Diario de un Consentidor 107 - Sexo, mentiras y...

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Capítulo 107

Sexo, mentiras y lo que pudo ser

Jueves, 13:30

—Lo primero que debemos hacer al volver a Madrid son unos análisis. Tanto tú como yo hemos estado expuestos a un riesgo importante, sobre todo tú pero no eludo mi responsabilidad. Pongo la mano en el fuego por Carlos y por Doménico, quizá por Tomás, no puedo estar nada segura del resto.

—¿Del resto? ¿Puedes ser más concreta?

Sus ojos me traspasaron.

—¿Necesitas ese dato ahora o es solo para joder?

Desvié la mirada, tenía razón, había sido una salida fuera de tono.

—Disculpa, no tiene sentido. El mayor riesgo lo he asumido yo, debería haber pensado en hacerme un control hace tiempo.

«Y tú» pensé, pero no era momento para abrir un nuevo frente.

—No solo me has puesto en riesgo a mi, piensa en Graciela o en Elvira ¿En qué estabas pensando?

En qué estaba pensando, dice. ¡En qué estábamos pensando! Ambos hemos ignorado las más mínimas normas de seguridad, esas que estamos hartos de repetir a diario. ¿Qué ha sucedido para que nos hayamos lanzado a actuar a ciegas de una forma casi suicida?

—Tema cerrado. Punto dos: La mentira es una apuesta que tiene sus costes, has dilapidado un capital que te va a costar recuperar Mario, y eso solo se consigue con tiempo y con esfuerzo. Lo siento pero es así.

—Lo sé Carmen, no te voy a decir nada que no sepas, lo hemos vivido en clínica infinidad de veces. Nunca creí que me vería en esta situación, nunca pretendí mentirte; he hecho  lo que he visto en tantos casos, dejar que el tiempo construya una mentira por no actuar a tiempo. Y eso no le quita gravedad.

—Luego está tu conducta; por mucho que lo disfraces de trabajo de campo lo que fuiste a hacer allí es simplemente vivir una experiencia sexual, no te engañes.

—Así es como te lo he contado.

—Enfoquémoslo desde ese ángulo.

—¿Quieres decir que seguimos adelante?

Aquella pausa no debió de durar más de cinco segundos pero fue el lapso más angustioso que recuerdo.

—¿Te parece que yo no he cometido errores? Solo te pido una cosa. No me vuelvas a mentir Mario, no vuelvas a hacerlo. Jamás.

Asentí en silencio. Tuve que contener la emoción que me impelía a lanzarme a sus brazos, pero no era el momento ni creo que hubiera sido bien recibido.

Tomó el bloc y repasó las notas que había ido tomando durante mi narración; avanzaba, volvía hacia atrás, comprobaba minuciosamente. Comenzó a hablar en voz baja, como si lo hiciese para sí misma, sin despegar los ojos del cuaderno.

—Te describes con detalle. Si, en algún sentido también hiciste un trabajo de campo.

Continuó leyendo; al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos alzó la mirada.

—Podías haber entrado en la sauna con una actitud, digamos… de cazador, como hiciste en el bar donde encontraste a Graciela, sin embargo veo una conducta radicalmente distinta, casi femenina. En cuanto percibes el acercamiento de —buscó en las notas—, Ramón,  sin los recursos del varón a tu disposición te sentiste indefenso. En la sauna del gimnasio una aproximación de este tipo te hubiera disparado otra reacción muy distinta, hubieras sabido lo que tenias que hacer. Sin embargo allí, en una sauna gay estabas sin recursos y te sentiste —me miró directamente a los ojos—, indefenso.

—Es cierto.

—Disponías de dos alternativas; pudiste adoptar la conducta del gay activo que busca acción, sin embargo derivaste hacia una conducta pasiva, femenina, de indefensión.

Me sorprendió que equiparase conducta femenina con pasividad e indefensión pero no era momento para el debate.

—En ningún caso entré allí a buscar nada Carmen, yo solo quería…

—Estudiar conductas ya, ya sé. Esa es la racionalización que haces de tus deseos. La realidad es que, enfrentado a una determinada situación reaccionaste como mujer.

No fui capaz de responder.

—Y comenzaste a comportarte como tal; gestos, evitación, miradas.

—No, yo no hice eso —protesté.

Por toda respuesta acudió a sus notas y comenzó a leer.

—«Me levanté y sacudí los brazos para liberarme del sudor, caminé unos pasos y me limpié la frente, me retiré el cabello con ambas manos hacia atrás y aproveché para estirarme desentumeciendo los músculos.

Alcancé la pared opuesta y al volverme  descubrí que me seguía sin dejar de mirarme. Tenía mi estatura y complexión aproximada aunque le sobraban unos cuantos kilos, su pelo escaseaba en la frente y abundaba en pecho y hombros.

Se había dado cuenta de mi breve inspección. Evité sus ojos y seguí paseando por la sala haciendo algunos ejercicios de estiramiento, pero él me buscaba, provocaba situarse frente a mí. Intenté encontrar una conducta adecuada a aquella situación porque ya no podía seguir fingiendo que no me daba cuenta de su acoso.

Y ahí le tenía otra vez frente a mi, con esa sonrisa de ligón en la cara. De nuevo desvié los ojos y caminé despacio hacia mi derecha mientras recogía mi cabello hacia atrás con las dos manos pensando ¿por qué continua acechándome si no estoy respondiendo a sus miradas?

¿O acaso si lo estaba haciendo?»

Carmen me miró. Mis palabras hablaban por si mismas, era una conducta que si la ponía en boca de una mujer podía parecer un coqueteo. Sin embargo yo intentaba todo lo contrario.

Me sorprendí ¿Así de equivocadas interpretamos las conductas de la mujeres?

Continuó leyendo.

—«En mi intento por pasar desapercibido había cometido un error, ahora mi lugar en aquel micromundo estaba claro: para los que habían seguido atentamente el asedio yo había optado por el rol de hembra.»

—Si, tienes razón, me di cuenta.

—Pero no lo rechazaste, creo que comenzaste a sentirte cómodo en tu papel. ¿Cuándo lo asumiste?

—Ya te lo he dicho, cuando amagué con irme; fue cuando decidí que quería experimentar de algún modo lo que tú vives como mujer. Absurdo ya lo sé.

—Son tus razonamientos, no los míos —puntualizó.

Retrocedió una página y leyó despacio.

—«La experiencia liberadora de abandonar la conducta masculina por un instante y abrirse al rol de hembra y aceptar ser el más guapo de todos, el mejor cuerpo, el más deseado, el que más excitaba a los mirones. Y dejarse mirar como si uno no se diera cuenta, y coquetear.»

—¿Eso he dicho?

—Ni más ni menos.

—¡Vaya!

—Sin duda debías ser el más guapo en la sauna, eso me lo creo. La más guapa, diría yo.

—¡No digas eso! —protesté avergonzado.

—¿Qué te pasa, te hace sentir mal?

No pude responder. ¡La más guapa! Me había avergonzado si. Al mismo tiempo una extraña emoción, algo que nunca había experimentado estuvo a punto de sobrepasarme.

—La más guapa; no improviso Mario. La más guapa porque enseguida adoptaste el rol femenino.

Esperó inútilmente a que yo reaccionase. No pude, no tenía una respuesta para lo que me hacía sentir.

—Ramón te empezó a tratar de “nene”, lo mismo podía haberte llamado nena.

—¡Calla! —rechacé apartando la mirada.

—¿Qué tal te sentó? —preguntó ignorando ese brote de pudor.

—Me sentí… dominado; a esas alturas ya me tenía agarrado y yo a él, era…

—Agarrado —recalcó—, qué eufemismo para no hablar claro; ¿todavía te cuesta?

Hice como que no la había escuchado y acabé la frase.

—Era cuestión de segundos que nos vieran.

—Que fuera público, que se supiera que eras un marica.

—¡No! —protesté.

—Para los demás lo eras, lo que tú creyeses no importaba, eras un marica tocándole la polla a otro marica.

—Si, eso es lo que pensarían.

—Pero no lo impediste.

—No, no lo hice.

Carmen ojeó de nuevo sus notas.

—Al contrario, cuando Ramón comenzó a mamarte la polla y el mirón se acercó, no dudaste en masturbarle. Eras un marica al que le chupaban la polla y que le hacia un paja a otro marica ¿no es cierto?

La miré angustiado ¿Por qué esgrimía tanta crudeza?

—Si.

—Le acariciaste el culo, la polla y luego se la chupaste. Tu primera polla ¿qué te pareció?

—Apenas la tuve en la boca, en cuanto noté el sabor la retiré y seguí pajeándole.

—Ya, ya; ¿te gustó?

—Si, me gustó, me gustó —respondí agobiado por su asedio—. Hubiera querido seguir hasta que…

Esperó; supe que no iba a continuar mientras no acabase la frase.

—Hasta que se corriera en mi boca.

—Es una sensación brutal, tienes que probarlo Mario.

Me quedé desconcertado. Por un instante dejó de ser la terapeuta y regresó la cómplice, la compañera; fueron unos pocos segundos durante los que compartimos una experiencia única.

Pero solo fue un instante. Luego, como si hubiera cometido una falta desvío la mirada y se recompuso.

—Hay algo que me sorprende, tu salida del baño de vapor; a ver  —dijo buscando un pasaje que había escrito en su cuaderno —, «Me llevaba de la mano y no me quedaba más remedio que caminar detrás de él entre la gente. Pensé que hacía una especie de confesión, una declaración: ”Soy bisexual pero no lo entenderíais, así que acepto que me veáis como un homosexual, un maricón de la mano de otro maricón, ¿por qué no? No me importa, yo sé quién soy y vosotros no me conocéis ni me vais a conocer”»

Me miró esperando una confirmación a esta escena, yo guardé silencio.

—Te llevaba de la mano, ibas detrás de él. Haces hincapié en este detalle y a continuación lo justificas porque había gente. No me lo creo.

—¿Qué quieres decir?

—Ahí hay algo más, sino no lo remarcarías. Cuéntamelo.

Intenté revivir la escena. Si, me llevaba de la mano y yo iba un poco rezagado.

Lo sentí, ahí estaba esa emoción que me deparaba ir un paso por detrás de él. Se me ahogó la garganta. Volví a repetir en mi imaginación la escena y lo experimenté de nuevo. Era él quien me llevaba sujeto de la mano y yo le seguía, dócilmente, de su mano.

—Tienes razón, me produjo una emoción muy intensa que me llevase así, de la mano y un paso por detrás. Es cierto.

—¿Qué sentiste?

—Docilidad, algo parecido.

Bajé la mirada, me sentía avergonzado.

—¿Sumisión?

—Si, puede ser, me sentía…

—¿Mujer?

¿Cómo es posible? ¿Mujer? No. Es un sentimiento parecido, no es físico, es algo mental si, eso es.

—No sabría explicarlo, no soy capaz de volcarlo en palabras.

—¿No puedes, o no te atreves?

Me concedió un tiempo, sin agobiarme, por si era capaz de encontrar las palabras que hasta ese momento no había logrado hallar.

—Era un estado mental Carmen, pensaba y me conducía de una manera diferente, menos masculino sí, puede ser pero mujer… no, no creo. No lo fingía, yo… no estaba actuando de eso estoy seguro.

—Lo sé.

—No entiendo qué me sucedía, solo me dejaba llevar de los sentimientos que en ese momento...

—¿Los calificarías de sentimientos femeninos?

—No me atrevo a tanto.

—Pero eran diferentes a tu conducta habitual, conducta de varón.

—Totalmente diferente.

—No hay prisa. ¿Te sentiste bien?

—Si… no del todo. El ambiente era tan sórdido… Por otra parte tenía una sensación de clandestinidad que lo enrarecía todo.

—Ya pero fuera de esas distorsiones ¿Estabas bien?

—Si, muy bien. Aunque pienso que cuando te he estado contando la experiencia me he dejado llevar de las emociones.

—¿Por qué dices eso?

—Al volver a escuchar alguna frase que he dicho me ha resultado demasiado fuerte. Eso de asumir el rol de hembra… no sé.

—Lo has dicho y creo que fuiste sincero. Puede que ahora te avergüences, solo es un pudor que surge al enfrentarte a una realidad que te cuesta asumir. Has dejado aflorar una parte de ti femenina; tu parte de hembra, podríamos decir y durante algún tiempo sufrirás momentos de rechazo, es normal, tú lo sabes.

—Yo no pretendo travestirme ni atiplar la voz ni adoptar gestos de mujer, lo respeto pero no lo comparto. Nada de eso entra en mis planes de futuro.

—Tus planes de futuro. ¿Cuáles son esos planes?

—¡Si yo lo supiera!

—No es cierto, alguna idea tendrás.

—Esta experiencia me ha enseñado algo pero no es la vía por la que quisiera avanzar.

—Me tranquilizas —dijo envuelta en una sonrisa.

—Ya. ¿Sabes? Cuando me contabas tu experiencia con Irene sentí envidia, envidia sana.

Nos miramos en silencio trasmitiéndonos ternura.

—¿La utopía? Conocer a alguien con quien compartir una iniciación tranquila, segura. Alguien equilibrado que me guiase, como Irene te ha guiado a ti. No estoy pensando en una relación estable, no es eso sino alguien con quien me pueda…

—¿Entregar?

Se me erizó la piel, no había encontrado la palabra adecuada para acabar la frase sin embargo Carmen había dado en el clavo. Observó el estupor que me había producido.

