Diario de Cocó
No sabía que tuviese una tía abuela en París, pero me enteré cuando murió. No entendí los prejuicios de mi familia y porque me habían negado su existencia: Lo bautizaron con el nombre de Olegario, pero en París se hacía llamar Cocó.
Sucedió en 2003. Una burbuja de aire tórrido alcanzó Centroeuropa, y el trópico llevó a París, no salsa y merengue, sino velatorios. Los áticos chapados de zinc, acostumbrados a soportar lloviznas eternas y un sol desvaído, se convirtieron en hornos bajo la canícula, y muchos ancianos murieron asados como pollos en sus apartamentos precarios. Cocó estaba entre ellos. Era mi tía abuela y yo, su único descendiente. En realidad se llamaba Olegario pero cambió su nombre de pila. Me citó en sus últimas voluntades encontradas sobre la mesilla de noche y, aunque fue un shock asumir su existencia y muerte en pocos segundos, tuve que desplazarme a la Ciudad Luz para ultimar la despedida.
Desde el taxi que me llevó del aeropuerto al centro no observé huellas del desastre, y la ciudad no olía a carne pasada como decían las noticias. Probablemente sustituyeran el agua de las mangas de riego por Chanel nº 5 y aquí no ha pasado nada.
Fue un velatorio sencillo. Su edad (93 años) excluía amigos próximos y, aparte de una vecina que sobrevivió gracias al aire acondicionado que le habían instalado sus hijos, no había más presentes en el acto. La contemplábamos de pie y frente al féretro. A mi lado: Mme Clodette ( 97 años), tocada con un sombrero vintage auténtico, musitando su cantinela resignada una y otra vez: « c'est la vie... c'est la vie... c'est la vie... oh oui.. .»; y yo pensando que alguien metido en una caja con una peluca rubia de rizos, maquillada como una furcia del bois de Bologne y un tutú blanco sobre medias rosas tenía que haber sido una cachonda de cuidado y merecía algo especial. Pregunté a Mme Clodette si recordaba La vie en Rose de Edith Piaff y contestó «¡cómo no!, siendo yo de su quinta»; en francés, claro.
La voz temblona y estridente enfiló a capela por su gaznate y mis gorgoritos impostados se sumaron a la suya. Fue patético pero sentido y eso es lo que importaba. Fuera, el cielo descargó su furor en forma de truenos y rayos en un intento desesperado por eliminarnos a las dos de la faz de la tierra. Nadie capaz de emitir esos sonidos merecía sobrevivir, probablemente es lo que pensaba el ser supremo. El rigor mortis también hizo de las suyas: la musculatura facial se tensó y el párpado izquierdo de mi tía abuela se abrió súbitamente dejando al descubierto un ojo intenso y picarón. Fue la única vez que nos miramos pero no pareció reconocerme.
Lanzamos la cenizas al Sena y fui a casa de mi tía tras acompañar a Mme Clodette a la suya. Entré en el apartamento con respeto, sumergiéndome en los olores antiguos y recorriendo con la mirada la limitada estancia donde había vivido sus últimos años. Vi un sencillo mobiliario y restos del naufragio que es la vida junto con fotos y recuerdos colgados de las paredes. No sentí tristeza en absoluto porque no había nada que lo indujera. Eran carteles e imágenes de su vida personal y profesional que eclipsaban la sordidez de aquel cuchitril: Cocó en el escenario bailando con sus compañer@s como una vedette más o como figura principal... Cocó rodeada de los músicos tras la función... Cocó en las terrazas cenando en compañía de hombres y mujeres fascinantes como ella...
Parecía muy atractiva y me intrigó algo: en algunas fotos estaba muy delgada y, en otras, posaba mostrando esas caderas y pechos contundentes que en los 40 y 50 estuvieron tan de moda. Increíble que fuese un hombre con esa anatomía, en una época en que no era posible feminizarse por vía médica. También había un retrato suyo en la pared que parecía bueno, y me acerqué para verlo mejor sospesando que el pintor fuese conocido, pero no veía bien la firma. Lo descolgué y algo que estaba prendido en la parte trasera cayó al suelo. Dejé el óleo sobre la cama y me agaché para ver que era una libreta. En sus tapas de cartón había escrito en redondilla: Diario de Cocó.
