Diario de un Consentidor 108 Viernes de Pasiones 1

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Capítulo 108

Viernes de pasiones (1)

“Todos los hombres tienen algún lugar, alguna aventura o alguna fotografía que son la imagen de su vida secreta.”

W. B. Yeats

Desayunamos. Carmen se ha preparado para salir a correr. La veo ensimismada dando vueltas a la cucharilla.

—Tienes mala cara.

—¿Eh? Si, no he dormido nada bien.

Lo sé, yo tampoco. Cuando regresó a la cama fingí dormir, ella se acostó con sigilo y permaneció quieta intentando conciliar el sueño; enseguida noté que como a mí le resultaba imposible, no conseguía encontrar la postura, estaba intranquila aunque procuraba no molestarme. Así llegó el alba y ambos interpretamos la comedia de un amanecer cotidiano.

—Vaya.

—No sé, el caso es que me desperté muchas veces y ya de madrugada me despejé. No te enteraste cuando bajé a beber y me quedé en el salón, no quería despertarte dando vueltas; me arropé con una manta y salí al jardín, se estaba bien pero al rato me quedé fría; volví dentro me tumbé en el sofá y estuve leyendo un rato, pensando. Al final hice una locura —entornó los ojos y sonrió—, cogí el móvil y…

—Lo sé.

Me he precipitado, ha sido un impulso irrefrenable. «Justo cuando iba a descubrir al interlocutor», me reprocho.

—¿Lo sabes, cómo que lo sabes? —pregunta asombrada.

—Me despertó una sensación angustiosa; la cama vacía me hizo sentir que nada había sido real, que solo era un sueño, que no habías… vuelto. No debió de durar más de un segundo pero fue espantoso.

Carmen dejó la taza precipitadamente y me acogió en sus brazos; creo que pudo hacerse una idea de la desolación que sentí durante aquel breve instante que viví como una pesadilla.

—Fui al baño y al no encontrarte salí al rellano, entonces te escuché abajo, hablando. Solo me llegaba un murmullo. Me volví a la cama.

—¿Y por qué no me dijiste nada?

Es un débil reproche en el que no encuentro rastro de culpa y eso me tranquiliza.

—Estuve dándole vueltas no creas. Tenía varias alternativas; podía haber bajado e irrumpir; opción desechada. Otra alternativa era esperarte despierto y acribillarte a preguntas: Qué hacías abajo, con quién hablabas a esas horas… vamos, una escena de celos en toda regla. No, no es mi estilo. Tercera opción; según lo que hemos hablado estos días puedo ponerme en la tesitura del… cornudo —sonreí gesticulando—; lo lógico en ese caso es suponer que hablabas con Doménico, por tanto debo aceptar que me pondrás al corriente cuando lo consideres oportuno.

«¿Puede ser?», tanteé mediante un gesto mudo. «Puede ser» me respondió una hermosa caída de ojos y media sonrisa.

—Esta es la mejor de las opciones y me conduce a analizar mis reacciones, si realmente estoy aceptando los cambios, si estoy tan preparado como creo para admitir que puedes tomar decisiones al margen de la pareja, libremente sin que eso me suponga un menoscabo. Decidí que hoy me analizaría desde esta opción.

Me arrellané en la silla. Pero no, enseguida supe que no iba a obtener nada de ella hasta que no terminase mi exposición.

—Hay otras alternativas —continué—. Tomás, Irene; en ambos casos mi posición es similar y pensé enfocar un segundo análisis de forma diferenciada. En cualquier caso eres una persona autónoma, libre y mi reacción debe de ser modulada desde el respeto. ¿Soy capaz de actuar de ese modo? ¿Puedo esperar serenamente a que seas tú quien disponga cuando y qué parte de la conversación quieres compartir con tu pareja?

Durante mi exposición Carmen me había estado observando atentamente y al finalizar mostraba una clara expresión de agrado.

—Me parece un excelente trabajo, ¿quieres más material?

Creí detectar un giro perverso que me previno.

—Me sorprende la forma en la que funciona tu mente aunque a estas alturas ya no debería hacerlo. Veamos, Doménico: Es el primer candidato que has barajado y tiene su lógica, o mejor dicho, “tu” lógica. Te voy a contar algo para que trabajes con ello. El domingo por la noche, a pocas horas de nuestro reencuentro le llamé. ¿No lo esperabas, verdad? —añadió al observar la expresión que debí poner, mezcla de asombro e incredulidad—. Necesitaba apoyo, una voz amiga que me ayudase en aquel momento de inseguridades, de soledad, de flaqueza. Por eso lo hice, para compartir el paso que estábamos a punto de dar. Me animó, se alegró por nosotros. También hablamos de nuestro futuro, claro. Dijo algo que…

Se detuvo; evocó esa noche en la que hubiera necesitado algo más que su voz, lo sé; pude ver la nostalgia dibujada en su expresión.

—«Una sola palabra y vuelo a Madrid al instante», eso dijo.

Volvió sus ojos hacia mi cargados de… sexo, puro sexo; reflejo de lo que hablaron y no me cuenta.

—Si ya hablé con Domi hace unos días… bien podría haberlo hecho anoche. Sin poder dormir, inquieta… Ya sabes cómo me pongo —concluyó dejando un matiz tentador en el aire.

Me provoca; ambos sabemos a lo que se refiere.

—Tomás, otro de tus candidatos; también hemos hablado de él, poco aún pero algo hemos hablado. Pudiera ser que le hubiera llamado, si; a mi confidente de aquellos días, otro que duerme poco y mal; hubiera bastado un mensaje para comprobar si podía charlar a esas horas y… listo.

Me observa, procuro no delatar lo que pienso.

—Irene. ¿Sabes que si no hubiera cuajado nuestro reencuentro a estas alturas estaríamos en Tarifa? Llevaba tiempo proponiéndome ese viaje, incluso tenía reserva con unas amigas y hasta el último momento trató de convencerme. Si la conversación que tuvimos, esa en la que estaba con Tomás y tú con…

—Sofía.

—Si, Sofía. Si aquella charla no hubiera funcionado probablemente hoy estaría en Tarifa, de pareja con Irene. No te creas que no lo he pensado.

Sonríe con malicia, juega conmigo.

—¿Te arrepientes?

—¡No seas tonto! Lo que quiero decir es que esta noche de insomnio Irene era una buena candidata en quien pensar, a quien añorar. ¿Por qué no despertarla y decirle cuánto la echo de menos? —Buscó mi mano y la apretó—. Y contarle lo feliz que soy por haberte recuperado. Y aprovechar la madrugada también para hacer planes.

Sonreí, no me había solucionado nada pero ahora la conocía un poco mejor. Respondió a mi sonrisa.

—Me dejas como estaba —protesté.

Encogió los hombros. Nos levantamos de la mesa y comenzamos a recoger. Carmen echó una fugaz ojeada al reloj de la pared y dejó las tazas.

—Me voy; recoge un poco y cambia las sábanas, las hemos dejado de pena —apostilló con maldad. Cierto, la noche había sido intensa.

—¿Llegas tarde a tu cita con Jorge culo prieto?

Me miró sorprendida, enseguida agarró el testigo.

—No creo que se vaya sin mí, no es tonto. Ya sabes, haz tus tareas y luego ponte con ese análisis, a ver si aciertas con quién hablaba esta madrugada.

Ese tono… Había empezado a recoger las tazas y me detuve. Ese tono le daba a sus palabras un toque de autoridad que no me gustó.

—Como tú mandes —respondí exagerando un falso acento de respeto.

Se detuvo en el dintel como si le hubiesen golpeado. Se volvió, su mirada era otra, diferente, esa mirada profunda que me puede.

—¿Eso es lo que quieres?

No respondí, mantuve la sonrisa con la que había lanzado el dardo, sin embargo el corazón se me aceleró. Había algo más en sus ojos.

—Di, ¿es eso con lo que fantaseas? —Caminó despacio hasta quedar prácticamente pegada a mí.

—¡Qué dices! Ha sido una broma. ¿No te parece que te has puesto un poco mandona?

—Las bromas pueden ser la vía para decir aquello que no nos atrevemos a confesar abiertamente.

—¿Y qué piensas que no me atrevo a confesar? ¡Venga ya Carmen! Todo lo llevas al mismo terreno.

Por alguna razón aquel juego me empezó a inquietar.

—Tú sabrás, eres tú el que está nervioso.

—Para nada.

—¿Seguro?

—¿Tendría que estarlo?

Carmen me miró como si quisiera asegurarse de lo que iba a hacer; le aguanté la mirada, no iba a perder ese pulso. Entonces comenzó a hablar despacio, serena, firme, segura, tan convencida que no admitía réplica..

—Recoge la cocina; haz el cuarto de baño, está hecho una pena; cambia las sabanas. ¡Ah! y no te olvides de fregar los suelos del baño y de la cocina.

—Ya, claro.

Oculté la turbación que me provocaba su actitud envolviendo mi respuesta en una nube de socarronería.

—¿Me estás escuchando?

Podía acabar con aquello, bastaba con que me alejase y respondiera con firmeza. «Déjalo ya» sería una buena frase para dar por cerrado el duelo.

Pero no, permanecí inmóvil y me excusé, dije algo inconexo que Carmen no me dejó terminar.

—¿Que si me estás escuchando? —replicó endureciendo ligeramente la voz.

¿Qué sucedía? ¿Por qué estaba a punto de someterme a aquella orden? ¿Qué emoción era esa que recorría todo mi cuerpo y apenas era capaz de ocultar?

—Vale.

Intentaba mantener el tono distendido pero Carmen sabía lo que estaba pasando por mi cabeza.

—¿Cómo que vale? —insistió asentando firmemente los pies en el suelo.

—¿Qué quieres que te conteste, si señora, si ama? —contesté con brusquedad.

Un brillo de satisfacción le iluminó los ojos. Exhaló el aire por la nariz intentando sofocar lo que habría sido una explosión de triunfo.

—Lo que más te excite.

Desvié la mirada un segundo y al instante reconocí mi error; para cuando recuperé el contacto visual Carmen mantenía esa sonrisa ganadora; no necesitó decir ni una palabra más, yo solo me había respondido. Me dio una palmadita en la mejilla, evité la segunda con un rápido gesto.

—Te estás pasando —le advertí visiblemente molesto.

—Podías haber elegido cualquier discurso pero no, te has ido por uno muy concreto, muy definido a sabiendas del terreno en el que nos movemos estos días. «Lo que tú mandes». Nada es gratuito Mario, sabías perfectamente lo que decías no me vengas ahora echándote atrás. Lanzas unas señales muy claras e insistes en ellas cuando ves que recojo el guante. ¿No creías que aceptara el envite, es eso? Pues ya ves, acepto tu jugada, la veo y la subo.

No lo vi venir; cuando sentí su mano cubriendo el bulto de mi entrepierna di un respingo.

—Lo que imaginaba.

—¡Qué coño haces!

Me superaba, tenía la iniciativa y yo no encontraba la oportunidad para cambiar las cosas. Esta última jugada además me hizo sentir excitado y humillado al tiempo.

—Verificar una intuición. Eso es: Todo el morbo lo sientes aquí —dijo tocándome la sien—, pero esto —volvió a apoderarse de mi dormido paquete—, no participa.

Si ella supiera… No me sentía avergonzado, estaba entregado a sus manejos, ahora ya no peleaba, no me resistía, podría haber hecho de mí lo que hubiera querido; podría…

—No te muevas.

Salió caminando despacio, con la certeza de que no me iba a mover del lugar en el me había dejado. La escuché subir al piso de arriba, al cabo volvió y me quedé sin aire: Traía en la mano las mismas bragas que había usado la noche anterior. Me dio un vuelco el corazón cuando abrió el puño y me las ofreció.

—Toma, póntelas antes de hacer tus labores de criada, es lo más adecuado ¿no crees?

—¿Por qué haces esto?

Tuvo que notarlo en mi voz, estaba abrumado por el cariz que habían tomado los acontecimientos.

—Te gusta la idea; es más te entusiasma, reconócelo.

De nuevo aparté la mirada de sus ojos negros, esas bragas atrajeron mi atención; me estaba delatando y volví a Carmen. Sonreía si, pero esta vez la arrogancia, el triunfo habían desaparecido. Puede que estuviera en sus manos pero no buscaba la derrota.

Me urgió con un insistente gesto de la mano. Cogí la prenda.

—No me las voy a poner —declaré en un último acto de desobediencia.

—En cuanto salga por esa puerta —sentenció con vehemencia—, no vas a tardar ni un minuto en ponerte tus primeras bragas.

Me irritó su prepotencia, esa pasmosa seguridad que exhibía.

—Que equivocada estás.

—¿Qué pasa, la nena no se siente capaz de ponerse unas bragas o es que te molesta que estén usadas? No me lo creo, eso es precisamente lo que más te excita. Te las vas a poner, ambos lo sabemos.

Volvió a palpar mi bulto; enarcó las cejas al comprobar el súbito cambio que había sucedido durante su ausencia.

—Vaya, vaya, no sé si te va a caber todo esto. Y nada de tocarte, puede que vuelva con ganas de follar.

Me miró a los ojos, le complacía mi cara de estupor. Yo seguía siendo incapaz de seguirle el ritmo que marcaba.

—Creo que tendremos que explorar a fondo esta faceta que desconocíamos —me dio un corto beso en los labios—. Poco a poco cariño, todo llegará, ahora ponte a trabajar.

Me quedé en el salón inmóvil, incapaz de reaccionar. Escuché el golpe seco de la cancela, solo entonces me asomé a la ventana y la vi alejarse a la carrera y cuando la perdí tras la primera curva el silencio de la casa me saturó los oídos.

El suave tacto en mi mano me sacó de esa especie de trance en el que estaba inmerso. ¿Qué pretendía con esa prueba, retarme? No, Carmen no hace las cosas a la ligera, debía tener un objetivo más profundo, sin duda estaba ligado a todo lo que habíamos tratado el día anterior; la sauna, Ramón, mi tránsito hacia una bisexualidad abierta, sin traumas. ¿Qué perdía por seguir su pauta?

Subí al dormitorio desnudándome por el camino y una vez allí me despojé del pantalón y el bóxer; noté un ligero temblor que me asaltaba. Miré la braga que había soltado sobre la cama, ¿por qué esa, la que había usado y no otra limpia? Sentí un disparo de placer que hizo brincar mi sexo.

La recuperé, el aroma de mi mujer provocó un nuevo salto en mi sexo; si seguía así no conseguiría albergarlo en aquella estrecha prenda. Cuando la tuve puesta…

Una emoción arrolladora me hizo entornar los ojos, ¿por qué, por qué?

Palpé el estrecho contorno de la cintura, lo recorrí, cubrí mis nalgas con las palmas de las manos. Se me erizó la piel.

Busqué un espejo con urgencia; el cuarto de baño, si. Tuve que bajarlo para enfocar lo que quería ver, y de nuevo esa emoción me arrasó.

«No, no soy un marica, no lo soy» repito ante el espejo mientras observo mi imagen, desnudo salvo la braga que apenas logra cubrir el imponente bulto que cruza la ingle. Respiro con dificultad. «No soy un marica» repito mientras me acaricio el pecho sin dejar de mirarme, sin dejar de sentir en mis dedos el suave tacto de la braga.

No podía masturbarme, Carmen me lo había prohibido, no podía, no.

Temblando como un yonki me vestí y me dispuse a hacer mis tareas. Cada cierto tiempo, sin poder evitarlo, me palpaba para sentir la prenda que me hacia saber… que no era yo.

Quince minutos más tarde abandono la tarea y regreso al cuarto de baño, me desnudo y vuelvo a mirarme. ¿Por qué mantengo esta lucha? ¿Es que no puedo mirar al espejo sin tener que negar algo que ya sé que no soy? ¿Ante quién me reafirmo como varón?

Me miro, me observo vestido tan solo con las bragas de Carmen; he conseguido no clamar ante nada ni nadie. Soy yo, simplemente yo, no tengo por qué justificarme. Al principio me cuesta acallar a esa parte de mí que parece necesitar pedir perdón por estar haciendo esto pero lo consigo y me quedo mudo, en silencio, desnudo tan solo con mis bragas. Ya no tengo erección y coloco mi pene hacia abajo. El efecto me agrada pero busco algo más, lo retiro hacia atrás, escondo mis atributos, los anulo, me ajusto la prenda y ahora el efecto que veo me gusta mucho más. Me giro para intentar verme por detrás. Cada vez me siento más cómodo sin ese censor que me atosigaba.

Me miro sin complejos, sin miedos, sin culpa por estar haciendo esto. Me gusto. «No soy un marica» pienso en un descuido y en vez de enfadarme rompo a reír, río, río en voz alta sin control. Acaricio la prenda, es suave, me cautiva, es como si el cuerpo que siento bajo esa ligera prenda de lencería no me perteneciera. Pero sí, soy yo, otro yo que no conocía. «Soy yo» pronuncio mirándome al espejo, reconociéndome en la imagen que veo reflejada. Desciendo por el pubis, es como si no estuviera aquello que me he afanado en ocultar, ¡qué sensación tan nueva! Mis dedos palpan y no encuentran lo que escondo entre los muslos. Solo un pubis asexuado que mis dedos no reconocen, tan diferente, tan excitante.

Me doy cuenta de que tengo recogido en una mano mi pecho como jamás lo he tenido, captando su forma, sintiendo su redondez pequeña, apenas perceptible. Estimulo el pezón por primera vez como tantas veces lo he hecho con Carmen, con Graciela. Y reacciona, y me dejo llevar de la sensación que me provoca. He estado ciego para esta parte de mi cuerpo y hoy, por primera vez me permito conocerme.

¿Qué pretendo? ¿Acaso deseo experimentar otra identidad, otro género? Es todo tan nuevo, tan… ilícito que me cuesta abandonarme.

Sé que estoy aprendiendo algo, tengo la sensación de estar despojándome de cosas que aún no soy capaz de identificar, lo que tengo claro es que tanto el sexo como estas bragas que ahora luzco sin prejuicios son solo el medio. «Gracias Carmen», digo en voz alta.

Me visto y sigo con mis tareas domésticas. Sonrío.

«No soy un marica» ¿Cuándo he tenido prejuicios contra los homosexuales? Pienso en mis amigos gay con los que comparto años de amistad y confidencias, años de dolor compartido. Me sorprende esta reacción tan visceral que he tenido para excusarme frente a… ¿frente a quien? Supongo que me he defendido ante mi mismo, ante mi familia interiorizada, ante mi socio, mis compañeros. El “qué dirán” que nunca me ha importado, o eso he dicho siempre.

