Diario de un Consentidor 103 - Salté de la cornisa
Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor
Capítulo 103
Salté de la cornisa
—Nada sucedió como esperaba, nada. Empezando por la droga ¿por qué aceptaste dime, por qué? ¿qué necesidad había de tomarla?
Si me hubiera recriminado, si hubiera elevado el tono de voz habría tenido una posibilidad de escape por la vía de la ira, del reproche, «tampoco tú le hiciste ascos». De inmediato rechacé entrar en esa dinámica. Por el contrario Carmen hablaba desde la calma, desde la perplejidad que le producía no entender cómo su compañero al que creía conocer, ese que había compartido su pena, su tristeza al perder amigos consumidos por la droga, el que la había acompañado al duelo de padres y hermanos muy queridos había tirado en un instante todo nuestro ideario sobre la droga.
—Yo, me sentí…
Mayor, viejo si, por primera vez me había sentido viejo en comparación con su rabiosa juventud. Absurdo lo sé pero me dominó una cruel sensación de ser el perdedor en una ficticia carrera sexual en la que Doménico ganaba por goleada.
No, no podía decirle eso.
Agité la cabeza como si pudiera vaciar la mente y buscar nuevos argumentos.
—Cuando estabas en el cuarto de baño trajo el estuche. Enseguida supe de qué se trataba. Ya sabes como es, hizo una glosa de los beneficios a nivel sexual, dijo que te lo merecías, que así estaríamos activos toda la noche —La miré a los ojos—. Tuve miedo.
—¿Miedo, de qué?
—De no estar a la altura.
Carmen me cogió las manos.
—Cariño, ¿cuándo, cuándo no…?
No continuó, me abrazó y durante un momento estuvimos así, abrazados, meciéndonos, curándonos las heridas. Luego recuperamos los papeles. Éramos al fin y al cabo terapeutas y al mismo tiempo pacientes. Me costaba asumir esa dualidad en la que Carmen se movía con tanta soltura.
—Miedo. Descríbelo.
Vacilé. Me sentía incapaz de explicar lo que sentí.
—Por favor —Insistió para vencer mi resistencia.
—Tendría que contarte…
—Te escucho.
“—Mira Doménico, jamás hemos tomado nada, ni siquiera un porro, no somos unos puritanos, entre nuestros amigos se fuma y no nos molesta, pero nosotros…
—Lo entiendo Mario, seré discreto y Carmen no lo va a notar, bueno si, pero en el mejor sentido del término —me guiñó un ojo.
Su comentario me cogió desprevenido y tocó una fibra sensible, muy sensible.
Conozco el efecto potenciador a corto plazo que tiene sobre el sexo y no pude reprimir un punto de inseguridad. Había bebido demasiado alcohol y a pesar de la ducha me sentía cansado tras toda una jornada de trabajo. Conocía mis límites y la respuesta que podía dar en esas circunstancias. Carmen por el contrario estaba muy excitada y predispuesta para una larga noche de sexo; sabía bien lo que mi mujer esperaba de aquella velada. Imaginé a Doménico con las pilas cargadas por la coca frente a mi esposa tal y como es, incansable, inagotable; podía estar sexualmente activa hasta el amanecer.
Y yo, sin haber descansado en todo el día, habiendo bebido tanto…
—¿Tan bueno es? —Doménico entendió mi pregunta y sonrió.
—La Viagra es solo un pobre sucedáneo, te lo aseguro, es… ¡como te diría! Es como jugar al tenis con un brazo enyesado. ¡Si, lo tienes recto, claro! Pero te falta la potencia física y sobre todo, la potencia mental. Sin embargo con esto tienes una lucidez, una energía, una claridad… es como si volvieses a ser un chaval. ¡Joder Mario, tu mujer se merece que esta noche tú y yo estemos al doscientos por cien!
—Es que…
No pude continuar, me vine abajo, fui plenamente consciente de que en las condiciones en que me encontraba me iba a quedar fuera de juego justo en el momento más esperado por los dos, cuando más me necesitaba a su lado.
“Volver a ser un chaval”, ¡Qué tentación! Esa frase acababa de dinamitar cualquier resistencia ética o racional que hubiera podido plantearme contra aquella caja plateada. “Volver a ser un chaval” era el retrato de Dorian Gray, era el pacto con el diablo al que irremediablemente iba a sucumbir sin atender a ninguna de las llamadas de la razón que me gritaba “¡no lo hagas!”.
—¡Es que no te imaginas cómo es Carmen! —exploté. Mi voz flaqueaba; de algún modo necesitaba justificar mi derrumbe ético —, es que no tiene fondo, cuando crees que ha acabado, cuando piensas que ya está satisfecha aún te pide más, todavía necesita más. No sé… siempre surge algo, una frase que la excita, una caricia que la enciende de nuevo.
Suspiré rendido a la evidencia; lo sabía, no iba a poder competir sin aquello y necesitaba expresarlo en voz alta.
—Pueden haber pasado diez minutos o menos desde su último orgasmo y basta que le des un beso, o que la roces —me quedé mirándolo, ¿cómo explicarle, cómo hacerle entender su extraordinaria capacidad? —, a veces ni eso, es ella misma la que se mueve y te toca, basta con que ponga su brazo encima de ti o se vuelva en la cama y su muslo caiga sobre el tuyo…
No era suficiente para que se hiciese una idea. A mi mente llegaron recuerdos de noches de sexo en que las brasas, ya casi apagadas, comenzaban a revivir por cualquier pequeña cosa.
—Alguna vez, después de haber hecho al amor sobradamente se remueve en la cama medio dormida y su culo se roza con el mío; eso es suficiente para que se le despierten de nuevo las ganas —sonreí al visualizar la imagen, miraba mas allá de Doménico, sin verle —y ya está de nuevo buscándome. Es… absolutamente salvaje.
Me escuchaba totalmente asombrado, mis palabras habían sonado casi como una advertencia. Le miré, nos habíamos quedado en silencio.
—Es… brutal, no te haces una idea —dije meneando la cabeza —. No es una enferma, olvídate de esas historias de ninfómanas, ¡bah! eso es absurdo, esto es otra cosa. Carmen carece de lo que llamamos periodo refractario, ese tiempo de recuperación que tienen todas las mujeres y que los hombres tenemos mucho más acusado —exhalé todo el aire de mis pulmones —. Al menos si lo tiene es mínimo —concluí.
—Más razón para que lo pruebes —sentenció Doménico —, sería una lástima que te quedaras fuera —puso su mano en mi hombro.
Doménico me miró durante unos instantes calibrando mi decisión luego abrió el estuche, cogió una pequeña pala metálica con la que tomó una carga de polvo blanco, se la acercó a la fosa nasal izquierda y aspiró con fuerza, repitió el proceso en la derecha, me miró, aspiró de nuevo y me ofreció la bandeja sobre la que estaba la caja.
—Vaya, no esperaba…
—Ya, esperabas la típica raya y el canuto enrollado, ¿no?
