Diario de un Consentidor 102 - Carmen fuma

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Capítulo 102

Aquella semana santa, semana de pasión, muerte y resurrección tal y como celebran los creyentes, un par de ateos nos encerramos en una casa y la vivimos en paralelo, sufriendo, muriendo y resucitando transformados en otros muy distintos a los que una vez habíamos sido.

Carmen fuma

Carmen fuma. La observo apoyada en el ventanal del dormitorio y me siento abrumado ante tantos cambios a los que me he tenido que enfrentar en tan poco tiempo.

Carmen fuma. Jamás pensé verla con un cigarrillo en la boca. Está relajada después de hacer el amor. Se ha levantado tras un momento en que la notaba inquieta. Casi como excusándose ha abierto el cajón de la mesita y ha sacado un paquete de tabaco. «¿Te importa? es algo que… Ya te contaré, ahora lo necesito pero pienso ir dejándolo, poco a poco»

¿Qué le iba a decir? No quería dar la impresión de que me defraudaba, tampoco que le daba permiso. Esos primeros momentos andaba sobre un campo minado. «Claro» susurré esbozando media sonrisa. Sé que no es más que una buena intención; por la forma en que maneja el paquete y enciende el cigarro, por la manera en que aspira, contiene el humo y lo expulsa veo que ya es una adicta al tabaco y no le va a ser fácil dejarlo si acaso esa es su verdadera intención.

Se levantó y avanzó hacia el ventanal, lo entreabrió y allí se quedó mirando hacia el jardín sin importarle su desnudez apenas cubierta por su brazo cruzado bajo el pecho que servía de apoyo para el que sujetaba el cigarro.

Y allí estaba aquella mujer tan distinta a la que yo recordaba. Porque Carmen, la Carmen que yo dejé no fumaba ni se hubiera asomado desnuda al ventanal, ni tenía los pechos perforados. «No fue él, no fue para él, luego… ya te lo cuento»

Estaba sobre mí cuando por fin se despojó de la camiseta. Me había extrañado que tardase tanto en hacerlo y cuando vi sus pechos atravesados por aquellas dos barras plateadas se me detuvo el corazón.

—No fue él, no fue para él…

Se quedó mirándome, esperando mi reacción. Durante un par de segundos nos jugamos nuestro futuro. Durante un par de segundos estuvo en vilo nuestra pareja. Mis ojos estaban clavados en sus pechos, en sus hermosos, perfectos y deseados pechos que ahora se mostraban perforados, marcados, quizá entregados a otra persona que no era yo.

Deseché esa idea. Con un golpe de riñones me incorporé y besé uno de sus pezones, lamí la pieza metálica que lo atravesaba, la cogí entre los dientes con infinito cuidado y empecé a jugar y noté como me endurecía aún más dentro de ella.

Y Carmen me entendió y comenzó a acariciar mi cabello y a besarme y a decirme cuánto me quería.

Y yo me enamoré aún más de esos breves pechos duros que siempre me han vuelto loco y que ahora, atravesados por aquellas barras metálicas, me parecían todavía más deseables.

Y  quería saber quién y cuándo y cómo pero no pregunté. Tendría que ser ella quien me lo contase cuando fuera el momento adecuado.

E hicimos el amor como locos, con ternura, con deseo, con pasión y con dulzura. Me entregué a besar sus pechos como si fuera la primera vez, como si no los conociera. Y ella reía con cierta condescendencia y me dejaba hacer. A veces me pedía que tuviera cuidado. También me enseñó a mover las barras con la lengua.

Seguía mirándola mientras rememoraba ese momento. Entonces me fije en un detalle de su figura. Allá donde la espalda termina, la curva de los riñones marca un ángulo que da inicio a sus nalgas redondas, firmes; acababa de tenerlas en mis manos, duras como rocas. Esa curva tan marcada me hizo recordar aquel día cuando, enfermo de celos la seguía como un ladrón desde la casa de Doménico camino de su trabajo y toda una suerte de pensamientos absurdos me hacía elucubrar sobre la forma de su culo; «ese culo insolente que antes no tenía», pensaba entonces, como si por el hecho de haber sido enculada hubiera cambiado su forma, su postura, su manera de caminar.

