mis dedos para volver a sentir su sabor. Luego volvía a apoderarme de su polla y seguía jugando, no buscaba excitarle tan solo poseerla, hacerla mía. No sé cuando sentí la necesidad de orinar, también tenía que lavarme, estaba llena y notaba como el semen me corría por… En fin, tenía sed, mucha sed. Fui a la cocina. Caminar desnuda entre tanta gente me resultó natural, agradable, me hacia sentir tan libre. Miré pero no vi a Mahmud.

—¿Necesitabas verle?

¿Por qué vacila? Tira del cigarro antes de responder un lacónico sí. Sus ojos, turbios por la droga me estudian un breve instante.

—En la cocina bebí un par de vasos de agua fría, creo, y entonces entró Antonio, uno de los amigos más cercanos de Domi.

“Carmen le devuelve el porro, Trata de incorporarse, necesita lavarse. Salif remolonea «No te vayas» murmura. Acaricia su mejilla y por fin abandona su regazo.

—Ahora vuelvo —responde buscando su boca, un beso breve—. No te muevas de aquí.

Se levanta, busca su ropa que aparece esparcida por el suelo. No se molesta en recogerla, el cambio de posición le ha provocado un leve dolor de cabeza y solo pensar en volver a inclinarse le genera un rechazo inmediato. Ha oscurecido ¿Cuánto tiempo lleva follando? A su alrededor solo ve cuerpos desnudos enredados unos con otros. Tiene la boca seca. Siente una caricia en la pantorrilla, es Salif. Le devuelve una sonrisa y camina torpemente hacia la mesa donde todavía quedan canapés, botellas y vasos. Necesita agua fresca. A su izquierda, en uno de los sillones Piera se deja comer el coño por un chico al que no conoce. No estaba al comienzo del día. Abre los ojos, la mira y sonríe, dobla las piernas y oculta la cabeza del muchacho. Parecía muy joven, piensa mientras coge su bolso y se dirige a la cocina. Ya tendrá tiempo de enterarse quién es y cuando llegó. Un gesto con los dedos las emplaza para más tarde.

Va directa al frigorífico, sabe que siempre hay una jarra con agua. Llena un vaso que engulle de un trago. Necesita un ducha. Se prepara un par de rayas que aspira con rapidez, enseguida guarda todo en el bolso y se sirve un segundo vaso de agua.

—¿Me das uno por favor?

Reconoce la voz de Antonio a su espalda. Esa mirada que recorre su cuerpo desnudo pide algo más que agua. Le ofrece el vaso lleno y le observa beber con la misma ansiedad que ella. Cosas de la droga. Cuando termina deja el vaso sobre la encimera, la toma por la cintura y la besa. Es la primera vez que lo hace. Siente el miembro fláccido en su muslo que le deja un rastro húmedo. Le aplasta los pechos contra su cuerpo. Besa bien, no intenta forzar su boca, deja que sea ella quien poco a poco le ofrezca un resquicio por el que su lengua comienza juguetear con los dientes. Es algo más bajo, la sujeta por la cintura y ella acaba por subir los brazos y le rodea el cuello.

—¿Y esto?

—Llevo esperando el momento desde que vi que no eras intocable —Carmen echa la cabeza hacia atrás y ríe la ocurrencia.

—¿Intocable?

—Eres la chica de Doménico, jamás me hubiera atrevido a acercarme, pero cuando te vi con Salif y luego he visto a Doménico que se unía…

—Has pensado que no soy tan intocable, no?