—Algo así.
Le observé en silencio, aspiró aire un par de veces como quien está constipado, luego me miró.
—¿Pruebas? —dijo ofreciéndome la pala.
—No sé si… nunca lo he hecho —titubeé nervioso.
—Inténtalo, yo te voy diciendo —me tranquilizó.
Cargué la pala tal y como le había visto hacer, me temblaba la mano, aquello suponía romper con mis principios, con toda una ética. Sentí miedo, auténtico pavor a la reacción de Carmen cuando lo supiese.
Acerqué la pala a la nariz, al lado derecho y aspiré, un cosquilleo intenso me inducía a estornudar pero me contuve y pronto pasó. El cosquilleo se traslado al arco superciliar. Tal y como él había hecho cargué de nuevo la pala y repetí el proceso. Durante un segundo esperé a que algo ocurriese. Nada.
¿Nada? Doménico me sonreía en la lejanía. Estábamos sentados en el sofá, un inmenso sofá en el salón sintiendo la música de John Coltrane que se empeñaba en hurgar en mi oreja. Jamás había escuchado un saxo como ese, cada nota percutía en una zona distinta de mi cuerpo como si alguien me diera pequeños, suaves y cariñosos empujones y me provocaba un placer desconocido. Doménico desde la pared infinita, a años luz del sofá me guiñó un ojo y al hacerlo sonó un ¡plop! que enganchaba perfectamente bien con la batería. Le miré y el ojo repitió el guiño solo porque me había gustado y ahí sonó de nuevo el ¡plop! Todo coherente, todo normal.
De repente, el cansancio había desaparecido, ¡si señor, estaba hecho un chaval! Pero lejos de extrañarme aquello me parecía lo más natural del mundo. La energía, la vitalidad física que sentía en aquel momento no me causaba sorpresa, era como si no tuviera un punto de comparación anterior, como si el estado de vigor de mis cuarenta y cuatro años hubiera desaparecido de mi mente y lo que sentía de mi mismo en ese momento no tuviera un antes con el que compararlo. Era yo en ese instante atemporal, ¿me sentía magnífico? Simplemente me sentía.
Visto desde mi perspectiva normal no sé como tardé tanto en deducir que aquello no era producto solamente de la cocaína, en realidad tardé meses en comprender que aquella cajita plateada contenía algo más aunque nunca obtuve la respuesta que buscaba.
Seguíamos el ritmo de la música con todos nuestros sentidos, yo no tenía experiencia previa alguna y me dejé llevar del cruce de sensaciones, del cortocircuito de los sentidos mas propio del lsd. El psicólogo sereno y controlado hubiera iniciado un estudio de campo muy interesante. Pero yo no estaba controlado y sereno y simplemente me dejé llevar del estado alterado de conciencia en el que me había sumido sin ningún ápice de paranoia, afortunadamente. Todo estaba bien, la única preocupación seguía siendo Carmen, su reacción si llegaba a descubrirlo.
—No debe saberlo.
—Mario, no sé tú, pero yo no voy a ocultarme. Quiero que me conozca tal como soy.
—Pero dijiste…
—Es toda una mujer, deja de protegerla, lo entenderá —dijo limpiándose la nariz con la mano —, no deberías empezar a tener secretos con tu mujer ahora.“
—Necesito beber algo —Tenía la boca seca. Fui a la cocina y preparé dos tónicas. Carmen no había abierto la boca mientras narraba cómo Doménico me había convencido. No había omitido nada, incluso mi petición para que se lo ocultásemos. Quería ser absolutamente sincero con mi terapeuta.
Cuando volví al salón Carmen no se había movido ni un milímetro.
—No sé Carmen, ahora lo veo de otra manera. ¿Podría haberlo manejado de otra forma? Quizá, pero en aquel momento, con todo lo que habíamos vivido ya en el pub, con la cantidad de concesiones que le habíamos hecho, con el estado de excitación en el que estábamos ambos. No lo sé Carmen, no sé si estaba en condiciones de defender mis argumentos.
—Describes a tu mujer como una ninfómana.
—¡No, nada de eso! Solo pretendía…
—¿Justificar tu decisión basándote en la hipersexualidad de tu mujer?
—No Carmen, no fue eso o al menos no lo hice con esa intención.
—Entonces cuál fue la intención?
—Si te he ofendido…
—Soy la psicóloga, no te confundas, estoy analizando una conducta, nada más.
—De acuerdo, está bien. Vamos a ver, déjame pensar.
—No lo pienses demasiado. Tú sabrás por qué hiciste ese alegato sobre la sexualidad de tu mujer.
—Puede que si, que tengas razón; quizá lo quería igualar a mí, ponerle a mi mismo nivel. Dos hombres en igualdad de condiciones ante una mujer increíble.
—¿Increíble?—Percibí un tono que bordeaba la ironía y el escepticismo.
—Brutal, salvaje, a la que nos iba a ser difícil satisfacer.
—Dime una cosa ¿Alguna vez me has dejado insatisfecha?
Por fin abandonaba esa tercera persona que hasta ahora había empleado para referirse a sí misma y se implicaba como sujeto y no solo como analista.
—No, creo que no.
—¿Y por qué esta vez me ibais a quedar hambrienta de sexo?
—Si, es absurdo. Bueno no, el alcohol…
—Olvídate de eso. Replantéalo.
—Temía que Doménico te hiciera sentir sexualmente más plena, que te hiciera gozar más.
—Algo que no te había ocurrido antes. En nuestra anterior relación.
¿Por qué no lo mencionaba? Anoté mentalmente este hecho.
—Es cierto, con Carlos no tuve este problema.
Desvió la mirada, fue un microgesto pero lo capté; una mínima tensión en su rostro. Eso era; la alusión a Carlos le generaba un malestar que procuraba ocultar.
—Doménico tiene una endiablada capacidad para envolverte con sus argumentos, no sé cómo lo hace. Lo consiguió conmigo y después, cuando saliste del baño e intentaste abroncarnos…
—¿Abroncaros, eso es lo que crees que hice?
—Es una forma de hablar Carmen; estabas indignada, lo sé.
—Le dejé hablar, quería saber hasta que punto estaba enganchado con la droga.
—¿Y entonces por qué la probaste? No lo entiendo.
Esa mirada… esa mirada ya la había visto antes. Esa expresión me infundía la sensación de estarle fallando, de haber hecho añicos algo muy importante que había entre los dos. Y yo seguía sin saber qué era.
—¿Sigues sin entenderlo verdad? No es la primera vez que me lo preguntas y todavía no has dado con la razón que me llevó a romper con lo que he mantenido sobre las drogas durante toda mi vida. Alejo, Marina, Charly. ¿Cuánta gente se nos ha muerto Mario, cuánta gente? Y ahora tú y sobre todo yo, nosotros hemos caído en lo que tanto hemos aborrecido. ¿Por qué la probé. No lo sabes verdad? No tienes ni idea de lo que me llevó a pedirle a Doménico que me pasara la puñetera pala.