No soy un marica, no soy un leproso, un apestado. ¡Qué pronto se derrumban los principios cuando las circunstancias te sacan de la cómoda teoría y te obligan a ponerlos a prueba!

No soy judío, no soy comunista; no, nunca fui discípulo del nazareno.

…..

Pedaleo despacio hasta la verja. Me detengo para cerrar la cancela y ahora si, cojo velocidad. El aire frío de la mañana me renueva. Hago uno de los recorridos que llevan a campo abierto, lejos de las zonas pobladas.

¿Quién es esa Carmen que aparece en ocasiones y me arrolla, tan dominante que apenas la conozco? ¿Cuándo ha aflorado esta faceta de su personalidad? Me tiene desconcertado, me cuesta reaccionar cuando surge y eso me deja en posición de inferioridad ya que el asombro me impide responder a tiempo.

No sé quién es; en todos los años que llevamos casados jamás ha tenido una conducta como la que ha surgido en estos días. Puede que hoy haya sido la ocasión en la que con más claridad se ha mostrado y ha servido para que me haga consciente de las otras ocasiones que hasta ahora me habían pasado por alto o no le había dado importancia.

Tomo nota mental y en cuanto regrese haré anotación de los rasgos que he identificado.

Intento desconectar de la experiencia que acabo de vivir, necesito volver a retomar la terapia que hicimos anoche. Carmen enamorada. La preocupación se instala de nuevo en mi. Puede que esta nueva faceta, —como ella la llama—, que he estado experimentando debilite mi posición con respecto al papel que podría jugar Carlos en el futuro. Su figura tiene una relevancia mucho más trascendental que la de Doménico, y yo sin embargo quedo debilitado, relegado a un papel pasivo, secundario. Carlos aparece como “el varón” y mí bisexualidad me posterga a un papel irrelevante.

Me detengo en lo alto de un risco y desmonto. Respiro el aire puro de la montaña. ¿Pero qué estoy diciendo? La forma de razonar que sigo es puramente machista, me basta con transferir este modelo de pensamiento a Carmen para comprobarlo. ¿Debilita nuestra relación el hecho de su bisexualidad? ¿Acaso le voy a dar prioridad a Graciela porque Carmen se acueste con una mujer? Es absurdo. Y si lo es ¿por qué me preocupa ese mismo argumento en mi caso?

Machismo.

Regreso por la vertiente oeste, la casa queda colina abajo. A medida que me acerco detecto movimiento en la puerta. Veo salir a Jorge, se despide de ella con un par de besos. Acelero y trazo una amplia curva campo a través guardando una cierta distancia. Le alcanzo ya en el camino, a un lado de casa. No desmonto.

—¿Qué tal?

Parece algo violento, como si el hecho de haberle encontrado en casa fuera algo ilícito.

—Hola, te estuvimos esperando. Carmen me invitó a tomar café después de nuestra carrera —Demasiadas explicaciones, se está justificando—. ¿Así que tú eres el dueño de la casona? —pregunta velando un toque de admiración, nuestra casa tiene solera en el pueblo.

—Si, salí a dar una vuelta. Normalmente salimos juntos pero estos días le ha dado por correr.

—Y se le da bien.

Mantiene las distancias, es evidente que no le caigo bien, para él soy el intruso en esa incipiente amistad con Carmen y que yo he venido a estropear.

—Si, le gusta el deporte. Acudimos juntos casi todos los días al gimnasio, además de la bicicleta, practica natación, un poco de tenis, esquiamos… algo me dejo.

—Así está.

No se corta.

—¿Cómo?

—Bueno…

Sonríe, tanteando el terreno, no sabe si seguir o callar ante la pareja de la chica con la que acaba de estar.

—¿Bueno, o querías decir buena?

Si tuviera un florete en mi mano, lo tendría ahora mismo en su garganta. No reacciona, lo tengo donde quería.

—¿Habéis subido a la Teja? —añado para seguir manteniendo la ventaja.

—¿Eh? no, creo que no, me ha llevado por el mismo camino que ayer, creo.

—Dile que te lo enseñe, tiene unas vistas preciosas —respondo bajándome de la bicicleta con intención de enfilar hacia casa andando.

—Oye ¿Y cómo os conocisteis?

Me sorprende, es algo que no viene a cuento y se lo hago notar con un gesto de extrañeza.

—Carmen era mi alumna en la universidad, hace ya unos cuantos años.

—No me digas, ¿el típico rollo profesor alumna? —Exclama con tono burlón. Intenta recuperar el control.

Procuro no darme por enterado ante esa burda impertinencia.

—Más o menos.

—A cuantas te habrás ligado.

Insiste en provocarme. Dejo de preocuparme por la bicicleta y le miro.

—Te equivocas, Carmen ha sido la única alumna que me he… ligado en toda mi trayectoria docente.

La expresión de incredulidad y chulería de Jorge me empieza a molestar, no sé qué pretende. Decido darle una lección y sin pensarlo demasiado improviso.

—Carmen sin embargo se tiró a más de un profesor aunque solo se casó con uno —replico dándome un par de toques en el pecho. Nada más decirlo me arrepiento de la estupidez que he soltado.

Tocado. Se le cae la sonrisa de suficiencia. No me siento cómodo e intento arreglarlo.

—Es broma —añado sonriendo. Parece recuperarse con rapidez, no quiere perder el round.

—¿Cuál de ellas?

—¿Qué?

—Cuál es la broma, que se tirara a más de un profesor o que esté casada contigo.

Es rápido de reflejos, no encuentro la réplica adecuada y no puedo demorar la respuesta o habré quedado en ridículo. Exagero un gesto de duda.

—Eso tendrás que averiguarlo tú, pero se te acaba el tiempo, nos vamos pasado mañana.

Subí a la bici y giré hacia la casa. No sé por qué he dicho eso, no creo que haya sido la respuesta más adecuada. Todo ha sido tan pueril. ¿Qué coño me ha pasado?

—¿Hola?

—¿Qué, congeniando con el enemigo?

Carmen baja las escaleras.

—¿Nos has visto?

—Habéis estado un buen rato de charla.

—No le caigo muy bien, no sé por qué.

—¿Tú crees?

—Está clarísimo, ayer cuando aparecí en la plaza me miró como si fuera un intruso.

—Exageras.

—¿Sabes lo que me ha preguntado?

Le conté la conversación que habíamos mantenido suavizando en parte mi salida de tono.

—Vaya, vaya, dos machos enseñando las fauces ¿eh? —exclamó acariciándome la mejilla— Anda, cámbiate.

En sesión

—Esta mañana, cuando te fuiste…

—Ahora no.

Me frena en seco; la ilusión algo ingenua con la que arrancaba mi relato se desvanece y en su lugar un amago de irritante tensión comienza cobrar cuerpo. Ni siquiera me ha mirado y casi lo agradezco porque sino hubiera sido difícil mantener el control.

Reacciono; creo entender su estrategia, tarde pero la entiendo.

Hojea uno de sus cuadernos, al cabo lo cierra y me mira.

—Lo que hice en la montaña fue iniciar un proceso de reconstrucción de mi identidad; ¿quién era yo? había llegado un momento en el que me di cuenta de que no podía avanzar más. No, avanzar no es la palabra, quizás descender sea más adecuada porque en realidad estaba descendiendo cuesta abajo, rodando, despeñándome por un precipicio a sabiendas de lo que hacía.

«La cuestión es que no me sentía responsable de mis actos. Me movía como una actriz interpretando un papel y a veces como una espectadora del drama que se desarrollaba ante sus ojos. Con esa ausencia de emoción que te reporta saber que todo es una ficción aunque al mismo tiempo era consciente de que se trataba de mi vida y de que las consecuencias de mis actos acabarían pasándome factura, no obstante en aquellos momentos sentía una suerte de fatalista indiferencia que me servía para mitigar el dolor por la pérdida, por tu pérdida.

—Un manera de afrontar el duelo—intervine.

—Si, solo que el ausente a veces se aparecía para llamarme puta.

Callé, no era momento para disculpas.

—Necesitaba recuperar mi identidad, mi yo, ese yo que comenzó a desgajarse casi como un juego en Sevilla. Allí nació la Carmen golfa aunque todavía bajo control. Fue cuando comencé a experimentar lo que era mantener dos personalidades diferentes; la mía, la de siempre y otra nueva, diferente, con otro carácter, otra conducta, otros pensamientos y lo más sorprendente: provocando otras reacciones en las personas que me rodeaban y que a su vez alimentaban a esa nueva Carmen. Sin darme cuenta muy pronto estuve enganchada a mi personaje y tengo la sensación de que a ti te pasó lo mismo. Para cuando nos fuimos de Sevilla ya era una adicta, tú también creo, y la ausencia del estímulo que era Carlos nos provocó una forma leve de síndrome de abstinencia con síntomas similares: Irritación, nerviosismo y búsqueda del objeto que satisfaga la necesidad.

Nos quedamos mirándonos en silencio. Estaba sorprendido por el análisis de Carmen. Era un enfoque nuevo al que había que someter a más pruebas pero que valía la pena sondear. Me di cuenta de que llevaba un rato asintiendo con la cabeza y le hice un gesto para que continuara.

—En Sevilla experimenté por primera vez lo que era dejarme ser deseada por otro hombre sin evitarlo, sin poner trabas de ningún tipo. Ya, ya sé que a nuestros amigos les gusto. Que es algo más que gustarles lo tengo claro, pero estoy tan acostumbrada a cerrar mi mente a ese tipo de miradas, a reinterpretar esas bromas, esos comentarios como cosas sin importancia que acabas por olvidar que en realidad, quieras o no, son formas de acoso que desde pequeñas nos enseñan a tolerar como parte del carácter del otro sexo.

No había acritud en sus palabras solo plasmaba una realidad que pocos hombres se atreven a afrontar. Se había desviado del objeto de la sesión: su estancia en la montaña, pero me abstuve de advertírselo,

—Sin embargo en Sevilla jugamos otro juego. Era libre de apreciar cómo otro hombre me deseaba sin la traba de ser una mujer casada; ahora ya sé que me entiendes. Podía sentirlo sin censurarme, sin abortar sensaciones, pensamientos, deseos que nacen y que te han enseñado a conjurar casi antes de que los percibas, tanto que llega un momento en que ni los ves llegar a tu mente. Pero en este caso tú me dijiste que no hiciera eso, que me dejase llevar; era un juego, nadie nos conocía y podíamos actuar en una obra en la que yo dejaba de ser yo y me convertía en tu amante. Siempre nos ha gustado el morbo y jugué, al principio con cierto recelo. La primera vez que vi a Carlos, cuando me lo presentaste supe que detrás de esa forma de mirarme estabas tú, algo le habías dicho; supuse que habías preparado el encuentro y me situé. Yo debía ser la compañera de trabajo, soltera, algo fácil porque sino ¿qué pintaba allí? Me excitó más de lo que te imaginas, eso sucedía mientras me daba dos besos y me decía ya no recuerdo qué, solo sé que percibí esa sensación de leve acoso…

—¿Acoso?

—Si, no te lo tomes al pie de la letra, es esa forma que tenéis los hombres de acercaros mostrando el deseo de una forma tan evidente que impregna cualquier tema de conversación. A veces lo moderáis y es tolerable, incluso agradable, lo controláis y se puede dejar a un lado dentro de una amistad o en un entorno de trabajo. En otros casos es imposible y arruina una relación. Sabes a qué me refiero, ya lo has experimentado.

—Hablaremos de esto. Definirlo en todos los casos como acoso me parece excesivo.

—Cuando quieras –Aceptó el envite con una sonrisa —. Sigamos.

Tomó aire, guiñó los ojos y se tomó un tiempo para recuperar la argumentación.

—No me resultaba fácil desprenderme del ropaje de esposa fiel, cada vez que notaba el deseo de Carlos había una parte de mí que me censuraba; «no puedes estar haciendo esto, estás cometiendo…»

—Un pecado.

—No. Afortunadamente no he tenido que soportar esa presión religiosa, pero tenía la sensación de estar incurriendo en una falta, me quedaba una sensación de culpa. Duró poco, pronto se produjo una especie de alquimia y transmutó esa culpa en otra sensación que potenció el morbo de aquellos juegos. Me asediaba, yo me dejaba seducir, te miraba y veía el efecto que te causaba y eso me estimulaba todavía más. Cuando nos quedábamos solos volvíamos a ser nosotros mismos alimentados por el afrodisíaco que nos suponía la compañía de Carlos. Hacíamos el amor o follábamos como locos y preparabas la fantasía siguiente. Luego, cuando volvía a estar con él dejaba de ser yo misma y ocupaba mi lugar esa otra mujer que habíamos construido, cada vez más diferente a mí porque te gustaba más que yo.

—No digas eso.

—Es la realidad Mario y yo lo asumí sin poner objeción, también fue mi responsabilidad porque esa otra mujer también me gustaba.

¿Es posible que le hiciera pensar que no me satisfacía tal y como era? ¿hasta ese punto se nos fue de las manos? ¿hasta hacer que ella misma se sintiera mejor con el personaje que construimos?

—Tendría que analizarlo detenidamente pero aquel periodo es de manual. Estábamos enganchados Mario; tú y yo. Estaba cantado, sin su presencia era solo cuestión de tiempo que tratásemos de recuperar el estímulo que nos faltaba.

Por mi cabeza pasó la secuencia de aquellos meses durante los que los recuerdos de lo vivido en Sevilla se convirtió en el centro de nuestras fantasías sexuales; Carmen lo tenía claro, solo eran eso, fantasías que subsistían lo que duraba nuestro encuentro sexual en la cama, pero yo comencé a cambiar, a obsesionarme con esa mujer que había visto nacer en Sevilla, y lo que dejábamos brotar en la cama como un torrente en plena crecida no me resultaba suficiente, permanecía vivo en mi cabeza y me rondaba durante el día, tanto que condicionó mi conducta a partir de entonces.

La prueba, la absurda prueba a la que la conduje y el comienzo del acoso de Roberto creó un caldo de cultivo en el que no supe ver lo que le estaba ocurriendo a Carmen. Y jugué, jugué a ciegas sin captar las señales que debería haber sido capaz de detectar. Ciego, enfermo de sexo, elegí el peor momento para convertir las fantasías en realidad.

“…Sus comentarios sobre su ascenso acababan llevando siempre a Roberto, su preocupación se trasmitía en sus palabras, pero yo no lo veía; Necesitaba hablar conmigo, con su marido y amigo, pero se encontraba frente a su contrincante en una partida absurda y al mismo tiempo se veía limitada por el pudor a revelarme sus concesiones. Sus vacilaciones sin embargo me parecían tretas para debilitarme.

A finales de aquella semana tuve una reunión que me entretuvo hasta casi las diez de la noche, cuando llegué a casa no había ninguna luz encendida, me extrañó que no hubiera llegado a esas horas; cuando seguía intentando buscar una explicación lógica escuché música en el ático. Subí y la encontré en el sillón con los pies descalzos sobre la tapicería encogida en una postura casi fetal, Lorena McKennitt sonaba en el equipo de música. Me quedé de pie en la puerta mirándola, admirándola; por un momento olvidé la competición que manteníamos y me recreé en la niña de la que me enamoré, en la mujer en la que se había convertido; una suave ternura me invadió y deseé envolverla en mis brazos y acunarla sin objetivo, sin tiempo, sin final.

Sus ojos me inspeccionaban, una sombra de preocupación, quizás de tristeza, enturbiaban su mirada, sabía el esfuerzo tan importante que le estaba suponiendo aspirar al ascenso y lo achaqué a eso, no tenía ni idea de la presión a que estaba sometida. Me senté a su lado.

—¿Un mal día?

—Ni mejor ni peor que otros —su respuesta evasiva me sorprendió cuando esperaba que como siempre, me contase lo que le preocupaba.

—¿Entonces? —mi insistencia, en lugar de dar pie a la confidencia, la hizo sentirse presionada, se volvió hacia mí.

—¿Qué pasa?

—Te noto… no se… ¿preocupada? —pareció a punto de iniciar una frase, pero antes de pronunciarla se detuvo y, tras una breve pausa, evitó el tema.

—Tonterías, cosas del gabinete.

Ésta no era ella, aquel gesto de duda me pareció tan estudiado, tan dirigido a provocarme la curiosidad que de un plumazo, la ternura desapareció poniendo de nuevo en marcha al jugador. Estaba tan ciego que no fui capaz de entenderla.

—¿Y Roberto? ¿no te echa una mano?

Aquella frase, pensada para azuzar a alguien que juega tu misma partida fue un golpe bajo para la mujer que se debatía entre sincerarse conmigo o mantener el silencio; la oí suspirar profundamente, como quien se rinde a una evidencia no deseada, como quien da por perdida una esperanza; de nuevo la defraudaba.

—Menos de las que él quisiera —cambió de postura con una leve violencia que no me pasó desapercibida.

—Pero… ¿más de las que quisieras tú? —no me sentía cómodo actuando de esta manera, aún así no era capaz de detenerme. Apenas vi como Carmen desviaba su mirada al escuchar aquella inoportuna frase.

—No tienes ni idea de lo que yo quiero —era evidente su enfado, me arrepentí de haber dicho aquella bobada.

—¿Te ha molestado?, solo era una broma.

—Ni me ha molestado ni era una broma, pero es igual —su tono expresaba desinterés por mi opinión, volvía a ser normal, sereno, algo mordaz lo cual me llevó a pensar que entraba al trapo.

—¿Y por qué crees, a estas alturas, que no sé lo que quieres?

—¿No es ese el objetivo de esta… prueba, o batalla, o como quieras llamarla? ¿Enterarte de qué es lo que quiero?

—Pensaba que no, que lo que pretendías era demostrarme que a la hora de la verdad recularía y me daría miedo verte follar con otro —Carmen hizo un gesto de fastidio.

—Yo nunca he hablado de follar, solo aposté que no serías capaz de verme con otro hombre, no especifiqué más pero ya veo que vas a por todas.

—A propósito, todavía no me has aclarado a que te referías al decir que no tengo ni idea de lo que quieres, ¿te referías en general o hablabas de Roberto y sus… manejos? —Carmen sonrió con cierta amargura.

—¿A propósito, dices? ¿hablamos de follar y eso trae a colación a Roberto?

—¿Por qué no? Tú misma me dijiste que por qué no probar a desinhibirte —la conversación estaba yendo demasiado lejos pero me sentía incapaz de detenerme.