No pude evitar una sonrisa que Carmen captó.

—¿Qué me miras?

—No sé. ¿Has seguido haciendo ejercicio?

Carmen siguió mi mirada y se arqueó hacia atrás para observarse.

—Si, algo. He estado corriendo. ¿Por qué lo dices?

Dudé pero ya no podía callarme.

—Bueno, te encuentro… diferente, más… —hice un gesto con la mano simulando una ola hacia arriba.

—¿Más…? —me interrogó imitando el gesto.

—Bah, no sé.

—No. Más qué.

—No sé, es como si desde que…

Me arrepentí al instante. Acababa de meterme en un pantano del que iba a ser muy difícil salir. Y Carmen se dio cuenta inmediatamente.

—¿Desde qué?

—Déjalo, son tonterías mías.

Pero no. Sabía que no lo iba a dejar.

—Así que me encuentras diferente, más… —y repitió el gesto con la mano—, desde que…

Se estaba divirtiendo, no me iba a soltar fácilmente. Sabía que estaba inquieto por su desnudez ante la gran ventana aunque yo no había dicho nada, pero mis miradas me delataban. El jardín es lo suficientemente extenso como para que la panorámica de la casa desde el camino que va al pueblo quede bastante alejada. No obstante una mujer desnuda en un ventanal de esas dimensiones es claramente identificable y yo llevaba inquieto desde que se había situado frente al cristal abierto. Y ahora con mi patinazo me tenía bien enganchado.

Intenté cortar como pude.

—Venga, vamos  a…

—No, no. Antes me tienes que aclarar qué me encuentras diferente y desde cuando.

—¡Por Dios Carmen, es una bobada!

—Porque se trata de mi culo, ¿verdad?. Tu mirada no ha podido ser mas directa. Así que mi culo es más…

Su mano se meció con suavidad evocando una hoja en el aire. Sus ojos, todo su rostro me instaba a terminar la frase.

—No sé cómo explicarlo, lo noto más respingón, más… insolente ¡ya está dicho!

Carmen mantenía una expresión entre divertida y traviesa que intentaba contener sin éxito. Al escuchar aquello se puso recta y se retorció para mirarse.

—¿Tengo un culo insolente, es eso? ¿Más insolente que antes? —preguntó burlona.

Entonces pareció entender. Su expresión cambió, desapareció algo de esa parte divertida. Por un momento temí que se hubiera molestado pero no, no era eso.

—Habla claro. ¿por qué le das tantas vueltas? ¿Qué es lo que me quieres decir?

Me sorprendió el tono de su voz, más grave, más serio; seguíamos en ese ambiente distendido, casi de broma pero algo había cambiado; no era la misma, manejaba la situación de otra manera.

—Venga Mario, déjate de rodeos. ¿Tengo un culo insolente o se me ha puesto el culo como el de una mona en celo? ¿es eso lo que quieres decir?

Se me puso el vello de punta. Jamás la había escuchado hablar así.

—Y desde, desde, desde… Vamos, ¿qué me estás queriendo decir, o te lo voy a tener que sacar yo también?

—Carmen…

—¿Qué ocurre, que desde que me montan los riñones se me han arqueado y el culo se me ha echado hacia atrás, así como ofreciéndose, es eso? Vamos, una especie de evolución Lamarckiana en femenino y a toda velocidad para goce y disfrute de enculadores. ¿Te das cuenta cómo suena?

—Horrible, suena horrible —Estaba avergonzado.

Se echó a reír. Eso disipó toda la tensión acumulada y me hizo reír a carcajadas.

—Tienes muchas preguntas pendientes —dijo cuando nos calmamos—, creo que debemos hablarlo todo con claridad y sin tantos miedos Mario, porque será la única manera de que dejemos el pasado atrás sin sombras. O lo hacemos ahora o las dudas y las preguntas no resueltas nos atormentaran siempre y acabarán por hacernos daño.