Se había ido crispando por momentos. La terapeuta había desaparecido, no sé cuando; quien hablaba ahora era mi esposa herida, doliente.
Hizo un gesto con las manos frenando aquel arrebato, deteniendo, deteniéndose. Ambos sabíamos que estábamos al limite.
—Necesito un momento.
Salió del salón. Al poco me asomé y la vi caminando por el jardín. Comprendí que necesitaba serenarse, recuperar el tono que hasta ahora habíamos mantenido. Se detuvo para encender un cigarrillo, aspiró una profunda calada y soltó el humo mirando hacia el cielo, luego reanudó el paso alejándose.
Entré en la cocina y preparé un vaso con dos hielos, una rodaja de limón, cogí una tónica. Volví al salón, vertí dos dedos de ginebra y comencé a darle vueltas. Seguía pensando en lo que me quería decir, repasé la escena en la que se mostraba receptiva a probar la droga y no logré encontrar ninguna causa salvo los argumentos bien tejidos de Doménico; por mucho que me esforzaba no veía nada nuevo, nada diferente a lo que tantas veces había revivido.
—Venga, vamos a seguir.
—Podemos parar un rato si quieres —propuse.
—No hace falta, estoy bien.
—Quizá he cometido un error al plantear…
Me interrumpió con un gesto tajante.
—No, al contrario. Estamos aquí para decir lo que pensamos. Tú no entiendes por qué la probé pensando cómo pienso y lo has expresado. Soy yo la que no he reaccionado bien, por eso me he tomado estos minutos, para serenarme y volver al dialogo.
Sonrió aunque capté que la tensión se mantenía.
—Mientras he estado fuera, fumando he tratado de entender el problema, cuál fue el problema —matizó—. Evidentemente se trata de un fallo de comunicación. Quise transmitirte un mensaje y está claro que no te llegó. Un mensaje sin palabras; solo un gesto y ese gesto no lo interpretaste, no te llegó. Cometí un error, un grave error. Muy grave.
—No consigo entenderte.
Se inclinó hacia delante.
—Mario, necesito que me cuentes cómo fue aquel momento, tal y como tú lo recuerdas.
La miré, no lograba entenderla pero supe que estaba buscando la clave de algo trascendental.
Y la escena volvió a pasar ante mis ojos.
“Antes ibas a tomarlo, ¿no? – Respiraba agitadamente, comprendí que acaba de tomar una decisión que la alteraba.
—Carmen, no quisiera que…
—Quiero verlo —le interrumpió.
Doménico se arrodilló a mi lado cerca de la mesita de noche, volvió a mirarla esperando una confirmación, luego abrió la caja, tomó la pala y la cargó, esnifó una vez, la volvió a cargar y volvió a aspirar. Entonces Carmen clavó su mirada en mí.
—¿A qué esperas?
No sabía cómo reaccionar, no estaba preparado para aquello.
—¿Pretendes dejarme a medias ahora, a mitad de la noche? ¡de eso nada! —Sus ojos eran puro fuego, ¿qué estaba sucediendo? Si alguna vez en los últimos meses había sentido algo parecido al vértigo no fue nada parecido a lo que experimenté en aquel momento.
Giré hacia la mesita, Doménico me ofreció la pala. Me sentí observado por ella y eso me ponía nervioso, intenté que mi mano no temblase. Cargué la pala y la acerqué a la fosa derecha, aspiré con fuerza. De nuevo el intenso cosquilleo al que aún no me había acostumbrado y que casi me hizo estornudar. Una nueva carga que llevé a la fosa izquierda, la aspiré. El cosquilleo se centró bajo mis cejas durante unos segundos. Y esperé lo que ya conocía.
—Me toca —Escuché la voz de Carmen, cristalina, limpia, sonora, dulce, acariciándome la espalda desde donde me llegaba como si fuese una ola.
¿Qué? ¿qué había dicho? Me volví justo cuando se estaba incorporando y se aproximaba al borde de la cama.
—¿Estás segura? —Doménico se acercaba a ella.
Carmen se había arrodillado al lado de la mesita, a mi lado. Doménico se sentó en la cama, cerca de mi, con expresión grave y eso me preocupó. Carmen nos miró con aire alegre.
—¿Es bueno para vosotros y no lo es para mi? ¡Vaya par de machistas que estáis hechos! — cogió la pala y se volvió hacia Doménico, entonces la tomé por el brazo y la detuve.
—Carmen, por favor, no tienes por qué hacerlo —se soltó con suavidad sin perder la sonrisa.
—Tú tampoco, ni Doménico. Deja de protegerme, cariño —volvió a mirar a Doménico —¿Cuánto cojo?
Doménico le indicó la cantidad, observé que le cargaba algo menos y se lo agradecí en silencio. Carmen se lo llevó a la nariz y aspiró con fuerza, se tapó con el dorso de la mano para evitar estornudar, luego volvió a cargar la pala y aspiró.
Se quedó unos segundos quieta, como si estuviese esperando algo, alguna reacción. Luego me miró. No noté nada extraño en ella, quizá un brillo especial en sus ojos. Se acercó a mi y se echó a mis brazos, enterró el rostro en mi cuello, ¡Dios, cómo agradecí que me buscara a mi y no a él para compartir ese momento! Me volqué hacia atrás y la arrastré conmigo. Perdí el sentido del espacio, la cama era un inmenso arenal en el que nos hundimos, la abracé con mis piernas también, ella reptó por mi cuerpo para que mi verga, que ella oprimía con su estómago, encajara en su vientre, bajé mis piernas y se sentó a horcajadas sobre mí. Sus pechos se movían libremente por mi cuerpo como si tuviesen vida propia. Abrí los ojos y la miré y sobre ella vi el rostro sonriente de Doménico que besaba su cuello. No me incomodó, estaba bien, estaba bien, por qué no.”
Cuando acabé de hablar tenía la boca seca. Busqué el vaso. Luego la miré y lo que vi comenzó a preocuparme. ¿Qué había salido mal? ¿En qué me había equivocado?
—¿Qué ocurre? —pregunté al ver su expresión.
—Mario…
Se detuvo, parecía aturdida. Había empezado a mover la cabeza de izquierda a derecha muy despacio, como si fuera incapaz de creer lo que había escuchado.
—Carmen, ¿qué pasa?
Se acercó y me cogió de las manos.
—Ahora escúchame.
“Carmen cerró la puerta del baño y apoyó la espalda en ella. Todavía conservaba en su retina la imagen de Doménico encorvado sobre la mesita de noche manejando la droga. Había sentido auténtico pavor; en un segundo recordó a su amigo Manolo y revivió e imágenes todas las fases de su degradación, desde la carita de niño bueno que tenía cuando ambos iban al instituto hasta el rostro demacrado, consumido, gris que le vio pocos meses antes de su fallecimiento. Le había visto fumar y no le dio importancia, mas tarde le vio esnifar. Se separaron, comenzó a tener otras amistades. Nunca le vio pincharse pero supo de su deriva, alguna vez le llegó a ver de lejos, no parecía él. Y ahora, no podía ser que esta noche estuviese viviendo de nuevo aquello.