—Solo repetía tus argumentos aunque… ya veo que tengo vía libre —cada frase que salía de nuestras bocas avivaba una hoguera que amenazaba convertirse en incendio incontrolado.

—Nunca has necesitado mi permiso cielo —aquella palabra, ‘cielo’, le recordó a Roberto y en aquel momento sintió cómo el desprecio que le había provocado cuando la llamó así se trasladaba a mí; la insolencia de Roberto era ahora mi insolencia, ¿cómo me atrevía a decirle aquello? La amargura de sentirse sola se convirtió en irritación; se levantó del sillón y se dirigió a la puerta.

—Bien, bueno es saberlo.

Bajó las escaleras y yo aguanté las ganas de seguirla y disculparme, deseaba acabar con aquello, reconocer que me había comportado como un idiota y volver a ser los de siempre.

Pero no lo hice.

Diez minutos más tarde la escuché trastear en la cocina y bajé; De una manera premeditada pasé por su lado sin decir nada y me fui a la alcoba a cambiarme de ropa.

Cenamos fingiendo normalidad, le comenté algunos temas del trabajo que solo obtuvieron algún monosílabo. Me sentía frustrado, deseaba acabar con aquello pero mis intentos por romper el silencio se estrellaban contra un frio hermetismo. Entonces terminé de perder los papeles.

—¿Sabes de quién me he acordado hoy —me miró con una expresión de suficiencia, como si de antemano supiese lo que iba a decir y aquello me terminó de disparar.

—A ver, dime —dijo con aire tolerante.

—Se me ha venido a la cabeza Elena —mi frase provocó un estallido de risa que reprimió inmediatamente pero que me hizo sentir ridículo.

—¡Vaya! ¿hoy, precisamente? —Carmen mantenía un sonrisa de incredulidad.

—En fin no solo hoy... —seguía improvisando, tenía que lograr que mi historia fuera verosímil evitando al mismo tiempo humillarla —, he pensado mucho en cómo nos fuimos aquella noche, sin despedirnos apenas, sin decirle nada… —Carmen mantenía una sonrisa tensa en su cara, sus ojos mostraban una frialdad hiriente que jamás había visto.

—¿No… tuviste tiempo suficiente de decirle todo lo que querías? —Carmen ya no se contenía, estaba en pie de guerra, la ironía que impregnaba su voz me movía a continuar.

—No me refiero a eso, quiero decir que nos fuimos tan de improviso, te molestaste tanto que… —Carmen dejó el tenedor con el que jugueteaba con la comida.

—Me puse histérica, ¿es eso? —buscaba provocarme, me lanzaba una frase que siempre nos ha parecido indecente y miserable, esa frase hecha de muchos hombres que ante un cabreo femenino lo achacan a la regla o a la histeria.

—Te pusiste excesivamente tensa, no había motivo para salir de allí de ese modo.

—¿Tú crees? Vaya, pues haberlo dicho y nos hubiéramos quedado a pasar la noche en las habitaciones que os habíais encargado de reservar, así habrías podido terminar de decirle a Elena todo lo que querías, con pelos y señales, siento haberte estropeado la noche.

—Sabes perfectamente que yo no reservé nada y que no tenía intención de ocultártelo —hice una pausa, no me había gustado nada la insinuación que había lanzado, por un momento olvidé que Elena y yo… —y además, no me estropeaste la noche.

Carmen se acodó en la mesa, su tono no reflejaba la tensión que había en el ambiente, no parecía alterada sino amargada. Noté el matiz pero no le presté atención enfrascado como estaba en la lucha por dominar el juego.

—Pues mira, si tanto te acuerdas de ella ¿Por qué no la llamas? —me provocaba.

—Sabes que no tengo su teléfono —un gesto de duda en su rostro me hizo ponerme serio —lo sabes ¿verdad? —no iba a permitir que dudase de mi palabra.

—Pues llama a Carlos, ese sí que le tienes.

Me acodé yo también en la mesa, a escasa distancia de su rostro, Carmen echaba un órdago de tal envergadura que dudé de que fuera consciente de lo que planteaba.

—Si le llamo para pedirle ese teléfono… sabes lo que va a querer a cambio.

Nos mantuvimos en silencio, sin apartar la mirada el uno del otro, calculando hasta donde estaba dispuesto a llegar cada uno. La cercanía de su rostro, su belleza avivaba la excitación que me provocaba aquella escaramuza, deseaba besar esos labios, acariciar sus mejillas, besar sus parpados, acabar con aquello y llevármela a la cama, pero…

—¿Tu quieres el teléfono de Elena, verdad? entonces, ya sabes: pídeselo —Carmen iba a por todas, segura de que me iba a echar atrás. La miré fijamente intentando mostrar toda la gravedad del asunto.

—Carmen…

Sobraban las palabras, ambos sabíamos a dónde conducía esa llamada. Me miró con una insolente seguridad.

—¿Qué?

—Me va a pedir el tuyo, lo sabes —no me gustó lo que vi en su mirada, ¿tristeza?, amargura, cansancio quizá, no sabía bien qué, pero me preocupó.

—Ya eres mayorcito —dijo imitándome —tu sabrás lo que debes hacer —otra vez se burlaba, me sentí ridiculizado, ofendido.

—Como quieras, mañana le llamo.

—Muy bien.”

—El caso es que Carlos regresó a nuestras vidas y esa dualidad en la que me movía se fue internalizando poco a poco, sin que me diera cuenta. Pasaba de una Carmen a otra en un segundo, bastaba que escuchase su voz al teléfono y saltaba el interruptor, ya era la otra quien estaba al mando. No estoy diciendo que no fuera consciente del cambio, no me interpretes mal, solo que el papel que había interpretado en Sevilla cada vez formaba más parte de mi.

«Ese mecanismo me salvó de volverme loca durante el acoso de Roberto. Salía de las reuniones con él y parecía como si olvidase lo que había sucedido dentro. No solo eso: Ni siquiera me afectaba emocionalmente.

»Déjalo —dijo al ver que intentaba entrar en ese tema—, no quiero hablar de eso ahora, no es el momento.

Nos retamos con la mirada un par de segundos, sin acritud, sin rencores. Roberto el desterrado tendría que aparecer en algún momento. Y se agotaba el tiempo.

—¿Por qué te cuento esto? Ahora lo entenderás. Durante el análisis que comencé en la montaña me ha costado encontrar las causas de algunas pautas de mi comportamiento durante estos meses. Me remonto a la reunión que mantuvimos en el Vips. Esa tarde yo tenia la intención de intentar un acercamiento, creía que podíamos dialogar y explorar la manera de reencontrarnos. Pensaba que quizás sería un primer paso para la reconciliación. Sin embargo me encontré con un desconocido, una persona fría, distante, con una ira latente que abortó cualquier intento de dialogo.

—Es cierto y lo siento. Graciela me había preparado, sin embargo no fui capaz de superar la ira que me consumía.

—No sé qué habría salido de aquella cita si ambos hubiésemos reaccionado de otra manera. Acabaste por sacarme de quicio y dije cosas que no debí decir. Fue la segunda vez que me llamaste puta, no como me lo has llamado en la cama tantas veces, no. Allí me sentí agredida. Esa palabra, puta, se me clavó como un cuchillo.

—¡Oh, Carmen!

—No fuiste el único. Durante la fiesta que dieron en el club Mahmud se encargó de dejarme claro lo que pensaba de mí. En su estrecha mentalidad soy una mujer casada, infiel, una burguesa que estaba viviendo una aventura con su mejor amigo. Pero no, según él no llego a la categoría de puta, solo soy una golfa.

—No sé como se lo permitiste —exclamé al recordar la escena que me había contado un par de días antes.

—Si, le dejé que soltara todo un discurso sobre la mujer. Piensa que una mujer como yo es un diamante en bruto que debe ser domada; al parecer tengo demasiado carácter, demasiado genio. Tengo el material adecuado para ser una puta de lujo pero de momento solo soy una golfa.

—Y seguro que él es el adecuado para conseguirlo —apostillé soltando todo mi desprecio hacia el argelino.

—Por supuesto; de hecho al día siguiente coincidimos en la cocina cuando estaba desayunando y continuó con sus… lecciones. Se sabe seductor, es persuasivo.

“Elije unas bragas y mientras se las pone mira hacia el armario indecisa sin saber qué escoger; está claro, necesita un café para terminar de reaccionar. Coge la bata y sale cerrando la puerta con cuidado. Cuando llega abajo recuerda con fastidio que hay invitados. Intentará no hacer ruido.

Entorna la puerta de la cocina y prepara la cafetera, no puede evitar que nazca una sonrisa al recordar el detalle que tuvo Doménico al comprar la cafetera. A veces es tan tierno…

Se sienta en una de las banquetas de espaldas a la puerta, le gusta desayunar mirando hacia la ventana, el día amanece despejado, luminoso, le da una idea de lo que ponerse.

Piensa en la fiesta. Locura, descontrol, otra vez drogas ¡joder! no eran esos sus planes y culpa a Doménico, sabía que no quiere drogas, aunque ella no fue lo suficientemente fuerte. Se siente culpable, débil. Aparecen los recuerdos en tropel. Doménico no cumple su palabra, surge la mentira, la indiscreción con Mahmud y se siente decepcionada, ¿dónde está el hombre que conoció aquella mañana cuando se enfrentó al mirón? ¿Dónde está el interlocutor que la escuchaba tomando café cuando se reencontraron? Incluso el Doménico que la tuvo en sus brazos en el pub el viernes es tan diferente al que ha ido apareciendo estos días… Decepción es el sentimiento que domina sobre cualquier otro..

Mira el reloj de la pared, hace planes, va a llamar a Graciela, tiene que saber si ha hablado con Mario, necesita saber cómo está pero, en cualquier caso, ahora si va a tomar las riendas de su vida.

Bebe un sorbo. Irene, no puede obviar la realidad de lo que ha sucedido con ella. El reencuentro con Mario tiene que incluir un proceso de sinceramiento, debe saber todo lo que ha sucedido, no se plantea continuar nuestro camino sobre omisiones, sobre una mentira implícita, eso no. Y si Doménico está cuestionado, Irene es un futuro ilusionante que cree que tiene cabida en las expectativas de su marido.

Se sobresalta al escuchar pasos blandos a su espalda.

—Buenos días.

Es Mahmud, reconoce su voz que, en un susurro, la saluda. Se vuelve y se violenta al descubrirle casi desnudo, tan solo con un slip blanco que muestra una imponente erección. No puede evitar que sus ojos vuelen hacia el bulto un breve segundo. Se sonroja sin control, le mira, luego le da la espalda.

—Buenos días.

—Perdona, venía a por un vaso de leche, no imaginaba que estuvieras aquí, si te incomodo…

—No, es igual —se vuelve hacia él —comprenderás que a mis años no me voy a asustar.

Piel morena, aceitunada, el vello oscuro, tórax musculado, el contraste con la prenda blanquísima y ese bulto grueso, largo, en diagonal al que sus ojos impertinentes regresan sin que ella haya podido evitarlo…

—¿Puedo tomarme un café contigo, entonces?

—Por favor —responde con un gesto ofreciéndole asiento a su lado.

Camina descalzo hacia la cafetera, pasa por su lado y Carmen percibe el aroma del varón, del macho recién levantado del lecho, olores que la excitan, que la perturban. Mahmud se queda cerca, maniobrando con la máquina, dejándose mirar, haciendo como que no se da cuenta, Carmen observa sus brazos, su axila que muestra la cantidad justa de vello. Aspira, captura el aroma que se difunde por el aire.

Se sienta a su lado, un pie en el suelo, el otro en el travesaño de la silla, Carmen le mira al rostro, amarrando bien sus ojos para que no deriven, para que no se escapen y busquen ese bulto del que ya su visión periférica le está enviando bocetos borrosos.

—¿Sigues enfadada conmigo?

Mahmud deja caer ese amago de disculpa y dedica su atención a remover el café. Es el momento para hacer un barrido rápido del paisaje que se le ofrece. Los muslos abiertos, cubiertos por un abundante vello oscuro, el blanco slip surcado de pliegues, la verga que no pierde tensión, enhiesta, arrogante y los gruesos testículos insinuando su volumen formando  una gran bolsa blanca parecen constituir la base perfecta para la gran herramienta…

Cuidado, vuelve a mirarle a la cara justo en el momento que él abandona la cucharilla y se vuelve hacia ella buscando su repuesta, ¡por poco!

—¿Cumples tus promesas? —le recuerda. Prometió no hablar con Doménico de lo que surgió en la fiesta.

Imita su postura, eleva un pie hasta alcanzar el travesaño de la banqueta, calcula mal, la zapatilla tropieza con la madera y cae al suelo. Su pie desnudo descansa sobre la redonda barra y el contacto en la planta del pie le hace sentir… ¡qué extraño! es como si estuviese toda ella desnuda. Para mayor desconcierto la bata cede y deja al descubierto el muslo que ha elevado. Cierto que bajo la fina bata de hilo solo lleva las bragas que acaba de estrenar, pero hasta ahora se ha sentido protegida ante este sarraceno que se exhibe impúdico ante ella. Ha sido el contacto de su pie en la madera lo que le ha hecho sentir desnuda; Los ojos del moro la escanean durante un rápido segundo; ahora sí es consciente del agudo ángulo que se abre entre sus pechos, del contacto de la tela en sus pezones, de la brevedad de la bata que se acentúa al haber doblado la pierna en el estribo de la banqueta.

—Siempre cumplo mi palabra, nada de lo que hable contigo saldrá de nosotros, salvo que tú me autorices.

Habla en futuro, Carmen nota el matiz y va a hacer una puntualización: no tiene intención de volver a hablar nada privado con él, pero lo deja pasar.

—Entonces, volvemos a ser amigos —se limita a responder.

Mahmud extiende su mano, Carmen la acepta y la estrecha. El contacto físico la inquieta, ¿por qué, si tan solo es una mano? Él la retiene más de lo necesario, Carmen aguanta el reto un instante y al fin la retira forzando la presión que ejerce sobre sus dedos.

—Aunque lamento haberte defraudado, pensabas estar ante un diamante y he resultado ser mera bisutería.

¿Por qué lo ha dicho? Nada más terminar se arrepiente; no le infunde confianza este hombre y menos tras ese juego sucio que se trajo a sus espaldas con Doménico, sin embargo acaba de lanzar una jugada que el argelino se apresura a recoger, de alguna manera enlaza con la conversación que mantuvieron anoche y que terminó mal, muy mal. Mahmud la mira serio, deja la taza, toma la banqueta y la aproxima hasta quedar casi pegados, mueve su pie y lo traslada al travesaño lateral de Carmen y al hacerlo sus piernas entran en contacto, el vello de Mahmud, le produce un cosquilleo en el muslo que le eriza la piel de todo el cuerpo, la cercanía la excita, la turba.

La sujeta del brazo.

—Si mis palabras te han llevado a sacar esa conclusión te pido disculpas, nada más lejos de mi pensamiento Carmen. Eres una joya, un auténtico diamante en bruto. Está claro que no he sabido expresarme, soy tan torpe.

—Quizás soy yo quien no entiende tu forma de halagarme, tan pronto soy una joya como una golfa, comprenderás que me sienta confusa.

Todo ha sido tan rápido… la bata se ha deslizado por el muslo arrastrada por la pierna de Mahmud y ha terminado por descubrir su pubis. No quiere mirar, sabe que la braga protege su intimidad, los ojos del argelino no se han desviado de los suyos, es un duelo entre los dos, ambos tienen un imán entre las piernas que les atrae, los dos sujetan con firmeza su mirada, su morbo ¿quien perderá?

—Anoche ambos perdimos los papeles, tu orgullo te traicionó y yo no calculé que aquél no era el lugar ni el momento para corregirte.

—¿Para corregirme, ya empezamos? —por esta vez Carmen lo tolera, una sonrisa condescendiente parece perdonarlo.

—Por tu bien Carmen, estoy seguro que ese aire altanero de princesa te ha tenido que costar algún que otro disgusto –una sombra cruza el rostro de Carmen antes de que pueda evitarlo –, no me equivoco ¿verdad?

—Dejémoslo estar.

—Como quieras, a eso me refiero cuando hablo de corregir. Domar significa someter y someter implica poner bajo control esos humos, bajo tu propio control o bajo el control de quien tú decidas ¿me comprendes?

Carmen empieza a entender, una suave emoción crece lenta pero imparable en su pecho, quiere escuchar más.

—Creo que si —es una señal para Mahmud que continúa.

–—En este contexto, someter, doblegar, domar, son palabras que cobran un nuevo significado y que para ti se cargan de una fuerte motivación. Ya no significan renuncia sino ganancia, apertura. Someterse, doblegarse, ser domada son más que verbos, son actos que inician el camino de la liberación, que te ofrecen el control de tu orgullo, de tu vanidad, esas emociones que ahora te controlan y que, después de pasar por el proceso de sumisión, dejan de dominarte y pasan a estar bajo tu control.

—Ser domada. Comprenderás que no pueda aceptar como liberador tal concepto.

—Piénsalo, la yegua salvaje, nerviosa, que no atiende, que no controla, que no es capaz de dominar sus propios impulsos, ¿tú crees que es feliz, que está serena? ¿No te parece más serena, más bella, más elegante, más digna la yegua una vez que ha sido domada? Si, habrá sufrido, habrá tenido que conocer la fusta, el dolor, la humillación, habrá tenido que doblegarse, rendirse ante su amo, agachar la cabeza, sofocar el orgullo, sentir el látigo en su bella piel, si, pero una vez rendida ha aprendido, ahora ya sabe, recupera su orgullo, aunque esta vez bajo su control, renace en todo su esplendor, sabe comportarse y es mucho mas hermosa que cuando era una salvaje incontrolada ¿Quién de las dos es más libre?

Jamás había escuchado algo así, nunca había pensado en la sumisión en estos términos. Tiene la respiración agitada, el corazón late con fuerza, lo siente en la garganta.

—Nunca lo había pensado de esta manera.

—Naturalmente, porque la imagen que tenemos de estas cosas está adulterada por tanta literatura barata, por tanta película seudopornográfica.

—Eso no quiere decir que comparta tu punto de vista.

Mahmud sonríe, se levanta y le hace una seña invitándola a seguirle hasta el centro de la cocina.

—El orgullo es una defensa, un escudo que nos protege de nuestra creencia de que somos débiles, pero no es así, no somos más fuertes cuanto más intentamos aparentarlo, al contrario. Espérame aquí un segundo.

—Tengo que irme a trabajar, es tarde.

—Solo será un minuto.