Me abrumaba tanta certeza. Carmen me dejaba sin palabras. Había entrado hasta el centro de mi cerebro como una flecha. Me conoce tan profundamente que resulta muy difícil ocultarle nada.

—Vamos a vestirnos pero antes déjame que me lave este culo lamarckiano y empezamos ¿te parece?

Asentí con una sonrisa bobalicona. Acabábamos de iniciar nuestra andadura y la mujer que encontraba no dejaba de depararme sorpresas.

Cuando volvió, ya vestida, la seguí hasta el porche. Irradiaba felicidad, una alegría contagiosa. Nos sentamos uno frente a otro. Solo entonces pareció mudar hacia la preocupación.

—He pensado mucho cómo enfocar este momento. Por dónde empezar —Me miró intensamente, como si buscase en mis ojos el origen de todo—. ¿Qué nos pasó Mario, qué sucedió cuando regresamos a casa que nos impidió dialogar con serenidad sobre todo lo que habíamos hecho?

Por mi mente pasó  una rápida secuencia de lo que fue aquel fin de semana, ya en casa. La sensación de vacío, la incomunicación, la creciente violencia. «Dímelo tú» pensé.

Reaccioné; no era un buen comienzo el reproche.

—Ya veníamos mal. La salida de casa de Doménico fue… No sé, recuerdo vuestra despedida como algo….

No pude continuar. Lo veía con nitidez

“De pronto todo se tuerce. La despedida en la puerta provocó un derrumbe emocional para el que no estaba preparado. Carmen se colgó del cuello de Doménico y se dieron un beso largo, profundo, cargado de pasión, parecía que no se fueran a separar nunca; Cuando salimos llamé al ascensor, nos quedamos esperando junto a la puerta metálica.

—¿Café el lunes? —preguntó Doménico desde el umbral de su casa.

—No, ya te dije que el lunes no puedo —sonaba triste.

—Bueno, me llamas…

Carmen se volvió y en un arrebato se lanzó a sus brazos, aquel nuevo beso ganó en intensidad al que se acababan de dar, por un momento dudé si nos íbamos a ir o volveríamos a entrar en su casa, por un momento temblé al pensar si acaso me iría yo solo. ¡No seas idiota! pensé ¿cómo te vas a ir solo?

Pero Carmen seguía abrazada a su amante, apretada a él, se besaban con furia, cuatro manos recorrían ansiosas sus cuerpos, sus bocas se mordían, las lenguas luchaban cuerpo a cuerpo. El ascensor llegó pero nadie le hizo caso. Solo yo esperaba que la escena que me asolaba terminase, que alguien reparase en mi.

Por fin Carmen comenzó a separarse de él con la cabeza agachada manteniendo las manos unidas como si fuese el ultimo punto de amarre al que se aferraba.

—Nos llamamos —le dijo con voz ronca ya dentro del ascensor, él le dedicó una sonrisa y a mi un adiós con la mano.

Subimos al ascensor. Todavía tardó un piso en poder mirarme. Me sonrió, le sonreí, luego pareció agonizar. Dos pisos más tarde consiguió transformar la expresión de angustia en una máscara de normalidad con sonrisa incluida. Yo hice que me lo creía. El viejo ascensor aún tardó una eternidad en llegar a su destino, para entonces yo ya sabía que mi mundo, nuestro mundo había colapsado.”

—¡Mario!

—¿Eh?

—No has acabado la frase.

—Si, perdona. Pensaba que llegamos a casa ya condicionados por todo lo que habíamos vivido, entre otras cosas a mí me afectó vuestra despedida. Fue tan…

¿Qué palabra podía condensar todas las emociones que me vapulearon durante aquella tremenda escena?

—Intensa —acabé, dejando una duda en el aire.

—No creo que “intensa” sea la palabra que estás pensando.