—¿Es eso, verdad?

—Si —dije casi en un susurro.

—Entregarte como una mujer se entrega a un hombre.

Me resistía a aceptarlo.

—¿Es eso? —insistió.

—Si.

Me dejó que asimilara lo que acababa de descubrir. El tiempo dejó de importar. Frente a frente nuestras miradas, nuestros rostros serenos hablaban por sí solos.

—Todo llegará, en estos casos las ocasiones no hay que buscarlas, sería lo peor que podrías hacer. Estás receptivo, deja que el tiempo haga su labor.

Me miraba con una serenidad que transmitía tanta calma…

—Irene dice que tengo mirada de lesbiana y es verdad, no me había dado cuenta. Ahora miro a las mujeres de otra manera, me fijo en ellas como no lo había hecho antes, si tienen un buen culo lo aprecio, si veo un pecho bonito me gusta, y no hablo desde un criterio estético. Una noche estábamos cenando y entró una pareja, ella lucía un escote que dejaba al descubierto las clavículas de una manera que me sedujo. La miré demasiado sin ser consciente de ello y se dio cuenta al punto de sentirse molesta; fue esa noche cuando Irene me lo dijo. Miro a las mujeres con deseo, supongo que como lo haces tú, apreciando las formas desde un punto de vista erótico.

Sonreí al comprender el mensaje. Quizá yo entrase en ese terreno y comenzase a ver en los hombres un lado erótico que hasta ahora no había captado.

—Habrá que tener cuidado.

—Esa forma de mirar es en si misma un lenguaje, ten paciencia.

Me estaba dando las claves.

—¿Entonces tú crees que es cuestión de tiempo?

Un par de segundos, esa mirada cómplice y…

—A ver donde miras cuando te duches en el gimnasio.

Rompimos reír. Carmen es muy  sabia, había logrado romper la tensión y de paso dejaba en mi terreno la respuesta.

—No soy homosexual —dije cuando la calma volvió tras la descarga emocional.

—Ni yo soy lesbiana, supongo que te has dado cuenta estos días, pero me muero por volver a estar con Irene.

—No me siento cómodo hablando así.

—¿Así, cómo?

Tuve que pensar las palabras y buscar los pensamientos que me turbaban.

—Entregarme como una mujer, mirar con deseo a otro hombre; no sé, son ideas que cuando las expreso me hacen sentir… liberado pero a continuación surge una especie de rechazo, una incomodidad que me recuerda quien soy y que me hace dudar de lo que acabo de expresar.

—Ya, el varón que se revuelve contra el nuevo hombre que comienza a nacer en ti. Me escuchas hablar de mi vida con Irene, de mi iniciación con ella y te emociona, te parece hermoso por no decir que te excita; sin embargo esa misma experiencia trasladada a ti se convierte en algo… ¿aberrante? Si, creo que esa es la palabra que el machismo le otorgaría.

—Puede que sea eso, el caso es jamás he hablado en esos términos y cuando pienso lo que he dicho me resulta difícil aceptarlo. ¿Te imaginas a mi padre o a mis hermanos si me escucharan?

—Puede que la próxima vez que tengas una experiencia bisexual sufras un rechazo parecido al que tuviste tras la salida de la sauna, debes tenerlo en cuenta; por muy diferente que sea la experiencia puede que el efecto rebote… Si, podemos denominarlo así —argumentó al ver mi sonrisa—. El efecto rebote te puede conducir de nuevo a una reacción límite.

—¿Crees que puedo volver a actuar como lo hice cuando escapé de la sauna?

—Podría ser, en menor grado pero debes estar preparado para una reacción en sentido inverso.

—No voy a salir a ligarme a nadie —bromeé algo nervioso.

Nos quedamos en silencio; algo en su mirada me interpelaba.

—Ni creo que vuelva a utilizar el sexo contigo para reafirmarme, de eso estoy seguro.

Esta vez no hubo ni un ápice de humor en mi voz.

Sonreí al ver la emoción pugnando por desbordarse en su rostro.

Cuando nuestras bocas se separaron me quedé un instante observando a esa mujer que a pesar de todo el sufrimiento estaba luchando por reconstruir nuestra pareja.

—¿Crees que algún día llegaré a ser tan libre como tú?

—Libre, libre… Somos científicos Mario, no nos perdamos en filosofías. Reformúlame la pregunta como es debido e intentaré contestarte.

¡Qué canalla! Aunque si, tenía razón. Somos científicos, positivistas, racionalistas y…

—¿Crees que en algún momento voy a llegar a ser tan consecuente como tú?

—La pregunta está bien formulada pero me sobreestimas cariño, no he sido nada consecuente en los últimos tiempos y no sé si en el futuro lo lograré. Creo que predico mejor para los demás que para mí misma. Haz lo que digo pero no lo que hago, ya sabes.

—Entre los dos sumamos fuerzas.

—Hacemos equipo, si.

—Siempre lo hemos hecho.

—¿Incluso en esto? Es lo más difícil y desconocido por lo que he pasado jamás.

—Por eso lo vamos a hacer juntos cielo.

Cogidos de la mano nuestras miradas hablan. La tormenta ha pasado, puede que las consecuencias estén por verse aún. Soy consciente del daño que he causado a nuestra relación pero sé que, aunque tardía, la verdad siempre es curativa.

—Hay algo que me ha sorprendido.

Carmen me interroga con esa expresión tan suya; eleva ligeramente las cejas, tuerce un poco el cuello y en un segundo parece rejuvenecer diez años.

—Te he escuchado hablar del rol femenino desde una perspectiva casi machista; no me lo esperaba; no quise interrumpirte, no era el momento pero me has dejado de piedra; cosas como que yo había asumido el rol de hembra por pasearme delante de Ramón. Has llegado incluso a definir mi conducta como femenina, hablabas de «entregarse como una mujer se entrega a un hombre»; has afirmado que he reaccionado como una mujer, luego has llegado a tratarme en femenino, “guapa, nena”; no sé Carmen me ha resultado tan impropio de ti.

—Sobre lo primero ya te lo he dicho, son tus razonamientos no los míos, te he leído tus propias palabras. Y con respecto a lo demás, han sido herramientas para hacer que expreses lo que sentiste en aquel momento, para forzar el debate sobre algo que te cuesta volcar. El arquetipo femenino que ronda por tu cabeza de varón es el adecuado para tratar lo que estamos manejando; tenía que hablar tu mismo lenguaje machista si quería conectar.

—Mi lenguaje machista — reconocí con pesar.

—Si Mario, así es.

—Lo entiendo pero comprenderás que me resultase sorprendente escucharte hablar así.

—Ya. La feminista hablando de la hembra receptiva que se pasea delante del macho ofreciendo la grupa, ¿no? Pura antropología por otra parte, sumergirte en el entorno que estudias, adoptar las formas, el habla; es lo habitual.

—Tienes razón.

—No le des más vueltas, negar lo que hiciste y lo que otros y otras hacen y no ponerle nombre sería absurdo.

Nos levantamos. El clima entre nosotros ha cambiado radicalmente.

—Hacemos una pausa, ¿media hora? —propone Carmen.

—Está bien, necesitamos un descanso.

Salgo al porche, hace calor estoy pensando en cambiarme y ponerme algo más ligero cuando la veo salir con la bicicleta.

—Voy a dar una vuelta a ver si me despejo.

Me quedo mirando como se aleja. Si, quizá sea lo que nos conviene ahora, tomar distancia durante un tiempo, despejarnos. Permanezco apoyado en la piedra, no quiero pensar.

Es difícil. El zen me enseñó a dejar la mente en blanco mas hoy no es un día en el que pueda llegar a ese estado dejándome llevar. Abandono, cualquier intento desemboca en un vano esfuerzo.

Acuden en mi ayuda Marta y Alfonso, nuestros vecinos; llegaron anoche. Charlamos; estarán hasta el domingo; a ver si quedamos a cenar uno de estos días; «si, por qué no» respondo a sabiendas de que no va a ser así. Me atrae Marta, siempre me ha gustado pero hoy la he mirado de otra forma y me temo que se ha dado cuenta. ¡Qué error!

Pasan de las tres cuando veo aparecer a lo lejos la bici de Carmen; sigo en el porche leyendo con una cerveza al lado. No he caído en la hora hasta este mismo momento y se dispara en mí un leve malestar que me sorprende. No hay prisa y el hecho de que la media hora que acordamos se haya alargado es algo nimio. No me gusta mi reacción.

—¡Ya estoy aquí! He comprado algunas cosas para comer.

Viene sudada, hermosamente sudada. Me da un beso y dejamos la bolsa de la tahona sobre la mesa. Una empanada aún caliente, hojaldres y algunas otras delicias.

—Anda, saca un mantel mientras me doy una ducha rapidita.

Voy colocando todo y cuando escucho el rumor del agua no me puedo controlar; salgo al jardín, lo rodeo y tomo distancia, quiero comprobar si…

Si, ahí está; la ventana del baño entreabierta, su espalda enfocada por los rayos del sol, las gotas de agua corren por su piel y relumbran como piedras preciosas. ¡Qué imagen más erótica! Se gira, queda de perfil y puedo contemplar la forma perfecta del pecho que recibe el impacto del potente chorro. Su mano izquierda lo acaricia, lo enjabona mientras el brazo derecho permanece en alto para dejar que el agua la empape. Tiene los ojos cerrados, ajena a mi contemplación y…

Miro hacia atrás. No, no hay nadie pero bien podría haber, si. ¿Decepción?

Silbo, no me escucha, insisto con más fuerza y me mira. Sonríe, se apoya en el alféizar y me lanza un beso, luego se vuelve y continua con la ducha; de vez en cuando gira el cuello para comprobar si el espía permanece. También lanza una mirada más allá. ¿precaución, curiosidad morbosa?

La dejo sola en su ventana; me entretengo en colocar la bicicleta. Y fantaseo.

El ausente

Comemos con ganas; el corte ha servido para hacer punto y aparte. Hace calor y Carmen recupera nuestros planes de construir una piscina; discutimos el emplazamiento, es una vieja disputa no resuelta. Antes tendré que cerrar con mis hermanos la compra de su parte de la casa, le recuerdo.

Todo normal, tan normal que me asusta.

Solo al final, cuando entra para hacer café me preparo para la tarde. Quedan sombras fuera de foco que se escabullen cada vez que he intentado alumbrarlas. Carmen está reacia pero no creo que vaya a encontrar otro momento más adecuado para abordar una parte de nuestro pasado reciente que necesitamos poner en común.

La espero en el salón sentado en la mesa alta repasando mis notas. Había subido a cambiarse; «tengo frío» dijo tras tiritar bruscamente. La tarde comenzó a nublarse y baja con una sudadera gris.

Se sentó frente a mí, en silencio, esperando a que dejara de estudiar mis apuntes.

—Se nos echa el tiempo encima, estoy revisando las notas que he ido tomando durante estos días y tengo la impresión de que nos estamos saltando un par de temas.

—¿Si?

—Si. Por decirlo de alguna manera: Dos figuras trascendentales; han surgido varias veces en las sesiones y explícitamente las has vetado.

Percibí el cambio instantáneo en la expresión de Carmen, sus ojos se ensombrecieron, se movió en el asiento de esa forma que evidencia el deseo de huida; tensó las facciones. No, no quería eso.

—En realidad si se ha hablado de ellos de una forma velada, a través de terceros –continué, ignorando esas señales—. Uno de ellos es Carlos.

—No quiero hablar de eso —cortó inmediatamente.

—Pero yo sí y sabes que es necesario.

Por un instante pensé que la sesión se había terminado antes incluso de comenzar. Estuvo a punto de levantarse pero en el último momento aflojó la tensión de sus manos; me miró intentando contener la irritación que le había provocado la mención a Carlos; su cabeza oscilaba levemente hacia un lado y otro.

—¿Por qué, por qué quieres hacer esto?

—Porque si no estaremos dejando cabos sueltos, la terapia estará incompleta y lo que hemos venido a hacer aquí, salir limpios, estará condenado al fracaso. Lo sabes tan bien como yo.

Mantenía las manos sobre el borde de la mesa, no me miraba, continuaba negando con la cabeza como si se resistiese a aceptar lo inevitable.

—¡Joder! —murmuró dando una palmada.

Se levantó y comenzó a dar bandazos por el salón, podía escuchar su respiración agitada. Acabó por acercarse a la mesa, apoyó las manos y se encaró conmigo.

—¿Ahora quieres hablar de Carlos, precisamente hoy?

—¿Cuándo si no? ¿Cuando estemos en casa, dentro de un mes, dos, tres meses? ¿Lo dejamos pendiente? Sabes que no es posible.

Se volvió a sentar como si hacerlo le costase un esfuerzo enorme.

—¿Sabes lo que sucede? Que para tratar ese tema necesito confiar en la persona con la que hablo. O tener un interlocutor limpio, nuevo, que no esté sesgado por lo que ya conoce de mí y de mi vida. Por eso me fue tan sencillo abrirme a Doménico y a otra gente que apenas me conocía y que estuvieron dispuestos a escuchar sin juzgarme. No es que lo necesitara, solo quería dejar de hablar conmigo misma y con la náufraga. Sabes tan bien como yo que convertir los pensamientos en palabra tiene por sí mismo la capacidad de hacernos entender.

Se detuvo y me miró, supongo que calibrando el peso de lo que estaba por venir.