Salió de la cocina, Carmen se quedó intrigada, pensando en lo que habían hablado, miró el reloj, no disponía de mucho tiempo o llegaría tarde otra vez. Mahmud apareció enseguida con una regla metálica en la mano de unos cincuenta centímetros y un envase de crema que dejó sobre la encimera. Comenzó a caminar alrededor de ella.

—¿Qué haces? —preguntó inquieta.

—Recuerda, el orgullo es una defensa, una mentira para hacer creer al contrario que eres fuerte —dijo cuando estaba detrás de ella, nada más terminar la frase Carmen oyó silbar en el aire la regla y escuchó un trallazo, a continuación restalló contra su nalga que comenzó a arder como si le hubiesen aplicado un hierro candente. Se volvió con furia.

—¡Pero qué… —Mahmud se interpuso en la trayectoria de su brazo que se dirigía hacia su mejilla al tiempo que la hacía callar poniéndose un dedo en la boca; tenía los ojos exageradamente abiertos, su expresión era de total alarma, tanto que Carmen se asustó, enmudeció, el glúteo le ardía cada vez más.

—¡Calla, no digas nada, no dejes que tu razón le ponga palabras a lo que sientes o lo estropearás! Tu orgullo lo puede joder, no le dejes, estate quieta, siéntelo, te acaban de azotar.

Carmen respiraba por la nariz, no dejaba de mirarle furiosa, a punto de saltar, ¿Qué coño estaba diciendo? Mahmud seguía mirándola, con el dedo sobre los labios, los ojos muy abiertos, sujetando la mano que a punto había estado de estrellarse contra su mejilla. El pecho de Carmen subía y bajaba descontroladamente, su mirada estaba cargada de furia.

—¡Suéltame ahora mismo!

—Atiende a tu cuerpo, escucha las sensaciones y las emociones y no hagas caso de tu orgullo, mujer —había pasión en su voz.

—Nadie me dice lo que tengo que hacer, no consiento que nadie me pegue —casi no podía hablar de la rabia que atenazaba su garganta.

Con la desilusión en su rostro, Mahmud la soltó.

—Nunca, ¿me oyes? ¡Nunca me vuelvas a poner la mano encima! —su voz sonó cargada de desprecio. Carmen le miró por ultima vez y salió del cocina cerrando la puerta tras de sí.

Comenzó a subir las escaleras, le dolía el glúteo, le palpitaba, le ardía. ¿Cómo se había atrevido ese imbécil a azotarla? Estaba temblando de indignación, haciendo esfuerzos por detener un irrefrenable impulso por sollozar, ¡No, no iba a llorar, eso no! A media altura percibió la vibración que, bajo la rabia, recorría todo su cuerpo. Ascendió otro peldaño, la nalga le ardía cada vez más, le palpitaba, era una sensación confusa. Si, era cierto, el límite con el placer no se distinguía bien, incluso su sexo parecía palpitar en la misma onda.

Ascendió un peldaño más, ¿qué coño estaba diciendo? Esas eran sus palabras, «placer y dolor ¿quién decide donde esta el límite? A veces se confunden, se funden», Ahora el ardor comenzaba a ser incluso agradable. ¡Maldito moro!

¿Pero qué se había creído? Se detuvo, esto no podía quedar así, tenía que decirle cuatro cosas, no bastaba con haberle parado los pies.

Dio la vuelta, bajó un peldaño, dos. Sintió el ahogo que le impedía tomar aire, se agarró al pasamanos. El corazón se le iba a salir del pecho; entonces vio la sombra de Mahmud acercándose a través del cristal de la puerta de la cocina.

Pánico. Corrió despavorida escaleras arriba.”

—No entiendo qué clase de relación tienes con ese hombre —acabé por decir tras una tensa pausa.

—¿Relación? No hay ninguna relación.

—Llámalo como quieras pero algo tienes con él.

«Te tiene atrapada» pensé, pero me mordí la lengua.

—¡Qué dices! No sé como has interpretado lo que te he contado, desde luego no tiene nada que ver con una relación.

Desafiante, incómoda con el debate al que la había conducido y que de ninguna manera se esperaba. Decidí pegar un giro.

—No me irás a decir que te convenció.

Un cambio en su mirada, un gesto huidizo que apenas duró y que me dejó preocupado. Se rehízo enseguida y continuó.

—En absoluto. Tiene labia, solo es eso —dijo sin mirarme a los ojos—, pero como ves llovía sobre mojado. Eras la segunda persona que me llamaba puta en pocos días.

Abandoné la discusión, la dejé recuperarse del efecto que le había causado rememorar aquella escena. No era el momento de insistir, ya volvería a Mahmud más adelante.

Cada uno buscamos una salida, ella el tabaco, yo las bebidas; regresé con una jarra de agua y unos vasos.

—Estábamos en el Vips —apunté.

Carmen hizo un gesto que me asombró ¿Es posible que sintiera como un alivio retomar aquella tremenda escena con tal de abandonar el debate sobre Mahmud?

—Salí del Vips destrozada. No podía asimilar tu cambio, no eras tú, no te reconocía ¿cómo podías estar tan cambiado? En ese momento di por perdido nuestro matrimonio. «Puta, puta», no se me iba tu voz de la cabeza. De pronto entendí por qué estabas tan distante, me habías visto llegar a casa de Doménico con ellos y para colmo bebida, no era extraño que pensases lo peor. Puta, claro que sí y por si fuera poco había perdido los estribos y te había dicho aquellas cosas horribles que no hacían sino confirmar lo que tú ya pensabas de mí. Iba por la calle desecha, intentando no romper a llorar, amargada sabiendo que nuestro futuro se había hecho añicos por mi culpa. Y además seguía acostándome con Doménico. Si, me merecía que me llamaseis puta, tú y Mahmud. Era una puta.

»Intenté reaccionar, no hundirme en la culpa. Al fin y al cabo aquello era responsabilidad de ambos. Pasé de la tristeza a la amargura y al rencor, creo que estaba comenzando a transitar por el duelo; nuestro matrimonio estaba muerto.

»Deambulaba por Princesa con un intenso dolor de cabeza sin dejar de pensar en todo lo que habíamos hecho hasta que decidí parar. No podía seguir así o me volvería loca.

»Estaba agotada, me dolían los pies, necesitaba descansar. Entré en una cafetería pero a esas horas de un viernes no cabía un alfiler. Conseguí un hueco y una banqueta al final de la barra. Y claro, al poco tiempo, una chica sola ya sabes, comienzan a rondar los moscones. No sé por qué lo hice, estaba hastiada, podía haberle dicho educadamente que me dejara en paz, haberle mandado a la mierda o ¡yo qué sé!

Me miró cargada de tristeza, tanto que me impresionó.

—Le dejé hablar, el típico ligón treintañero engominado. Era una forma de entrarme tan banal que si no hubiera estado hecha polvo me hubiera reído. Le seguí la corriente, ni siquiera se dio cuenta de que me estaba burlando en su cara. ¿por qué dejé que ocurriera? Estaba harta, dolida, enfrentada a los hombres en general. Carlos, Mahmud, mi propio marido me repudiaban y me calificaban de puta ¿Y ahora llegaba aquel niñato y se creía con derecho a intentar ligar conmigo? Le seguí el juego ¿por qué no? Con una ausencia total de interés, con una absoluta desgana, ¿por qué no?

La tristeza le tiñe el rostro, es una pena tan profunda que me conmueve. ¿Qué ocurrió, que pasó esa noche mientras me desquiciaba buscándola?

—Se debió pensar que lo tenía fácil, que mi desidia era producto del alcohol; yo estaba tomando lo de siempre ya sabes, enseguida comenzó a tantearme. Una mano en la rodilla y cuando vio que no reaccionaba se envalentonó, empezó a subir poco a poco, intentó hacerse hueco entre mis piernas y entonces en mi cabeza volví a escucharte ¿sabes? «Pareces una puta, no te reconozco»

Dejó caer el cuello como si el mundo se le viniese encima.

—Si, de pronto todo volvió a mi mente, tus palabras, tu rostro duro, frío, juzgándome, y todo se precipitó, eras tú y era Mahmud diciéndome que tan solo era una golfa, una esposa infiel jugando a ponerle los cuernos a su marido. Y era Carlos repudiándome, insinuándome que me volviera con tus amigos, los de la orgia de Sevilla. Puta, puta, solo era una puta.

Vuelve sus ojos tristes cargados de angustia hacia mi, parece pedirme auxilio por algo de lo que ya no puedo salvarla. Es tarde, ojalá pudiera acudir en su socorro, ojalá.

—Y le dejé, le dejé que avanzara mientras seguía hablando de qué sé yo. ¿Por qué lo hice? No lo sé, no sentía nada, estaba muerta, vacía, harta de todo. Solo era una puta y aquel imbécil me lo estaba confirmando; me veía como lo que era, una puta. ¿Por qué no dejarle? ¿por qué no confirmaros a todos que teníais razón?

—¿Carmen, qué hiciste? —Un nudo me ahoga, apenas me deja pronunciar palabra, tengo la boca seca.

“—Perdona, ¿estás sola?

—Si, creo que si, hasta ahora estaba sola —contestó con desgana.

El ligón profesional, envalentonado por lo que consideró un éxito, se sentó en la banqueta que había junto a Carmen y sonrió muy ufano.

—Borja, y tú eres…

—Eh… Carmela —improvisó sobre la marcha.

Aproximación, besos en la mejilla; Carmen le cataloga en menos de cinco segundos. Derrotada, perdida, sin futuro… le sigue el juego.

Encantado Carmela y dime, ¿qué hace una chica tan… —recorrido visual— divina como tú, sola por aquí a estas horas, cómo es que nadie ha venido todavía a recogerte? —Carmen no pudo contener una sonrisa ante un argumentario tan manido.

—Vaya, creí que ibas a entonar aquella canción de los ochenta.

Sonríe, no acaba de entender si se está riendo de él o no, pero está tan pagado de sí mismo que opta por seguir avanzando.

—Ah, no, esa canción, no, no. Dime —volvió a la carga— ¿cómo es que estás tan sola?

Carmen bebe, ¿Qué contestar a una pregunta tan banal? ¿se decanta por pegarle un corte que la deje en paz o lo marea un poquito más?

—A veces es mejor estar sola que en mala compañía, ¿no crees?

Cruza las piernas, apoya el codo en la barra para que la mejilla pueda reposar en los dedos que se doblan para servir de base. Le mira, sus ojos se vuelven escrutadores, sugerentes, es esa mirada que arrasa aunque esta vez tan solo intenta ponerlo en un aprieto.

—Espero no ser una mala compañía.

—Veremos.

Le deja hablar, tópicos, frases hechas sin ningún interés salvo el evidente, acercarse, provocar el encuentro, el roce, «¿qué vas a hacer esta tarde? ¿tienes algún plan, esperas a alguien?» Carmen descruza las piernas, deja ambos pies en la barra de la banqueta, bebe, observa los ojos de Borja que se pierden entre sus rodillas que, sin intención, han quedado ligeramente separadas. ¿Acaso unas piernas de mujer algo separadas son una invitación? Hombre al fin y al cabo, no es capaz de controlar su impulsos, sus instintos animales, «¡qué primitivos sois!» piensa; hoy está especialmente predispuesta para subestimar a los hombres. Le mira mientras sigue buceando entre sus muslos y cuando él se encuentra pillado descubre en ella una media sonrisa cuyo significado equivoca. No Borja no, no es lo que tú crees, sin embargo mantiene la sonrisa; Carmen capta el equívoco; idiota ¿te has pensado que te estoy dando alas? Borja lleva lentamente una mano hacia su rodilla sin dejar de mirarla.

—¿A qué te dedicas? —pregunta mientras aterrizan en su rodilla dos dedos que comienzan a trazar pequeños círculos, suaves curvas que Carmen sigue con los ojos durante un par de segundos. «Ya estamos, cree que todas somos unas putas menos su hermana, su madre y su novia», piensa con amargura, luego vuelve a fijar su mirada en Borja.

—Soy psicóloga.

—¡Vaya, una loquera —sonríe, más por la ausencia de rechazo que advierte en ella que por la respuesta de Carmen, que levanta las cejas y menea la cabeza harta de la misma absurda contestación de siempre.

—¿Y tú, a qué te dedicas? —responde mientras siente como los dedos se despeñan lentamente por la parte interna rozando con los nudillos la otra pierna; es obstinado este yuppie, piensa.

—Soy gestor de cuentas en…

—Comercial, vamos, un vendedor no es eso? —le corta con una sonrisa burlona, le acaba de asestar la cuchillada hábilmente. Borja se queda mudo, al fin le devuelve la sonrisa y reanuda la caricia que se va colando levemente bajo el borde de la falda.

—Vale, lo he captado, señora psicóloga, mis disculpas.

—Aceptadas, señor gerente de cuentas.

El juego de diplomacia ha permitido que los dedos se afiancen, que se acostumbren al tacto de sus medias, Borja no se calla, sabe que la palabra distrae y ayuda a mantener a la chica atenta a sus ojos, sigue hablando de esa discoteca que conoce allí cerca, «seguro que te gustaría, ¿por qué no te animas y vamos, mujer, nos lo pasaremos bien», Carmen aguanta el envite sin dejar de sonreír, «qué mequetrefe» piensa cuando siente los dedos en la parte interna del muslo subiendo hacia zonas más profundas; «tengo otros planes» responde; le hace cosquillas pero no hace nada, sigue mirándole, viendo como su rostro se va transformando en una expresión de sorpresa e incredulidad; parece un niño al que los reyes magos le han dejado los regalos del vecino rico. «Pareces una puta, no te reconozco» repite la voz de su marido en su cabeza.

La falda termina de ocultar los dedos y él no se lo puede creer, se lo lee en la cara. Ya apenas habla, balbucea palabras ininteligibles, «¡qué ridículo!» piensa Carmen mientras siente el roce en la parte interior de su muslo, un roce tímido, inseguro pero agradable, el roce entrecortado del que no sabe hasta donde va a poder avanzar, del que no sabe cuando le van a cortar el camino. Carmen juega con él, se burla de su pretendida seguridad que ahora se ha transformado en duda, en inseguridad. Ella es la que manda, sus muslos son los que mandan, su coño es el que manda. Le mira y ve en sus ojos deseo, nervios y, sobre todo dependencia. Es ella la que tiene el poder, si cierra las piernas lo echa, si las abre le entrega todo. Sonríe, nota los dedos acariciando esa zona tan sensible; es agradable, no ha hecho nada para cerrarle el paso en esos pocos segundos y le nota avanzar, sigue hablando nerviosamente de la discoteca a la que quiere llevarla, —¡qué pesado!—, mientras continua acariciándole el muslo por dentro, jugando con el limite de la media, tocando carne, provocando las primeras humedades, las primeras reacciones todavía leves en su coño. Su mano, ¡donde está? ya no se ve, está toda oculta por la falda, la mira y sonríe y ella le devuelve la sonrisa, qué más da, ya todo da igual, está sola, repudiada, sin futuro, sin hogar, sin nada. Esa sonrisa ha debido ser para él una especie de señal, una clave porque se acerca, intenta besarla pero ella lo evita, besos no, en esto no hay cariño, ni siquiera ternura, solo es una puta, puta, puta, dejándose meter mano; A Borja no parece importarle que parezca un poco ausente, casi mejor, avanza la mano con decisión hasta tocar la braga, Carmen da un respingo y cierra las piernas atrapándole entre ellas.

—¡Eh! si no quieres que me vaya dilo —Carmen sonríe.

—Ten cuidado.

—Lo tendré, soy muy cuidadoso.

—Carmen afloja las piernas y Borja acaricia la braga tibia.

—¿Te gusta como lo hago, a que si? —ella sonríe, solo sonríe aunque sus ojos no lo hacen.

Borja dibuja el surco con un dedo hundiendo la braga, Carmen mira alrededor pero no ve que nadie los esté mirando. «Pareces una puta», la voz de su marido no se le va de la cabeza, reacciona y separa un poco más las piernas cuando Borja mete hábilmente dos dedos por el lateral de la braga.

—¡Ah! estás depilada, me encantan los coñitos depilados.

—¡Cuidado! —repite cuando siente entrar un dedo demasiado bruscamente.

No lo hace mal, sabe donde tocar, el pulgar se ha colado dentro de la braga y busca su hueco entre los labios, el índice como un garfio se curva hacia arriba y parece escarbar. Carmen se remueve en el asiento para ayudarle a encontrar lo que busca, parece que Borja no es tan tonto. Se miran a los ojos, la tiene bien enganchada en pinza, sonríen, un toque bien dado le provoca un espasmo y le hace entornar los ojos.

—A ver si te vas a caer del asiento —Carmen sonríe, una triste sonrisa que poco a poco se transforma en risa que parece surgir a borbotones.

—No creo, me tienes… bien agarrada… ¡oh! —sucumbe de nuevo a los toques que certeramente Borja le asesta con el pulgar y los dedos que se hunden en su coño.

—He abierto las esclusas eh? —Carmen entreabre los ojos, no deja de sonreír, sabe que le está empapando los dedos, nota la abundante humedad que desborda su coño y moja ya el nacimiento de las nalgas.

Borja se acerca a ella de nuevo, le busca la boca y esta vez no lo rechaza, le muerde los labios, se los chupa, se los recorre con la lengua, Carmen mira, ahora si hay espectadores y se preocupa. Puede que esos besos sucios hagan que se fijen en ellos y en esa mano perdida entre sus muslos, al fin y al cabo no es más que una cafetería de barrio.

—¿Nos vamos? —pregunta el feliz machito.

Duda, ¿qué importa? Ya no tiene nada más que perder. «No te reconozco», la voz de su esposo resuena fresca, viva en su cabeza. Es cierto, ni ella misma se reconoce.

—¿Dónde?

Borja va a decir algo pero se detiene.

—¿No me irás a cobrar, no?

Carmen se vacía por dentro, sonríe pero es una sonrisa helada. Por un instante, durante un fracción de segundo le asalta a una idea, ¿y si se pone precio? Es una alternativa sucia si, ¿pero acaso se pueden controlar los pensamientos antes de que nazcan en nuestra mente? No, solo podemos someterlos cuando ya somos conscientes de ellos; entonces si, los borramos, hacemos como si no los hubiésemos escuchado susurrar su inconveniencia en nuestro cerebro.

Pero Carmen lo sabe, ha sentido ese oscuro placer durante un breve instante, ese grosero e inesperado placer, ¿acaso no es una puta? eso dicen. Si.

—No hombre no, no te preocupes, esto te va a salir gratis, pero por curiosidad, ahora que has probado el género ¿cuánto pagarías por mi?