Durante un segundo la volví a ver lanzarse a sus brazos angustiada por la inminente separación. La escuché con un hilo de voz prometer volver a verse. Ese desgarro, esa pena.

—Trágico.  Eso es lo que iba a decir. Trágico. Aquella escena me conmocionó.

Abrió la boca levemente, enmudecida por la sorpresa. Después nada. Fue como si esa palabra la hubiera sacudido.

—En cierto modo lo fue —comenzó repentinamente—, salimos de allí de una manera precipitada. Después de toda una noche de excesos en todos los sentidos provocamos un corte brusco, tanto en lo sensorial como en lo emocional sin solución de continuidad. Además, tras un consumo continuado de estupefacientes sin hábito previo nos sometimos a una abstinencia radical. ¿Te das cuenta?

Comencé a verlo todo desde un plano totalmente nuevo. Entendí que Carmen había estado haciendo un trabajo muy profundo.

—No me lo había planteado así.

—El sábado por la tarde, después de descansar, comenzó la reacción a la abstinencia que cursó asociada a las demás reacciones emocionales potenciándolas.  Cualquier intento de dialogar estaba abocado al fracaso, apenas podíamos razonar en esas condiciones y así fue. Los pocos intentos que iniciamos los tuvimos que abandonar ¿recuerdas?

Ratifiqué en silencio. Recordé como habíamos salido del restaurante incapaces de hilar una conversación.

“—Esta claro que tenemos que hablar sobre todo lo que hemos hecho ayer, no sé tú pero yo me siento tan cansada y tengo la cabeza tan aturdida que no creo que sea capaz de ordenar bien las ideas y de razonar correctamente todo lo que quiero decir ¿me entiendes?.

—Creo que me pasa lo mismo.

—Si nos dejamos llevar de la prisa por empezar a hablar podemos hacerlo mal ¿no crees? —yo asentí con la cabeza —. Me alegro que estés de acuerdo,  pienso que hoy deberíamos descansar y tratar de no darle demasiadas vueltas, y mañana, ya mas descansados y con la cabeza despejada, nos sentamos y lo hablamos todo ¿te parece?

Nos movíamos por casa buscando una naturalidad que no sentíamos. Nos cambiamos de ropa sin apenas mirarnos, el silencio en el que estábamos sumidos nos dolía pero ninguno de los dos encontrábamos motivo alguno de qué hablar. Mi cabeza, y supongo  que la suya, era un hervidero en el que se cocinaban ideas que pudieran dar motivos para iniciar una conversación, pero todas nacían muertas.

—Estábamos bloqueados pero lo achacamos a una falta de comunicación, jamás se me ocurrió pensar que pudiera ser la coca.

—No solo fue la droga, no te equivoques. Había muchos motivos para estar tensos, ambos salimos de allí muy trastornados —matizó.

Encendió otro cigarrillo, se tomó su tiempo antes de continuar.

—Aún no sé por qué te empeñaste en que nos fuéramos tan de repente —Insistió—. Quedaba mucho por hablar y no me refiero solo a cosas de índole sexual ni siquiera sentimental. Es algo que le recrimino a Doménico. Nosotros éramos unos novatos con la droga y por su parte fue una temeridad dejarnos marchar así.

Aspiró una calada. Vi como guiñaba los ojos a causa del humo y se quedaba cavilando.

—Quizá se quedó tan sorprendido como yo por nuestra decisión de marcharnos así, de improviso —continuó en un tono más bajo, como si hablase para sí misma—. Puede que si todo hubiese transcurrido con más calma… no sé, ahora ya no tiene sentido especular.

—Recuerdo que fui yo quien propuso que nos marchásemos pero tampoco te presioné. —contesté con evidente incomodidad por el derrotero que estaba tomando la conversación.

Enarcó las cejas; negó con la cabeza varias veces como si no pudiese creer lo que había escuchado. Yo no tenía la percepción de haber forzado la salida aquella mañana ¿podía estar tan equivocado?

—Celos. La ultima hora había sido una sucesión de escenas de celos, de posesividad mal disimulada que habían enrarecido el ambiente.