—El día que te necesitaba no te tuve, ese día te busqué y cuando por fin te encontré vivías en una nube de ligereza y vanidad por haberte ligado a Graciela. Al llegar a casa me arrastraste a una sesión de sexo duro a la que me sometí por despecho y, todavía hoy no sé muy bien por qué otras razones más. Ese día era el momento de hablar de Carlos; ese día, mientras tú estabas…

Se debatió para encontrar una frase que no me insultara.

—Mientras tú probabas tu manida teoría de la bisexualidad en esa sauna, yo te necesitaba.

Me sentía hundido, no tenía argumentos para refutarla, había malgastado todo mi crédito. Y ella exponía sus sentimientos sin acritud, sin violencia, con una pena que me desgarraba.

—Ahora mismo no tengo la confianza necesaria en tí para hablar de lo que ocurrió entre Carlos y yo. Ni como marido, ni como amigo, ni como psicólogo. Lo siento, no es una venganza, ni es resentimiento; creo que me conoces lo suficiente. Es algo más profundo, me resulta imposible tener esta conversación. Ahora mismo no. Puede que con el tiempo la recuperes pero ahora…

—Pero ahora te escabulles, huyes como cualquier otra paciente, lo que pasa es que eres mucho más hábil construyendo estrategias de escape. No me engañas, si quieres huir hazlo pero dilo, no seas cobarde.

—Te estás equivocando.

Fría, seca, contundente. Aquella frase me llegó como una advertencia. Tuve que hacer un gran esfuerzo para sobreponerme y continuar.

—Ni mucho menos, puede que tengas razón en todo lo que has dicho; tu marido es un cabrón que te falló en un momento muy duro; se metió en una sauna gay luego se ligó a una mujer y no atendió tus llamadas cuando más lo necesitabas. Pero ahora no estamos a eso. Si has sido capaz de verbalizar lo que te sucedió con Carlos esa tarde ante otras personas puedes hacerlo ahora con tu terapeuta. Olvida a tu marido, habla con tu psicólogo. Sabes hacerlo, eres capaz, lo has estado haciendo a diario en la montaña.

—¿Crees que me resulta sencillo dejar de verte?

—No lo es pero la realidad es que tienes miedo. ¿Por qué, si no lo tenías cuando hablabas de esto con Doménico o con Tomás?

Estaba cada vez más agitada. Tenía que forzarla.

—Dime, por qué.

—¡De acuerdo! —me hizo callar alzando las manos.

Y comenzó. Un relato duro, difícil, interrumpido a veces por la emoción que le provocaba evocar aquel desencuentro.

“Carmen se movía por la alcoba guardando la ropa que se acababa de quitar, se disponía a desabrocharse el sujetador cuando sonó el móvil.

—Buenas tardes cariño ¿Qué hace mi princesa hoy?

Carlos la llamaba por tercera vez en el día. No le disgustaba su insistencia, al contrario, se sentía bien hablando con él, era agradable, tierno, sensual, excitante. Algunos días hablaba más con él que con Mario, incluso varias veces se encontró a punto de llamarle para consultarle cosas personales, decisiones que hasta entonces reservaba para su marido.

Y eso comenzaba a preocuparle. La relación con Carlos estaba a punto de tomar un rumbo que no deseaba y que a la vez temía. Cada vez que él la llamaba “amor” una sensación incómoda le recorría la espalda. Jamás le respondió en esos términos y siempre procuraba esquivar sus reproches por eso.

Carlos era su amante, le excitaba pensarlo, le deseaba, moría por volver a acostarse con él. Y le quería, si, pero eso no era amor ni pretendía que lo fuera nunca.

—Hola niño, me estaba arreglando para salir —dijo mientras se desabrochaba el sujetador con la mano izquierda y lo lanzaba al suelo cerca del cuarto de baño.

—¿Ya estás en casa? ¡qué pronto! y sola me imagino.

—Claro.

—Cómo me gustaría estar más cerca para aprovechar estos momentos —Carmen se retiró el pelo de la cara y sonrió dispuesta a seguirle un poco el juego.

—¿Si? ¿qué crees que harías?

—Correría a tu casa, te haría el amor, besaría cada rincón de tu cuerpo, ¡Dios, cómo te deseo! —la excitación que se mantenía latente despertó con fuerza.

—Estás loco.

—Por ti Carmen, amor mío, estoy loco por ti, me he enamorado como un chiquillo.

Una desagradable sensación que nacía en su estómago se propagó hacia su garganta y apagó cualquier vestigio de erotismo, el momento que tanto temía había llegado, se recriminó por no haber sabido  pararlo antes. Ahora… ¿qué podía decir, qué debía hacer?

—¿Carmen?

—Si.

—Creí que te habías desmayado o peor aún, que habías salido huyendo.

Carlos intentaba esconder su nerviosismo por lo que se había atrevido a declarar envolviéndolo en bromas, pero el silencio que persistía al otro lado de la línea le hizo cambiar de estrategia, regresó al tono sereno, dulce pero seguro.

—Tan difícil te resulta aceptarlo?

¡No podía creerlo! Estaba dando por supuesto que ella sentía lo mismo, hasta dónde podía llegar la ceguera, la inmadurez  ¿o quizás era pura y simple arrogancia masculina? Si él creía amarla no podía imaginar que ella no le amase ¿cómo iba a ser posible tal cosa?

—¿Qué es lo que tengo que aceptar? —su tono era tenso pero Carlos lo interpretó erróneamente como fruto de los nervios del momento.

—Cariño, lo entiendo, me he precipitado, no es algo para hablarlo por teléfono, tenía que habértelo dicho de una manera más romántica.

—Para, para un momento Carlos, será mejor que no sigas y te tranquilices. Estás muy… no sé, con las emociones a flor de piel y… —Carmen lanzó un profundo suspiro —mira, vas a estropearlo todo, Carlos, anda, déjalo.

Su voz transitó desde la firmeza hasta la dulzura con que una madre corrige al hijo pequeño. Ahora el silencio llegó desde el otro extremo de la línea, Carmen paseó inquieta por la alcoba pensando qué decir para no humillarle.

—Claro, cómo no me he dado cuenta antes, ¡qué estúpido soy! Me he olvidado como te conocí.

El tono seco, cargado de amargura se clavó en Carmen como un cuchillo. En ese mismo instante supo que se acababa de hacer añicos algo entre ellos que nunca podría recuperar.

—¿Qué quieres decir?

—Qué ridículo he estado haciendo ¿eh? Y tú aguantándome.

—No digas eso.

—No, si tienes razón, he estado a punto de estropearlo; tú lo tienes todo muy bien montado: un marido que te quiere y no hace preguntas, está Mario que te trata como a una reina y no te complica la vida con ñoñerías como yo.

Carmen le escuchaba con el corazón roto, sus palabras habían sido mal interpretadas, ¿cómo decirle que le quería de una manera tan cercana al amor que le daba miedo? ¿cómo explicarle que a veces soñaba con una vida utópica en la que su matrimonio se convertía en una unión de tres personas aceptada por todos, visto con normalidad por el resto de la familia y amigos? Ese casi-amor es el que no quería que estropease declarando un enamoramiento que no era posible.

—Mario si que te entiende bien y te conoce y sabe lo que necesitas, como en Sevilla cuando te dejó en aquella reunión con tus amigos y se fue a dormir en vez de llevarte con él, ¿cómo me he podido olvidar en tan poco tiempo?

Carmen se rindió, dejó pasar aquella pausa sin defenderse, sin replicar. Aquel juego que ella misma inventó en Sevilla solo para jugar más fuerte que Mario se volvía ahora en su contra, la supuesta orgía vivida en nuestra imaginación se transformaba en aquel momento en una barrera que la convertía ante Carlos en una mujer vulgar, promiscua, indecente. Ya no era la mujer amada.

—¿No me lo vas a decir? —Absorta en sus pensamientos, había dejado de escucharle.

—Perdona, no te escuché.

—Ya, te preguntaba por tus amigos de Sevilla, si los has visto últimamente.

No parecía él, la falta de respeto o el rencor por el rechazo le cambiaban la voz.

—Que más da Carlos, déjalo ya.

—No me irás a decir que te da vergüenza  hablar de eso, la verdad es que siempre me sorprendió tu capacidad para… digamos, ponérmelo difícil. Aquellos días me tuviste al rojo vivo y al final te escabulliste; eso tiene un nombre poco educado, lo sabes ¿verdad? Pero bueno, como estrategia supongo que funciona, aunque ahora ya no hace falta ¿no crees?

El desánimo, la desilusión, la tristeza, la pérdida que estaba sufriendo… Carmen estaba abatida. Aquél con el que hablaba era un desconocido que la insultaba veladamente.

Se lo merecía, se lo había ganado, había jugado con él, con sus sentimientos, ahora le tocaba pagar por ello.

Esperó en silencio, no tenía nada que decir, ¿qué esperaba de ella, una descripción de sus orgías imaginarias? Hasta entonces no se dio cuenta de las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

—Tienes razón, será mejor que lo dejemos, creo que estoy diciendo demasiadas tonterías. Ya hablaremos.

Carlos colgó sin esperar una respuesta por su parte y ella sintió que ahí se acababa una parte de su vida. Las lágrimas brotaban silenciosas, eran lágrimas de profunda tristeza, de amargura.

Dejó el teléfono sobre la cómoda y se dirigió hacia el baño, en la puerta recogió el sujetador, se despojó de las bragas y las echó al cesto de la ropa usada, abrió el grifo de la bañera y accionó la ducha.

Extendió el brazo derecho para comprobar la temperatura del chorro y se quedó quieta, congelada como una estatua griega durante un largo tiempo que pareció eternizarse.

—Lo he perdido”

¡Jamás había sospechado el drama que vivió Carmen aquella tarde!

Y sola, absolutamente sola.

Miedo, un profundo e irracional miedo comenzó a invadirme. Miedo por lo cerca que habíamos estado del desastre. Empecé a entender desde otra perspectiva todo lo que había sucedido en nuestras vidas a partir de aquel suceso. El profundo desgarro que partía en dos a mi mujer había pasado desapercibido ante mis ojos. ¿cómo pude estar tan ciego?

Y ahora, a plena luz, contemplaba el destrozo al que yo había contribuido con mi egoísmo.

Reacciono, no puedo seguir en silencio.

—No siente lo que dice, ¿no lo ves? actúa por despecho.

Insisto en hablar en presente, no quiero que mi lenguaje dé por perdida esta relación. Carmen me mira con el escepticismo reflejado en su rostro

—El despecho no llega tan lejos; o si, puede que si, ya no lo sé —respondió sin ánimo.

Durante un segundo nos miramos, creo que ambos recordamos al peor Mario que la insultó en repetidas ocasiones. No pude sostenerle la mirada.

—Puede que lleve semanas mortificándose por cada palabra que dijo, sin atreverse a dar el paso para pedirte perdón; sé bien de lo que hablo.

Dejó escapar el aliento con desdén; fue algo tan breve e intenso… que echó por tierra mis argumentos. También supe que de algún modo era la reafirmación de una idea forjada durante aquellos meses: Qué lejos me sentía, qué distante estaba, qué poco la entendía.

—Me dejé llevar de la rabia; contra él, contra mí, contra todo lo que había dado lugar a esa absurda situación. Me sentí tan impotente…

“—¡Idiota, idiota, estúpido, tonto engreído!

Se revolvió con furia y en su arrebato golpeó un frasco de colonia que cayó arrastrando consigo varios otros objetos y con gran estruendo resbalaron por la superficie del lavabo ganando velocidad hasta terminar estrellándose contra las grandes losetas de mármol. Una lluvia de diminutos cristales se extendió por todos los rincones y aguijoneó sus pies descalzos, el ambiente se saturó de una mezcla irrespirable de perfumes y colonias. El fuerte impacto del cristal contra el lavabo actuó como un shock  y se quedó inmóvil, encogida sobre si misma con los brazos cubriendo su rostro mientras un profundo sentimiento de culpa se apoderaba de ella.

La humillación que hasta entonces se había negado a reconocer cobró fuerza en forma de reproche desmesurado; se castigó sin piedad durante unos segundos en los que dio vía libre a un verdugo que, aprovechando aquella excusa, dejó aflorar otros reproches y otras debilidades no confesadas.

—¡Pero qué torpe eres, qué manazas! ¡es que no te fijas en nada, no pones cuidado y así te van las cosas! ¡Idiota!, nunca piensas en las consecuencias de nada, no te fijas en lo que haces y luego te quejas.

Suspiró profundamente, rendida ante las acusaciones que ella misma se estaba lanzando y, sin animo para defenderse, perdida ya toda referencia al origen de los reproches que se estaba haciendo, se dejó vapulear por el castigo.

—Improvisas, das bandazos sin pensar y luego esperas que las cosas vayan bien, que las personas respondan según tus deseos, pero claro las cosas no son así, hoy pareces una señora y mañana aparentas ser una puta y al día siguiente una novia, ¡así como no se va a volver loco cualquiera!

Se dejó vencer por el abatimiento, se agachó y se mantuvo en equilibrio sobre sus pies, apoyó los codos en sus rodillas y de nuevo ocultó su rostro entre sus manos.

—Lo he desquiciado, no he sabido hacerlo, no… no he sabido, no.

Hundida en sus pensamientos, culpándose por no haber sabido manejar la relación con Carlos, se sintió perdida, indefensa, abandonada, triste y sola, muy sola. No quería perderle.