Antonio busca su boca, la besa con furia, Carmen responde, afianza el lazo que lo atrapa con sus brazos, él busca un hueco entre sus nalgas, ¿por qué no? está chorreando después de su último encuentro con Salif pero curiosamente eso no le causa reparo a ninguno de los dos. Separa las piernas y le ofrece el culo, enseguida la mano que le hacia cosquillas avanza y se cuela entre sus labios. Lo hace bien, con cuidado, sin prisas. No descuida la boca por haber encontrado el camino a su coño. Carmen se excita, nota como la verga ha cogido tono y presiona entre los muslos, baja una mano y se apodera de ella. Es menos impresionante que el prodigio que tiene Salif pero merece la pena. La aprieta, la frota y consigue llevarla a su máximo esplendor. Antonio viaja de su coño a su ano con delicadeza. Descubre con calma que esa es una vía que ya ha sido transitada y penetra con un dedo, luego prueba con dos. Carmen gime. Ha llegado el momento, la vuelve hacia la encimera con algo de violencia que la sorprende pero se deja hacer. Le separa las piernas, Carmen se rinde a la urgencia del macho y se vence sobre la superficie fría. Hay algo de indefensión que la excita, está de espaldas, rendida, sin poder controlar qué es lo que va a suceder. Su respiración se agita bruscamente, ¿Dónde coño estará Mahmud? Siente como Antonio la lubrica con el semen y el flujo que le recoge del coño. «Ve con cuidado» le pide. Nota el glande tanteando, se relaja. Le tiene que frenar en un primer asalto algo brusco pero ante la alternativa de perder esa oportunidad Antonio se controla. Carmen lleva una mano hacia atrás y le sitúa, él dócilmente obedece, Carmen relaja el esfínter y apunta en el lugar correcto, «Empuja» le ordena, comienza a entrar. Resulta fácil, no es tan gruesa como la de Doménico, siente como se desliza en su interior, le escucha suspirar. ¡Oh si, le gusta! está siendo empalada de nuevo, ¡si, si, esa sensación!. Antonio la sujeta de las caderas y comienza a bombear en su culo. Jadea, no lo puede evitar, jadea en voz alta. Alguien entra en la cocina, no quiere mirar, no quiere saber quién es.

Abre los ojos.

No quiere ver quién es el que se masturba lentamente frente a su cara. Antonio sigue bombeando agarrado a sus caderas. El desconocido se aproxima a su cara, no puede dejar de mirar ese glande que aparece y desaparece dentro del puño que lo ahoga. Se detiene frente a ella, muy cerca, se lo está ofreciendo. Le sujeta la cabeza, sin pensarlo abre la boca y lo engulle. No tiene que hacer nada, es él quien le folla la boca, quien le agarra el cabello con brusquedad; le hace daño, le está follando la boca mientras Antonio cada vez más rápido le da por culo.

El azote resuena en sus oídos, le arde la nalga, quisiera protestar pero tiene la boca llena «Dale, dale a esta zorra» dice el que le folla la boca, y Antonio le vuelve a dar otro fuerte azote en el culo mientras el tipo se ríe y le tira del pelo para poder sujetarse mientras le clava la polla hasta el fondo en la garganta.

—¡Cristian, por fin te encuentro… joder! —alguien ha entrado y se dirige al que le folla la boca, se acerca y le acaricia la espalda —¡Pero si es Carmen, tío!

Se corre, le llena la boca de semen que apenas puede tragar.

—Límpiamela bien— y Carmen lame la polla que comienza a perder firmeza. —¡Limpia la mesa, coño!— Carmen sigue el juego, ¿por qué no? mira los goterones que han caído en la superficie y los lame. —¿Ves, qué obediente es?— le dice a Antonio entre risas, luego le pellizca la mejilla —¡Qué buena eres jodía!— le dice antes de soltarla.

Antonio sigue follándola —¡qué ganas te tenía Carmen!— acelera el ritmo, su respiración agitada revela que empieza a estar cansado. Los jadeos de ambos se mezclan. La golpea con furia, se clava en su culo, se corre entre bufidos.

—¡Quita, déjame!

Carmen siente salir a Antonio. Otras manos la sujetan, otras piernas se sitúan entre sus muslos, es algo más rudo, más impaciente.

—¡Joder, le has reventado el culo!

Busca entre sus labios, ella se mueve para ponérselo fácil. La ensarta de un golpe, ahoga un grito, ésta si es una cosa seria, se siente llena, no le ha dolido porque está bien lubricada pero sabe que tiene dentro una verga corta y bastante gruesa. Se mueve sin contemplaciones, busca su placer sin pensar en ella, la usa, la sujeta por la cadera, casi por el vientre con una mano mientras bombea con violencia, golpes cortos y rápidos, tumbado sobre su espalda para poder alcanzar uno de sus pechos, lo amasa, lo pellizca. Se siente usada. Ve a Antonio a su lado que se masturba viendo como la follan, al ver su mirada le acerca la polla rígida a la boca; cuando siente en sus labios el roce del glande abre y deja que sea él quien haga el trabajo. Otra vez la mano sujetando su cabeza, otra vez la ambigua sensación de ser solo un objeto. El sabor acre que llena su boca le recuerda donde ha estado antes esa polla, sin embargo no le provoca nada, esa sensación de ausencia la inmuniza; se deja follar, se sujeta a las caderas de Antonio y espera la descarga inminente en su paladar.

—Joder, Carmen, ha sido cojonudo.