Le zumbaba la cabeza, abrió el grifo y se refrescó la cara. Sintió la espesa humedad que comenzaba a deslizarse por sus muslos y se sentó en el bidet para lavarse. Su sexo reaccionó al contacto de su mano. Hinchado, todavía dilatado por las sucesivas penetraciones y extremadamente sensible al más mínimo roce. Intentó sin éxito ahuyentar las imágenes que asaltaban su mente y en las que el cuerpo desnudo de Doménico se le representaba sobre ella en el momento de poseerla. Fue como si cada sensación vivida momentos antes volviera a dominarla. Ante sus ojos, grande, hermosa, arrogante, creyó ver de nuevo la verga vibrante del italiano y su tacto suave y turgente se le hizo presente, casi real en sus dedos. Se levantó del bidet buscando la toalla que utilizó al salir de la bañera y se refugió en sus pensamientos de reproche como válvula de escape.
Y Mario, ¿cómo era posible que él, con lo que había vivido, con los casos que habían compartido en clínica hubiera caído en eso? Se sintió decepcionada, engañada. De pronto fue como si todos aquellos años de convivencia se desmoronasen y le mostraran a un extraño que la hubiera estado engañando. En ese instante entendió lo que debían sentir las mujeres que se enfrentaban a una infidelidad.
Mientras se secaba recordó cuánto le había sorprendido la extraña erección que le vio cuando se desnudó al comienzo de la noche; su sexo estaba sorprendentemente erecto, casi vertical, como nunca lo había tenido; el glande más hinchado que de costumbre, amoratado, tumefacto, tanto que casi se asustó, era como si sufriera un acceso de priapismo; y luego, cuando la penetró la sensación que tuvo fue diferente, apenas lo reconocía, como si no fuese su marido el que estaba dentro de ella, mucho más gruesa, más dura, además la erección no se redujo al eyacular. Las cosas se sucedieron tan rápido que no tuvo tiempo para pensar sobre aquello, para preguntarle.
Había sido muy diferente a lo que esperaba cuando salieron del pub. Estaba preocupada, había habido demasiado alcohol y temía que la reacción en la cama no fuera la mejor. Recordó que cuando le hizo aquel desagradable comentario sobre si ella había tomado suficientes copas estuvo a punto de devolvérselo incluso más envenenado, pero se contuvo. Se había dado perfecta cuenta de que Doménico bebía menos pero no le pareció correcto decirle nada ¿cómo se había atrevido a llamarle a ella la atención?
¿Así que era eso?, pensó mientras comprobaba si las bragas se habían secado del todo, ¿ese era el motivo por el que había claudicado y se había metido esa mierda?. Estaba furiosa y al mismo tiempo, entendía la frustración que debía sentir al notarse noqueado por el alcohol; ¡pero qué coño, ya no era un crío! ¿por qué no se había controlado?
Se puso las bragas convencida de que se había acabado la noche. Ahora lo entendía todo.
Por un momento se intentó poner en el lugar de Mario. Se hizo una esquema mental en el que fue situando a los tres. Se miró al espejo y, aunque no verbalizó lo que vio no le dejó ninguna duda; treinta y un años, una mujer joven, atractiva, guapa si, porque no pensarlo, sabe que atrae a los hombres. Por otra parte Mario, el marido, cuarenta y cuatro años, bien conservado. Se mataba en el gimnasio cuando lo conoció, ahora lleva un plan más equilibrado. Sabe que le preocupa nuestra diferencia de edad aunque no lo dice, es algo que jamás le ha importado y teme que ha sido la pieza clave en lo que ha sucedido esta noche. Es verdad que al principio apenas se notaban los trece años que se llevan. Ahora si, sus canas le dan un aire muy interesante que a ella le encantan. La idea de que en algún momento les puedan confundir con una pareja en el que es su ligue no deja de tener su morbo, al menos para ella y hasta ahora creía que también para él.
Y el tercero, Doménico, el amante. Si, es más joven que Mario, debe rondar los treinta y pocos y tiene un cuerpo… Tenis, vela, esquí, ciclismo, ¿qué es lo que no hace? Vamos, un cuerpazo, pero eso es lo que buscaban, alguien con quien jugar. Ha sido mas sobrio con el alcohol que Mario y eso también ha jugado en su contra.
Sin embargo, su pesimista previsión tras el primer asalto no se corresponde con ese análisis para nada. Tras follar con Doménico le buscó, temía lo que podía estar pasando por su cabeza; iba preparada para hacer que durase todo lo posible antes de hacer el amor. Y lo que se encontró fue una erección como jamás le había visto, y cuando la penetró sintió unas sensaciones extrañas; le notó diferente, un volumen y un rigor desconocido, una potencia incompatible con el desgaste acumulado; todo era disonante. Se asustó un poco, llegó a pensar que quizá Doménico había compartido Viagra con él, más tarde dejó de pensar y disfrutó, simplemente disfrutó aunque todo fuera tan diferente, tan distinto que no pudo dejar de sorprenderse.
¿Y Doménico? No parece un yonki, es cierto. Es una persona culta, amable, es educado, inteligente, divertido, sensible. No tiene nada que ver con los casos que conocen, gente que se fue deteriorando hasta acabar…
Piensa en Ramón, un paciente alcohólico. Publicista, padre de familia, culto, educado, sensible, inteligente…. Como Doménico. Hasta que se toma una copa y ya no puede parar y entonces se convierte en otra persona y llega a su casa borracho e insulta a su mujer y le grita a su hijo y al día siguiente llega tarde a su trabajo y ya le han llamado la atención tres veces y está a punto de perder el empleo y, y, y... Por eso ha pedido ayuda y está en la clínica bajo tratamiento con ella.
¿Será esa la otra cara de Doménico, la que ella todavía no ha tenido ocasión de ver?
Vuelve a Mario, piensa en él con cierta condescendencia; analiza las circunstancias que le han llevado a claudicar esa noche, incluso lo comprende y en parte lo disculpa. En cuanto a Doménico, le concede el beneficio de la duda. Cree que puede llegar a un pacto, es buena negociadora, sería una lástima arruinar la noche. En el fondo quiere más. Reconoce las señales que emite su cuerpo, aún vibra, está muy reciente el último orgasmo, acaba de hacerle una mamada mientras Mario la follaba; ha sido todo tan brutal… A su mente regresa la imagen de su amante desnudo, tan cerca de su cara, vuelve a sentir el sabor de su verga justo antes de que él guiara su cabeza y la empujara para hundirla en su garganta. Vuelve a sentir la forma tan salvaje en que la ha follado…
Se humedece. No ha tenido bastante. Tiene que solucionar ese tema de una vez por todas.