La angustia le atenazó el corazón ¿Y si le llamaba?, ¿y si le contaba la verdad? No, no podía hacer eso, entonces si que le perdería para siempre. Podía jugar la otra carta, la de la fulana, la mujer promiscua que Carlos imaginaba y ella se había encargado de hacerle creer. Le quitaría hierro al enfado y le engatusaría para que la deseara, para que sintiera la necesidad de poseerla.

Se sintió sucia pensando aquello, pero era tal el vértigo que sentía al pensar que cada minuto que pasaba le alejaba mas de él…

El dolor en las articulaciones reclamó su atención, había estado en esa postura demasiado tiempo; cinco, quizás diez minutos. Se irguió y totalmente abatida, se limpió con una toalla los pies e intentó pisar sobre otra para salir de allí. Tenía que hablar con Mario, contarle lo que había pasado, necesitaba refugiarse en él, como cada vez que se sentía perdida. Marcó su número  y  saltó el contestador.

—Llámame, estoy en casa, necesito hablar contigo.

Quince minutos más tarde había logrado despejar el baño y alejar los reproches que la habían sobrepasado. Cogió el móvil de la cómoda e hizo rellamada mientras devolvía los trastos a la cocina. Cuando saltó el contestador lanzó el aparato con rabia hacia el sofá del salón.

Tras protegerse el cabello con un gorro de baño se metió bajo el fuerte chorro encarándose a él como si quisiera ahogarse. Dejó que el agua corriera por su rostro y la empapase, su respiración iba aumentando el ritmo a medida que volvía una y otra vez a revivir la conversación con Carlos.

¿Y ahora qué? Se imaginó lo que sería el futuro sin él y un ahogo le aprisionó el pecho, su respiración se transformó en grandes suspiros con los que amortiguó los sollozos que estaban por brotar. El agua que caía en su cara le impidió saber si lo había conseguido o finalmente la desolación ganaba la partida. No quería saberlo, mejor no saberlo, Carlos no se lo merecía.

Y esa pena que oprimía dolorosamente su pecho, ¿cómo ignorarla?

Respiró profundamente, una, dos, incontables veces, siguió respirando a bocanadas, negando las lagrimas bajo la cascada que rompía en su rostro.

Giró la manilla con brusquedad y dejó que el agua fría cayera ahora sobre su nuca esparciéndose como un helado manto sobre su cuerpo, como afiladas cuchillas rasgando su piel.

Abrió los ojos mientras todo su cuerpo reaccionaba al brutal cambio de temperatura.

El corazón comenzó a bombear con fuerza.

Sus ojos enrojecidos miraban al frente, mas allá de los límites del cuarto de baño.

Desenganchó la ducha y comenzó a dirigir el chorro helado por sus pechos, su vientre, sus piernas… Ya no sentía frío, su cuerpo había reaccionado lanzando torrentes de sangre a la periferia. Dejó la ducha y comenzó a enjabonarse.

Se sentía traicionada por los hombres, quería lanzar un fuerte reproche pero no le bastaban las palabras, ¿cómo expresar lo defraudada que se sentía si nadie la iba a entender?

Nadie salvo otra mujer.

Su piel, sensibilizada por el frío, había respondido al contacto áspero de la esponja. La dejó caer y siguió extendiendo el jabón con sus dedos. Sus manos se adaptaron a sus formas, tropezaron con sus pezones, se deslizaron por su piel.  «Esto es lo que ese imbécil se va a perder»  pensó en un arrebato de orgullo, rabia y desaire con el que intentó en vano mitigar su vacío.

Siguió el contorno de sus caderas y dibujó sus muslos, hasta que sus brazos estuvieron estirados, luego los hizo avanzar hacia el centro y regresaron a rozar su pubis, jugó con el vello cubierto de espuma. ¿Qué sentía Carlos al acariciar su vientre? tan duro, tan plano. ¿iba a ser capaz de prescindir de ella? Sus pezones eran dos rocas por el efecto del agua helada. Apretó sus pechos igual que lo había hecho él tantas veces, como si calibrase su densidad ¡Dios, que tonto era! Cómo se iba a arrepentir.

No tenía ganas de seguir, su cuerpo no respondía, estaba muerta. Se aclaró rápidamente y se envolvió en una toalla. El vaho en el espejo le impidió verse; abrió la ventana del baño y desempañó el cristal con la toalla que dejó en el suelo.

Sus ojos enrojecidos delataron lo que la ducha había disimulado. «Nunca más» pensó, nunca mas iba a llorar por un hombre, jamás volvería a implicarse emocionalmente con un hombre como le había ocurrido con Carlos.

Salió del baño buscando el móvil; necesitaba hablar con Mario, cancelar los planes y refugiarse en él. No lo encontró en la alcoba y se dirigió al salón donde lo halló a los pies del sillón. Dolorida, con el alma magullada, sin importarle nada, abandonó toda precaución y esperó paseando desnuda por el salón hasta que saltó el contestador.

—Mario, llámame, no tengo ganas de salir esta noche, vente a casa en cuanto puedas.

La urgencia de  su voz era suficientemente elocuente como para que no necesitase decir nada mas. Sin duda en cuanto oyese el mensaje sabría que algo le pasaba.

Regresó al cuarto de baño, tomó el frasco de crema hidratante y comenzó a extenderla por su cuerpo; le dolía la cabeza. «Nunca más voy a llorar por un hombre» volvió a jurarse mientras sus manos extendían la crema por su piel con un mimo especial, «Nunca más»”

—¡Oh Dios, Carmen!

En silencio intento superar la culpa que me impide romper las barreras que Carmen levanta con su relato.

—Lo siento, siento no haber estado a tu lado.

—No estuviste Mario, pero no solo entonces, habías dejado de estar mucho antes y Carlos, poco a poco, se fue convirtiendo en el confidente que asumió un papel que te correspondía a tí pero que dejaste de protagonizar. Estabas obsesionado con el juego que habíamos iniciado en Sevilla pero ya no te bastaba con que me acostase con él, cada vez querías más y el acoso que sufrí en el gabinete se convirtió para ti en otro nivel del mismo juego. Yo tampoco lo supe gestionar bien, no eres el único responsable; me dejé llevar y creí que podría manejarlo. Perdí los papeles y me comporté de una manera de la que me avergüenzo. Pero en todo momento quien estuvo a mi lado no fuiste tú sino Carlos y eso le hizo convertirse en algo más que mi amante, pasamos a un nivel donde el cariño toma otra dimensión. Yo no quise darme cuenta o no supe verlo y esa tarde cuando me dijo que se había enamorado me tuve que enfrentar a la inconsistencia de mi doble rol. Por un lado la mujer infiel y libertina que apenas habla de un marido que representa poco o nada en su vida, una mujer enganchada a Mario, su amante, y que no se decide a declarar lo que siente por Carlos; y por otra la Carmen real casada con Mario, un marido ausente y que no es tan libertina como fantasea. Cuando Carlos esa tarde me dijo «Te amo, estoy enamorado de ti» e intentó obtener una declaración de amor no supe como reaccionar. No podía Mario, no podía. La mentira se interponía entre nosotros. Carlos se ofendió y dejo de verme como el amor de su vida y solo vio a la infiel, a la puta que se quedaba en la orgía con tus amigos mientras tú te ibas a dormir.

—¡Oh Carmen, lo siento!

—Por eso te llamé tantas veces; te necesitaba Mario, ¡no sabes cuánto te necesitaba!

—¿Por qué no me lo contaste?

—¿Para qué? En aquel momento no eras precisamente el mejor interlocutor ¿no crees?

A la luz de lo que ahora sabía reviví lo que había sucedido cuando llegué a casa y me horroricé por mi comportamiento.

—Llegaste y…

“Traspasé el umbral del salón. Cruzamos la miradas un instante proyectando con claridad los estados de animo. Si los gestos tienen un papel predominante en la comunicación, nuestras miradas apenas necesitaron de ellos para penetrar en lo más profundo de nuestra mente. Carmen estaba dolida pero serena, su ojos reflejaban una cierta frialdad que se me clavó como un dardo. Yo estaba asustado, me sentía culpable a mi pesar y preocupado porque esa culpabilidad causada por no haberla atendido no pareciese provocada por el encuentro con Graciela.

—Ya estoy aquí —dije tontamente sin haber encontrado mejor frase que rompiera ese intenso examen mutuo.

Carmen permaneció muda mientras se demoraba colocando uno de los cojines del sillón. Por última vez vaciló entre permitir que los reproches brotasen o  atender a su amarga decepción que le infundía una inmensa desgana por emprender una discusión. Al sentirme avanzar rompió su silencio.

—¿Te lo has pasado bien?

Inmediatamente se arrepintió del enfoque que le acababa de dar a lo que sucediese después; parecía un ama de casa ofendida por los devaneos de su marido.

—Lo siento Carmen, no tengo excusa, me lié en el despacho, luego fui al Colegio y al salir entré a tomar un café y…

—Y te pusiste a ligar. No, si no me importa, no te vayas a creer que me molesta, al contrario tú también tienes derecho a follar con quien quieras ¿no lo hago yo? Pues tú también puedes darte el gusto.

Se había levantado mientras pronunciaba estas palabras tan ajenas a su forma habitual de expresarse, recogió el vaso vacío y se dirigió hacia la cocina evitando que me acercara a ella.

Apoyó las manos sobre la encimera y dejó caer la cabeza. No era lo que había planeado hacer y le disgustaba haber actuado así pero los fuertes latidos golpeando su pecho la hicieron consciente del nivel de agresividad que había acumulado durante toda la tarde.  Respiró profundamente varias veces antes de regresar al salón.

Yo permanecía en el mismo sitio, intentando asimilar las consecuencias de mis actos de aquella tarde. Me culpabilizaba por no haber respondido sus llamadas pero la culpa es un sentimiento que se extiende como el aceite y empezaba a manchar todo aquello por lo que no tenía por qué sentirme así. En esa situación no tenía sentido contarle mi paso por la sauna lo cual añadía un grado de culpa más; tampoco podía compartir con ella mi tarde con Graciela.

—Tenía que haberte llamado, lo siento, no me di cuenta de que no estabas bien —dije cuando la sentí entrar al salón.

—¿Tú qué sabes cómo estaba, eh? —exclamó ahogando la voz para no elevar el tono —Me has dado un plantón, has ignorado mis llamadas. Eso, eso es lo que me cabrea Mario, y no que te busques un plan para follar.

Se escuchaba a sí misma y tenía la impresión de montar un caballo desbocado. No quería decir esas cosas, no se gustaba interpretando ese papel, pero no podía hacer nada por controlar el coraje que sentía.

—No he buscado ningún plan y Graciela no es una puta —comenzaba a irritarme esa actitud tan impropia de ella.

Se detuvo en seco cuando estaba a punto de salir del salón y se volvió hacia mí.

—Con que Graciela no es ninguna puta, entonces lo debo ser yo que si soy el plan de un tipo tan falso como tú —caminó hacia mí, yo no acababa de reaccionar ante lo que había escuchado —¿Es eso, verdad? soy una tía fácil, una puta que folla con cualquiera, ¿no?

La discusión se estaba saliendo de cauce, Carmen insistía en cargar el enfrentamiento con alusiones de índole sexual que no solo no acababa de entender sino que comenzaban a molestarme. Tenía que parar aquello.

—Sabes que no he querido decir eso Carmen, estas sacando las cosas de quicio.

Mi respuesta no hizo sino aumentar su enfado.

—Yo soy la que saco las cosas de quicio, tiene gracia, tú llevas un año sacando las cosas de quicio y ahora te atreves a criticarme.

La amargura con la que habló me alarmó, pero pudo más en mi la creciente irritación que sus ataques casi soeces me estaba generando.

—¡Ya está bien, por Dios, deja de comportarte como una histérica!

Nunca he soportado el cliché de histérica con el que se sojuzga a las mujeres cuando se cabrean, es una manera muy machista de ensuciar una discusión cuando lo que faltan son verdaderos argumentos. Ese  y la típica frase “estará con la regla” me producen vergüenza ajena. Sin embargo era yo el que acaba de utilizarlo para detener el mal rumbo que había tomado nuestra bronca.

¿Solo eso? ¿Acaso no me di cuenta del leve tono de superioridad, de arrogante autoridad que envenenó aún mas aquella frase? Si yo no reparé en ello Carmen si que sintió mis palabras en toda su dureza.

La vi frente a mí, mirándome como si no me conociera, como si acabase de descubrir a otra persona oculta bajo un disfraz.

—Vete a la mierda.

Comenzó a caminar hacia el pasillo, detrás de mi. Cuando estaba a punto de dejarme atrás, en una fracción de segundo intuí que si no aclaraba todo en ese instante aquello no sería un simple enfado. Extendí mi brazo para cortarle el paso.

—¡Déjame pasar!

Su voz era firme, cortante y fría; intentó apartar de un manotazo la barrera que había detenido su camino pero resistí su ataque y la sujeté por los hombros.

—Espera, hablemos… — se revolvió con furia interrumpiendo mis palabras.

—¡Te he dicho que me dejes!

Me había estado debatiendo entre la culpa y la irritación, un instante antes quería dialogar, explicarme. Aquel conato de violencia rompió el difícil equilibrio que mantenía y estallé. Con mis manos todavía en sus hombros dominé sus esfuerzos por liberarse y la empujé con rudeza hasta la pared  cercana al pasillo. Carmen luchaba por soltarse pero no lo iba a tener fácil; pegados el uno al otro yo empleaba la fuerza de mis brazos y la presión de mi cuerpo para impedírselo, sus protestas quedaban ahogadas, mis palabras, repetidas como un mantra, apenas tenían ya sentido

—Cálmate, estate quieta, ¡ya!