Se han ido. Está agotada sobre la encimera. «Le has reventado el culo», escuchó decir al desconocido. Ese comentario le preocupa ¿qué vería al acercarse a ella? Nota una fuerte irritación, no ha estado tan bien lubricada como cuando lo hace con Doménico sin embargo no siente ningún dolor. Antonio se ha puesto a su lado, la abraza, casi se ha echado sobre ella y la besa en la espalda. Necesita espacio, se está agobiando con ese peso encima.

—Vale, déjame ya.

—Joder, ha sido…

—Si, si, vale.

Necesita una ducha. Busca en su bolso unos kleenex para limpiarse, quiere recuperar su ropa antes de subir a ducharse. Se da cuenta de que no sabe quienes eran los que la han estado follando. ¡Qué locura! Se palpa atrás y no nota dolor, solo una gran inflamación del esfínter. Antonio está frente a ella, mirándola como si esperase algo. Se siente incómoda mientras se limpia el semen que chorrea por sus muslos.

—Deja de mirarme, ¿quiénes eran esos dos?

—Cristian y su hermano, trabajan para Doménico.

—¿Son de fiar? Ya me entiendes.

—Si están aquí es porque no entrañan peligro, puedes estar tranquila.

—Deja de mirarme, anda vete.

Carmen llena de nuevo el vaso con agua fría y lo bebe de un trago, nota como sigue brotando flujo de su sexo y de su ano, necesita ir al baño ya.”

Silencio.

¿Por qué no siento nada?

—Fue el descenso a los infiernos. Esa noche supe que había tocado fondo.

Estoy aturdido, no tengo fuerzas ni ánimo para salir de este estado en el que nos encontramos. No la miro, quizá debería, no sé cómo está, no es que no me preocupe es que…

—¿Crees que era necesario entrar en tanto detalle?

De repente tengo frío, recuerdo una escena semejante en la que una recriminación mucho más dura nos condujo al desastre.

Carmen no es la misma, yo tampoco. Mi tono no ha sido ni de lejos el que empleé en aquella ocasión cuando la crispación nos separó.

—Podría haber hecho un relato más… suave si, tienes razón, pero sabes que tarde o temprano habrías querido conocer los detalles. Cualquier noche, haciendo el amor… No, follando; habrías querido satisfacer esa curiosidad malsana que te estaría corroyendo desde el mismo momento en el que te hubiese contado una historia incompleta. Sabes que es así.

—Puede ser.

Su mirada penetrante dejó mi respuesta vacía de significado.

—Tienes razón, habría acabado queriendo saber cómo fue —reconocí.

—Con pelos y señales, te conozco. Por eso decidí que ya que ibas a acabar sabiéndolo todo era preferible que obtuviéramos un beneficio terapéutico.

Hemos caído en un profundo silencio. El efecto que me ha causado su confesión me mantiene en shock y no consigo reaccionar; he estado a punto de provocar una crisis que Carmen ha salvado con gran aplomo.

—Voy a por unas tónicas ¿te apetece?

Es una excusa, vuelvo a tener sed pero es una mera excusa para romper este instante congelado. Solo ahora compruebo que está tan inerte como yo.

—Creo que no quedan —contesta.

—Me acerco en un momento al pueblo.

—No, deja —dice levantándose al instante—. Prefiero ir yo.

Frente a mi veo un rictus de dolor en su rostro.

—Necesito moverme un poco —añade con un gesto que busca mi comprensión.

—Como quieras.

Al momento la veo salir con la bicicleta de paseo, le ha adaptado la cesta en el manillar.

…..

Estoy en el porche cuando la veo regresar. Le ha venido bien salir, tiene otra expresión, más relajada, más serena. Desmonta, me acerco a ayudarla con los refrescos.

—Me he encontrado a Jorge en el pueblo.

Estamos preparando las bebidas en la cocina, no le veo la cara cuando me lo dice.

—¿Si?

—Me ha contado la conversación que tuvisteis esta mañana.

Tuerce el cuello y clava sus ojos en mí, creo adivinar lo que le ha contado.

—Estuvo un poco impertinente. Solo eso.

—¿Un poco impertinente? ¿Por eso le dejaste caer que yo me iba acostando con todos los profesores de la facultad?

—No fue así, si te ha dicho eso ha tergiversado toda la conversación.

…..

Carmen salió de la farmacia y dejó que la bicicleta llegase por inercia hasta la puerta del supermercado. La apoyó en un árbol y entró sin preocuparse de asegurarla. Apenas había gente a esas horas y enseguida terminó de comprar, tampoco pretendía ir muy cargada en la bici, un pack de tónicas nos bastarían para lo que quedaba de tarde.

—¿Te ayudo?

Estaba terminando de colocarlas en la cesta cuando reconoció la voz de Jorge.