Se acercó a la puerta, les escuchó hablar en voz baja, parecían discutir. Abrió, no quiso darles más margen.
Enmudecieron. Si no hubiera estado tan indignada se habría sentido cohibida por las rápidas miradas que en unos pocos segundos recorrieron su cuerpo desnudo, tan solo cubierto por labraga color cobalto. Pero no en ese momento. Estaba concentrada en detener aquello, en conseguir que no trascendiera su intenso deseo, en mostrar una rotunda determinación y si conseguía esto aún podrían continuar, ¡oh si!
Pero si veía el más mínimo resquicio de debilidad en ellos se habría acabado todo, la noche y la relación con ese italiano que le había dado uno de las sesiones de sexo más intensas que recordaba.
Avanzó unos pasos hasta quedar frente a su marido.
—¿Se puede saber en qué estabas pensando? —preguntó procurando mantener la serenidad.
No necesitó escuchar unas palabras que jamás salieron de la boca de su pareja. Lo que había intuido mientras se mantuvo recluida en el baño se confirmó al mirarle. Desazón, miedo al fracaso, el incipiente síndrome de la edad. Todo lo que se llevaba gestando desde unos meses atrás, quizá un año y que esta noche se mostraba en plena crisis.
Se agachó, le acarició el cabello y le atrajo hasta que su cabeza descansó en su pecho.
—Calla, no digas nada —susurró.
Estuvieron así no sabría decir cuánto, meciéndose, luego le besó, un beso que lo absolvía de culpa.
Cuando se levantó se dirigió a Doménico
—¿Y tú, desde cuando tomas esa mierda?
El italiano bajó la mirada y sonrió apenado, tardó en contestar unos segundos.
—Nueve, quizá haga ya diez años y como ves no tengo la nariz restaurada —dijo con un tono amargo—. ¡Ah! y por si lo vas a preguntar, tampoco me pincho, mira —dijo mostrándole los brazos.
Carmen ignoró el gesto, no apartó la mirada, comprendió cuánto le había ofendido. Buscaba un resquicio de comedia en aquella actuación pero no la encontró.
—¿Y crees que eso me tranquiliza? Es coca Doménico, sé lo que es eso; de acuerdo, no es heroína pero no por eso deja de ser droga y tengo muy claras las cosas con respecto a eso — me miró antes de continuar—, bastante más que Mario por lo que veo.
—Lo siento Carmen, no supe hacerlo, pensé que hacerlo a escondidas era menos leal, por otra parte, después de tanto alcohol lo necesitaba —la voz de Doménico sonaba dolida.
—¿Leal?
—Si, leal, sincero, llámalo como quieras, yo no te pienso ocultar nada de mi, no sé como lo verás pero es la manera en la que quisiera plantear mi relación contigo.
Carmen se quedó callada, el argumento era impecable. Caminó unos pasos por la habitación. No, eso no era lealtad, habían jugado a sus espaldas. Se detuvo ante ellos, clavó los pies en el suelo y puso las manos en jarras. Los ojos de Mario se centraron en su pubis y eso la enfureció aún más.
—¿Realmente crees que era imprescindible usar eso esta noche?
—Dímelo tú. ¿Crees sinceramente que tanto tu marido como yo hubiéramos estado al nivel que hemos estado después de todo lo que habíamos bebido, tras toda una jornada de trabajo y sin haber descansado? ¿Qué opinas?
De nuevo se quedó sin respuesta. Mario se levantó algo impetuosamente y al hacerlo la erección que se había mantenido discretamente oculta se mostró con una aparatosa oscilación. En menos de un segundo la mirada de Carmen observó la rígida verga, luego se cruzó cargada de asombro con su marido y después se tornó seria de nuevo.
Carmen contraargumentó sobre la droga y Doménico intento refutarla con sus ideas sobre el tabaco y el juego. Mario se unió a la disputa con argumentos desde su perspectiva clínica, conoce la heroína y la coca, tenemos amigos que fuman porros pero para su decepción, intentaba mantener una posición imparcial.
Comenzó a perder la esperanza, Doménico se mantenía en su discurso hedonista y Mario había desvirtuado su posicionamiento de una manera penosa. Tenía que cambiar de estrategia ya que en el diálogo, a pesar de los argumentos científicos y la experiencia que ambos tenían se había quedado sola. Frente a ella dos hombres excitados, erectos, listos para un nuevo asalto sexual; no la acosaban pero tampoco la dejaban indiferente. Los argumentos que manejaba Doménico cada vez iban más cargados de componentes sensuales que apuntaban a su línea de flotación. Las miradas que captaba a sus zonas erógenas habían dejado de enfurecerla, eran como pequeños disparos de artillería que van acumulando su poder devastador y desgastan al enemigo paulatinamente.
Tenía que replanteárselo todo. No quería que la noche acabase ya. Tampoco quería que la droga continuase corriendo.
Súbitamente se dio cuenta de que llevaba un tiempo, no sabía cuánto, con la vista perdida en la brutal erección de Doménico. Le miró y se vio descubierta. Comenzó una disquisición sobre la droga, necesitaba desviar la atención. Les dejó hablar mientras ella seguía planeando la jugada. Ambos se enzarzaron en los beneficios de la droga para el sexo, Mario planteaba dudas, «el problema está cuando se pasan los efectos positivos y aparece el bajón, ese es el problema, lo que provoca la adicción, ¡qué pasa entonces?» Doménico hablaba como un profesor, le explicaba con detalle cómo la dosificaba, «poca cantidad cada vez, no buscamos grandes “colocones” como los drogadictos»
—Hay algo que no entiendo. Llevas diez años consumiendo coca, deberías estar notando ya los efectos adversos en tu… - señaló con su mano hacia su verga - ¡joder!, la coca acaba produciendo problemas de impotencia, está muy documentado —Insistió Mario con cierta vehemencia.
—Siempre que haya abuso, si hay consumo continuado, pero ese no es mi caso. Yo tomo una vez cada quince días como mucho, lo normal es que lo tome una vez al mes, a veces ni eso, me puedo pasar dos meses sin probarlo; no se, no tengo un patrón fijo. Lo que si sé es que con esto no se juega. No se conduce un Ferrari de la misma manera que se maneja un turismo ¿verdad? Hay que respetarlo o corres el riesgo de matarte pero no por ello renuncias al placer del vértigo de la velocidad. Pues con esto es lo mismo.
Estaba preocupada, veía a Mario absolutamente convencido, como jamás pensó verlo.
Entonces surgió la idea. Un golpe de efecto. Si toda la experiencia vivida no servía para hacerle entrar en razón, si los argumentos por sólidos que fueran se estrellaban contra la palabrería de aquel italiano seductor, no le quedaba más que lanzar un órdago, arriesgado y difícil.
Cambó de táctica, dejó atrás la imagen de enfado y se mostró interesada por todo lo que se había expuesto hasta el momento.