—¡Suéltame, pero qué estás haciendo!

Estaba ciego. Supongo que la irritación por su forma de enfocar la discusión y la tensión sexual acumulada durante toda la jornada se mezclaron formando algo distinto e impredecible  donde la violencia cobraba protagonismo, donde la sensación de ganar aquella batalla carecía de razones porque era algo más primitivo que la razón. La sentía luchar con todas su fuerzas aplastada contra la pared por mi cuerpo, inmovilizada por mis brazos y cuanto más se debatía, cuanto más violencia ponía en sus intentos más me excitaba.

Carmen no se podía creer lo que estaba pasando, en apenas unos segundos la situación se había descontrolado como nunca antes había sucedido. Más allá del terrible enfado que sentía se encontraba desconcertada, insegura, transitando un camino desconocido.

Intentó separarse de mí pero nada podía hacer contra una fuerza física a la que jamás se había tenido que enfrentar. A pesar de la violencia de mi conducta no se sentía en peligro, seguía siendo yo después de todo. Pero a medida que se encontraba más forzada el enfado se convirtió en ira, ¿Cómo me atrevía a tratarla de esa manera?

La presión de mi cuerpo sobre ella, la agobiante sensación de estar maniatada, despertaron ideas olvidadas. Por momentos se sintió como una niña a la que regañan, inmediatamente la rabia de la opresión le hacía verse como una mujer maltratada, humillada, a punto de ser violada.

A punto de ser violada.

Intentó emplear todas sus fuerzas para escapar de mi, el corazón latía  desbocado, nuestras respiraciones formaban un único jadeo, forcejeamos durante… ¿cuánto tiempo?

No supo cuando empezó, se sentía como en un sueño, la vista nublada parecía mirar a través de un cristal esmerilado, de una gasa quizás. Los sonidos se volvieron lejanos. Ya no sabía con quién ni por qué luchaba, solamente la sensación de peligro, la intuición de estar perdiendo una batalla dominaba sobre todo lo demás.

Ahogada la conciencia, las imágenes se mezclaban en su mente sin orden, sin control, desdibujando la realidad, poco a poco se fue sumergiendo en una pesadilla dejando atrás la realidad.

Estaba luchando, resistiéndose a un acoso del que no podía escapar, creyó sentir manos que buscaban apoderarse de su cuerpo, se sintió desnuda, expuesta al acosador. Le resultó tan familiar que por un momento creyó estar en otra parte, con otra persona que no atinaba a identificar.

Y entonces, un nuevo enemigo se sumó al combate. Una intensa excitación sexual la arrolló sin previo aviso, una oleada de sexo y lujuria la inundó, unos fuertes latidos en su sexo pusieron en tensión todos sus músculos, seguía luchando pero ahora la lucha le provocaba más placer, “más vicio”, pensó.

Tenía que evitarlo, no podía mostrarle al acosador su excitación porque si lo intuía, entonces…

—¿Me vas a violar?

Había notado un cambio en su forma de resistirse, peleaba pero su cuerpo me rozaba de una manera mas intencionada, mas sexual. Lo negué pensando que era mi imaginación  alimentada por mi propia excitación pero ahora sus palabras lo confirmaban.

Apenas hacía fuerza, yo había logrado inmovilizar sus manos que ya no ejercían ninguna presión. La miré a los ojos que me mostraron a una desconocida; era su rostro, sus facciones si, pero ni la mirada ni la expresión pertenecían a mi esposa. Una media sonrisa provocadora nació en sus labios, una sonrisa que jamás había visto en ella.

—¿Es eso lo que quieres, eh? ¿Violarme?

Elevé sus brazos por encima de la cabeza y le sujeté las muñecas con una sola mano; estaba loco, furioso, excitado. No entendí lo que le estaba sucediendo y lo interpreté bajo el filtro de mi propia excitación.

—Eso es lo que quieres tú, puta —respondí al tiempo que mi mano libre se dirigía a la cintura de su pantalón y lo bajaba bruscamente.

Carmen recibió mis palabras como una explosión que atronase sus oídos, sintió caer los pantalones hasta sus tobillos y mis manos bajándole las bragas que quedaron enrolladas a mitad de sus muslos.

Su mente se hundió en una ensoñación de algo ya vivido que se cerró en falso. De nuevo estaba semidesnuda frente al agresor, intentando defenderse del ataque si, pero también de su propia excitación que nunca había querido reconocer.

Cuando mis dedos penetraron de un golpe en su húmedo coño, sintió que por fin sucedía aquello contra lo que tanto luchó, “Puta, puta”, mis palabras resonaban en su cabeza.

Hundí mis dedos sin clemencia, afortunadamente estaba tan mojada que no le hice daño aunque el gemido desgarrado que salió de su garganta parecía decir lo contrario.

Tenía los ojos cerrados, parecía colgar de sus manos apresadas por la mía, sus rodillas forzaban la braga para poder abrirse ante la invasión de mis dedos. Aquella imagen de mi mujer sometida, humillada y entregada me llevó al límite de la cordura.

—¡Así, zorra, ahora vas a saber quien manda!

La locura me dominaba. Creía estar jugando un juego con ella sin saber que en realidad estaba reviviendo una violación no consumada en la que el desprecio del violador había sido más humillante que la violación, tanto como para convertir su resistencia en necesidad, en deseo, un deseo nunca reconocido que ahora se dejaba expresar sin trabas.

—¡Si, si!

La solté para poder despojarla de la ropa, sus brazos cayeron sin fuerza. Cuando intenté bajar las bragas que se enrollaban en sus muslos detuvo mi mano y luego rodeó mi cuello. Mi boca mordía su cuello, mis manos recorrían su cuerpo hambrientas, insaciables.

—Eres una zorra, una calientapollas.

Cada insulto que le lanzaba me devolvía su voz quebrada afirmando, aceptando ser todas y cada una de las cosas que le decía. Seguía luchando por zafarse de mí pero su lucha era diferente, ya no había el rechazo de los primeros momentos.

Profirió un quejido.

—¡Cabrón, me haces daño! —tenía cogido uno de sus pechos con fuerza sin darme cuenta de que la estaba lastimando.

Su mirada era puro fuego, desde luego no reflejaba dolor. No solté mi presa, nos desafiamos un momento.

—¡Cabrón! —repitió.

—¡Puta! —una sonrisa casi obscena apareció en su boca.

—¿Eso es lo que quieres, no? que me comporte como una puta.

No encontré las palabras para responder, la excitación me tenía descontrolado, mi cabeza hervía entre imágenes de ella debajo de Carlos con su coño dilatado en cada embestida. Si, “puta” es la palabra que me venía a la cabeza, “puta”, deliciosamente puta.

—¡Zorra! —se volvió a quejar cuando aumenté la presión de mi mano en su pecho pero no aflojé —¡zorra!

Se revolvió para liberarse de mi mano y su lucha me encendió todavía más. La agarré por la nalgas y la pegué a mi.

—¿Y tú qué?, ¡cornudo!

Una avalancha de excitación descendió desde mis oídos hasta mi sexo. Cornudo, si, cornudo, me gustaba verla con Carlos, me gustaba saber que lo deseaba, que follaba con él.

—Cornudo, te he puesto los cuernos si, ¡eres un cornudo!

—¡Hija de puta!

Sus palabras, en lugar de herirme, me provocaron un placer arrollador, un placer como no recordaba haber sentido nunca. Aprovechando mi estupor, Carmen intentó zafarse de mi, sus brazos intentaron formar una barrera contra mi pecho. La cogí con fuerza por las muñecas y apresé sus brazos contra la pared. En la refriega nos habíamos desplazado por el pasillo, ¿cuándo habíamos tirado el pequeño óleo que compramos en Venecia?. Sujeta, crucificada sobre el tenue beige de la pared la miré a los ojos, nuestras respiraciones agitadas resonaron en el silencio de la casa. Su melena revuelta tapaba su ojo izquierdo.

Me retaba, su mirada me desafiaba burlona, lejos de protestar o de rogar su rostro mostraba determinación, resistencia, ¡Dios como la deseé!

—¿Qué pasa, te ha dejado caliente esa golfa y ahora quieres desahogarte?

—Estás celosa, eso es —Le lancé una mirada de triunfo a la que Carmen respondió con una risa corta y despreciativa.

—¿Estás de coña? ¡Fóllatela si te da la gana, me da igual! —ahora fui yo el que rió, su semblante se endureció, la había vuelto a enfadar e intentó de nuevo librarse de mi.

—¡Estate quieta, coño! —Ya ni siquiera sabía por qué la intentaba retener.

—Pues si necesitas desahogarte vete al baño y te la meneas, pero a mi me dejas en paz.

—¿Contigo aquí me voy a hacer una paja? ¡tú si que estás de coña!

La solté y con rapidez elevé su chándal para quitárselo. Tras la primera sorpresa intento evitarlo pero ya tenía su cabeza tapada por la prenda, ¿por qué coño se había puesto sujetador para estar en casa? Sin duda era una barrera mas que interponía ante mí.

—¡Déjate, joder!

En la lucha dio un traspiés y perdió el equilibrio. Fue suficiente para acabar de despojarla del chándal. El pantalón enrollado en sus pies le entorpecía el movimiento. Intenté acceder al cierre del sujetador en la espalda, Carmen adivinó mi intención y se apretó contra la pared. La rabia se apoderó de mí, cogí el sostén por el centro y levanté de un golpe la prenda liberando sus pechos. Sin soltar la prenda la amenacé.

—Me dejas o te lo arranco.

—¡Suéltame, no tienes derecho!

Tiré del sujetador y la atraje hacia mi, al separarse de la pared llevé mis manos hacia el broche en su espalda y su reacción fue inmediata. La fuerza del impacto contra la pared aplastó mis dedos flexionados, un escozor lacerante me recorrió la mano y ascendió como un relámpago por el brazo, Carmen cerró los ojos y un rictus de dolor apareció en su rostro. Sin saber lo que hacía tiré con todas mis fuerzas del cierre que se rompió con un crujido. Una parte de mi no se creía lo que estaba sucediendo pero no atendí a ese retazo de cordura y le bajé los tirantes para terminar de quitarle el destrozado sujetador.

—¡Lo has roto, animal!

Sus manos golpearon mi pecho una, dos veces. La inmovilicé con mis brazos y la llevé arrastrando hasta nuestra habitación sin atender sus palabras., Una vez allí la solté dejándola caer en la cama.

Carmen tenía los ojos muy abiertos, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Por un instante pensé que estaba asustada pero no fue eso lo que sus ojos me transmitieron.

Tirada en la cama, con el pelo revuelto y la respiración agitada, apoyada en sus brazos me miraba con ansiedad sin saber bien lo que iba a suceder. En sus ojos había también deseo, un deseo salvaje. La expresión de su rostro mutaba en segundos desde la provocación soez de una furcia a la que no conocía hasta la expectación anhelante que me devolvía la imagen de mi esposa. Saltando de una a otra, su conducta me alertaba sobre lo que estaba sucediendo en su quebrada mente, pero mi excitación me impidió hacer caso a lo que intuía.”

—¡Qué locura! —no atiné a decir más.

Se levantó y fue hacia el ventanal.

—Me violaste —Afirmó sin volverse.

—No, no; ambos estábamos desquiciados, no creas que no he pensado más de una vez en lo que sucedió aquella noche. Solo ahora comienzo a entender por qué estabas tan…

—¿Histérica?

Se dio la vuelta; pensé que volvería a la mesa pero no, permaneció cerca del ventanal, juzgándome.

—Creo que aquella ha sido la única vez en toda mi vida que he empleado esa término, sabes cuánto lo rechazo.

Esperé en vano una respuesta.

—Entonces pensé que tu respuesta emocional era excesiva por el hecho de que no hubiese contestado a tus llamadas. A medida que se sucedían los acontecimientos empecé a sospechar que había algo más pero todo fue tan rápido y yo mantenía tanto en reserva que…

—Mantenías en reserva —repitió envolviendo las palabras en un frío sarcasmo.

—Ocultaba. ¿mejor así? En fin, todo se sucedía tan rápido que…

No, no estaba haciendo un análisis equitativo. Tenía que reconducir aquello.

—Tienes que reconocer que la situación era difícilmente controlable. Ya antes de la explosión final habría sido complicado establecer un dialogo. Yo no sabía lo que había sucedido y tú necesitabas desahogarte pero no tenías con quién.

—Ahora ambos podemos entender muchas cosas ¿No es cierto?

—¿A qué te refieres? —pregunté con precaución.

—¿Tú entiendes mi ira?

—Si, claro, ahora si la entiendo.

Carmen dio un par de pasos hacia mí.

—Yo también entiendo que me violaras.

Me levanté, no iba a aceptar sin más esa propuesta.

—Espera; no fue una violación en sentido estricto.

—Como también entiendo que tuvieras la urgencia de ligarte a Graciela.

—Si lo que estás intentando decir es…

No me dejó continuar.

—En realidad la violación no fue sino el segundo nivel en tu proceso de reafirmación.

—No sigas por ahí Carmen.

—Cálmate, ¿por qué te afecta tanto mi hipótesis?