—¡Hola! ¿Te han dejado solo?

—Algo así, Nuria se está arreglando y no me apetecía estar pegado al sillón con la familia viendo la tele. Salí a dar una vuelta.

—Nos quedamos sin bebida —respondió señalando la bolsa.

—Me encontré esta mañana a tu… ¿marido? Si, apuesto por esa opción.

—Os vi por la ventana charlando. ¿Y eso de la apuesta, de qué va?

—Cosas nuestras. —Dijo dándole un aire enigmático.

—¿Me vas a dejar con la intriga?

—Verás, me contó como os conocisteis

—¿Ah, si?

—Si, sois el típico rollito profesor alumna.

—No te creas.

—Pues eso es lo que cuenta. Me propuso una adivinanza, dice que él solo se ha ligado a una alumna en toda su carrera y se casó con ella y que sin embargo tú te tiraste a un montón de profesores. Me retó a que adivinase cuál de las dos alternativas es la verdadera.

—Vaya con Mario.

—Yo me inclino a pensar que eres su esposa, ya ves lo bien que pienso de ti.

Carmen se montó en la bicicleta.

—No olvides una cosa.

—¿Qué?

—Cómo te presenté a Mario —Dijo dando pedales y alejándose. De pronto frenó en seco y retrocedió.

—¡Jorge!

Caminaba calle abajo y se volvió al escucharla. Carmen frenó a su altura.

—Mañana llévate una toalla.

—¿Una toalla?

—Te voy a llevar a un sitio especial. Una toalla grande.

—¿Algo más?

—Suficiente —respondió dando pedales.

…..

—Desde el primer momento le he caído mal, no sé por qué, supongo que le estorbo.

—¿Y vas a caer en eso? Parece un poco infantil ¿no crees?

—Solo quise jugar con él, nada más, no tiene mayor importancia.

Me miró; mi excusa no se sostenía.

—Estáis haciendo el ridículo. Los dos.

—Puede que tengas razón.

—¿Seguimos?

…..

Carmen se ha recuperado, yo también. Durante el tiempo que ha invertido en ir al pueblo me he desesperado, mis puños han golpeado el sofá hasta desplazarlo a la otra punta del salón. Hubiera querido gritar, ya sé lo que se siente pero no libera, no. Hice un amago de acudir a mi amigo Jack Daniels pero en el último momento recuperé la cordura. Ya abusé una vez del alcohol y casi me rompo la cabeza, solo faltaba que me hubiera encontrado apestando a whisky.

Se fue y por un momento pensé que lo había asimilado, que todo lo que había escuchado quedaba atrás, bastaba con ponerlo en común para que pudiéramos pasar página y…

Y de repente sucedió. Fue como si la calma que sentía solo hubiera sido el prólogo del caos que me arrolló de una manera imprevista. Como si una presa hubiera estallado las imágenes que había acumulado en mi mente comenzaron a llegar en tropel: Mahmud dominándola, «no tienes permiso para sentir placer», hurgando en su coño; Carmen, frustrada por el desprecio del argelino, esnifando coca para recuperar su orgullo herido. Mi mujer tumbada en el sofá blanco que tan bien conozco facilitando esa doble penetración que todavía añora, que sigue deseando. Su entrega a Salif el africano al que describe con una fidelidad asombrosa. El paso por la cocina y su sodomización por unos desconocidos. Todo, todo me sobrepasa sin que tenga opción a razonar cada escena, sin que pueda detenerme en ninguna porque cada cual es demasiado abrumadora como para poder centrarme en una en concreto.

Estallo, ahogo un grito de desesperación y descargo la furia contra el sofá que sale disparado contra la librería. Reacciono al ver caer varios objetos y me freno. No puedo seguir así, no puedo.

Pero la estampida es imparable; imagino a Carmen empalada por el macho negro y por Doménico mientras busca con la mirada la aprobación de Mahmud. Y golpeo el sofá, lo golpeo hasta machacarme los puños. No paro, no puedo parar, no consigo detener el torrente de imágenes; la veo sobre la cocina del italiano enculada por alguien al que no puedo poner rostro, tragándose la polla de un desconocido, lamiendo el semen derramado sobre la mesa. La veo enganchada por los dedos del yuppy en Moncloa, dudando si ponerse precio y venderse.

Y siento que mi verga va a reventar.

Y me golpeo el cráneo con los puños.

…..

Me senté en uno de los bancos del porche y esperé, esperé a que la tormenta pasara, el dolor tenía que remitir tarde o temprano.

Solo entonces, cuando empecé a sentirme algo más tranquilo pude comenzar a pensar serenamente en todo lo que había escuchado.