—Es… increíble, lleváis… ¿cuántos, dos, tres, cuántas veces os habéis…
—¿Corrido? —Escuchó a Mario intervenir al verla interesarse por primera vez en la conversación. Vio a Doménico que había enmudecido y la miraba sin pestañear.
—Si, más o menos —respondió sin intención de ponerse a calcular.
—¡Y todavía estáis así! ¿Y además no estáis cansados? —fingió un interés del que carecía.
—Eso es lo importante —Doménico habló con entusiasmo —, si solo fuera potencia no valdría nada. Lo realmente bueno está aquí —dijo señalándose con un dedo la sien— y aquí —señaló su corazón— ¿me comprendes?
Carmen sonrió, le entendía perfectamente. Conocía varios casos de impotencia con prótesis mecánicas que pese a lograr mantener una erección física no conseguían una erección “mental” y caían en depresión.
—¿Y tú, cómo estás?
Le miró pero no encontró sus ojos. Mario tenía perdida la mirada en su pubis. Volvió la vista hacia el italiano y también él se había desviado hacia aquello que atraía la atención de su marido. Solo entonces sintió con absoluta claridad la tibia humedad que arrasaba su sexo y adhería la pequeña prenda a su cuerpo como si fuera una segunda piel. ¡Hombres! Aunque quizá debería haber pensado ¡Machos! No se sintió demasiado ofendida, no era esa la situación para ello. Desnuda, empapando una ligera prenda intima con su propia excitación, observando la intensa erección de aquellos dos hombres que poco antes la han follado. Solo evocar ese recuerdo hace que su sexo palpite y rezume copiosamente.
Hubo un silencio denso.
—Me pregunto una cosa, los efectos en los chicos me han quedado muy claros, pero... en las chicas, ¿cómo son?
No calculó el peso de aquella pregunta. En realidad solo pretendía saber. Ante un efecto evidente su instinto científico la llevó a preguntar. Sólo después pensó si debería haberse callado.
—Bueno —titubeó Doménico—, es difícil generalizar pero… casi siempre… en lo referente al sexo, se parece a… —carraspeó—, la mujer se vuelve como…
Doménico hizo una pausa, durante unos segundos la miró intensamente.
—Se convierten casi en ti.
Carmen no consiguió reaccionar. El mensaje era independiente del contexto, muy superior al contexto. Jamás le habían expresado algo tan hermoso, tan profundo. Tan intensamente bello.
—¡Vaya! —apenas acertó a decir, luego estuvo a punto de añadir alguna cosa que no llegó a pronunciar.
La emoción que estaba sintiendo era arrolladora. Inspiró profundamente y se quedó mirándolo. Tenía que controlar lo que sentía o…
Miró a Mario, se estaban jugando mucho, mucho. Tenía que seguir adelante con su plan.
Se volvió hacia Doménico.
—Antes ibas a tomarlo, ¿no? —Respiraba agitadamente.
—Carmen, no quisiera que…
—Quiero verlo —le interrumpió.
Doménico se arrodilló al lado de Mario, cerca de la mesita de noche, volvió a mirarla esperando una confirmación, luego abrió la caja, tomó la pala y la cargó, esnifó una vez, la volvió a cargar y volvió a aspirar. Entonces Carmen clavó la mirada en su marido. Ahora o nunca.
—Me toca —Dijo intentando mostrar una seguridad de la que carecía. El órdago estaba echado, solo faltaba comprobar si había acertado.
Mario se volvió asombrado, perplejo, asustado.
—¿Estás segura? —Doménico se acercó a ella, era el único que todavía no se creía lo que acababa de escuchar.
Un segundo, una pausa durante la que todavía esperó una reacción que no se produjo.
Carmen se arrodilló al lado de la mesita, cerca de Mario; tenía que dar una imagen de seguridad si quería que su plan surtiera efecto. Doménico se sentó en la cama con expresión grave. Carmen interpretó la incredulidad del italiano. Mario se mantenía en una pasividad que podía dar al traste con todo su plan. Tenía que convencer a Doménico de que iba en serio para hacer saltar a su marido.
—¿Es bueno para vosotros y no lo es para mi? ¡Vaya par de machistas que estáis hechos!
Miró a su marido que seguía observándola sin reaccionar. “¡Detenme, párame” pensó a gritos.
Pero no, ahí seguía, mirándola como si todo lo que sucedía se estuviera proyectando en una pantalla y él fuera un mero espectador ajeno a los acontecimientos.
Cogió la pala y se volvió.
—¿Cuánto cojo?
Doménico le indicó la cantidad, la observó mientras la cargaba. «Algo menos» le susurró y ella lo miró con una leve sonrisa, de alguna manera la cuidaba como su marido no hacía. Todavía le lanzó una última mirada pero parecía estar ido, ajeno a lo que estaba a punto de suceder. “Todavía estás a tiempo de detener esto”, pensó con tristeza.
Era el momento. ¿Tirar las cartas, abandonar, declarar el farol? Se sentía tan defraudada, tan traicionada por su marido.
Miró a Doménico, todavía resonaban en su cabeza algunas de las frases que habían hecho mella: «leal, sincero, llámalo como quieras, yo no te pienso ocultar nada de mi, no sé como lo verás pero es la manera en la que quisiera plantear mi relación contigo».
«En lo referente al sexo, la mujer se convierte casi en ti».
Volvió a mirar a su marido; esa sonrisa, esa mirada ida. ¿No se da cuenta de lo que está a punto de hacer? ¿Acaso no se lo cree? Una furia ciega comenzó a crecer desde lo más profundo, un rencor que creía apagado renació con fuerza. Ese era el que la había dejado sola aquel invierno tantas veces mientras…
Escenas olvidadas comenzaron a volver a su cabeza. Horror, humillación, vergüenza en la que no había vuelto a pensar regresaba por culpa de ese hombre que la miraba apático, laxo, sin ver que estaba a punto de cometer el que podría ser el mayor error de su vida; el que él ya había cometido.
Sintió un dolor intenso, una gran pena se apoderó de ella. Volvió a mirarle buscando por última vez un destello del compañero, del amigo de aquél que podía salvarla. Entonces lo vio. Algo parecido al morbo, a la excitación que produce transitar lo prohibido se encendió en los apagados ojos de su marido durante un segundo antes de volver a languidecer.
Carmen se lo llevó a la nariz y aspiró con fuerza, se tapó con el dorso de la mano para evitar estornudar, luego volvió a cargar la pala y aspiró.
Se quedó unos segundos quieta, como si estuviese esperando algo, alguna reacción. Luego le miró. No notó nada extraño, nada. Se acercó a él y se echó a sus brazos, enterró el rostro en su cuello, ¿por qué, por qué?
Entonces sintió que caía, sintió un vértigo agradable. Velocidad. Se sintió atrapada.”
—Pero si yo…
Yo no lo viví así. ¿Era eso lo que iba decir? Atrapado en una inmensa confusión me vi incapaz de ordenar las ideas que inundaban mi cabeza. Lo que Carmen acababa de contar era un relato tan diferente al mío que me debatía en un vano intento por hallar una explicación lógica.