Se me hizo un nudo en la garganta y lo ojeé con emoción. Empezaba el 12 de mayo de 1944 y acababa el 7 de octubre del mismo año. Tenía una letra clara y definida que me permitió leer rápidamente entre líneas, buscando lo excepcional entre la morralla cotidiana que conforma un diario y que cuando escribimos nos parece fascinante. Lo encontré en tres fechas y aquí lo transcribo:
l2 de mayo de 1944
Sé que escribir eso es casi un suicidio, pero también me mata esa angustia que no puedo desahogar con nadie. Escondo la libreta entre las tablas del parqué y espero que sea suficiente, pero no me engaño: nunca lo es. Vine a Francia para trabajar de mecánico en la Renault, pero pronto me di cuenta de que eso de ajustar tornillos no era para mí. No nací para eso y, aunque mi familia cree que sigo con mi antiguo trabajo, probé suerte en las bambalinas de Pigalle. Es duro, pero lo es para todo el mundo porque estamos en guerra y sobrevivir no es fácil.
Hoy llegué corriendo como siempre al cabaret, subí a toda prisa las escaleras, abrí la puerta del camerino y... allí estaba Michel... Michel es un encanto y me tenía dispuesto el camerino como un aparador de tienda: con media docena de rosas, un jamón de Bayonne, mantequilla, queso y unas medias; todo producto de estraperlo. El bruto de Helmut no para de rompérmelas y, al final, tendré que andar sin ellas y pintarme la costura en la pantorrilla como hacen todas. Michel es muy joven, vigoroso y me pierdo cuando se acerca. Tiene un aliento suave, será porque no fuma y no le huele a g auloises como a todo el mundo. Lo besé rápidamente y me aparté de él para no caer en la tentación. Se trabaja a un alto cargo alemán, Schmidt, pero está celoso de que yo lo haga con Helmut. Hoy estaba muy guapo con su corpiño de satén verde y ya estaba listo para hacer su número.
Me maquillaba frente al espejo mientras le escuchaba, porque al contrario de Helmut que no habla, Michel lo hace por los codos. Al no oír su voz, me alerté, pero ya no hubo tiempo. Tenía sus labios en mi cuello, sus dientes dándome sensuales mordiscos, y yo cerré los ojos, impotente, pensando que ya estaba de nuevo perdida y que conseguiría de mí lo que quisiera. Intenté resistirme un poco, por probar, y me pareció imposible que alguien lo consiguiera. Fue peor, porque eso le espoleó aún más y me alcanzó los pezones torturándolos con los dientes...
Mientras yo masturbaba esa verga larga y gruesa que apenas podía sacar de las mallas con la rapidez precisa, él me decía: « vite, vite, vite, salope merdeuse ». Al final la saqué como pude y ese monstruo salió desbocado pidiendo guerra. No hubo piedad para mí. Me levantó en volandas, colocándome a cuatro patas sobre el puf donde me sentaba segundos antes, quedando en precario equilibrio como si fuera un caniche en un concurso.
Tras bajarme las bragas, hundió los dedos en la mantequilla para arrancar un buen trozo, metiéndolo y empujándolo seguidamente hacia el interior del ano que lo devoró gustoso. Me iba a follar y yo encantada, sólo que temblaba un poco cuidando de no perder el equilibrio; pero él me sujetó con firmeza antes de hundírmela toda entera hasta el tope de sus huevos tras ponerse un condón. Yo pensaba que lo que me doliera lo tenía bien merecido, por lo muy puta que era de gozar tanto con patriotas como con enemigos. Y así fue, porque lo hizo con rabia mientras me decía:
-Me encelo de pensar que ese cabrón alemán te goza y lo que debes sufrir entre sus brazos...
-Oh sííí, Michel... -contesté- cómo lo sabes... dame duro y córrete bien corrido hasta llenarme y no dejar rastro dentro de mí de esa escoria...
-Así me gusta, patriota...
-Y entregada a la Résistance toda entera...
-¿Has conseguido sacarle algo?
-No -contesté frustrada por su actitud.
Ya empezaba a joderme el tema y de que ni siquiera en esos momentos consiguiera desconectar. Esperaba que me diera la vuelta, se quitara el condón y me la metiera en la boca y, así quedando muda, no tener que dar explicaciones. Y sí me dio la vuelta pero no de la forma esperada: me dejó boca arriba y con las piernas en alto, supuse que para ver si en mi expresión detectaba la mentira y sin parar de follarme prosiguió:
-Que te enamores de Helmut te puede llevar a la traición... Estamos detectando a dobles agentes traidores por esa causa...