Y me quedé con la última frase de Carmen: Había tocado fondo.

En la montaña —¿Seguimos?

—Claro.

—Dormí mal. No sé en qué momento fui consciente de que había tocado fondo. Recuerdo que llegué a sentir que podía caer en pánico y me levanté de la cama. Estuve un buen rato en el cuarto de baño controlando los síntomas. Era evidente que la ingesta de coca no ayudaba. Al fin conseguí serenarme y volví a la cama, no quería despertar a Domi. Cuando se marchó comencé a prepararme, tenía que salir de allí. Lo primero era cambiar el entorno.

Bebió un sorbo, yo hice lo mismo más por mimetismo que por necesidad.

—No fue fácil la despedida, tampoco fue sencillo dejar a Irene. Esperaba encontrarme a su regreso pero sé que es la mejor decisión que pude tomar en aquel momento.

—Fue muy valiente por tu parte.

—Salí sin rumbo fijo, cuando llegué a aquel pueblo me detuve, no sé por qué quizá porque me resultó familiar, puede que me recordara esto, nuestra casa. El caso es que me quedé. Enseguida hice una rutina, me levantaba temprano, salía a caminar, comencé a correr, necesitaba volver a hacer ejercicio. Empecé a escribir, como si fuera una especie de diario al estilo de lo que le mandamos redactar a nuestros pacientes. Fue entonces cuando decidí que tenía que afrontar la tarea de ser al mismo tiempo paciente y terapeuta. Mientras escribía me limitaba a exponer los recuerdos sin caer en la tentación de analizarlos. Luego me fijaba un horario para leer desde la perspectiva de la psicóloga, separándome de las emociones y vivencias de la paciente. Poco a poco conseguí desdoblarme.

Se levantó. Necesitaba tabaco. No tardó ni un minuto en regresar.

—A medida que avanzaba en el análisis surgieron las tensiones y comenzó el insomnio. Entonces recordé que aún conservaba unos restos de marihuana; me ayudó a descansar por las noches, si no hubiera sido por eso creo que no habría podido continuar.

»De todas formas llegó un momento en que comprendí que esa etapa se había terminado, el aislamiento no daba para más y decidí regresar a Madrid, sin un destino concreto porque volver a casa no era una opción todavía.

Me levanté, no podía seguir sentado, me sería más fácil hablar paseando.

—Volver a estar contigo en casa de tus padres fue un revulsivo, me di cuenta de lo mal que había gestionado la crisis. Después, cuando nos separamos la angustia me dominó y me dejé llevar del pánico. Creo que la insistencia con la que te llamé fue contraproducente; hasta me tuviste que frenar, supongo que no te debió ser fácil decirme que no te volviera a llamar.

—No, no lo fue. No sabía el efecto que te iba a causar, intenté dulcificarlo todo lo posible.

—Lo recuerdo al detalle. Me precipité.

“La impaciencia es una mala consejera, la impaciencia te nubla la razón, te impide ver con claridad las consecuencias de tus actos. La impaciencia mide mal el tiempo.

Apenas veinticuatro horas después de nuestra conversación no conseguí controlar el desasosiego que me corroía y sucumbí, tras varios intentos fallidos de ser el hombre sensato que debía ser.

Lo primero que escuché fue el ambiente en el que se hallaba Carmen, voces, música, bullicio... El teléfono no recogía con demasiada claridad el sonido pero me hice una idea: una cafetería, quizás una discoteca, un pub. Sin poder evitarlo me puse en tensión.

—¿Si? —Carmen había contestado elevando la voz, sin mirar siquiera quien la llamaba, señal de que se encontraba ocupada, entretenida. No, no. Mi cabeza comenzaba a elucubrar y yo debía pararlo.

—Carmen, soy yo.

Una pausa que me violenta. Molesto, es evidente.

—Mario...

Frialdad, una pincelada de decepción. Quizá no, puede que tan solo interrumpa una conversación.

—Hola, ¿te pillo en mal momento?

Los silencios, por breves que sean, a veces valen mas que mil palabras.

—No, estoy... voy a cenar en un momento, dime.

No, no va a cenar pero es igual, me insinúa que abrevie. Comienzo a sentirme fuera de lugar.

—No importa, la verdad es que no sé por qué te he llamado, no era nada importante, lo dejamos para otra ocasión que tengas más tiempo ¿vale?

—¿Mario, qué pasa?

No, no me puede tratar con esa condescendencia.

Calma, no voy a consentir que la irritación me nuble la cordura, no esta vez. Respiro, sé lo que no quiero que ocurra. Pienso. Quizá es el ruido lo que le hace hablar en ese tono.