—¿Celos? Puede que estuviera molesto si, pero celos…

—He trabajado mucho esas escenas, el entorno, las emociones, los diálogos, el lenguaje no verbal que hubo. Si Mario, celos. El ambiente que se creó en esa última hora era irrespirable. Eso me llevó a transigir y dar por buena la idea de marcharnos. Pero cuando me encontré en la puerta y me di cuenta de que todo se acababa me agobié; fui consciente de que quedaban muchas cosas por decir, me rebelé a la idea de marcharnos pero ya era tarde no había marcha atrás o al menos no la había sin provocar un conflicto que no deseaba.

—Me sentí desplazado, hubo un momento en el que me encontré solo, aislado.

—Lo hablaremos, pero no ahora. Debemos seguir un orden y ahora tenemos que tratar lo que sucedió el domingo.

Tenía una estrategia bien definida y decidí amoldarme a ella.

—Está bien —transigí—, pero no lo dejemos así, quiero que hablemos cómo viví esa última hora.

—Como la vivimos, ambos. Ese es el plan, poner en común las vivencias para entender cómo y porque llegamos al desencuentro.

—De acuerdo.

—Dormí mal. Estuve levantada mucho rato, pensando, dándole vueltas a todo y cuando al fin me acosté ya viste lo que sucedió.

Nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos con una expresión de pena al recordar el primer fracaso en toda nuestra vida de pareja.

—Jamás nos había sucedido algo así, jamás. No quiero hablar de culpas pero si está claro que la responsable de aquel fiasco fui yo. Déjame seguir por favor –dijo al ver mi intento de exonerarla—. Soportaba tal tensión nerviosa, tanta carga emocional que me fue imposible concentrarme  en ti, en nosotros y en lugar de desistir cometí el error de sustituir el amor por un acto frío, vulgar, diría que sucio.

—No, Carmen…

“La cama se hunde a mi izquierda y me despierta, siento su cuerpo frio que se pega a mi costado, extiendo el brazo para acogerla y mete su cabeza entre mi hombro y mi pecho, su lugar seguro como lo llama a veces. Su mano aprieta mi tetilla, está fría, tirita y me pone la carne de gallina, su muslo repta por el mío, tropieza con mi dormido sexo y lo arrastra hacia arriba, lo aprisiona, mueve su rostro hasta alcanzar mi cuello y me besa, su mano comienza a hacer un recorrido por mi cuerpo, ¡cómo lo necesitaba, cómo te necesitaba! Y ahora si que no puedo contener esas lágrimas que escapan de mis ojos, solo espero conseguir que no las encuentres en el vagar de tus labios por mi cuello.

Me acaricias, recorres mi cuerpo con delicadeza, siento tu aliento en mi cuello, a veces parece romper su sosegado ritmo, ¿es un sollozo? Quizás, pero si lo es consigues contener las lágrimas, tienes mas coraje que yo, mujer.

Tu mano ha llegado al lugar que buscaba y se ha apoderado del pajarillo que dormía y que ya empieza a despertar, lo tienes entre tus dedos, aún es como un bebé, tierno, suave, pequeño, sé que pronto conseguirás volverlo arrogante, duro como una espada. Lo acaricias con suavidad y a la vez con firmeza mientras me sigues besando el cuello, mordiendo el pecho. Consigo dominar las lágrimas y las seco con mi mano pero mi gesto no te ha pasado desapercibido y buscas con tu boca, tanteas, palpas mi rostro y percibes la humedad en mis ojos.  Rápida como una gacela, te montas sobre mi y me cubres de besos, casi  no me dejas respirar.

—Te amo — tu voz lanza esas dos palabras como si te vaciases al pronunciarlas.

—Lo sé.

—No, no lo sabes bien. Te amo.

No respondo, quizá porque no, no lo sé bien.

—Vamos a superar esto, juntos, los dos —me prometes.