Suena el móvil y rompe el momento, Carmen toma con delicada firmeza la muñeca de Borja y detiene su exploración antes de buscar el móvil en el bolso.

—Espera —le dice.

—¡Irene! —responde con emoción.

—Hola, no sabía si estarías todavía trabajando.

—No, ya estoy libre, ¿por qué?.

—Me preguntaba si…

—¡Si! —escucha a Irene reír al otro lado, una risa fresca, abierta que le hace sentir bien por haber sido ella quien la ha provocado.

—¡Así, sin saber lo que te voy a proponer?

—Si, a lo que quieras.

—¿Nos vamos a Japón?

—¡Ahora mismo! —de nuevo esa risa que la emociona y la devuelve la perdida alegría.

—Estoy por Moncloa, me preguntaba si te apetecería tomar algo conmigo, si no tienes otro plan.

—¡Claro, ya estoy fuera, estoy por Princesa.

—Si quieres te paso a buscar con la moto.

—¡Estupendo! —exclama mientras rechaza la mano que intenta volver a sumergirse entre sus piernas.

—¿Una amiga? Puedo llamar a unos amigos y…

—Es mi novia —dice, provocando el cortocircuito en el cerebro machista de Borja.

Lo ha conseguido. Se queda mudo, duda, explora el rostro de Carmen intentando adivinar si es una broma pero no consigue encontrar nada en su expresión que parezca indicarlo, duda, titubea.

—¡Venga ya! —Carmen eleva una ceja, molesta ante su tono chulesco- ¿en serio? —insiste.

—Me ha encantado conocerte —dice a modo de despedida ofreciéndole la mano, Borja no sale de su sorpresa y poco a poco su expresión se transforma en enfado, se siente humillado, quizás engañado, puede que ridículo ante sí mismo.

¿Y esto —dice señalando hacia sus muslos —qué fue?

—Ha sido agradable Borja pero se acabó, tengo una opción mejor, eso es todo.

Borja la mira, parece aturdido, mueve la cabeza de un lado a otro como si le costase entender lo que ha escuchado, su expresión muda entre la ofensa y el desprecio.

—Desde luego sois…

—¿Cómo somos Borja, cómo somos? ¿Independientes, poco sumisas, demasiado libres?

—Demasiado zorras —Carmen sonríe ante lo previsible de su respuesta.

—Vete a la mierda, —dice con aire condescendiente —vete ya antes de que te abofetee y montemos un escándalo, porque no creo que seas capaz de soportarlo ¿verdad que no?

Borja la mira cargado de desprecio. «¡Puta!» le lanza a la cara y se marcha.

Carmen apura la bebida y pide otro. Hombres, siempre a la caza; ¿Por qué tienen que ser siempre ellos los que cacen, por qué no puede ser la mujer quién elija, quién escoja, quien rechace?

—Puta —repite amargamente. Se ha quedado sin saber su tarifa, ¡lástima!”

No quiero, no puedo aceptarlo, lo niego. A medida que avanzaba en su relato me resistía a creerlo, hubiera querido estar allí, correr a su lado, cogerla de la mano y sacarla de aquel lugar, decirle «Ven, vámonos a casa amor, ya pasó, ya pasó». La escuchaba y la desesperación que viví al no encontrarla por Moncloa regresó a mis sienes, a mis músculos, volvió a agarrotar mis hombros; me vi girando a un lado y otro buscándola desesperadamente mientras su voz contaba lo que le sucedía sin que yo pudiera hacer nada por ayudarla.

—Yo… yo salí inmediatamente en tu busca, recorrí la zona buscándote, acabé cerca del templo de Debod, desesperado. Te llamé varias veces, yo… me destrocé la mano contra un banco de piedra en el que estaba sentado. No sabía qué hacer. De pronto me llamó Graciela.

—Graciela, menos mal que estuvo ahí.

Su expresión de alivio me inflamó, los recuerdos de aquella madrugada en la que ambas mujeres se confabularon para restañar mis heridas sin tener en cuenta que ella estaba sangrando me devolvió a un escenario en el que el dolor de tres personas erradicó la ira y el rencor y construyó un panorama de esperanza que nos reuniría definitivamente.

—Os escuché hablar, aquella madrugada, solo retazos. Me asusté, pensé que te marchabas, no sé dónde. Entré en pánico, Graciela me tuvo que calmar, tenía los nervios rotos.

Me acerqué a ella, la abracé como hubiera querido hacerlo aquella madrugada.

—Fue un acto de generosidad inmenso Carmen, nunca he estado a tu altura.

—¡Qué! Calla por favor, calla… perdóname, perdóname—exclamó abrazada a mí, apretándome como si me fuera a marchar.

—No, perdóname tú.

Las lágrimas corren por nuestras mejillas, tranquilas, serenas; Nos pedimos perdón por primera vez, mirándonos a la cara. Seguimos enlazados en un intenso abrazo con el que recuperamos ese contacto perdido durante tanto tiempo. No hay palabras, solo el calor, la vibración del llanto contenido, el aliento cercano.

…..

¿Tendría que haberle recriminado su conducta? Puede que el asombro que experimentó Carmen al escucharme surgiera en parte por eso. No, no me siento capaz de culparla ¿cómo podría? Entiendo la derrota a la que la condujimos entre todos, puedo comprender el derrumbe psíquico y emocional en el que se encontraba. Si hay un responsable de haber llegado a aquella locura sin duda soy yo.

—Deberíamos comer algo.

Carmen tiene la mirada perdida en el techo del salón. No parece haberme escuchado. No insisto, me limito a contemplarla ahora que parece ausente y puedo hacerlo sin provocar esa protesta que oculta el halago que le produce mi deseo incontenible. «¿Qué me miras?» Y esa sonrisa y el rubor que sigue brotando a pesar de los años que llevamos juntos.

El amor, la emoción que estalló en mitad de lo que nos comprometimos a que fuera una aséptica sesión de terapia nos llevó a buscarnos en lo carnal. Era inevitable, el llanto dio paso a los besos, el calor al fuego, el aliento cercano se hizo jadeo, las lágrimas dieron un brillo especial a nuestras miradas, el abrazo que nos unía nos hizo conscientes de nuestros cuerpos. ¿Quién dio el primer paso, quién se lanzó a la boca del otro con hambre de meses?

Desnudé el torso de mi mujer como si no lo hubiera hecho nunca mientras ella me arrancaba literalmente la camisa. Parecía que hubiésemos subido una montaña, apenas podíamos respirar. Sentados era difícil deshacernos del pantalón pero por alguna extraña razón ninguno de los dos parecía querer cambiar de postura, enfrentados el uno al otro en el sofá peleábamos con la ropa del contrario ¡qué absurdo! Ganó ella y agarrando la cintura por la parte de atrás me hizo incorporar lo justo para deslizarlo por mis piernas dejándome desnudo. No me esperó, se incorporó sobre una rodilla, metió tripa y con la misma urgencia se desabrochó y se deshizo de las dos prendas que le restaban. De nuevo frente a mi, desnudos ambos, me acarició el rostro, deslizó los dedos por mi pecho con extrema delicadeza mientras me besaba y se dejaba recorrer por mis manos que no encontraban el lugar donde permanecer.

Gemía, casi lloraba de placer. «Amor mío, amor mío» repetía yo como un mantra y era como si mis palabras le dolieran tanto o le dieran tanto placer que no lo pudiera resistir.

Temblé como si un rayo me hubiera alcanzado cuando su mano se apoderó de mi hinchada verga. Solo la rodeó, no tuvo otra intención pero me causó la misma sensación que si me la hubiera electrificado. No podía dejar de acariciarla, era como si hasta entonces, desde que nos habíamos reunido no nos hubiéramos tocado ¿por qué, por qué?

Fue tan natural, tan sencillo, simplemente me incliné, ella se dejó caer, me rodeó con sus muslos, con sus brazos. Y la naturaleza hizo el resto. Me encontré en el lugar más cálido, más acogedor, más intimo que pudiera desear. Busqué su boca, miré sus ojos. Era ella, mi mujer, la Mujer. El lugar donde quiero estar. Sonreía, lloraba, comenzó a reír, noté que yo también estaba riendo y entonces vi que le estaba empapando el rostro con mis lágrimas. Rodeó con fuerza mi cuello con sus brazos. Sus muslos me apretaban.

E iniciamos la danza más antigua de la vida.

…..

—¡Eh!

Vuelve los ojos sin apenas mover el cuello fingiendo que la he molestado.

—Deberíamos comer algo.

—Este sillón es muy incómodo para hacer un sesenta y nueve ¿no crees?

Ese guiño travieso me vuelve loco. Un chispazo de deseo comienza a despertar mi rendido sexo. La miro preguntándome si solo se tratará de una broma o…

Se revuelve en el estrecho sofá, me sacude un azote y salta sobre mí.

—Mejor comemos.

La veo perderse hacia la escalera. Hermosa, deseable. Ahora si que mi sexo recupera parte de su esplendor.

—¡Espérame!

…..

Ahora no

Huele a tierra mojada. El olor anticipa la tormenta que está por llegar.

Salimos al campo a caminar sin rumbo, dejando que las palabras brotasen libres. El perdón expresado abiertamente ha sido un revulsivo y ha dado pie a otra forma de afrontamiento. Las manos entrelazadas no se crisparon ni siquiera cuando se han pronunciado frases que podrían haber derivado en reproches. Reconocemos nuestros errores. “Me equivoqué, no debí…” son la fórmula reiterada en este paseo que nos conduce a una serena confianza. Los dos pedimos perdón, ambos perdonamos.

«Esto va bien», piensa Carmen, «Mario vuelve a ser Mario».

Regresamos cuando el cielo dejó de ser gris y comenzaba a mostrarse amenazador. Ahora compartimos la cocina e improvisamos un tardío almuerzo.

Esta era la parte que le faltaba a su análisis, lo que no encontraba en la náufraga y que por mucho que lo hubiera seguido intentando no habría obtenido. Era aquí, con él donde estaban las respuestas.

Si hasta entonces se ha sentido identificada con esa otra Carmen, ahora nota que comienza a alejarse de ella. De madrugada en pleno insomnio, mientras escuchaba la pausada respiración de Mario recordaba una vez más los episodios más crudos de su reciente pasado y percibió un cambio. Está transitando desde la fatalista aceptación de sus actos hacia un cierto estado de asombro. ¿Cómo pudo hacer eso? No se culpa, no se avergüenza, es consciente de lo que hizo y de las circunstancias que la llevaron a actuar como lo hizo. Aún así, analiza su actos pasados desde otra perspectiva. Antes se rodeaba de una absurda dejadez nihilista, una especie de condena autoimpuesta. Ahora lo ve con asombro, con clemencia, con disgusto.

¿Cómo pudo dejar que Borja hundiera sus dedos en ella, cómo pudo? Si alguien la vio, si alguien la reconoció es algo que no sabrá hasta que suceda, hasta que un día cualquiera, cuando menos se lo espere alguien aparezca en su vida, en la de Mario, en la de su familia, en la de su entorno profesional quien sabe. Alguien dirá «estuve allí, eras tú».

«Te tengo bien enganchada, no te vas a caer de la banqueta» Y ella, con los muslos lo suficientemente separados como para dejarle el camino libre, sintiendo esos dedos hurgando en su coño, sacando jugo, haciendo que su piel se erizase, que sus pezones se clavasen en la ropa.

Cómo pudo.

«No te preocupes, esto te va a salir hoy gratis» ¿Cómo pudo decir eso?, ¿cómo pudo vacilar?, ¿cómo pudo sentir lo que sintió?

No quiere pensar qué hubiera sucedido si Irene no hubiera llamado, no quiere pensarlo.

¿Y cómo pudo llegar a preguntarle cuánto estaba dispuesto a pagarle por echar un polvo?

Puta, puta, se comportó como una auténtica puta porque estaba rota, sola, repudiada y desecha.

Se cruza con Mario, le sonríe; saca unos tomates del frigorífico. Vuelve y sigue preparando el primer plato. Se detiene un segundo. Ha posado las manos en la mesa y su mente se ha alejado, por un momento se ha visto en la cocina de Doménico vencida sobre la encimera. Se estremece.

Las manos de Mario en sus caderas rompen estos pensamientos, se aferra a ella. Siente el erguido deseo pegado a su culo, la besa en el cuello. La excitación prende otra vez, no se mueve, esa postura la enciende, le recuerda tantas cosas. La cintura responde a la presión que siente entre sus nalgas. La respiración de Mario ha cambiado, se ha vuelto más agitada, pegado a su cuello escucha el resoplido casi animal que se acelera a medida que las manos viajan por su vientre levantando la tela buscando los pechos de una manera brusca. Entrechoca la loza por el vaivén al que la somete el constante golpeteo de los cuerpos casi volcados, solo los brazos tensos de Carmen evitan la caída de bruces. Mario le amasa los pechos con una mano mientras con la otra le aprieta el vientre buscando el máximo contacto. Culea como un animal en celo. De un solo golpe consigue bajarle el pantalón arrastrando la braga. Carmen maniobra para que no le estorben y las hace caer. Un instante de libertad y enseguida vuelve a sentirse cubierta, esta vez carne contra carne, calor con calor, muslos dando cobijo a la inquieta verga que busca hasta situarse entre los labios. No se detiene, ninguno de los dos abandona esa danza en la que el arco tenso acaricia y su grupa responde al instinto siguiendo el compás. Gime, casi llora cuando se hunde profundamente; protesta al sentirse vacía y grita cuando una estocada salvaje la deja sin fuerza en los brazos para seguir soportando el peso.

Y el aire que sus pulmones pierden con cada golpe de cadera se convierte en un estertor apenas audible.

…..

—¡No! —Grita al sentir que la presión del glande sobre su dilatado ano va a derrotar la defensa.

Ha estado rozándolo con el pulgar, excitándolo, incluso llegó a introducir un dedo durante el orgasmo; fue brutal sentir como colapsaba en sincronía con las contracciones de su coño. Luego estuvo deslizándose, jugando como otras veces a mantenerla en tensión, transportando con el glande la copiosa humedad, haciéndola temblar, pintando los hinchados labios, el periné, el abultado esfínter que parece brotar en cada pincelada como si saliera a su encuentro. Hasta que en uno de esos viajes se ha detenido y permanece encajado, listo para ser engullido; bastaría un leve impulso por parte de ambos y…

Carmen se incorpora sobre los codos, vuelve el rostro agotado, febril.

—No es el mejor momento Mario —le sonríe buscando comprensión—, eso necesita una preparación, espera un poco más.

Entiendo lo que insinúa, acepto con una sonrisa y me inclino para besarle la espalda. Cambio el objetivo y me hundo en ella. Un corto sollozo, un desfallecimiento me recompensan de la reciente frustración.

¿Por qué, por qué descargo con tanta fuerza mi mano sobre esa nalga que se me ofrece desnuda, rotunda, indefensa? Mi verga reacciona en el mismo instante que escucho el estallido en la carne y su lamento, mezcla de dolor, sorpresa y placer. Vuelve sus ojos hacia mi, me interroga pero no dice nada y se entrega. Bombeo con la firme potencia que ha regresado a mi sexo, me engancho a sus caderas sin dejar de mirar el intenso color con que se perfilan mis dedos en su piel. La llevo a un orgasmo despiadado al que no consigo alcanzarla. Nos quedamos sobre la mesa hasta que mi polla se escurre lentamente de su interior. No se queja pero sé que no debe de estar nada cómoda.

Al incorporarnos se vuelve y me besa con una intensidad que me conmueve.

…..

Comemos en el porche buscando la sombra, ha escampado y el sol recupera fuerza.

—Esto no es serio. No podemos terminar las sesiones follando; si cogemos esta costumbre ¿qué va a pasar en consulta? —bromea.

—Haciendo el amor —la corrijo.

Me mira cargada de dulzura y concede.

—Si, haciendo el amor, es cierto.

Toma un bocado, al cabo de un momento continúa.

—¿Te das cuenta? Estamos consiguiéndolo Mario, estoy… —dejó los cubiertos en el plato. Descubrí una expresión de intensa emoción.

—Todavía queda mucho camino por recorrer, sabes que podemos tener altibajos. Debemos estar preparados para superar momentos malos, cualquiera de los dos podemos tener recaídas, lo sabes.

—Lo sé, lo sé.

—Yo tengo miedo —me aventuré.

—¿Tú, por qué?

—Apenas he comenzado a hablar.

—Si, es cierto —dijo con preocupación —. Quizás nos hemos centrado demasiado en mi proceso.

Negué con énfasis.

—No, no en absoluto. Vamos bien.

Una sombra enturbió su mirada.

—Yo también, a veces tengo miedo; es algo que me acompaña desde que decidí afrontar este encuentro.

Aquella pausa, su mirada; me hizo perder de golpe la sensación de euforia que habíamos acumulado momentos antes.

—Me queda mucho por contar Mario.

Me ahogué, ¿qué podía esperar tras lo que ya había escuchado?

Debería haber dicho algo pero no encontré palabras que pudieran salvar el miedo que me atenazaba; mantuve su mano entrelazada y ese gesto fue lo único que nos acompañó mientras nuestros pensamientos viajaban mudos, trazando rutas que no quisimos compartir.

Habla con ella

Recogemos, preparo café. Carmen ha salido fuera, la veo por la ventana de la cocina caminando sin rumbo, deteniéndose frente a un arbusto, tocando una rama, arrancando unas hojas secas. Se me viene a la cabeza Graciela haciendo un recorrido semejante aquellos días que pasamos juntos aquí.

“Sentado en el porche, sigo a Graciela que camina por el límite del césped y se adentra por la maleza en que se ha convertido la zona de árboles. Se detiene, toca una rama, continúa andando, mas allá se agacha y corta una flor silvestre. Algo ha debido ver en una roca y se acuclilla para observarlo más de cerca. Se levanta con un pequeño objeto en la mano, lo intenta limpiar pero lo único que consigue es mancharse los dedos que se frota en el pantalón antes de dar la vuelta y mirarme desde lejos ilusionada

—Mira lo que he encontrado —dijo extendiendo el brazo.

Tardé en reconocerlo, aunque lo había estado limpiando, tenía pegado barro, tierra y hojas. Cuando lo tuve en mi mano me trasladé al bateau mouche un mes de abril de 1997, una cena por el Sena especialmente romántica, ¿por qué? Por nada especial, porque nos apasiona París, porque cada vez que podemos volvemos, sin excusas, sin motivos, a pasear por sus calles, a cruzar los puentes, cualquiera de ellos te dan un vista diferente del Sena. A sentarnos en el café a los pies del Sacre Coeur mientras los caballitos dan vueltas y vueltas.