¿Qué podía decirle en medio de aquel barullo? ¿Que estaba impaciente por continuar hablando a solas con ella? ¿Que sentía vértigo por el tiempo perdido y que jamás podría recuperar?

Entonces entre el griterío escuché una voz que se intentaba hacer oír.

—¡Cariño, cariño! ¿Nos vamos?

La voz de aquella mujer sonó tan cerca, tan cerca... No, no era la misma que escuché aquella otra vez, no. Tenía un timbre joven, sensual, una voz que había rozado su mejilla, sin duda; que al hablar casi en su oído seguramente había dejado el tacto de sus labios en la piel de Carmen.

Noté como el murmullo se apagaba. Carmen había tapado el móvil para ocultar su respuesta.

—Dame un minuto.

—¡Ah! te espero fuera. —voz cohibida de quien ha cometido una falta.

No dejé que el silencio se extendiera demasiado, no quería que se sintiera culpable, tampoco deseaba dar la imagen lamentable que en otra situación similar había dado.

—Venga —dije usando mi tono más jovial —, ya hablamos otro día y me enrollo un rato que sabes que se me da muy bien.

—Lo siento...

—¡Bah, no seas tonta! Un beso, pásalo bien

—Mario.

—Qué.

—¿Sabes que te quiero, verdad?

A duras penas logré dominar el puño que atenazaba mi pecho antes de contestar.

—Claro, y yo a ti amor, pero me gusta oírtelo decir.

—¿Lo sabes, verdad?

—Si.

—Entonces no me llames más por favor, hasta que lo haga yo.

Calor y frío. Estoy acostumbrado pero lo que sentí en ese momento superó cualquier contraste drástico al que me haya enfrentado jamás.

—Como quieras.

—No te enfades Mario, lo necesitamos si queremos...

—Te entiendo, no hace falta que me des más explicaciones. No volverás a saber de mi.

—¡Mario, no es eso!

—Adiós cariño.”

Regreso de aquel amargo instante y la veo esperándome.

—¿Era Irene, no?

—Si.

Sonrío. No dejo que esta pausa se alargue demasiado, no quiero que piense que espero una explicación.

—Por una extraña casualidad esa petición que me hiciste me alejó de Graciela.

Carmen asiente con cierto fatalismo.

—Aquella insólita coincidencia pudo habernos costado cara —añadió en un tono de voz que me estremeció.

La miré. Si en ese momento yo hubiera seguido siendo el animal que fui… Sentí frio al pensar lo que podría haber pasado.

—La siguiente vez que estuvimos juntos parecía ella la terapeuta. Sabía más de tu vida de lo que podía suponer y esa cercanía me tranquilizó; no solo eso: Que Graciela y tú estuvierais tan estrechamente en comunicación me daba un punto de esperanza.

»Después de la cena tomó la iniciativa y fuimos a casa, yo estaba asombrado por su forma de actuar, tan decidida, tan… No parecía ella, estaba irreconocible tomando la riendas de la relación.

»Me sorprendió que ella, tan meticulosa, improvisara el plan. Renunció a llevar su coche, incluso desistió de pasar por su casa como otras veces para recoger algunas cosas “imprescindibles” según ella. Estaba sorprendido pero no dije nada.

»Cuando llegamos lo noté. Era su actitud, casi imperceptible pero tan diferente de otros días. Se movía por casa con soltura, sin esa prudencia que me hacia empujarla con gestos, con palabras para que avanzase sin sentirse violenta. No, esta vez no era necesario. “Voy a cambiarme”, dijo y caminó hacia la alcoba sin esperarme, con la misma naturalidad que emplea en su casa. Sentí una especie de ahogo, una extraña alegría. Pensé que se sentía cómoda.

»Preparaba un par de vasos con hielo cuando escuché el sonido familiar de los cajones de la alcoba. Un latido desacompasado me golpeó el corazón, mi instinto me hizo creer que eras tú, luego la razón me recordó que no, que era Graciela quien hurgaba en los armarios, ¿Qué hacía abriendo los cajones de la cómoda? ¡Qué extraña es la mente! por un instante la percibí como una intrusa, fue algo muy breve, enseguida le envié mi permiso. Toma lo que quieras, pensé. Y fui hacia la alcoba.

»Se había despojado del vestido. Me miró coqueta luciendo lencería escogida sin duda para mí. En su mano tenía una de tus batas de entretiempo. Miré el cajón abierto, vi esa azul que te regalé el año pasado. “Toma, ponte esta, es mi preferida. Mejor sin sujetador, estarás más cómoda” le ofrecí.