Mi recuerdo era tan diferente a lo que acababa de escuchar que el científico ecuánime inclinó la balanza hacia la versión de Carmen, la persona sobria, limpia de droga. Me acordé de la sorpresa que sentí cuando esnifé por primera vez. La música de jazz golpeando en mi hombro, produciendo efectos alucinatorios que al poco tiempo me resultaron tan normales que dejé de prestarles atención. Si estas alteraciones de la percepción dejaron de parecerme extraordinarias ¿qué otras cosas sucedieron a las que pude dar por normales?
—¿Entonces, no me hiciste esnifar antes que tú?
Negó con calma y esperó. Entendía por lo que estaba pasando.
Volví a bucear en las dos versiones, aún me costaba aceptar la evidencia. Me perdía en los detalles que divergían sin caer en lo fundamental.
Hasta que lo vi con claridad.
La miré. Se dio cuenta de que lo había entendido.
—¡Carmen, cómo no lo vi! —exploté.
—¿Y yo, cómo no intuí que probablemente la droga no te dejaría entender lo que estaba intentando hacerte ver?
Nos quedamos en silencio, el interrogante que me había acompañado desde que Carmen se fue quedaba resuelto y yo estaba destrozado. Por mucho que no debiéramos hablar de culpa me sentía inmensamente culpable de no haber sido capaz de ver el órdago que me lanzó aquella noche.
—Pedí la paleta convencida de que me detendrías, que pararías aquella locura. Pero cuando vi tu expresión perdida… No, incluso pude ver algo más en ti que me dejó helada. Excitación, morbo. Entonces te perdí Mario, te perdí. Todo cambió en ese instante. Estaba a punto de sacrificarme por ti, por nosotros y no hacías nada por evitarlo. Llegué a pensar que si hubiera tenido un cuchillo en la mano, una pistola en la sien, si hubiera estado en lo alto de un puente quizá tampoco habrías reaccionado.
—¡Cómo puedes decir eso!
—En ese momento, aquel rencor que surgió cuando me sentí sola al saber que tú estabas ligando mientras yo te necesitaba; toda la tristeza, toda la soledad que fue naciendo durante el invierno mientras era acosada y tú no estabas; todos esos sentimientos que creía superados pero que permanecían ahogados brotaron del rescoldo. Todo estaba perdido. Y con ese rencor como última emoción fue con la que esnifé.
Horror, espanto, no puede ser no, me niego a aceptarlo.
—Salté de la cornisa Mario, eso es lo que hice.
—¡Dónde vas!
No pude aguantar más. No quería que fuera testigo de mi derrumbe. Salí de casa sin escucharla. Caminé hacia la cancela y cuando la oí llamarme desde la puerta aceleré el paso, «¡Calla, déjame!» clamó mi brazo alzado mientras me alejaba dándole la espalda. Quería huir, de mí, de ella, de lo que acaba de saber. Si pudiera volver al pasado, si pudiera recomponer todo lo que había roto en nuestras vidas. Cómo me desprecio, qué hijo de puta.
…..
¿Cuántas veces he huido en los últimos tiempos? Debo de llevar casi una hora caminando sin destino, acusándome por lo que pude haber hecho y no hice, por lo que pude haber evitado, por el rumbo que hubiera tomado nuestra vida si…
¿Cuántas veces he salido corriendo, cuántas veces he dejado plantada a Carmen, a Graciela? ¿Cuántas veces he evitado mis responsabilidades?
No me reconozco.
Regreso, entro en casa.
—¡Carmen!
Salgo al porche trasero y la veo sentada en el bancal donde crecen los geranios. Fuma.
—Carmen —llamo su atención casi a modo de ruego. Se vuelve, su mirada serena me sigue.
Me acerco. Entonces reconozco el olor y reparo en el cigarrillo liado a mano. A su lado, sobre la piedra veo una pitillera de cuero marrón. Ella sigue el curso de mis ojos.
—Marihuana —pronuncia con tranquilidad—. Si no hubieras salido tan precipitadamente habríamos llegado a esto. Ven, siéntate —Dice golpeando con la mano a su lado.
Me costó reaccionar un instante, luego seguí su consejo y me senté a su lado, ella retiró la pitillera y la colocó a su derecha.
—Claudia me enseño a fumar. Aquel día, ya sabes, aquel día fumé de todo; en realidad hice de todo. Lo que importa es que de aquella experiencia solo me he quedado con el tabaco y la marihuana, me ayuda a dormir. Pasé por un periodo de insomnio severo que me impedía trabajar, me pasaba noches enteras sin pegar ojo. Descubrí que la marihuana me relajaba y me hacia dormir. En la montaña acabé con los restos que me quedaban de lo que me había dado. A la vuelta volví a verla y me llenó esta pitillera. Así es como he conseguido completar el trabajo.
Claudia, la enigmática Claudia. Apenas me ha dado unas pinceladas esta mañana, un bosquejo de la mujer que la enseñó a fumar aquel día en el que una vez más la llevé al borde de la desesperación. «Ya lo hablaremos, hoy no», me ha dicho; asumo su meticuloso plan a ciegas, sin poner en duda su valía, su duro trabajo.
Dio una calada al cigarrillo. El aroma dulzón impregnó el ambiente.
—En momentos de tensión me ayuda a serenarme.
—Como el que acabamos de vivir.
Clavó sus negros ojos en mí.
—Por ejemplo.
—¿Lo ves necesario?
—De momento si.
Quedé en silencio. Me consideraba responsable, no tenía argumentos.
—No tenía intención de ocultártelo, solo se ha alterado la forma en que te has enterado por tu salida tan precipitada.
—Lo entiendo.
Una nueva calada, una pausa. Si no la conociera tan bien no habría presentido ese algo que me hizo aferrarme instintivamente al poyete.
—Hay más.
Sentí un nudo en el pecho. El tema del que hablábamos me hizo temer algo grave.
—Continúo tomando coca. Esporádicamente, de manera muy controlada y solo en momentos muy concretos.
—¿Qué momentos pueden justificar…? No sé, tú sabrás —zanjé demasiado secamente.
—No Mario, no es esa la respuesta que espero de ti.
—Dame un segundo.
Me levanté y comencé a caminar perdido por el jardín, necesitaba asimilar todo lo que acababa de escuchar. ¡Qué curioso! De repente me di cuenta de que me estaba resultado más sencillo asimilar las experiencias sexuales de Carmen que el hecho de que siguiera consumiendo cocaína. ¿Cuál ha sido mi reacción ante la insinuación de su entrega a esa tal Claudia? Nada, nada comparable a lo que sentía ahora cuando la veía con un porro en la mano y me contaba que seguía esnifando.
¡Mierda, por qué me indigna más que se meta un par de rayas por la nariz que la polla de un desconocido por el culo!
¿Pero qué coño estaba diciendo?