Te abrazo, te estrecho tan fuerte como puedo porque si no lo hago, si no suelto toda la emoción en forma de abrazo las lágrimas vuelvan a brotar.

Cuando creo que puedo hablar…

—Creí que te estaba perdiendo.

—Eres lo más importante que tengo, lo más importante que me ha pasado, eres mi vida Mario.

Te bajas y te echas a mi lado, oigo como te despojas de las bragas.

—Ven.

Me encaramo a tu cuerpo y recibo tu calor como el mayor bien. Te amo Carmen, te amo, no he pretendido herirte y si lo he hecho, si te he causado daño jamás me lo perdonaré. Pero estas palabras no salen de mi boca porque mi boca está fundida con la tuya. Tus muslos rodean mis caderas, tus brazos se cruzan en mi nuca. Te amo Carmen, te amo, vamos a superar esto juntos, los dos, unidos, como siempre hemos hecho.

Buscas con las caderas que el contacto que sientes en tu vientre encuentre el camino, sé lo que quieres. Bajo la mano, empuño la verga que tu misma preparaste y la conduzco al nido que ya está listo, húmedo, caldeado, abierto. Cuando sientes el contacto te mueves pidiendo más y no te hago esperar, me deslizo dentro de ti, donde más deseo estar. Te amo Carmen, te amo. Tus labios me engullen y mis labios te besan.

Me muevo con calma, sin prisa, quiero sentir cada milímetro de ti, cada roce, cada pliegue, aspiro el aroma de tu cuello, te beso, te muerdo, lamo tu hombro.

Te agitas, te tensas, ¿qué te ocurre? Ya no hay paz, tus brazos son un muro que me presionan, que me alejan.

Intentas volverte y te sigo, ahora estás sobre mí, tu mandas. Tus manos sobre mi pecho ya no me acarician, me aprietan contra la cama. Respiras agitada, te mueves sobre mi, te detienes, no logras encontrar el ritmo, algo te pasa y no sé lo que es. No te encuentras, no me encuentras, no hay sincronía, estoy a punto de preguntarte cuando te bajas, siento como me agarras, me agitas, pero no, no hay placer, ¿qué te ocurre? Estoy en tu boca, ¡Carmen, Carmen!  ¿qué ocurre? ¡Oh si, lo vas a conseguir claro que si! pero… ¿por qué?  a fondo, a fondo, tragas, tragas como solo tú sabes hacer ¡Oh Carmen, por qué, por qué!

Terminas conmigo, lames a conciencia, hasta la ultima gota, ni una palabra, escucho cómo vuelves a ponerte las bragas, para no manchar, como dijiste antes. Te acuestas a mi lado con tu cabeza en mi hombro.

Buenas noches amor, ese nudo que tengo en la garganta no me deja casi respirar pero me quedo con tu promesa, superaremos esto juntos.”

—Si, reconócelo. Jamás me había comportado así. Hasta entonces.

Esa coletilla me bloqueó la garganta. «Hasta entonces» significaba mucho, mucho.

—La ansiedad, la tensión nerviosa no me abandonaba. Los pensamientos sobre todo lo que había sucedido no dejaban de asaltarme. Estaba amaneciendo cuando me levanté y subí al ático. No dejaba de repasar las escenas que más me habían impactado y las que más me habían dolido. Durante el tiempo de análisis que he seguido en la montaña deduje que la reacción a la abstinencia me provocó parte de esos síntomas.

—Cuando subí te encontré extremadamente irritable.

—Los motivos que tenía estaban, digamos, magnificados por el síndrome.

—Percibí una violencia que jamás había visto en ti.

Cuando te fuiste a recoger el coche continué dándole vueltas a las mismas cosas, seguí cargándome de reproches, alimentando un rencor que ya había nacido la noche del viernes. Para cuando llegaste el conflicto estaba servido.

—Necesito papel.

Volví enseguida con uno de mis cuadernos de trabajo. “Rencor” anoté.

—Lo que no sé es como no me afectó a mi del mismo modo.