Y en aquella cena, le regalé este medallón que había comprado esa misma mañana a escondidas, mientras ella regateaba en el marché aux puces. ¡Cuántas veces lo había buscado desde que lo dio por desaparecido! Apenas tiene valor material pero Carmen lo guardaba como un tesoro hasta que dos años atrás lo perdió.

Graciela respeta mis silencios con esa elegancia que la caracteriza. Se ha hecho con la casa de una forma natural. La oigo trastear en la cocina, yo estoy en la parte de atrás intentando devolver al medallón el brillo original que la intemperie, el sol, la lluvia y dos inviernos le han quitado. Al cabo aparece ella, mi segunda mujer, con una bandeja a la que le precedió un aroma exquisito. Pequeños sandwiches con un aspecto delicioso y que por el aroma adivino cargados de queso cheddar, también cabrales, jamón y lo demás ya lo sabré. Su mirada ilusionada espera una aprobación que no tardo en darle.

—¡Por favor, te voy a tener que contratar, o mejor aún te voy a secuestrar!

Cuando deja la bandeja sobre la mesa de trabajo la rodeo con mis brazos y la beso, la beso con ternura, con agradecimiento, con cariño. El abrazo se transforma, cobra fuerza, las bocas se abren, las lenguas se buscan, una de mis manos baja por su espalda, llega a su cintura pero quiere más, encuentra su culo, escucho su respiración que parece decir algo. Tanteo, palpo, aprieto, su muslo se separa de su gemelo y abraza al mío. ¿Qué quieres mujer? sus brazos acarician mi espalda, aprietan mi cuerpo contra el suyo, su lengua es una víbora ágil que juega con la mía, la busca, se escapa, vuelve a por ella.

—Vamos —Mi voz, casi no la reconozco, suena grave, enronquecida. Abre los ojos, está tan pegada a mi que siento como su boca sonríe antes de poder verla.

—No, que se nos va a enfriar el aperitivo —Por fin compruebo esos empujones que me contó. Me separa, coge un pequeño sándwich, lo muerde, acerca su boca a la mía y me cede el bocado que lleva —prueba, a ver si te gusta.

—Eres más mala de lo que imaginaba.

—No lo sabes bien —suspira, agita la cabeza intentando relajarse y rompe a reír —; anda, trae las cervezas.

Salgo hacia la cocina, no he perdido la sonrisa de la boca. Por el pasillo me cruzo con una foto en la que estamos Carmen y yo en el jardín, la tengo sujeta por la cintura y ella se dobla tratando de escapar. Verano del noventa y siete, quizás del noventa y ocho; nos la hicieron una mañana que nos juntamos toda la panda para celebrar algo, cualquier cosa. Recuerdo que, después de hacer la foto se volvió, me echó los brazos al cuello y me comió la boca como solo ella es capaz de hacer.”

Mis dos mujeres. ¿podremos convivir sin que ninguno sufra?

Salgo con los cafés. Carmen viene de regreso. Nos sentamos bajo un tilo. Ha refrescado, está comenzando a nublarse. Tiempo de semana santa.

—¿Comenzamos?

Acepto, mejor aquí, la casa comienza a resultarme agobiante, estamos demasiado tiempo encerrados.

—¿Sabes? —comienzo aprovechando que prepara su café—, te veía antes desde la ventana, paseando, arrancando hojas secas, mirando aquí y allá y me recordaste mucho a Graciela cuando estuvo aquí.

Sonríe. Tiene un toque de melancolía, algo de tristeza que consigue mitigar cuando deja de mirarme y se lleva la taza a la boca.

—Háblame de ella. Cada vez que he intentado que lo hicieras no sé qué ha pasado pero hemos acabado por tratar otros asuntos.

—Es verdad, cualquiera diría que lo evito.

—¿Y no es eso, verdad?

—Por supuesto.

Fui yo el que se refugió en el café para ganar unos segundos y elegir la manera de comenzar a hablarle de la otra mujer que ocupaba mi vida.

Dejé la taza y afronté a la psicóloga.

—Pero antes debo darte algo.

En el mueble del salón, al lado de la librería, segundo cajón a la derecha, al fondo, envuelto en el paño con el que lo estuve limpiando. Lo descubro y surgen como alimañas las peores escenas de aquella jornada; agazapados en ese trapo se lanzan sobre mí y me recuerdan cómo destrocé el que estaba siendo un maravilloso fin de semana para Graciela y para mí, cómo destrocé a Carmen.

—¡El medallón, dónde estaba! —exclama entusiasmada al verlo.

Me lo arrebata de las manos y lo examina con cariño.

—Lo encontró Graciela, estaba entre unas piedras por allí —señalo al fondo, donde hace poco ha estado paseando.

—Graciela, cuántas cosas me está devolviendo.

Sonríe; entonces cambia, entiendo que no he sabido contener el malestar que me ha provocado volver a esa escena tan dura.

—¿Qué pasa?

—Nada —gesticulo intentando apartar los malos recuerdos, sonrío pero no, ya no voy a poder engañarla.

—No, dime que te ocurre.

Me agacho a su lado y la tomo de la mano; le ruego, le suplico con la mirada, con todo mi ser.

—Luego por favor, luego; ahora sigamos, ¿si?

Acepta, confía ¡Dios, confía!

Me siento a su lado, respiro hondo, un minuto para recomponerme, quizá menos, mirando a lo lejos, a las nubes que se disipan, a las copas de los árboles que se mecen suavemente.

Regreso.

—Graciela llegó en un momento complicado. Puede decirse que la usé como salvavidas para recuperar mi masculinidad maltrecha tras mi incierto paso por la sauna. Había salido huyendo, me sentía totalmente inseguro, ya no me creía mi coartada sobre los motivos que me habían llevado a entrar allí, aquello de la toma de datos sobre el terreno. Todo eso, una vez que me dejé llevar de la mano por Ramón, que le dejé acariciarme y…; no, aquello ya no me servía. Graciela o cualquier otra mujer que me hubiera hecho el más mínimo caso fue la excusa para desplegar el más rancio machismo que ni siquiera sabía que habitase en mí.

Pero eso duró solo unos minutos, porque en realidad yo no soy así y en cuanto comenzamos a hablar me deslumbró su forma de ser y volví a ser yo, me olvidé de la sauna, de Ramón y de toda aquella miseria y simplemente conocí a una mujer maravillosa, con una vida complicada que estaba renaciendo de un drama intenso y que no sé qué pudo ver en mi para soportar la patética entrada que le hice.

—No debió ser tan patética, ella no lo recuerda así —dijo Carmen dulcemente saltándose su papel de terapeuta por un momento —. Anda, sigue.

—Luego, ya sabes lo que pasó. Por fin atendí tu llamada.

No pude continuar, era inevitable que la culpa me asaltase. El recuerdo de Carmen destrozada por la ruptura con Carlos mientras yo estaba en la sauna podía conmigo. Y mis palabras desenfadadas no hacían sino ahondar la sensación de irresponsabilidad.

—Sigue.

“El sonido del móvil interrumpió la cadena de pensamientos que discurrían entremezclados con la conversación de Graciela. Miré la pantalla.

—Es mi mujer.

Graciela reprimió con rapidez un gesto de incomodidad que para cualquiera hubiera pasado desapercibido y lo enterró tras una mano que me invitaba a atender la llamada.

—Hola? —el café tenía el suficiente bullicio como hacerme elevar el tono.

—Mario, ¿dónde estabas? Te he dejado un montón de mensajes en el contestador.

Su voz era un reproche; intenté hacer memoria y de pronto recordé nuestros planes para aquella tarde. Miré el reloj.

—Estuve terminando un dictamen y luego me acerqué al Colegio, me olvidé completamente cielo, lo siento.

—Es igual, tampoco tenía muchas ganas de ir de compras.

Graciela estaba dando señales inequívocas de sentirse fuera de lugar, intenté dar un giro a la conversación.

—Cuando salí del Colegio paré a tomarme un café y he conocido a una profesora de ballet, fotógrafa y alguna cosa más a la que voy a invitar a tomar el vermut mañana con nosotros ¿te parece?

Volvió sus preciosos ojos verdes hacia mi con expresión de sorpresa mientras yo le proponía a Carmen mi plan y le hacía gestos afirmativos con la cabeza. Percibí una pausa al otro lado del móvil que no supe interpretar.

—No sé Mario, no he tenido mi mejor día hoy. ¿Cómo que… la has conocido?

—Digamos que he ligado, en el sentido mas adolescente de la palabra —respondí bromeando, quería afrontarlo con toda naturalidad y desde el primer momento.

Graciela sonrió moviendo la cabeza a ambos lados, entornando los ojos y elevando las cejas, sus labios dibujaron “fanfarrón” y fue entonces cuando supe que deseaba besar esa boca de labios finos. No sé cuanto tiempo me quedé centrado en su sonrisa, debió ser más de lo prudente por la forma en que me miraba cuando caí en la cuenta.

—Vaya, me alegro por ti, estás desconocido. Habrá que conocer a tu ligue es lo justo, no te parece?

Algo no funcionaba, desde el comienzo había notado una tensión en la voz de Carmen que no supe interpretar bien y mi historia sobre Graciela y la invitación del sábado no había hecho sino empeorar las vibraciones que me llegaban desde el otro lado de la línea. Me encontraba en una situación en la que tampoco podía hurgar mucho más en el problema y opté por la solución más pueril: continuar fingiendo no haber captado los nubarrones.

—De acuerdo entonces, ahora quedo con Graciela en los detalles, un beso cielo, enseguida te veo.

Guardé el móvil y cuando volví la vista hacia mi acompañante la encontré observándome con una expresión entre divertida y sorprendida.

—Eres todo un pozo de sorpresas, primero me pareciste el típico ligón, luego me haces cambiar de idea y me caes estupendamente, después descubro tu alianza…

—Y yo la tuya —la interrumpí.

—Mi marido falleció hace dos años.

Otra mujer hubiera jugado esa baza, Graciela no. Mantuvo la serenidad de su mirada, sonrió al ver mi gesto de pesar y apoyó su mano sobre la mía para detener mi disculpa.

—Debería quitármela, lo sé, pero aún me cuesta hacerlo. En fin… —dijo, agitando la cabeza como quien ahuyenta una pesadilla —te decía que vi tu alianza y de nuevo pensé mal, imaginé al casado infiel con mucha labia y bastante encanto en busca de una aventura de fin de semana.

Suspiró, fue una breve interrupción en su discurso, suficiente para hacerme consciente del suave contacto de sus dedos sobre mi mano y del sutil cambio de tono en su voz.

—Entonces me sorprendes de nuevo compartiendo con tu esposa el “ligue” que acabas de hacer ¿qué más sorpresas me esperan a continuación? ¿Acaso le vas a decir a tu mujer que te quieres acostar conmigo?

Acompañó esta frase con un gesto que la enfatizaba como una exageración. Y era sincera, no intentaba seducirme, aunque quizás se arrepintió nada más pronunciarla, posiblemente valoró demasiado tarde la carga de sus palabras.

No lo pensé demasiado, si lo hubiese hecho quizás mi decisión habría sido otra, menos pasional. Me acerqué lo más que pude a través de la mesa.

—Si y si —le contesté con toda la dulzura que pude poner en mi voz.

—¿Cómo? —No quiso entender, la expresión de su rostro la delataba.

—A su tiempo, sin prisas y si es lo que tiene que suceder, me encantaría hacerte el amor y, por supuesto, Carmen lo va a saber hoy mismo.

Fue la primera vez que la vi perder esa serena calma que la había acompañado toda la tarde. El silencio fue como una paleta en la que la turbación teñida de un rosa intenso salpicó las mejillas de Graciela trémula, Graciela de ojos brillantes, labios húmedos, entreabiertos, Graciela de pecho breve, puntiagudo, agitado. Quisiera haber podido aspirar su aliento para sentir la transformación de su olor, un signo más del cuerpo de la hembra reclamada.

Mantuve su mirada mientras duró su silencio. Pronto recuperó la calma, sus ojos volvieron a mostrar quietud y la sonrisa apareció anunciando el final de la tormenta.

—¿Nos vamos? —me adelanté a lo inevitable.

Asintió con un gesto; en silencio recogió los libros y permitió que la invitase. Ya en la calle intercambiamos teléfonos y concertamos la cita del día siguiente. Seguía tocada por el último gancho de derecha que le había lanzado y al despedirnos nos dimos un beso en la mejilla que apuré al máximo para aspirar su aroma y sentir el roce de su piel.

Dos pasos mas tarde me volví.

—¡Graciela!

Caminaba con los libros sujetos con ambos brazos sobre su pecho. Esbelta, erguida como solo una bailarina sabe estar. Se volvió pausadamente.

—¿Te veo mañana? —Entendió mi duda y sonrió.

—Hasta mañana.

Se volvió y siguió caminando; sabía que yo la observaba pero no sucumbió a la tentación de volverse a mirar o quizás pertenece a esa élite de mujeres, como Carmen, que aceptan con naturalidad su condición de seres deseables y lo viven sin reproche.”

—Vamos, sigue —dijo tras dejarme unos segundos.

—Cuando llegué a casa…

—No. Estamos hablando de ella, pasemos al sábado.

—No estaba convencido de que fuera a venir. Apenas me conocía y se iba a enfrentar a una situación bastante violenta. Estarías tú, rodeada de nuestros amigos, ¿imaginarían ellos cómo nos habíamos conocido?

—Pero apareció.

—Si apareció y tú estuviste encantadora.

—Tu mujer —corrigió.

—Si, mi mujer se comportó como suele ser, acogedora.

—Debo de reconocer que me impresionó. Mi primera sensación fue de peligro.

—¡No!

Sonrió como una niña. La psicóloga había desaparecido, por un momento volvimos a ser dos amigos en plena confidencia; debería haberla alertado, estábamos perdiendo los roles pero no lo hice.

—Si, fue algo muy breve porque inmediatamente lo sofoqué. Recuerdo que te dije algo y me fui con los demás, pero no te quitaba ojo de encima.

—Si, me dijiste que era muy guapa y que fuera a por ella. No te noté nada.

—¡Solo faltaba! —respondió mostrando su orgullo; al instante se relajó—. Fue una experiencia nueva para mi verte con ella, tenía tantas sensaciones y tan encontradas entre si.

Era el momento de intercambiar los roles, de alguna manera me lo estaba pidiendo.

—Descríbelas.

Al notar mi tono directo, imperativo, me miró; por un instante vaciló, luego aceptó el cambio.

—Es curioso, quería sentirme excitada ¿lo puedes entender? Pero tenia un ahogo que apenas me dejaba respirar. Recuerdo que charlaba con Juanjo y me atenazaba una angustia, un miedo, una sensación de alerta… No era racional, lo pensaba y sabía que no tenía sentido; yo me había acostado con Carlos y en ningún momento eso había puesto en peligro nuestra relación, al contrario. Entonces ¿por qué sentía ese miedo?

—Las emociones a veces son incontrolables y menos a través de la razón, eso ya lo sabes.

—Luego cuando nos la presentaste todo cambió, volviste a mi lado, hablamos y pasó el mal momento y más tarde cuando nos quedamos a solas las dos y empecé a conocerla superé ese momento absurdo. Es una mujer adorable.

—Tan adorable que por poco no nos la llevamos a la cama ese mismo día.

—No sabes lo poco que faltó —bromeó entre risas.

—Demasiado vermut —le seguí la broma.

Un sorbo de café sirvió de punto y aparte y le permitió recuperar el control de la sesión.

—Pero bueno, eras tú el que iba a contar su perspectiva de Graciela. Sigue.

—Si. Aquel día me convencí de que habíais congeniado bien, de que os entendíais las dos hasta el punto de que podríais ser amigas incluso si Graciela y yo nos llegábamos a acostar.

—Eso, si no recuerdo mal, lo hablamos allí mismo mientras hacía un pis.

—El famoso gin tonic entre tres —apunté riendo.

—¡Si! Tengo que preguntarle si se dio cuenta, creo que si.

—El caso es que Graciela me ha ayudado mucho y creo se debe en gran parte a ti, sin tu intervención ella no hubiera dado los pasos que dio.

“Carmen se despierta sobresaltada por el zumbido del móvil que suena insistentemente, mira el reloj, son las cuatro de la madrugada, estira el brazo y lo coge de la mesita, “Graciela” aparece en pantalla, se asusta.

—¡Graciela, que pasa! —susurra para no despertar a Irene.

—Carmen, disculpa que te llame a estas horas, pero no sabía que hacer.

—¡Qué pasa! —Se pone en lo peor, imagina que se trata de Mario y teme que le haya sucedido algo.

—Está aquí, conmigo, duerme en el sofá del salón. Después de vuestra cita me llamó y me contó lo sucedido, le obligué a cenar algo y luego, estaba tan hundido que no quise dejarle marchar, apenas conseguí que dejase de beber. Conseguí hacerle subir a casa para hacerle café y seguimos charlando. No está borracho, pero está muy mal, se arrepiente de cómo enfocó la conversación que tuvisteis.

Se ha levantado mientras escucha y se ha ido al salón, tiembla.

—Yo tampoco lo hice bien, dije cosas horribles que él tuvo que interpretar muy mal porque yo no sabía que…

—¡Carmen qué has hecho! ¿cómo has podido?

Un nudo atenaza su garganta, ¿cómo explicarle el malentendido?

—No Graciela, no es lo que vio, yo no…

—Está destrozado, no te imaginas como está.

Si, si se lo imagina, perfectamente. Vacía los pulmones, las lágrimas salen casi sin darse cuenta, se lo imagina en el sofá de una casa extraña mirando al techo, echándola de menos, preguntándose por qué comenzaron un camino que les ha llevado a la separación, al vacío, a la ausencia. Lo imagina con la amargura agarrada a la garganta, sin lágrimas que verter, sin ganas de vivir, huyendo hacia delante, refugiándose en el trabajo, inventándose un rostro de normalidad ante los compañeros para disimular el luto que lleva por dentro. Solo, solo.

Mientras que ella… ¡Oh Dios!

—Graciela.

—Dime.

—No le dejes pasar por esto solo.

—Qué quieres decir.

—Lo sabes perfectamente, creo que lo he perdido y si me equivoco, si no es así él me agradecerá lo que te voy a pedir. Pero si acaso lo he perdido solo estaremos adelantando acontecimientos y evitaremos que pase una noche más de dolor en solitario.

—¡Carmen, por favor!