—Porque estás construyendo una teoría simplista basada en, en…

Necesitaba reordenar mis argumentos. Me bastaron un par de segundos para revisar el caso. La escapada de la sauna como un prófugo, mi entrada en la cafetería y la conducta que mantuve con Graciela, algo atípico en mi. Jamás en mi vida había actuado de esa manera; durante todo el tiempo que estuve con ella sentí una intensa gratificación que me hizo olvidar la culpa que arrastraba desde que salí de la sauna. Si, Carmen tenía razón, el machismo latente que suponía erradicado me había llevado a comportarme “como un hombre” para limpiarme de lo que había hecho minutos antes. Había purgado mis culpas buscando a una mujer, ligando con Graciela y luego, en casa, había soltado toda la tensión liberando la parte más brutal, más sucia, esa que jamás imaginé que podría existir en mí. Ese imaginario machista que la sociedad inocula a través de la publicidad, en el futbol, en el colegio, en las conversaciones entre colegas y que a pesar de que se rechace empapa la mente y se filtra como el agua de la lluvia también me había alcanzado. Ese arquetipo machista se puso en marcha cuando me encontré superado por acontecimientos sobre los que no tenía experiencia.

—¡Vale, déjalo! —exploté incapaz de rebatir su teoría.

Salí del salón; no podía soportarlo. Enfrentarme a la idea de que había sucumbido a un machismo reaccionario del que me creía inmune me producía un asco tan enorme que me impedía continuar delante de mi mujer.

Ya fuera, volví a analizar cómo le bloqueé el paso hacia la alcoba.

“—¡Déjame pasar!

Intentó apartarme de un manotazo y seguir su camino pero resistí su ataque y la sujeté por los hombros.

—¡Te he dicho que me dejes!

Aquel conato de violencia rompió el difícil equilibrio que mantenía y estallé. Con mis manos todavía en sus hombros dominé sus esfuerzos por liberarse y la empujé con rudeza hasta la pared  cercana al pasillo.

—Cálmate, estate quieta, ¡ya!

—¡Suéltame, pero qué estás haciendo!”

El análisis era implacable. Si, la había forzado, tenía que hacerme a la idea. Cualquier cosa que sucedió después fue el fruto de una imposición a través de la violencia. En ese momento me encontraba hundido, absolutamente destrozado, todas las atenuantes que surgían en mi cabeza me parecían insignificantes. Había violado a Carmen, a la mujer que amaba; las señales de aceptación que creía recordar, las claves que podían indicar que participaba, incluso que provocaba el encuentro sexual no justificaban lo que sucedió. Estaba claro que Carmen actuó bajo los efectos de un shock y había indicios de algo más profundo. Y yo, como pareja y como psicólogo debería haber reaccionado.

La había violado.

…..

—Entra en casa.

Ha puesto una mano en mi hombro; no sé cuanto tiempo llevo en el jardín. Al principio todo fue una tempestad; abrumado por la culpa, por el rechazo a mi mismo me hundí; debería haber intentado controlarlo pero me vi incapaz de hacerlo, simplemente me dejé azotar por la tormenta. Nunca pensé verme en ese papel. Y me sobrepasa. Después llegó la calma, dejé de pensar, dejé de sentir, quedé abotargado, con un intenso dolor de cabeza al que me sometí como si fuera una merecida condena.

—Vamos, levanta.

Tengo los ojos resecos, el dolor de cabeza no remite. Me coge del brazo y la acompaño hasta casa. Las siete, veo en el reloj de la cocina.

Ha preparado café, me hace sentar. Me mira a los ojos, parece preocupada. Acepto un analgésico.

—Tanto tiempo analizándolo todo, revisitando escenas y fíjate, aquella en concreto no la había vuelto a pisar. He tenido que esperar hasta hoy para atreverme a revivir en profundidad lo que sucedió aquella tarde cuando llegaste a casa.

Bebió un sorbo de café, la imito.

—Sentía tanta ira por unos y por otros que cuando llegaste fui incapaz de controlar. Necesitaba desahogar mi pena pero no podía hacerlo contigo y en vez de eso solté la rabia. Éramos una mezcla explosiva Mario. Ninguno de los dos sabíamos lo que le había ocurrido al otro.

Nos miramos; la incomunicación, eso que nunca nos había sucedido fue parte del detonante.

—Y cuando estallamos algo se despertó en mí, algo que habíamos cerrado mal.

Intento atar cabos y cuando casi tengo la respuesta…

—Roberto —pronuncia como si fuera una sentencia.

Ese nombre me sacude. Ahora no, no lo quiero aquí, no en este momento.

—¿Roberto?

—Cuando me aprisionaste contra la pared, cuando me levantaste los brazos y comenzaste a desnudarme fue como si volviese a su despacho, como si aquella violación no consumada…

Lo empiezo a entender todo.

—Estuviese a punto de ser... —no puedo acabar la frase, no puedo.

—Eso es.

Nos movemos con cautela, por si las palabras fueran a desencadenar algo terrible.

—No sé exactamente qué fue, pero las sensaciones que tuve fueron esas, como si tuviera que suceder.

—¿Que culminar?

—Algo así. Lo viví inmersa en una bruma, algo similar a una pesadilla.

«Una regresión», pienso.

—Yo, Carmen, te notaba extraña, a veces pasiva, otras parecías participar. No pretendo plantearlo como una atenuante.

—Lo sé, yo tampoco, tengo la sensación de que…

—¿Qué?

—En algún sentido… A ver, aquella violación quedó inconclusa y yo…

—Dilo.

—Yo la consumé. A través de ti.

Tengo que pensar, necesito pensar en lo que acaba de decir. Hay precedentes, ambos los conocemos pero no es el momento para citarlos. Me mira expectante, espera mi opinión. ¿cuál, la del colega, la del marido que está convencido de haberla violado?

Necesito pensar, necesito pensar pero no hay tiempo.

—Hubo un momento en el que cambiaste, dejaste de rebelarte y parecía que me incitabas. Lo sé, eso no me justifica. Luego, el dolor en los nudillos cuando me atrapaste contra la pared me encendió de una manera que… ¡Oh Dios, me avergüenzo tanto!

—Sigue, necesito saber cómo lo viviste.

—Las señales cuando te arrojé a la cama eran confusas, ambiguas, parecías al mismo tiempo indefensa y provocadora, no sé si eso es lo que quise ver, tampoco sé si el recuerdo se ha deformado o es lo que vi ya no lo puedo saber pero aquella mirada cambiante creo que no la he olvidado, era un tránsito continuo entre el deseo más intenso y la indefensión. Incluso cuando yo acabé tu conducta no se correspondía con la de una víctima.

—Lo sé, durante todo el incidente mi conducta fue confusa, estaba anclada entre dos tiempos.

—Pero te violé.

—Es discutible Mario, ahora después de analizarlo todo es discutible. En todo caso nos enfrascamos en un episodio de violencia sexual; consentida a veces, forzada otras; una situación muy ambigua.

—Tu me pediste que parase, eso es innegable.

—Si, lo sé.

—En el pasillo, cuando querías pasar y te retuve —insistí.

—De acuerdo, me retuviste pero todavía no me estabas forzando sexualmente.

—Carmen, estás justificando algo que no harías con ningún otro caso.

—Puede, si, puede que tengas razón. Espera, dame un poco de margen, Conozco a la víctima y también…

—¿Quién eres ahora, la paciente?

—No. Sigo siendo la terapeuta. La he analizado durante tanto tiempo que la conozco; estoy intentando encajar esta escena, dame un minuto.

Caminó por el salón pensando, hablando en voz baja, hilando ideas. Trabajaba con retazos de otras escenas, algunas que aún no habíamos compartido y que me turbaron; enganchaba con lo que acabábamos de tratar y Roberto, una y otra vez volvía a aparecer, lo cual me inquietó.

De pronto aquel ir y venir cesó.

—Debemos darlo por cerrado Mario, no le demos más vueltas, ambos fuimos responsables de lo que sucedió aquella noche. No me violaste, de eso estoy segura; te hablo como psicóloga, sabes que he tratado a suficientes víctimas y conozco de sobra el protocolo. Y como tu mujer te lo repito, aquello no fue una violación, podría haberlo sido si mi negativa hubiera continuado más allá del forcejeo en el pasillo. Cuando comenzó el juego duro no hubo negativa por mi parte, fuimos a la alcoba juntos, juntos, no lo olvides.

Intento creerla, hago un esfuerzo por aceptar sus argumentos pero…

Mis pensamientos se detienen cuando sus manos aprietan mis hombros. Su mirada tiene una intensidad que me hace reaccionar.

—No me violaste, déjalo ya. Aquello fue… otra cosa.

Me observa; mi estupor es evidente, ¿otra cosa?

—Volveremos a ello, no te preocupes no lo vamos a dejar así, quiero que entiendas como lo viví, pero ahora tenemos que seguir ¿de acuerdo?

Si, de acuerdo; acepto en silencio.

—Vamos sigue, lo estabas llevando muy bien.

¿Yo? Mi mirada la interroga. ¿Pretende que siga dirigiendo la sesión después de lo que me ha afectado?

Tiene razón, tengo que hacerlo; de algún modo siento que se lo debo. Si no estuve a la altura entonces he de estarlo ahora o no recuperaré su confianza.

—De acuerdo, sigamos. Creo que a partir de ese momento, todo se desarrolló de una manera violenta. Recuerdo que… No, eres tú, la paciente quien debe exponer los recuerdos de aquel acto sexual tan atípico.

—Si, tienes razón.

La dejé que evocara el pasado, no debía serle fácil; tanto tiempo enterrados y ahora, obligada a sacar aquellos hechos a la luz, se encontraba a merced de unas emociones para las que no estaba preparada.

—El camino por el pasillo hasta la alcoba lo recuerdo como algo tortuoso; me sentí arrastrada y al mismo tiempo sé que participaba. Aquello me transportó a un lugar no identificado, a un tiempo perdido en el que como una pesadilla me sentía violada, ultrajada, manchada y al mismo tiempo intensamente excitada, deseando que sucediera, gozando por sentirme sucia, una cualquiera, una puta, una zorra; eso es lo que me decía una voz que en mi interior no cesaba de insultarme.

—¿Una voz, de quién?

—No lo sé, no la podía reconocer.

Observo sus esfuerzos por situarse en la escena, por recordar detalles que sin duda le están doliendo.

—Cuando me arrojaste a la cama quedé con las piernas abiertas ante ti y me sentí indecente, vulgar, pero no me avergoncé. Entonces supe que se iba a consumar la violación que tanto había temido, tantas veces evitada, Y por fin reconocí cuanto me excitaba lo que tenía que suceder.

—¿Lo que tenía que suceder? ¿A qué violación te estás refiriendo?

Carmen clavó sus ojos en los míos, no contestó. Ambos sabíamos la respuesta pero tenía que verbalizarlo.

Silencio, impenetrable silencio. No va a haber respuesta, lo sé. Y no voy a forzarla.

Entonces recordé que la penetré de una forma brutal, con un  golpe seco de cadera que chocó contra su pubis, hasta lo más profundo. Cuando abrió los ojos me miró de una forma extraña, distinta, aquella mirada me persiguió algún tiempo; no parecía la misma, probablemente ya no era  la misma.

Comencé a bombear como un animal, sin concederle descanso, sin pensar en su placer; la estaba castigando sin motivo, aún así me complacía ser su verdugo. Acomodé sus piernas sobre mis hombros para penetrar mejor, para sentirla más. Se tapó la cara con ambas manos, sus pechos bailaban impulsados por mis envites. Cada vez que nuestros cuerpos chocaban un gemido surgía de su garganta, yo golpeaba con mi pubis sin clemencia y mis testículos se estrellaban contra su periné hasta dolerme.

Carmen soltó mi cuello al que se había sujetado con ambas manos y comenzó a estrujarse los pechos, su gemido fue haciéndose mas agudo a medida que los golpes se volvían más rápidos. Yo no podía parar, no quería hacerlo, cada vez más rápido, más violento, más fuerte.

Se desmadejó, parecía una muñeca de trapo sacudida por convulsiones que se mezclaban con el zarandeo causado por mis embestidas. Me corrí en un último e inmisericorde golpe de cadera gritando, mascullando exclamaciones de  sorpresa ante lo devastador de mi orgasmo y de rabia por lo que comenzaba a entender que le había hecho.

Me dejé caer sobre ella intentando recuperar la respiración. Carmen seguía con los ojos cerrados, sacudida aún por temblores que se fueron haciendo más espaciados, más débiles.

¿Qué había hecho? Mi mente intentaba asimilar mi comportamiento. Jamás la había tratado así, revivía lo sucedido y, además de avergonzarme, me volvía a excitar a mi pesar.

—Creo que perdimos el control, sobre todo yo —intenté resumir mis pensamientos.

—Estabas… como loco.

—Te dejé a medias, eso dijiste.

—No te sentó nada bien, herí tu orgullo.

—Si me hubiera mordido la lengua…

“—Te has desahogado a gusto, ¿eh? Y yo, ¿qué hago ahora?

Era cierto, en ningún momento pensé en su placer, la había usado para descargar toda la tensión acumulada durante aquel denso día, la había utilizado para reafirmar mi hombría tras mi incursión por el lado bisexual de mi persona.

—Tendrás que darme un respiro.

Una idea cruzó mi imaginación como un fogonazo.

—O también puedes llamar a Carlos y que se coja la moto.

Noté como su cuerpo recuperaba la tensión perdida tras la batalla.