»Graciela sonrió con malicia, liberó sus pechos, desdobló la prenda que le ofrecía y se la puso; sonreí, le queda perfecta.

»Entonces abrió los armarios buscando tu espacio y colgó su ropa; estaba en su casa, haciéndose hueco. Volví a sentir el mismo ahogo en mi pecho, la melancolía por tu ausencia.

»Una intensa alegría me arrasó. Sospechaba que dos mujeres se habían conjurado para trastocar el mundo en el que vivía hasta ayer.

Dos mujeres conjuradas Carmen me escucha emocionada. Cuando acabo hace un gesto de extrañeza.

—¿Cómo fue cuando te sentiste rechazado?

Le pido paciencia.

Me despertó el aroma de café, se había hecho la dueña de la casa. Desayunamos haciendo planes. Pensábamos comer cerca del gabinete porque tenía el día bastante cargado. Hubo detalles preciosos, como cuando la vi llevar sus bragas al cesto de la ropa usada. Se había puesto un conjunto tuyo. Era todo tan… ¡perfecto! Todo se presentaba tan…

Cuando ya estaba en el gabinete me llamó.

“—Buenos días cariño, ¿has llegado bien?

—Un poco de atasco, debe ser que no estoy acostumbrada y se me ha hecho largo.

—Te acostumbrarás.

—Quería decirte una cosa.

.

—Qué seria te has puesto —bromeé.

Aquel silencio me hizo dejar las bromas a un lado, algo que había sucedido durante la noche revoloteó en mi cabeza, algo pasaba. Esperé.

—Mario, te voy a pedir una cosa, algo muy importante.

—Tú dirás.

—Durante unos días, necesito, mas bien necesitamos tu y yo, en realidad lo necesitamos lo tres, Carmen tu y yo…

Sentí que se me paraba el corazón un par de latidos, o más, algo así como una bajada de tensión.

—Ya sé lo que me vas a pedir.

—Déjame hablar, por favor.

—Te escucho.

—No me llames, no es que no quiera hablar contigo pero es necesario que no hablemos. Tienes que hacer un trabajo, creo que lo sabes, te lo he dicho en varias ocasiones, ya sé que no soy psicóloga y que de esto sabes mucho más que yo, pero eso no me invalida para entender lo que veo. Sé que estás mal y me duele verte y me duele ver a Carmen. Te quiero Mario, a lo mejor te quiero más de lo que debería quererte. Por eso ayer no terminé de contestarte porque si de verdad quieres que lo nuestro no se quedé aquí, si crees que no puedes vivir sin mi, si crees que no puedes vivir sin Carmen, haz lo que tienes que hacer. Pero no pierdas el tiempo, ya te lo dije una vez, suena feo, parece una amenaza y no lo es, de verdad que no lo es. Todo tiene un límite.

De pronto me situé en el mismo instante en el que Carmen cerró la puerta de casa aquel maldito domingo y me dejó solo. ¿Por qué? Mi cuerpo sufría las mismas sensaciones y mi mente conectaba con la escena en la que, por primera vez sentí la misma desolación, la misma muerte.

Porque algo así debe ser estar muerto. Eso pensé. ¡qué idiotez! Fue mi siguiente pensamiento. No tenía ninguna capacidad de reacción. Si seguía dejando pasar los segundos Graciela pensaría… ¡qué coño importaba lo que pudiera pensar Graciela!

—¿Y qué se supone que debo responderte?

—Mario… —La decepción que percibí en su voz me hizo reaccionar.

—No me interpretes mal, si has creído ver ironía en mi frase te equivocas. Realmente me siento impotente. Es que… la última frase que he escuchado de Carmen es “no me vuelvas a llamar”.

Nos quedamos en silencio. Estaba a punto de despedirme cuando…

—¿No practicabas Zen?

—¿Qué? Si… hace tiempo, últimamente no…

—Pues ahí tienes un buen koan para practicar. Haz algo para salir del pozo. Tienes las herramientas, has sabido sacar a muchas personas de ahí. Ponte en marcha, por favor, te necesitamos.”

Carmen me mira emocionada, apenada, sin interrumpirme.

—Tenía dos opciones, derrumbarme o intentar salir del pozo. La primera opción ya la conocía y sabía a dónde me conducía. Al día siguiente llamé a Raúl.

—¡Oh Mario!

Se levantó y vino a mí. Nos fundimos en un abrazo que solo pretendía darnos ese calor que nos había faltado durante tanto tiempo. ¡Cuánto nos habíamos echado en falta!