—Hazme caso, él ya te lo dijo, deseaba hacerte el amor y yo sería la primera persona que se enteraría, ¿lo recuerdas? Tú también lo deseas, lo sé, lo he visto en tus ojos, y ahora te une a él algo más —Apenas podía seguir, pero hizo un esfuerzo —. Y a mí. Hazlo por los dos, por los tres. Evítale una noche de sufrimiento, puedes mitigárselo, no me digas que no lo has pensado.

—¡Te das cuenta de lo que me estás pidiendo!

—No es por lástima ¿verdad? No, Graciela, no es eso, te lo pido por amor, porque le amo con todas mis fuerzas y no soporto saber que está sufriendo solo y sé que tú le quieres. Nadie mejor que tú para consolarle.

—¡Cómo puedes…!

—Porque eres tú, porque eres mi amiga y no soporto saber que está solo, que está sufriendo. Porque si yo ya he salido de su vida nadie mejor que tú para sustituirme y si no es así, si yo he de volver a él, tú eres la mejor persona para acompañar a mi marido hasta que yo pueda regresar.

Carmen la escuchó sollozar.

—Por favor Graciela, te lo suplico, no le dejes solo esta noche, yo sé lo que es eso y es horrible.

Una pausa cargada de lágrimas, de suspiros entrecortados comunicaba a las dos mujeres. Una pausa que transcurrió sin mediar palabra y que selló un pacto.

—Lo voy a hacer, por ti y por él, pero quiero que sepas que voy a luchar para que lo recuperes y luego…

—Y luego yo haré lo que sea para que no salgas de nuestras vidas.

—¡Oh Carmen! —no pudo continuar, su voz se rompió en un sollozo.”

—No podías estar solo tal y como estabas, yo no estaba segura de si nuestro matrimonio tenía arreglo; en cualquier caso Graciela era el soporte para que no cometieras más locuras. Si habíamos acabado ella era tu futuro y si como así ha sido podíamos recomponernos pensé que podía llegar a formar parte de nosotros como…

Calla, su mirada se llena de luz, regresa al pasado y yo con ella y lo sé, no tengo ninguna duda.

—¿Cómo Irene?

—Eso espero.

Pienso en Carlos, ¿tan irrecuperable le sigue pareciendo esa relación?

—Fuiste tan generosa… Graciela no deja de decírmelo.

—¿Desde cuándo no hablas con ella?

—Creo que ahora no es el momento.

—¿No crees que puede pensar que la has dejado de lado?

No sé cuándo nos hemos cogido de las manos, nos comunicamos con la mirada, no nos hace falta más.

Me levanté y entré a buscar el móvil; no sabía dónde podía estar Graciela en estos días, si al final se habría ido a Galicia como tenía previsto o habría desistido.

Marqué; un sonido, dos, pensé que no estaría.

—¡Mario!

Su voz despertó un aluvión de emociones.

—Graciela.

No logré pronunciar ni una sola palabra más.

—¿Cómo estás? —Ese tono de voz tan dulce, tan cargado de cariño me terminó de convencer de que Carmen había acertado.

—Perdóname, perdóname por favor, por no haberte llamado antes, lo siento.

—Calla, calla, no seas tonto. Ahora dime, como estás, cuéntame.

Me acerqué a la puerta, no quería estar aislado de Carmen, sin embargo el porche estaba vacío. Salí y no la vi.

—Estamos en la Sierra, todo va bien Graciela, estamos juntos, hablando mucho, por fin estamos hablándolo todo.

La palabras salían a borbotones, la emoción estaba a punto de superarme, tenía la espalda como si una corriente eléctrica la recorriera. Miré a todos lados. Carmen no estaba en el jardín. No, aquella conversación no la excluía, ¿dónde estaba?

—¡Oh Mario, no te imaginas cómo me alegro! Estoy… se me están saltando las lágrimas.

—Lo sé, sé cuánto te alegras cariño, lo sé. Por eso te he llamado, porque necesitábamos compartirlo contigo.

Y hablamos, le conté cómo había sido el arranque del reencuentro, aquella insólita conversación y rió con esa frescura que echaba de menos. Y hablaba y buscaba a Carmen en el jardín; caminé sin parar de hablar hacia la parte delantera pero no la encontré. Y Graciela me contó que estaba en Galicia como había supuesto, ocultó la indudable zozobra que habría pasado sin saber de mí y solo me contó el lado agradable de sus días.

Y por fin di con Carmen en la alcoba a punto de cambiarse de ropa.

—Mira, aquí tengo a Carmen.

Amagó una negativa que ocultó tras una sonrisa forzada.

—¿Cómo está? feliz de estar de nuevo contigo, ¿a que si?.

—Que te lo diga ella, seguro que tenéis ganas de charlar un rato.

—¡Claro! —respondió cargada de sincera alegría.

Carmen vaciló, enseguida aceptó el móvil que le ofrecía y yo llegué a escuchar un «¡Hola cariño!» emocionado antes de salir escaleras abajo.

Me latía el corazón con fuerza, mis dos mujeres, las dos personas que más habían luchado por mí hablaban, compartían lo que había sido una dura separación y hacían planes si, estaba seguro de que en esos momentos hacían planes de futuro.

Media hora después escuché los pasos de Carmen sobre la grava; no quise volverme, estaba en la balaustrada mirando más allá el camino. Entonces la sentí, arrolladora, cubriéndome la espalda, rodeándome con sus brazos, estrechándome con toda la intensidad que la emoción le confería.

—Te queremos, idiota; no te lo mereces pero te queremos —me susurró al oído; comenzó a besarme el cuello, la mejilla, hasta donde lograba alcanzar. Me deshice del lazo en el que me tenia envuelto para volverme hacia ella, la emoción le arrasaba los ojos. Nos besamos con esa fuerza que me había contagiado.

Tres mujeres

—¿Y tú —improviso—, te ha resultado tan sorprendente el amor con otra mujer como imaginabas? Te pregunto por Irene, claro.

Eleva la mirada, veo algo en sus ojos mezcla de alivio y gratitud.

—¿Sorprendente dices? Has elegido una pregunta difícil que cualquiera podría haber convertido en una absoluta vulgaridad o en un tópico. Sin embargo llegas tú y como tantas veces desde que estamos juntos vuelves a asombrarme.

No hubo más palabras, durante unos segundos solo su mirada habló, dijo mucho y me reconfortó la serenidad que había vuelto a su semblante.

—Si. He tenido sexo con tres mujeres y solo con Irene he hecho el amor. ¿Cómo he podido vivir sin estar completa? le dije cuando nos preparábamos para regresar a la fiesta. Esa era la sensación que tuve Mario, plenitud. Esa pregunta fue el fruto de la emoción que sentía. Supe que hasta entonces me había faltado algo. El sexo que descubrí con Irene me llevaba un paso más allá; no es que sea diferente ni más ni mejor, no es eso, simplemente es… el siguiente nivel.

Observó mi estupor y se apresuró a matizar.

—No me he expresado bien. Por supuesto que es diferente. Lo que Gloria y yo tuvimos de niñas no fue sino un aprendizaje pensando en nosotras mismas, en nuestro propio cuerpo en nuestras sensaciones; queríamos rellenar nuestro desconocimiento más que obtener placer. Lo de Sara, ya sabes, no pasó de ser un juego morboso entre vosotros dos en el que yo solo era una pieza. Me gustó, no lo voy a negar pero sé que jamás hubiera pasado de ahí y Sara, tengo la impresión de que también lo tenía claro.

»Sin embargo con Irene fue diferente desde el principio. Puede que fuese la droga que había corrido desde el inicio. Aquellos chupitos tenían algo, no sé qué, y al poco comencé a sentirme relajada, suelta, sin inhibiciones. Era muy diferente a lo que tomamos en casa de Domi, menos fuerte pero me causó un efecto progresivo que me dejó sin capacidad de rechazo. Puede que eso me hiciera ver en un principio a Irene tan deseable y no tuviera ningún prejuicio para bailar con ella, para reconocer en voz alta que yo también deseaba besarla, para aceptar su proposición de acompañarla a un reservado.

La escuchaba extasiado. Su relato no iba acompañado de ningún tipo de censura, no parecía rehuir mi mirada ni se mostraba avergonzada por lo que iba contando.

—Fue la primera vez que me dejé tocar por una mujer y probé los labios de una mujer en mi boca, fue la primera vez que sentí la dulzura, la delicadeza de una mujer en mi propio cuerpo, en mi intimidad, en mis pechos. «Así es como lo haría yo, en realidad así es como me lo hago yo», pensé cuando sus dedos comenzaron a explorar mi vulva. Me abandoné, ¡era tan suave, tan reconocible! Podía confiar tanto en ella… No esperaba ningún movimiento brusco, ninguna violencia porque ella sabía perfectamente donde se encontraba; me sentía tan confiada que comencé a reír de felicidad. Y luego cuando su boca tomo posesión de… mi coño, fue el culmen del placer; si, pensé, así es como se hace, es… perfecto, así es como yo lo haría. Y lo hice, se lo hice; por primera vez tuve en mi boca el reflejo de lo que solo había sentido en mis dedos, supe lo que debe sentir un ciego cuando recupera la vista solo que en mi caso fue mi boca mi lengua mi olfato quien se abrió a la vida. No solo eso, mis ojos vieron por primera vez de cerca la hermosura, sin prejuicios y hundí mi rostro, olfateé, me llené de sensaciones nuevas y le dediqué con amor lo que nunca había hecho y solo había sentido y sus lamentos me indicaron que iba bien; y bebí y cuando se estremeció en mi boca me sentí la mujer más dichosa por poder provocar tanto placer. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo sin estar completa?

Quedó en silencio, con el rostro arrobado. Estaba conmocionado por lo que acaba de escuchar. Necesitaba más.

—Piera, con Piera fue distinto, solo fue sexo —continuó de repente.

—¿Acaso con Irene ya pudo ser algo más?

No conseguí evitarlo. Me parecía tan inverosímil que en apenas una hora, quizás menos pudiera nacer algo más que una amistad entre ellas. Le sorprendió que la interrumpiera con la vehemencia que lo había hecho. Vaciló.

—No, tienes razón —respondió al fin con suavidad—. Lo que sé es cómo lo viví, cómo me sentí, cómo me trató.

Asentí batiéndome en retirada. Era su experiencia, no tenía ni idea, ¿Cómo me atrevía?

Resolvió aquella incomoda brecha con habilidad. ¿Sed? Si, tenía la boca seca y ella se ofreció; Le suministró una excusa y concedió una prórroga a lo que de otra forma hubiera enrarecido el buen clima que manteníamos hasta ese momento.

Me levanté y fijé la mirada en la vista que ofrece el ventanal del salón. Limpiar la mente, ese fue mi objetivo.

Regresó con dos vasos de zumo.

—¿Ya?

Asentí con una sonrisa.

—Nos hemos desviado. Voy a continuar; no quiero perder de vista el hito que marca esta sesión.

—Déjame que recupere mi cuaderno, hay mucha información que más tarde querría volver a poner en común.

—Claro.

Dediqué unos minutos en anotaciones sobre lo que habíamos hablado. Entonces, cuando íbamos a volver al programa previsto recordé algo.

—Antes de comenzar. Hablaste de tres mujeres pero solo has mencionado dos, ¿no crees que deberías cerrar ese tema?

Hizo un gesto casi imperceptible que identifiqué como de resignación. No le agradaba abordar esa tercera persona pero es una profesional y no lo iba a evitar.

—Brevemente: Claudia. La noche que Irene me rescató de la cafetería de Princesa nos fuimos a su casa. Le conté lo que había pasado entre nosotros. Irene ha ocupado el papel que Graciela tiene en esta historia, luchando porque no desfallezca y no dé por perdido nuestra matrimonio.

—¿Es posible? ¡Si ni siquiera nos conoce!

—Pero escucha e interpreta las emociones. Supo que seguía enamorada de ti desde el principio y no permitió que me hundiera en la desesperación. Esa noche me hizo dejar las lágrimas, insistió en que me arreglara, me vistió con su ropa, me maquilló como jamás lo había hecho y me sacó a la calle a olvidar por unas horas todo el dolor. Conocí el ambiente en el que ella se mueve y me sorprendió encontrarme bien entre mujeres, sin ser acosada, sabiéndome deseada pero donde un no es no desde el principio, donde no hay dobles intenciones y donde si quieres puedes hacer amistad o sexo, depende de lo que tú y solo tú desees. Esa noche me regaló el piercing. De madrugada su amiga Erika abrió el local solo para nosotras.

—Al día siguiente Irene volaba a Italia, pasé por casa a recoger algunas cosas y… ya sabes, la escena con Graciela, “no es lo que parece”

“Carmen conduce en silencio por la carretera de la Coruña haciendo de una manera automática la ruta hacia su casa, esa ruta que ha hecho tantas veces y hoy recorre sin ilusión, porque no va hacia su hogar. Desea llegar antes que Mario, prefiere recoger sus cosas en soledad y evitar un encuentro incómodo en el que podrían volver a saltar los desencuentros. No tiene fuerzas para discutir, está muy cansada, tan solo desea recoger algo de ropa, unos cuantos objetos personales y algunos recuerdos, estar el mínimo tiempo posible en un entorno que le duele y volver a casa de Irene.

Al enfilar la avenida que conduce al edificio en el que ha vivido tantos años se le encoge el corazón, tan solo una semana antes ese recorrido la hubiera llevado a su refugio, al confort de su hogar. Ahora la guía a un espacio ajeno en el que está de paso, en el que sabe que se va a sentir como si fuera una extraña.

Se detiene frente al portón del garaje y pulsa el mando. Mientras espera siente un ahogo en el pecho. Tiene que controlarse, no se puede dejar llevar por la pena tan pronto, aún le aguardan muchas emociones.

Dobla la primera curva y al fondo distingue el coche de Mario. Se preocupa, no deseaba ese encuentro. A pocos metros frena, su plaza está ocupada por un pequeño Toyota rojo. Tras un instante de desconcierto retrocede, maniobra y sale del garaje. No es la primera vez que algún vecino, —e imagina quién es—, utiliza alguna plaza vacía aprovechando una ausencia prolongada.

El jardín está precioso, se nota el arranque de la primavera. Reprime un brote de nostalgia, abre el portal y entra en el ascensor. Se alegra de no coincidir con ningún conocido. Mientras sube se prepara para afrontar el encuentro con Mario, intentará hacerlo lo mas correcto posible, «nada de nervios Carmen, no entres al trapo». ¿Llamar a la puerta o abrir con la llave? ¡Qué absurdo, todavía es tu casa!

No obstante, cierra la puerta tras de sí dando un discreto portazo. Entra en el salón y deja el bolso en el sofá. El olor a hogar inunda su olfato, como el día de regreso de vacaciones.

Todo se sucede tan rápido. Mira hacia el pasillo y ve avanzar a Mario que sale de la alcoba con aire sorprendido

—¡Carmen! Que… no te esperaba.

Se le ve violento y como si de un virus se tratase, le contagia ese malestar. ¿Acaso estorba en su propia casa?

Ahora lo entiende. Tras él, mucho más relajada, aparece Graciela. Sale de la alcoba y sonríe con naturalidad.

—¡Carmen!

Es evidente que se alegra de verla, no así su marido que se vuelve hacia Graciela, como si se avergonzase de su aparición, ¿quizás hubiera preferido ocultarla? luego la mira de nuevo, está incómodo.

—Estábamos… hemos venido a por ropa, verás…

—No tienes que darme ninguna explicación.

—¡Joder Carmen, no es lo que parece! —Carmen le mira y sonríe con tristeza.

—¿Sabes? estuve a punto de decir eso mismo ayer, cuando me dijiste que me habías visto con los amigos de Doménico; pero me callé, pensé que resultaría tan… patética que no me ibas a creer —Mario está visiblemente fuera de lugar.

—Vaya ¿te lo he puesto a huevo, eh? —responde crispado, con un desagradable sarcasmo.

—¡Oh Mario, por Dios! —exclama Graciela reprobándole el comentario, Mario baja la cabeza.

—¡Joder! —murmura abatido, ¿por qué ha dicho eso?

—Mejor vuelvo en otro momento —dice Carmen cogiendo el bolso.

Empieza a angustiarse, una especie de claustrofobia amenaza con dominarla, no puede soportar un desaire más, de nuevo se siente desplazada por otra mujer y esta vez en su propia casa. Está al borde de sufrir un ataque de pánico e intenta ocultarlo huyendo.

—Carmen, espera —responde con decisión Graciela —, este equívoco no puede quedar así, no sé si por vosotros pero desde luego no por mí —mira a Mario exigiéndole que continúe.

—Le he pedido a Graciela que pase el fin de semana conmigo en la casa de la sierra —su tono de voz ha cambiado, se ha vuelto más conciliador —, necesito pensar sobre lo nuestro, sobre todo lo que nos está ocurriendo, creo que le pediste que no me dejara solo y mejor que aquí, quiero decir, en Madrid —puntualiza —, pienso que la sierra me vendrá bien, ¿te importa? —Carmen está tensa, demasiado tensa por la situación; se encoge de hombros, niega con la cabeza.

—Es tu casa —a Mario se le hiela el corazón al escuchar esto.

—Pensé que era nuestra casa, ¿tan pronto te deshaces de nuestras cosas?

Carmen se da cuenta del error, se queda con la boca abierta, sin saber que decir, ambos se miran en silencio unos segundos.

—No quise decir… —enmudece, no consigue continuar.

—Déjalo, es igual, ya has dicho bastante.

Se miran, algo se ha quebrado, no hay palabras para superar ese momento.

—Lo siento —murmura.

Carmen recoge el bolso y se dirige hacia la puerta.

—Espera le dice Mario, parece angustiado —¿dónde vas?

Sus miradas se cruzan, la tristeza es profunda, una pequeña pausa en la que se adivina una intención que queda solo en eso. Ninguno de los dos da el paso.

—Ya volveré en otro momento.

Graciela avanza hacia ella.

—Carmen —se miran durante un segundo —, dale tiempo.

Ya no hay voluntad Graciela, piensa, pero no lo dice.

Sale de su casa, de la que fue su casa. Cierra la puerta tras de sí y el sonido le provoca un ahogo, un vacío inmenso en su corazón.”

—¡Qué horror!

—No es el momento de culpas, ni reproches. Son solo hechos que tenemos que recuperar.

—Lo sé, tienes razón.

Nos sobreponemos, hay que continuar.

Volví más tarde, me tomó un tiempo asimilar lo sucedido y cuando consideré que os habríais ido subí de nuevo. No fue fácil; volver a casa en el estado emocional que me había quedado me supuso hacer un gran esfuerzo de contención.