Estaba siendo extremadamente duro en mi juicio, tanto que por un momento temí que regresaba aquel otro Mario, ese que la despreciaba, el que la insultaba de unas maneras que…
No, no podía dejarme llevar otra vez por esa bestia que anidaba en algún oscuro lugar dentro de mí. No, otra vez no.
Pensé que no me encontraba en condiciones de seguir con la terapia, si es que a eso que estábamos haciendo se le podía llamar de alguna manera terapia. En aquel momento estaba tan confuso que había perdido el criterio para juzgar los actos de Carmen.
Regresé, seguía sentada, observándome, con el maldito porro entre los dedos.
—No sé Carmen, no estoy seguro de poder asumir ahora mismo todo esto.
—Lo entiendo —dijo tirando el cigarrillo y aplastándolo con el pie. La expresión que vi en su semblante me inquietó.
—Necesito pensar.
…..
—Nadie dijo que fuera a ser fácil.
Acababa de volver. Había estado más de una hora caminando hasta que mis pasos me llevaron al pueblo. Evité la plaza, callejeé hasta desembocar en una de las calles antiguas donde ahora se celebra el mercadillo. Me senté en la terraza de uno de los bares. Todavía faltaba un día para que comenzase el bullicio propio de la semana santa y se podía disfrutar de la tranquilidad propia de un día laborable.
—Una cerveza Julián.
Me quedé perdido mirando la antigua fuente de piedra alrededor de la que un par de niños correteaban intentando empaparse ajenos a los problemas del mundo. Envidié su despreocupada existencia. Quién pudiera volver, aunque fuera por unas horas, a vivir esos años.
Absurdo, de nuevo huía.
Me centré en los niños que escapaban por una bocacalle; escuché el murmullo del agua que manaba de los viejos grifos, observé cada detalle de la piedra gastada por el paso de los años, seguí el vuelo de los pájaros que bajaban a beber; el perro de Julián se acercó a olisquearme y acabó por tumbarse a mis pies, un gato caminó perezoso por la fachada del antiguo caserón al otro lado de la fuente, se detuvo, pasó inventario a todo el escenario que formaba parte de su vida cotidiana y luego escaló ágilmente hasta el ventanuco del establo y se coló por él. La serenidad que me infundió esa escena durante aquellos pocos minutos que me ocupé en contemplar la vida sin mirar al futuro ni pensar en el pasado fueron impagables.
Nada iba a volver a ser lo que fue, por mucho que me costase aceptarlo mi vida había cambiado; cuanto antes lo asumiese menos sufrimiento iba a ocasionar.
Empecé a sentir que la tensión emocional que llevaba soportando desde que literalmente eché a Carmen de casa se había enquistado y ya ni me daba cuenta de que se había convertido en una asfixiante tensión física que agarrotaba mis músculos.
—Estoy cansado —murmuré e inmediatamente miré a ambos lados por si mis palabras habían podido ser escuchadas.
No, no había nadie cerca, las mesas más cercanas permanecían vacías, solo un hombre mayor tomaba un vino en una mesa sujetando una colilla entre los labios. Julián, apoyado en la puerta charlaba con un paisano ajeno a mis problemas.
Estoy cansado si, apenas me he dado cuenta hasta ahora. La tensión me ha tenido activo, en permanente movimiento y ahora que cedo, que bajo la guardia es cuando siento la huella de la batalla que he mantenido. Contra ella, contra mi, contra Doménico, contra mi socio, contra todo el que me ha intentado ayudar.
Mi vida ha cambiado, yo no soy el mismo, Carmen es otra. Y debo aceptarlo porque por encima de todo no entendería la vida sin ella. Porque por encima de todo sé que nos amamos sin medida.
Así que lo que toca ahora es aceptarnos, entendernos, asumir las heridas, los errores y empezar una nueva etapa.
Y yo…
—¡Julián, tráeme otra caña!
Yo no puedo seguir callando. Todo el análisis de Carmen está sesgado si no me conoce, si no sabe qué es lo que estaba haciendo mientras ella me buscaba, si ignora dónde estaba yo cuando ella intentaba refugiarse en mí después de romper con Carlos.
El tiempo transforma los silencios en mentiras por omisión. Carmen odia la mentira por encima de cualquier otra cosa. Tengo miedo de las consecuencias, eso es lo que me ha impedido hasta ahora sincerarme con ella, pero no puedo esperar más. Nunca debí callar tanto tiempo. Pero si ella está siendo capaz de afrontar toda la verdad asumiendo las consecuencias yo no puedo mantener por más tiempo una mentira en nuestra vida.
…..
Entré en casa. La encontré escribiendo en la mesa del salón. Cuando me sintió levantó la mirada.
—Nadie dijo que fuera a ser fácil.
—Dejó el bolígrafo, bajó los ojos y volvió a mirarme.
—Por un momento pensé que abandonabas.
Le costó remontar el ahogo con el que había comenzado la frase.
Separé la pesada silla a su izquierda y me senté.
—Nunca le haríamos esto a ninguno de nuestros pacientes. Sesiones ininterrumpidas, algunas de más de hora y media, a veces dos o tres seguidas mañana y tarde y así a diario ¿Tú crees que lo aguantarían? Insomnio, ansiedad. No me extraña que hayas necesitado el apoyo de la marihuana para soportarlo.
Se acomodó en el respaldo marcando distancia conmigo, con mis argumentos. No añadió nada más, un solo gesto había bastado para darme a entender su opinión.
—Entiendo la urgencia, sé que deseas ponerme al corriente de tus avances pero debes comprender que necesito tiempo para asimilar toda la información que me vas dando.
Esperé alguna reacción, alguna respuesta a mis palabras. Carmen se mantuvo en silencio, esperando que continuase.
—No pienso abandonar, en ningún momento se me ha pasado por la cabeza, pero puede que mi capacidad de asimilación no sea la que tú esperabas.
Sus negros ojos permanecían clavados en mi, pero su expresión había ido cambiando a medida que reafirmé mi compromiso. Aquel brillo que empecé a vislumbrar desapareció de mi vista cuando Carmen se levantó con cierta premura y fue hasta el ventanal, abrió las cortinas y se quedó parada frente a la vista que da a las montañas.
Le di un par de minutos antes de acudir a su encuentro. Mis manos se posaron en sus hombros. Tan cerca de su mejilla aspiré el aroma de su cabello. ¡Dios, la había echado tanto de menos!
Dejé que el tiempo corriera.
—Tomémonos el día libre —susurró—. Nada de hablar del pasado reciente, solo tú y yo, tú y yo.
Mis manos descendieron por sus brazos;. Dejó caer la cabeza hacia atrás, la besé en la sien rozando su cabello. cerró los ojos, sentí el peso de su cuerpo al vencerse en el mío. Mis manos se cruzaron alrededor de su estómago. Su boca me buscó.
—Vámonos —dijo cuando salimos de aquel intenso beso—. Vámonos, quiero pasar la tarde fuera, contigo.