—Tú tomaste menos droga que yo, puede que tu organismo la absorba mejor, quién sabe. Pero si, si te afectó. Tu reacción cuando te dije que quería seguir viendo a Doménico…

Ahí se detuvo y su mirada me interrogó. No entendí qué quería de mi. De pronto…

Le vi. Aquel hombre violento, colérico que perdía el control e insultaba a su mujer. Aquel ser despreciable en el que no me reconocía y del que me había intentado desligar mil veces no era yo y sin embargo había sido yo. Yo el que había insultado de una forma ruin a Carmen.

«Si piensas que estaba preparado para ver cómo te abrían el culo o cómo te comportabas más como la… puta de Doménico que como mi esposa»

Era yo, fui yo el que experimentó desprecio por la mujer a la que amo, rabia. Fui yo el que se sintió humillado, ninguneado, derrotado en un pulso que nadie sino yo había establecido. Fui yo el que al terminar de ladrar y percibir el helado silencio tras la tormenta recuperó la cordura y comenzó a repetir como un mantra, “qué he hecho, qué he hecho”.

Hasta ahora no había encontrado otra salida a esta locura salvo castigarme, torturarme. Ahora Carmen me ofrecía una explicación plausible que me reconciliaba con el hombre que fui.

—¿Es.. es eso? —Acerté a preguntarle.

Carmen afirmó en silencio.

Me sumí en un silencio profundo, emocionado. Una grave tristeza me asolaba mientras los acontecimientos de aquel día cobraban un nuevo sentido. Cuando al fin pude recobrarme alcé la mirada.

—Me he preguntado cientos de veces como pude decirte aquellas cosas. Jamás me había comportado así con nadie y menos contigo. No he podido reconocerme en esa persona, por mucho que lo he intentado no he logrado entender qué me pasó.

—Quizá no eras tú Mario, quizá no éramos nosotros mismos.

—Cómo hemos podido hacernos tanto daño.

….

Es concienzuda, meticulosa. No había tenido la ocasión de verla trabajar y me sorprende. Es una gran profesional. Hemos pasado gran parte de la mañana trabajando su salida de casa. Mi reacción. He visto reflejado en su rostro el dolor que le produce saber cómo viví las horas siguiente a su marcha. No dice nada como esposa cuando refiero mi borrachera, mi caída por las escaleras. Sigue férreamente investida en su papel de terapeuta pero veo la tensión  en su mandíbula, la manera en la que aprieta el rotulador, la alteración de su semblante que poco a poco adquiere una expresión desencajada que intenta ocultar. Si, es la terapeuta que guía la sesión pero detrás, oculta bajo la máscara de la psicóloga, mi mujer sufre intensamente.

A las doce y media nos tomamos un descanso y desaparece. Vuelve al cabo de unos diez minutos con el rostro recién lavado. No le comento nada, evito mirarla. Salimos al jardín, paseamos. Intento abrir otros temas ajenos a lo que nos tienen ocupados pero no es el momento. Caminamos en silencio cogidos de la mano y al cabo de un rato volvemos dentro.

Es su turno. Habla, me describe cómo me vio cuando estallé, cómo se sintió. El estupor de encontrar a una persona desconocida. Miedo, humillación, desconfianza, incomunicación. La decisión de alejarse como medio de buscar la serenidad antes de que la agresividad verbal condujera a algo irreparable.

¿Miedo? Si, pero no a una agresión física, nunca llegó a temer eso; solo una vez pero ahora no toca. Creo adivinar a qué escena se refiere.

El dolor de la separación, la sensación de mutilación, de soledad. Luego la noche en casa de Gloria, una mezcla de claustrofobia, dolor y pena.  Aquella habitación la vivió como una especie de cárcel.

Avanzamos despacio, dejándonos las fuerzas como si escalásemos una cima inexpugnable. Retrocediendo a veces cuando intuimos que estamos a punto de emprender caminos peligrosos donde la ira nos acecha, donde el riesgo de bordear el reproche puede llevarnos a caer sin opción de volver a levantarnos.