La foto del Lago

“Recorre la casa, su casa, con hambre de mirar, de captar cada detalle, cada objeto, cada mueble. Un jarrón que eligió ella en Italia, los cuadritos del pasillo que compramos juntos, la lámpara de pie nueva, tiene menos de un mes. Y se le arremolinan los más mínimos detalles que acompañaron cada una de esas escenas, detalles olvidados que ahora cobran una intensidad emocional que sabe muy bien el efecto que le pueden causar, que ya le está causando.

Respira hondo, espalda recta, hombros atrás, gira el cuello un par de veces. Respira, respira.

Superado.

Sube al ático y recuerda lo que tardamos en decidir la decoración, el estilo, el enfoque de los ambientes. No hace una semana aún estaba mirando por aquel ventanal como brotaban las coníferas. Si pudiera volver atrás, si pudiera…

Abre uno de sus cajones y comienza un breve inventario, dos cuadernos con anotaciones, su agenda, su pluma; Elige más con el corazón que con sentido práctico las cosas que va a llevarse y las amontona sobre la mesa de trabajo.

Su mirada se engancha en un marco, no es muy grande, está sobre una estantería cerca del portátil, muestra una foto de los dos cogidos de la cintura en el lago de Como en nuestro sexto aniversario. No lo duda, coge la foto y garabatea una nota para Mario, si le molesta que se la haya llevado está dispuesta a hacer un duplicado y devolvérsela.

Mario, me he llevado la foto del lago de Como,

si la quieres hago una copia y te la devuelvo

Carmen”

—Al final, tras varios intentos conseguí redactar lo que quería transmitirte.

“Se acuerda de la nota que le ha dejado a Mario. No, no le gusta. Sale de la cocina y sube al ático, la vuelve a leer. La arruga y la arroja a la papelera, toma una nota nueva y escribe:

Mario, me llevo la foto del lago de Como para que me haga compañía,

Volverá conmigo.

Carmen

¡No, no, qué está diciendo! No puede escribir eso, no es lo que Mario desea leer. Arruga la hoja, la tira a la papelera. Piensa, muerde un trozo del sándwich.

Un destello ilumina su mente. Acaba de estrenar un paquete de lonchas de pavo, algo que Mario aborrece y que solo toma ella. Recuerda sin ninguna duda haberle recordado a Mario el Jueves anterior que se le había acabado el pavo. Un escalofrío le recorre la espalda. ¿Es posible? Sale hacia la cocina, busca nerviosamente en el cajón donde suelen guardar los tickets de compra, necesita confirmarlo. Ahí está, el súper del barrio, comprado esta misma semana ¡oh si! Eso quiere decir…

No, no debe inferir nada a partir de algo así. Bebe un trago, no puede hacerse ilusiones, puede haber sido un gesto automático, quizás una ilusión pasajera, como ella con la foto del lago ¡Oh Dios! tiene que dejar de hacerse daño con esas cosas.

Pero ¿y si esto significa algo?

Sube precipitadamente y a punto está de caer por las escaleras. Toma el rotulador y comienza a escribir de nuevo:

Parece ser que últimamente no podemos mirarnos a la cara sin discutir. Es una pena.

No me reconoces, me lo has dicho varias veces. Puede que tengas razón, tampoco yo me reconozco mucho.

El caso es que te miro y me sucede lo mismo, no te acabo de ver en esa persona fría, distante y agresiva en que te has convertido o en la que quizás te he convertido yo, no sé.

Me llevo la foto del Lago de Como. La he visto hace un momento y ahí si, ahí si te reconozco, a ti y a mi, a los dos.

Necesito tener esa imagen conmigo para saber quienes somos o quienes hemos sido.

No sé como acabará esto. Si al final todo se arregla la foto volverá conmigo. Si no lo conseguimos y aún así deseas recuperarla dímelo y haré una copia para mí.

Ya ves, lo que no logramos decirnos a la cara sin discutir parece más sencillo hacerlo por carta.

Un beso, te quiero.

Carmen”

—Esa nota me conmovió, no sabes el efecto que me causó; creo que ahí comencé realmente a darme cuenta de lo que estaba haciendo, que estaba a punto de acabar con nuestro matrimonio.

Carmen calla, ha escuchado mis palabras en silencio y no dice nada. Puede que no me crea, quizá piensa que solo es el efecto de la emoción que me provoca su relato, puede ser.

—Esa tarde la casa de Irene se me venía encima y volví a vestirme con su ropa, me maquillé como ella me había enseñado y salí sin rumbo fijo. Fue cuando me corté pelo, una decisión improvisada. Necesitaba cambiar. Me encontré bien, parecía otra mujer, en realidad era otra mujer, la anterior estaba mancillada, era un puta.

—No, Carmen…

Le imploro, esos insultos me duelen pero no me escucha.

—Acabé en el pub donde estuvimos la noche anterior. Me gustaba el ambiente, me sentía segura. No iba con ninguna intención solo tomar algo, olvidarme de mi soledad. Pero alguien se fijó en mi, una mujer madura, interesante. Me recordó así de pronto a Lauren Bacall aunque luego me he dado cuenta de que no tiene ningún parecido. Su melena plateada le hace parecer mayor pero en el contacto cercano se ve que no; debe de tener unos cuarenta y cinco, poco más. Se cuida mucho y ese cabello blanco le da un toque de distinción. Me buscaba con la mirada; yo estaba en la barra, en una banqueta alta. Me había puesto una minifalda de cuero negro, preciosa pero que en la banqueta dejaba poco que ocultar. Usamos tallas parecidas y medimos más o menos lo mismo así que la ropa nos la cambiamos sin problema. El caso es que casi sin poder evitarlo mis ojos a veces se cruzaban con ella. Se dio cuenta y una vez que la miré la vi caminando hacia mi. Era una situación totalmente nueva, hasta ahora los encuentros habían sido con conocidas. Quiero decir que tanto Piera como Irene formaban parte de un entorno en el que había personas en común ¿me entiendes? Allí no, estaba sola, sin ningún punto de apoyo, nadie.

»Resultó más sencillo de lo que pensé, solo tenía que ser yo misma, comportarme con naturalidad. Ahí estaba frente a una mujer que intentaba seducirme. Una situación familiar solo que hasta ahora eran hombres quienes lo habían intentado.

»Hablamos, me dejé llevar quizás con demasiada sinceridad. Abandonamos la barra y la acompañé a la mesa que ocupaba. No sé cómo ni por qué comencé a contarle mi vida, con demasiados detalles. Desde Sevilla. Carlos, el juego que nos trajimos con él, la huida apresurada, la necesidad que tuvimos de volver a contactar… Todo, salió todo. Lo mal que lo pasé durante ese invierno y lo mucho que él me acompañó. Y lo ausente que estuviste. Luego la ruptura y la huida hacia delante que vivimos con el asunto de Doménico.

La huida hacia delante. Buena definición. Me lo grabé en la memoria para ahondar sobre eso.

—Bebí demasiado, tanto que tuve que ir al lavabo a vomitar. Me acompañó, fue humillante pero no podía sola, estaba tan mareada. Allí encerradas en el baño fue la primera vez que se me impuso. Me hizo tomar un par de rayas de coca para acabar con la borrachera. Estaba tan desvalida que la idea de volver a quedarme sola me hizo aceptar. Fue inmediato, me quedé despejada y salimos de allí en cuanto me aseé y me arreglé el maquillaje.

»No tenía muchas opciones. Volverme sola a casa de Irene o aceptar su oferta. Acepté, nos fuimos a su casa. Vive en un inmenso chalet en La Moraleja, conduce un Mercedes enorme. No sé, me sentía fuera de lugar. Allí me trató de una manera difícil de entender, a veces era su invitada, otras me hacía sentir como si fuera su criada. Hicimos el amor con dulzura, follamos o me folló de una forma muy agresiva. Acabé agotada. A la mañana siguiente desayunamos en la cama. Fue cuando me llamaste y nos escuchaste.

Los fantasmas volvieron. Carmen reconoció en mi rostro la expresión de dolor que antes me había impedido continuar.

—Era eso —afirmó sin esperar ninguna respuesta.

“—Hola.

—Hola.

Una pausa, un silencio tenso en el que ambos esperan

—Estaba… ya sabes, estoy en la sierra.

—Si, con Graciela.

—Si. Esto es… en fin, es difícil estar aquí, está lleno de recuerdos y… estaba pensando en ti, en nosotros.

—Bueno, esa era la idea ¿no?

—Si, si, eso es.

De nuevo una pausa, es como si hubiese algo por decir que no acaba de brotar.

—Dime.

—Pensé que, cuando nos fuimos quizás habías vuelto a casa.

—Si, volví. Tenía que recoger ropa y algunas cosas —suspira—. Si, estuve allí, ¿por qué?

—No estuve muy afortunado ¿verdad?

—La verdad es que no, la pobre Graciela debió sentirse muy violenta.

—Y tú.

El silencio que siguió me hizo pensar que Carmen se debatía para ahogar la emoción.

—Yo… yo no quería discutir —respondió al fin.

—Lo sé, lo sé, yo tampoco, no sé por qué dije eso.

Carmen espera, espera, siente que Mario no ha terminado esa frase, que está por decir algo más.

—No sé, por un momento pensé que quizás… es una tontería lo sé, pero pensé que a lo mejor… verás, he estado llamando a casa.

—¿Llamando a casa? ¿Qué me quieres decir?

—Pensé que a lo mejor habías vuelto a casa, para quedarte, al menos el fin de semana, pensé que si te encontraba allí podríamos hablar, estaba dispuesto a volver a casa y…

—¿Y dejar colgada a Graciela? De todas formas ya viste lo que pasó, no estamos aún en una disposición de diálogo como para eso, aún hay mucha crispación Mario. Creo que esta conversación que estamos teniendo es un gran paso, es la primera vez que logramos hablar sin tirarnos los trastos a la cabeza.

—Es cierto, supongo que ha sido una ilusión que me he montado al estar aquí, son tantos recuerdos…

—Toda una vida Mario, a mi también me ha costado recorrer la casa, tan solo hace una semana y sin embargo tengo la sensación de que hubiera pasado mucho más tiempo.

—Algo así me pasa a mí.

Silencio. Una pausa en la que ambos esperan dar el paso o quizás esperan que el otro sea el que de el paso.

—Voy a ducharme, luego pensamos en algo para comer ¿vale cariño? —susurró Claudia en su oído y le dio un beso en la mejilla.

—Vale —respondió cortante, casi culpable. Una sola palabra con la que intentaba hacer como si Claudia no hubiera dicho todo lo anterior, una palabra cargada de sentido para ella, para Mario, para el resto de la conversación que estaba por venir.

Si el silencio tiene matices éste los tuvo. La interrupción de Claudia sonó a lo que era, el murmullo del edredón al descubrir su cuerpo, el tono meloso de su voz, el roce de los labios en su mejilla. Todo, todo cobró sabor a delito para Carmen.

—No quería interrumpir, mejor te dejo —dijo por fin Mario con tono seco.

—Mario, no interrumpes nada.

—¿Seguro?

—Por favor, estamos hablando como hace tiempo que no hacemos, no lo estropeemos ahora.

—Es igual, ya había acabado.

—Mario, es importante, esto es importante.

—No sé, ahora ya me parece un poco absurdo.

—¿Por qué, porque estoy viviendo con una amiga?

—¿Es eso lo que haces, vivir con una amiga?

—¡Por Dios Mario!

—No sé quién eres Carmen, me cuesta reconocerte.

—Yo tampoco, a veces no sé quién soy, el problema es que tampoco te reconozco, has cambiado, mucho y si no ponemos freno a esto puede llegar un momento en el que ya no tengamos nada en común con los que fuimos.

El silencio, de nuevo el silencio. Tenía que hacer algo para reconducir aquello antes de que ese silencio condujera al cierre de la comunicación.

—Me he mudado, estoy viviendo con una amiga, era el plan original.

—¿La conozco?

—No, no la conoces.

—Ya, nuevas amistades —la ironía de su voz cargó de ansiedad a Carmen, le estaba perdiendo, otra vez le estaba perdiendo.

—No empieces, no lo estropees.

—¿Crees que no se nota a través del teléfono? ¿Desde cuando estás con ella?

—Por favor Mario, no me hagas esto.

—¿Que no te haga qué? ¿Estáis en la cama, verdad? —Carmen exhaló profundamente ante lo inevitable.

—¿No vas a parar verdad?

—¿En qué te has convertido Carmen? —Cerró los ojos, otra vez, estaba sucediendo otra vez.

—¿No me lo vas decir tú? Seguro que lo tienes en la punta de la lengua.

—No sé Carmen, no entiendo la vida que llevas, desde que te fuiste has cambiado, no pareces tú.

—¡Y tú qué sabes! ¿te has parado a intentar hablar conmigo? No, te limitas a juzgarme, a insultarme, apenas me dejas hablar, te plantas ante mí con esa expresión de juez y me lanzas tus veredictos.

—Reconocerás que me lo pones muy fácil, el espectáculo que ofrecías el otro día con los dos tipos esos dejaba pocas dudas. Borracha, dejándote magrear ¿qué querías que pensara? Y ahora, en la cama con esa… haciéndote mimos, que te llama cariño y te va a hacer qué, ¿el desayuno? después de hacer qué cosas, ¡Por Dios Carmen, reconócelo, estáis liadas!

—Liadas… ¿Y si lo estuviéramos qué? ¿No es eso lo que querías, no es lo que buscabas que sucediera con Sara?

—¿Lo reconoces entonces?

—¿Y qué si fuera así? ¿qué es lo que te molesta, que no lo puedes controlar, verdad? ¿qué no estás aquí para verlo, es eso verdad?

—Zorra

Por un segundo creyó que ese murmullo había sonado en su mente. Luego, cuando comprendió que ese pensamiento se le había escapado se quedó sin aliento. De nuevo había cruzado los limites.”

—Graciela me escuchó. Supongo que estaba tan alterado que acudió a ver qué sucedía. Estaba en la puerta cuando me oyó llamarte… No.

Soy incapaz de terminar la frase. Debo hacerlo, la terapia lo exige. Pero no puedo.

Súbitamente me cogió de la mano con tal intensidad que me sacó del bloqueo.

—Vamos Mario, me has escuchado reconocer cómo he follado, cómo me han dado por culo, cómo he mamado pollas.

—¡Joder Carmen, qué estás diciendo! —exclamé totalmente abatido. No podía soportarlo, comencé a levantarme cuando ella me lo impidió.

—¿Por qué crees que utilizo este lenguaje, para hacerte daño? Claro que no, deberías saber lo que estoy haciendo: Terapia de realidad, asumir los hechos, es la única manera que tenemos para poder superarlos: Afrontarlos, asimilarlos y seguir adelante. Y no me está resultando fácil. Ahora te toca a ti. Vamos.

Lo sé. Llevo todos estos días repitiéndome como un mantra cada vez que la escucho en toda su crudeza contar sus experiencias, «Es necesario, es terapia, solo es terapia». ¿Y ahora voy a ser tan cobarde y me voy a resistir a asumir mi papel?

—¡Vamos! —Insiste apretándome la mano como si fuésemos a saltar al vacío.

—Me oyó llamarte… ¡Dios!

No podía hacerlo, sabía lo que tenía que hacer, lo había hecho ciento de veces con mis pacientes; sin embargo ahora estaba bloqueado. Frente a ella no podía repetir lo que ese otro Mario, aquél al que no quería reconocer le había dicho. No podía volver a representar ese papel.

—Vamos, sabes que es necesario.

—Graciela estaba en la puerta, yo no lo sabía. Me escuchó llamarte… zorra.

Una nausea que trascendía mi estómago me invadió ocupando todos mis sentidos. Me pasé la mano por la frente en un gesto que como bien sé, pretende borrar los hechos, evadirse del momento presente, huir del aquí y el ahora. No podía mirarla a la cara. No era simplemente una palabra, era como si volviese a ser el Mario despreciable que fui.

—Otra vez, repítelo.

¿Por qué? Preguntó el paciente. Porque es como debe ser para avanzar, respondió el clínico.

—Estaba detrás de mí. ¡Joder!; Me oyó como te insultaba, cómo te decía, cómo… zorra. Carmen, yo no…

—Calla —detuvo con serenidad y firmeza el amago de disculpa. No era ese el rumbo que debía tomar.

—Repítelo, sin interrupciones. Y mírame a la cara.

Así es como tiene que ser, pero duele tanto. ¿Tanto como le debió de doler a ella?

—Vamos.

—Graciela estaba en el dintel de la puerta, me escuchó como te llamaba zorra.

—Otra vez; mírame, dímelo.

Busqué su mirada. Mi niña, mi mujer; iba a hacerlo. Mis ojos suplicaban…

—No, así no, no me pidas perdón. Sabes que no es así como debes hacerlo.

Respiré hondo, bajé la mirada, recompuse la expresión de mi rostro, intenté serenarme. Ahora sí, era yo el que me disponía a reconocer lo que hice, lo que dije. Levanté la mirada y la encontré.

—Zorra.

Me rompo por dentro, algo se hace trizas. Consigo no desviar los ojos, mantener la mirada clavada en el rostro de Carmen que no hace ni un gesto. Es la terapeuta, yo veo a mi esposa.

Tiemblo.

Ese hombre… Le veo, sé que fui yo, puedo sentir su desprecio dentro de mí. ¿Cómo fui capaz?

Expulso el aire como si hubiese estado conteniendo la respiración. Hubiera deseado evitar esa mirada profunda que no me juzga aunque tampoco expresa emoción alguna. Eso es lo que más intimida. La terapeuta me escrutaba. Raúl me había analizado así más de una vez y lo pude sobrellevar con cierto éxito; superé el pudor de abrirme al colega, al conocido y me aferré a la idea de que estaba frente a un profesional.

Pero ahora era Carmen. Esposa, amiga, confidente y sobre todas las cosas víctima del animal en el que una vez me convertí. Target en la sesión que estábamos teniendo y terapeuta al mismo tiempo. Cada vez me asombraba más cómo ella había podido hacer convivir ambas facetas en soledad allí, en la montaña.

Cogió el cuaderno e hizo unas rápidas anotaciones, esto me sacó de mis pensamientos.

—Volveremos a este punto —Lo cerró y lo dejó sobre la mesa—, ahora debo continuar.

—Cinco minutos.

Pareció sorprendida; luego, como si cayera en la cuenta de algo obvio hizo ademán de disculparse

—Claro, como no.