—No es extraño que pensaras que nos habíamos puesto de acuerdo para aislarte ¡qué horror!

—El caso es que opté por buscar una salida que me llevara hacia ti y si ya era tarde, hacia mi reconstrucción; no quería volver a verme hecho una ruina. Acudí a Raúl, siempre me ha inspirado confianza como profesional y como persona, sabes que le conozco bien desde que dirigí su tesis. No me fue fácil convencerle pero al final accedió y te puedo asegurar que no me equivoqué, no me habría podido poner en mejores manos.

Recordé lo insólito que fue cambiar los papeles, convertirme en paciente y abandonar la seguridad del otro lado de la mesa. Desnudarme del rol al que estaba acostumbrado y dejarme dirigir. No fue sencillo pero lo había perdido todo y entré a su consulta decidido a entregarme al que había sido mi alumno y ahora era un competente colega.

—En mitad del proceso surgió el viaje a Sevilla y no lo dudé; poner tierra por medio me ayudaría a desconectar y a seguir las pautas que me había marcado mi terapeuta. No contaba con el impacto que me produjo el reencuentro con los viejos amigos.

—Querrás decir con Elvira —apostilló Carmen.

Intenté buscar en su expresión el fondo de aquel comentario. Sonrió al darse cuenta de mi cautela y me animó con un sutil gesto a que continuara.

—Antes de eso fue el propio Santiago el que me impresionó. Su transformación, tanto física como personal me impactaron. No queda nada de él, nada.

¿Debía seguir, debía contarle la ruina física y moral del hombre que me había inspirado a ser lo que ahora soy?

—Déjalo, ya habrá ocasión —intervino Carmen cortando de raíz los amargos recuerdos que debían ser más que evidentes en mi rostro.

Le agradecí con una sonrisa su ayuda; realmente no tenía sentido en ese momento recuperar la figura de Santiago.

—Elvira —insistió para recuperar el hilo.

—Elvira se ha protegido del derrumbe de su marido abstrayéndose en su mundo profesional; no le va mal y así puede aislarse. De alguna manera viven un acuerdo tácito en el que reina una especie de cordialidad donde se hacen pocas preguntas y se mantiene una convivencia más o menos viable.

—Hasta que llegaste tú.

—Eso no es lo que he pretendido dar a entender.

—Pero lo intuyo.

—Mi llegada… fue como si se despertaran viejos fantasmas en Santiago, y para Elvira… no sé, yo no pretendía…

—Lo imagino.

—Supongo que la tensión estaba ahí, latente. Tantos años de frustración hicieron que le fuera fácil sincerarse conmigo. Santiago lo interpretó mal y comenzó a hacer irrespirable el ambiente entre nosotros hasta el punto que dejé de aparecer por su casa.

Nos miramos, Carmen aguarda.

—Comenzamos a quedar los dos solos, con él era imposible mantener una conversación. Una noche de confidencias las emociones se dispararon...

El silencio lo dice todo, su mirada serena no me juzga, acepta, comprende. Es mi amiga, entiende lo inevitable.

—Tenía que pasar, ella lo necesitaba o al menos en ese momento yo lo sentí así; no te voy a decir que fue un acto de piedad, sería una estupidez; la deseé desde que la vi bajarse de la moto el primer día. Aquella noche estaba tan desvalida que quería abrazarla, darle cobijo, protegerla de ese despojo en que se ha convertido Santiago, no sé si me entiendes.

Si me entendía, perfectamente.

— Al día siguiente pensé que acabaríamos a puñetazos en la junta, pero se contuvo. Al menos nuestro encuentro ha servido para que Elvira tome una decisión que debió de tomar hace mucho tiempo, no tiene sentido que siga desperdiciando su vida.

—¿Piensas… pensáis…?

—No lo sé, estaremos en contacto; cuando se traslade a Madrid me gustaría ayudarla a instalarse; luego, ya veremos.

Asintió con la cabeza.

—Me hablabas de ese pueblo en la montaña —dije tras un largo silencio para retomar el tema con el que había comenzado la sesión.

—La montaña, si.

Se detiene, algo la tiene abstraída. Reconozco esa expresión concentrada.

—Necesito… dame unos minutos, acabo de entender algo que hasta ahora no había visto, ¿podemos…?

Lo supe, había descubierto una clave crucial, nos basta una mirada para entendernos, es la mirada eureka, la que nos cruzamos cuando enfrascados en un estudio encontramos algo que hasta ese momento no habíamos logrado entender. Uno de los dos alza los ojos y el otro lo sabe, ahí está la respuesta.

—Claro, voy a dar una vuelta, te dejo.