—Ni hablar, no lo necesito para desahogarme.

La liberé de mi peso y me tumbé a su lado. En ese instante entendí que Carlos estaba en la raíz de su enfado, él era el causante de las llamadas de ayuda que yo no había atendido. Tiempo tendría para enterarme de lo sucedido porque ahora no era el momento de indagar. Ahora lo que quería era provocarla, me sentía con ganas de continuar atacando.

—Te puedo buscar a otro —dije, poniendo toda la ironía que pude en mi voz.

—Tampoco te necesito a ti para eso —respondió despectivamente.

—Claro, claro, en último caso puedes usar tu dedos, no? —volvió su rostro hacia mi.

—¿Me crees incapaz de conseguir un tío para que me folle?

Había tendido la red y la presa había caído.

—No hay cojones.”

—Tú y tus apuestas.

—No podía imaginar que…

—No, no podías, no. Pero hubiera dado igual. Si no hubiera coincidido unos días antes con aquel italiano presuntuoso habría surgido cualquier otra cosa. Estábamos descontrolados Mario, tanto tú como yo huíamos de la realidad en la que estábamos inmersos. Tú deseabas borrar de tu mente la experiencia que habías vivido en la sauna y yo quería hacer desaparecer de mi vida a Carlos. Nos sumergimos en una espiral de sexo y violencia aquella noche y al día siguiente comenzamos a vivir un juego peligroso ¿no lo ves?

—Puede ser.

—¿Puede ser? Si no hubiera conocido de antemano a Doménico posiblemente aquella absurda sesión de cibersexo en la que me metí de madrugada hubiera tenido continuidad, tú me habrías incitado a ello; «¿a qué no te atreves?», habría sido tu frase. Te conoces, sabes que me hubieras provocado a subir el listón y a falta de Doménico habríamos acabado por hacer cosas que no quiero pensar, habríamos terminado por conocer a alguien, puede que peor y más peligroso. No Mario, intentábamos escapar de nosotros mismos y si no hubiera estado Doménico habríamos dirigido nuestra huida hacia otros.

—Tienes razón, emprendimos una huida. Yo intenté negar lo que había hecho en la sauna y tú, no solo negaste a Carlos.

Esperé durante un instante que reconociese de una vez al otro fantasma oculto pero mi espera fue en vano.

—Debemos trabajar el tema Roberto.

—Lo sé, lo sé —dice nerviosa.

—Es crucial, ha quedado claro que lo cerramos en falso. La terapia de desensibilización fue un error, quizá no debí tomar yo el control de aquella terapia, estaba demasiado implicado.

Acepta en silencio.

—Cuando acabemos con todo lo demás, no quiero alterar el orden que tienes establecido —propongo.

Terminamos el café en silencio.

—Sigamos con Carlos.

Está dolida, parece triste. El esfuerzo ha sido tal que no hace ni siquiera el intento de negarse.

—Todos aquellos a quienes les he contado la historia lo han visto con claridad, todos menos yo. Recuerdo que a Doménico me fue fácil contárselo, casi ni me dolió, puede que fuera la situación, el momento, allí en el pub, debió ser el ambiente, la emoción, las expectativas. Dejé que fluyera y sin darme cuenta me abrí, comencé a contarlo como una travesura; sin embargo él entendió el trasfondo de lo que habíamos hecho.  «Sois unos cabrones» dijo como conclusión.  «Siento una cierta simpatía por Carlos. Si, no me mires así; el pobre jugaba a ciegas un juego del que desconocía las reglas. Te aseguro que si yo hubiera estado en su lugar me habría enamorado de ti hasta los huesos, como lo oyes. Lo que pasa es que juego con ventaja, conmigo has sido sincera y desde el principio me has contado las reglas, cosa que agradezco.» Tenía claro que le habíamos mentido.

Se detuvo al recordar aquella cita.

—Hizo un análisis exhaustivo, implacable. «Pobre Carlos. Conoce a una pareja de amantes. Sabe que hay por ahí un marido del que apenas le cuentan alguna que otra cosa y por si fuera poco, Mario se desmarca y le dice que él no es ni tu novio… ¿cómo era? si, ni tu novio, ni tu hermano ni tu marido, ¡vía libre! Además llegas tú y dejas caer, como si nada, que has estado de orgía con unos amigos y además te has descolgado de Mario con el que habías llegado a Sevilla. Carlos cree tener el campo libre. ¡Pero…! cuando el pobre infeliz intenta darte un beso o rozarte más allá de lo permisible… aparece la Carmen indecisa, la mujer decente, con escrúpulos y le frena en seco. Bien, el chico no se vuelve loco de milagro y se deja guiar por Mario.  Finalmente, te tiene, casi te tiene, estás a punto de ceder, de ser suya y entonces, en un arranque de carácter rompes la baraja y… No sé Carmen, intento imaginar la cara que se le debió de quedar cuando os fuisteis de allí, ¡todo porque te enteras de que hay unas habitaciones reservadas! ¡Tú, la chica de la orgía! Al día siguiente apareces como si nada y aceptas una nueva cita para comer con él y despediros, lo cual parece una promesa de algo más; cita, por cierto, a la que no apareces. Jugaste con él, así es como se debió sentir ese día»

—No sé como pude escucharle sin que se me cayese la cara de vergüenza. «Al final, tras dejarle en la estacada y recuperarle, después de mucho trabajo acabas acostándote con él. Lo que ocurre es que, entretanto ha habido confidencias, amistad, intimidad y, como no podía ser menos, se vuelve loquito por ti porque, sin un marido en activo, contando con un Mario-amante cooperador y siendo como eres ¿quién no se enamora? Entonces te das cuenta de lo que está ocurriendo y cuando quieres volver a poner las cosas en su sitio ya es tarde y lo que haces es darle una ducha de agua fría. De nuevo en un alarde de Jeckyll-Hyde en femenino le vuelves a dejar en la estacada. ¿Te extraña que su cerebro sufra un cortocircuito y diga cosas que seguramente no piensa en realidad? Ha sido tu confidente y tu mayor apoyo durante unos meses que, según me has dado a entender, lo has pasado muy mal; te has refugiado en él más allá de lo puramente sexual y cómo no, se lo ha creído, eso es lo que ha pasado. Ahora se siente como un kleenex, arrugado, sucio, lleno de lágrimas y de mocos, tirado al suelo, pisoteado. Por eso se revuelve contra ti, ¿te extraña?»

—Magistral —dije—. Cada vez me sorprende más tu... amigo.

Me mira extrañada. Cree ver algún matiz en esa vacilación que he tenido. Pero mi rostro es transparente para Carmen. No hay nada, no he sabido como calificar la relación entre ellos, solo ha sido eso, una mera torpeza.

—Luego fue cuando dijo algo que terminó de rendirme.

“—Mario era un rival para Carlos aunque a veces funcionase como colega, pero frente a ti no dejaba de ser un oponente, un rival. Si Mario y yo conseguimos ser amigos, tú, su esposa, serás… —Doménico elevó los ojos buscando la palabra adecuada pero Carmen ya había entendido el concepto y la emoción de lo que intuía atenazó su garganta impidiéndola respirar.

—¿Intocable?

—¡Por Dios, espero que no! —imploró estrechándola —. Me muero por acostarme contigo, pero… ¡ay del que intente quitarle la chica a mi amigo! ¿entiendes?”

—Amigos, el antídoto para no enamorarse de mí, para poder acostarse conmigo sin robarle la esposa a un amigo ¿entiendes? Es lo que siempre ha tratado de hacerte ver. No es tu rival, nunca ha querido serlo. Si nuestro matrimonio se rompe me pierde, ya lo ha vivido. La persona que ha tenido en su casa era un espectro, nada que ver con la mujer que conoció y que tuvo aquel fin de semana.

Creo que nunca he llegado a conocerle, ha habido demasiados prejuicios entre nosotros, demasiadas barreras que me han impedido entenderle. Amigos, ¿no es una quimera? Puede que sea la hora de intentar un acercamiento, conoce cosas de Carmen que debo saber. El relato que me acaba de hacer me presenta a una persona especial, no me extraña que cayera rendida aquella tarde en el pub. Si va a formar parte de nuestra vida prefiero tenerle como amigo, nuestra relación se resentiría si no hago el esfuerzo por buscar el entendimiento.

—Volvamos a Carlos.

—¿Para qué? Carlos es pasado, lo he perdido —dijo con cansancio ante mi insistencia—. Lo hicimos mal, si no hubiéramos vivido entre tanta farsa quizá…

—Quizá…

Bajó la mirada. Ambos sabíamos lo que había quedado en el aire.

—Si no hubiéramos urdido aquella mentira que se fue agigantando en el tiempo hubieras tenido respuesta para Carlos, ¿no es eso?

Cuando me miró tenía los ojos brillantes, la sorpresa los hacía parecer más grandes, más abiertos.

—Yo…

—Está claro que con el tiempo pasasteis de la amistad al cariño y el cariño se transformó en algo más. Carlos no tuvo ningún problema en declararlo, nada se lo impedía. El amante no era obstáculo y el marido al que todos ninguneábamos posiblemente podría ser un mero trámite fácilmente salvable, solo bastaba que tú le dijeses lo que él estaba convencido de que sentías. Lo que realmente sentías; pero te viste obligada a callar por miedo a desvelar tanta mentira ¿no es así?

Carmen bajó de nuevo la cabeza.

De pronto se rehizo, La mujer que se irguió era otra. Fuerte, había dejado atrás la pena, la tristeza.

—Ya no hay marcha atrás Mario, eso ya pasó. No tiene sentido darle vueltas —dijo con determinación.

—¿Tú crees? La ira que mostró Carlos tiene un significado muy claro, creo que es fácil de interpretar. A estas alturas tiene que estar…

Se levantó con brusquedad.

—No me interesa elucubrar sobre lo que pueda estar haciendo o pensando Carlos a estas alturas. Te repito que es un tema zanjado.

—Sabes muy bien que no es cierto.

—Hemos acabado.

Me levanté con la misma determinación que había empleado ella.

—De ninguna manera. Lo dejamos por ahora si es lo quieres pero ni mucho menos hemos acabado. Si estamos aquí es para dejar todo resuelto, esas han sido tus reglas y las vamos a cumplir los dos, te guste o no.

Salió del salón mascullando un “joder” que apenas escuché.

Segundo asalto

Pagué la cuenta y salimos del restaurante. Hace una noche fantástica; caminamos despacio, no hay prisa, Carmen echa un brazo por mis hombros y yo la sujeto por el talle sintiendo el baile de sus caderas. La calle se va poblando con los irreductibles que como nosotros se resisten a perder estos últimos momentos en los que la noche parece transformarse, se vuelve acogedora y cualquier estímulo cobra otro sentido. Silencio sobre el que las voces reverberan, rumor con el que la brisa acaricia los oídos, luces en las que las formas juegan con las sombras.

Cogemos mesa en una de las terrazas al final del paseo. Poco a poco nos vamos quedando solos; apetece dejarse llevar con las pocas nubes que se mueven bajo la luna.

—Me asusté.

Es tiempo de dejar que las ideas surjan, sin presiones.

—Cuando Carlos comenzó a llamarme cariño no me inquietó, formaba parte del clima de intimidad que se había creado entre nosotros. Sin embargo la primera vez que me llamó amor me asusté, nunca respondí y sé que lo esperaba pero no podía, me ponía en tensión. No es que no me gustase no es eso, es que temía lo que pudiera venir después, como si tuviera una premonición de lo que finalmente llegó. Muchas veces me preguntaba qué es lo que sentía porque cada vez tenía más claro que Carlos se estaba enamorando. Yo le quería si, lo que sentía por él era más que cariño, mucho más pero en ningún caso pretendía que llegara a ser amor. Nunca lo busqué.

Más que cariño. ¿Dónde estaba yo que no me enteré?

Dejo de lado al marido, le aparto, le hago callar y la invito a continuar.

—Sin embargo…

Me miró un instante antes de que el paquete de tabaco acudiera en su ayuda; esa tregua no impide que descubra en sus gestos, en su rostro la nostalgia que brota de nuevo. Tanto tiempo enterrada y ahora surge con una fuerza que ni ella misma esperaba.

—Sin embargo, cuando me dijo que se había enamorado reaccioné mal, todavía no sé por qué; quizá si hubiera actuado de otra manera, menos impulsivamente no habrían acabado las cosas como terminaron.

—¿Por qué crees que reaccionaste así?

—Supongo que me encontré atrapada en un callejón sin salida, en medio de una gran farsa que me dejaba sin argumentos. Si hubiera sido yo misma, Carmen, casada contigo viviendo una aventura con él y con mi marido de cómplice todo hubiera sido más sencillo.

—¿Si? ¿qué le hubieras respondido? Carlos te declara su amor y tú…

La interpelo y le cuesta expresarse. Está bloqueada, sin dejar de mirarme, intentando construir una respuesta, la mejor de las respuestas posibles.

—No estaba preparada para sentir lo que sentía, no era la que soy ahora Mario, ni de lejos. ¿Amor? ¡yo qué sé! Desde luego era mucho más que cariño. Entre Carlos y yo se había forjado una relación durante aquel invierno que tenía mucho que ver con el amor si, puede ser, pero no estaba preparada para afrontarlo abiertamente. Carlos vivía nuestra relación ajeno a las mentiras que le habíamos contado y yo procuraba aplazar lo que sabía que un día u otro iba a producirse.

—Hasta que llegó el día.

—Hasta que llegó el día. Y no supe reaccionar.

—¿Qué hubieras querido responderle?

Carmen exploró mi rostro buscando el sentido de mi pregunta. ¿Desconfiaba todavía de mí? Puede ser.

—Me hubiera gustado contarle la verdad, toda la verdad. Y luego decirle que yo también… le quería y que tú serías el primero en saberlo porque tendríais que compartirme.

Había remedado mi frase, la que le dije a Graciela cuando la conocí. Enseguida entendí que no había sido consciente al hacerlo.

Aguardaba una reacción por mi parte. Y yo, yo no podía articular palabra, estaba sin aire. Mi mujer enamorada. No era algo que esperase escuchar, no era lo que pretendía cuando la lancé a los brazos de Carlos. Sin embargo mi errático comportamiento lo había logrado, ahí estaba el resultado de meses en los que en lugar de escucharla, en vez de apoyarla y orientarla por el mejor camino me dejé llevar de mis más oscuras fantasías. Carmen sufrió acoso y vejaciones, tuvo que batallar sola con sus propias dudas y errores y ante mi ausencia se refugió en Carlos que ocupó el lugar que yo había dejado vacío.

Carmen enamorada sin dejar de estarlo de mí. Y todavía tenía que dar gracias.

—¿No vas a decir nada?

—Perdona, sin darme cuenta comencé a pensar cómo llegamos a eso.

—Déjalo, las causas no se pueden cambiar, no tienen remedio.

—La reacción de Carlos la conozco, no le juzgues. El despecho es muy mal compañero, a mí me …

—No sigas por ahí; Estamos recorriendo estas escenas porque la terapia lo requiere, hasta ahí estamos de acuerdo. Te pido que mantengas tu papel de terapeuta; si no eres capaz se acabó ¿lo entiendes? se acabó.

Sin violencia, sin crispación. Con una fría serenidad que me impresionó Carmen cortó cualquier intento por mi parte de buscar una vía para justificar a Carlos. No insistí, decidí seguir la terapia.

—De acuerdo, no voy a entrar en ningún argumento para recuperar el contacto con Carlos, tienes mi palabra, pero te tengo que preguntar una cosa. ¿Sigues enamorada de él?

—Yo no he dicho eso.

—Esa es la cuestión, que no lo has dicho, tampoco lo has negado.

Noté como crecía la tensión en su semblante. Ni una palabra, ni un gesto más, frente a frente esperando a ver quién rompía el silencio.

—¿Y bien? —preguntó al fin.

—Estoy esperando.

—¿Qué quieres que diga? —respondió visiblemente molesta.

—Lo que sientes por Carlos.

—¿Ahora?

—Ahora y entonces, cuando él te dijo que estaba enamorado de ti.

—Eso ya te lo he dicho.

—¿Seguro? Con una intensa pausa que ha cubierto tu vacilación y te ha hecho decir… —elevé la mirada como si tuviera que hacer un esfuerzo para recordar sus palabras—, «Me hubiera gustado contarle la verdad, que yo también», pausa, «le quería.». Le querías, has dicho tras mantener esa pausa que has necesitado para evitar… ¿qué otro verbo Carmen?

Se removió en el asiento debatiéndose en una lucha interior durante un lapso que se me hizo largo, muy largo. Cuando volvió sus ojos hacia mí venían cargados de algo que me inquietó. Coraje, desdén, no lo sé.

—¿Qué me quieres hacer decir, eh? ¿qué le amaba?

Se perdió en el pasado, fueron solo unos segundos en los que la pena le arrebató la mirada; me abandonó, se fugó buscándole en sus recuerdos.

Hizo intención de coger su copa vacía; le ofrecí mi Jack Daniels y lo apuró de un solo trago.

—Le echo de menos, no sabes cuánto. La llamada de cada mañana, escuchar su voz, «Hola mi niña, cómo estás hoy», esa alegría que me contagiaba cada día.

Tosió un par de veces para ocultar esa voz quebrada. Había tocado una profunda herida, más honda de lo que había supuesto.

—Si, le sigo echando de menos, aunque le odie por haberme abandonado. Esos momentos que pasábamos contándonos nuestras cosas, charlando, sonriendo, esperando que uno de los dos diera el paso y empezáramos a jugar, «¿sabes lo que te haría yo ahora?», esa era su frase y yo sabia lo que venía a continuación, una serie de fantasías, mezcla de recuerdos y de deseos que yo le animaba a continuar. Si, nos amábamos por teléfono, algunos días dos o tres veces; nos amábamos como habíamos hecho en casa, en el hotel y como esperábamos hacer pronto, hasta que todo se vino al traste.

Me miró cargada de pena, de nostalgia.

—Si Mario, le amaba, no sé cómo sucedió pero me acabé enamorando de Carlos.

Un frío intenso alcanzó mi nuca y se extendió por todo mi cuerpo.

—Y si os amabais ¿por qué no se lo dijiste nunca?

—No podía, me bloqueaba, temía…

—¿Qué temías?

—No lo sé, no estoy segura, solo sé que cada vez que me llamaba amor todo cambiaba bruscamente; algo, no sé qué me hacía sentir mal, una especie de sacudida que me impedía responderle.

—Y esa tarde, cuando te dijo que se había enamorado de ti, era algo que de alguna forma sabías que iba a llegar ¿no?

—Si.

—¿Qué te ocurrió, por qué esa respuesta? Déjame ver…  “vas a estropearlo todo, anda, déjalo”.

Carmen cerró los ojos, parecía que la frase le provocaba un dolor intenso. Se llevó una mano con rapidez a los ojos.

Aparté la mirada; no sé qué clase de pudor me impidió contemplar como se retiraba una lágrima vertida por otro hombre, por otro amor.

—¿Qué quisiste decir en realidad?

—Él… él no me entendió, lo interpretó mal; yo no quería decir…

—Cuéntame, ¿qué querías decir?

—Fue una reacción pueril, la rabieta de una adolescente que no es capaz de afrontar la realidad. Carlos hablaba de amor y yo me refugiaba en los detalles, en argumentos absurdos; ¿quién es él para pretender que yo deba estar también enamorada? Me fui encendiendo con ese tipo de retórica hasta que acabé saltando y lo estropeé todo.

Me sobrecoge; sus ojos arrasados en lágrimas que a duras penas consigue contener me penetran.

—Ya no importa, ya nada importa, le he perdido ¿no te das cuenta? Le he perdido.

Ocultó el rostro en sus manos. La pena me traspasaba y me acerqué para abrazarla. Temblaba.

—¿Es amor? Pues si, es amor Mario, es amor, ya lo he dicho. Pero a él no, no fui capaz de decirle que le amaba, pero es amor si, es amor  —repetía tragándose las lágrimas.

Siento un vacío en el pecho que quema. Carmen continúa llorando en silencio refugiada en mis brazos. Y yo no sé qué decir, no sé cómo reaccionar. Tantas veces hemos afirmado que ante todo somos amigos y ahora, cuando debería demostrarlo me veo incapaz.

No puedo fallarle otra vez, tengo que sobreponerme, Carmen está rota y me necesita entero, fuerte; no puedo interpretar el papel de marido doliente, necesita al amigo.

Me tragué el nudo que atenazaba mi garganta.

—Shhh, shhh, vamos.

—¡No puedo Mario, no puedo más, qué estúpida he sido, debí decírselo, pero ahora ya…!

—Cálmate, por favor cálmate, alguna solución encontraremos.

—No hay solución, ¿es que no lo ves? se acabó.

—Tú no eres mujer que abandone. Creamos una mentira, le manipulamos si, todavía estás a tiempo, aún puedes pedir perdón, contar la verdad y comprobar si es capaz de perdonar, si realmente te quiere tanto como dice. Pasa por el trance de confesar, de contarle cómo sucedió, cómo fue creciendo lo que tan solo era un juego que se nos fue de las manos; explícate y aguanta los reproches, la sensación de haberle defraudado, soporta el desprecio, acéptalo porque te lo mereces, nos lo merecemos. Solo entonces sabrás si no hay solución, si realmente lo has perdido, pero hasta entonces lucha.

Me había escuchado en silencio, agitada por el llanto, prestándome toda su atención. ¿Cómo era posible que estuviera tratando de convencer a mi mujer para que no perdiese la fe en recuperar el amor perdido?

Entonces se le iluminó la cara.

—Eres, eres…

Lo que nació como una caricia en la mejilla viajó hacia mi cuello, me atrapó y nos fundimos en un largo y profundo beso.

—Te quiero, no imaginas cuánto te quiero.

No dije nada, solo busqué otra vez el contacto de sus labios.

…..

—Tienes razón, no puedo esconderme, tengo que contarle la verdad y asumir las consecuencias, tenemos que hacerlo.

Sabía que no había dejado de pensar en Carlos. Acabábamos de hacer el amor y le había sentido allí, en nuestra cama, entre nosotros, en sus ojos ausentes mientras oscilaba sobre mi, en su manera de acariciarme, de gemir. Lo sabía, no necesitó mencionarle, lo supe desde que comenzó a acariciarme, a buscarme; éramos tres y aunque no lo nombró Carlos estuvo ahí, suplantándome.

—Eso es más propio de ti —respondí apoyando su decisión, ahogando mi miedo.

—Pero no ahora, no en esta coyuntura. Tendré que buscar el momento.

—¿Qué te lo impide?

Se lo pensó un tiempo, quizá demasiado.

—Necesito prepararme, organizar lo que quiero contarle y cómo. ¿Me ayudarás, verdad? También hemos de elegir el lugar apropiado, ¿aquí en Madrid o en un lugar intermedio? No sé…  Luego está el momento, quizá deberíamos escoger un puente largo. ¿Ves? son muchas cosas a planificar —suspiró algo desalentada—. Lo primero es que quiera hablar conmigo.

—Eso seguro.

—No estés tan seguro.

Se quedó ausente, con los ojos perdidos en el techo, qué distinta a la que se desesperó en el paseo unas horas antes. Su mirada había recuperado algo de ese brillo ilusionado que tiene cuando comienza un proyecto.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por conducir esta terapia a la que yo era tan reacia.

Esbocé una sonrisa. Qué lejano me parecía su rechazo tan visceral cuando le propuse abordarlo.

—Amo a Carlos, estoy enamorada de él. No pensé que llegaría a reconocerlo abiertamente. Me has desbloqueado. No lo habría conseguido sin ti.

Pronunció esas dos frases mirándome a los ojos, sin rastro de pudor. Sentí una punzada en el pecho que oculté tras la sonrisa que aún perduraba en mis labios.

—Supongo que no te ha debido ser…

—¿Fácil, cómodo, agradable? Te dije que me mantendría en mi rol de terapeuta.

Se incorporó hasta quedar frente a mí, como otras veces, casi encima de mi pecho.

—¿Cómo estás?

Difícil pregunta. Carmen me conoce tan bien que me resultaría complicado ocultarle mi estado de ánimo. No podía mentirle.

—El psicólogo está satisfecho; he disuelto el bloqueo de la paciente. El amigo está feliz, te veo mucho mejor, liberada de una pesada carga y mirando al futuro con esperanza.

—Eso no está tan claro —objetó bajando la mirada.

—Ya veremos.

—Mario, no estarás pensando… Ni se te ocurra actuar por tu cuenta. No hagas nada, esto es cosa mía.

—No lo había pensado, no te preocupes.

—¿Y el esposo?

Tomé aire.

—El esposo… todavía no he podido calibrar las emociones que vapulean al esposo, puede que necesite el concurso de un terapeuta.

Me besó con una dulzura inmensa. Desde su posición elevada sobre mi, sentí que me poseía con esos dulces besos, tiernos besos que se prolongaron en el tiempo. Todo su cuerpo me besó, toda su piel respondió al amor que me transmitían sus labios. Echada sobre mi costado sus pechos buscaban un contacto más intenso; la pierna que apenas me montaba se deslizó para acabar de abrazarme. Abierta sobre mi, el roce húmedo de su sexo marcaba un suave vaivén sobre mi muslo. Toda ella me besaba meciéndose sobre mi cuerpo.

—Te amo, ¿lo sabes, verdad?

—Lo sé.

Ahora si, éramos ella y yo, solos los dos.

…..

Algo me despierta. Una sensación de soledad me devuelve al pasado reciente. Durante un segundo aterrador pienso que todo ha sido un sueño, que Carmen nunca regresó. Solo un instante que me hiela la sangre.

A oscuras busco el móvil, las cuatro de la madrugada. Me levanto, miro por la ventana, silencio, el jardín está vacío.

Tampoco la encuentro en el baño. Me asomo a la puerta. Un murmullo apagado me guía hacia el descansillo; mis pies desnudos conocen los travesaños que crujen; salto a salto avanzo hacia el inicio de la escalera. Carmen habla en voz baja, apenas me llega un susurro desde el salón. No distingo nada solo la entonación, suficiente para captar los giros, las emociones, las pausas, esa parte del habla que gestiona el cerebro emocional. Quien quiera que sea comparten confidencias, frases cortas, mimos, sonrisas, alegría, pausas durante las que escucha, responde con monosílabos, protesta con fingido enfado. Baja la voz cuando cree haberse descuidado, habla, habla largo rato ¿qué le estará diciendo al misterioso interlocutor?

Tengo frío, no tiene relación con que esté desnudo. Es un frío interior. Abandono, vuelvo a la cama.