-¿Yo?... ¡pero qué dices! Me muero de asco cuando estoy con Helmut y sólo me alivia el pensar que estarás conmigo... Así... así... dame duro... oh... síííííííí... qué gusto...
Se levantó alzándome con él y yo le ceñí las piernas, atrapándolo. Me empotró contra el armario que tembló, y me dio una de las folladas más violentas de mi vida. Quería dejar bien claro quien mandaba allí y que había un sólo gallo en el corral. Torpedeó mi próstata y acabó con las últimas resistencias si es que había. Nos corrimos al unísono, desplomándonos sobre la tarima con un golpe sordo, mi ano contrayendo y exprimiendo su verga con hambre lujuriosa, pero con un nudo amargo en mi garganta que empañaba tan intensas sensaciones. Poco a poco volvimos a la vida y yo abrí los ojos cuando le oí gritar:
-¡Te he reventado!
Estaba de pie ante mí mostrando el condón teñido.
-Tranquilo -dije-, ha sido Helmut.
-Voy a matar a ese cabrón hijo de puta...
-Olvídalo, sólo son fisuras... Ven que te limpio.
Y me acerqué para quitarle el preservativo con las marcas de las excentricidades de Helmut. Me encanta ver salir a un hombre desahogado y satisfecho por la puerta aunque vaya vestido con corpiño y tutú, y así es como vi a Michel. No sé porque se empeñan en que haga la guerra si lo mío es hermanar a la gente, uniéndola con sangre, semen y pintalabios.
l3 de mayo de 1944
Ayer estábamos en plena función, y en los inicios del tercer número: " Encule-moi Gaston", Pierre salió antes de hora, inexplicablemente. Tampoco es tan difícil -digo yo-: un cuarto de giro a la derecha, levantar la rodilla; un cuarto a la izquierda, lo mismo; media vuelta, agacharse y poner en pompa el culete apartando las plumas hacia lo alto. A Bernard se le había roto la malla justo en la entrepierna y le salía un huevo. Él, sin apercibirse; pero la concurrencia sí, porque se reían como locos y yo aproveché la postura bocabajo para observar. Había unos cuantos alemanes liando bronca con los franceses que tenían el pastís o la absenta a medio tragar. Miré si estaba Helmut entre ellos pero no lo vi. Tras unas cuantas piruetas más y de que Maurice me arrancara una pestaña con el codo, lo sentí en mi culo. Podía notar que estaba allí sin girarme, sentir su mirada desnudándome... abriéndome las entrañas... Nos dimos la vuelta para levantar la pierna y le guiñé un ojo sin verlo.
Andaban algo achispados y empezaron a lanzarnos los corchos del champán y los posavasos, pero nosotros continuamos. Por fin vi a Helmut levantarse y reprenderlos; «menos mal que no es tan burro como ellos» -pensé aliviada. Justo a la mitad del cuarto número, los militares ya tenían la verga erecta tras sus braguetas, inmunes a los efectos secundarios del alcohol. Ver sus cojones y sus varas gruesas insinuarse groseramente tras sus uniformes oscuros nos enervó a todas. Lo siento. Somos artistas y putas depravadas, no Juana de Arco. Cerraron las puertas al público y oímos sus fuertes palmadas, entonces nos detuvimos, menos Jean que siguió tocando al piano. Ya conocíamos la señal, el juego y las normas. Se levantaron todos para subir al escenario y darnos nuestro merecido por provocarlos. Nosotras corrimos a escondernos chillando como locas tras el telón y los decorados, para encelarlos aún más y resistirnos un poco como les gustaba antes de entregarnos a su ardor lujurioso.
Un bruto sargento iba a por mí, pero Helmut lo interceptó golpeándolo con un fuerte puñetazo en el estómago que lo dobló en el suelo, espumando cerveza por la boca. Yo corrí con grititos de zorra excitada para que no me alcanzara tan pronto, pero tropecé con un decorado y sentí sus manos atrapándome. Ya no pude más con el juego y me rendí, temblando de deseo. Me alzó y subió en brazos hasta el camerino, mientras yo, deshecha, me aferraba a su cuello y pateaba en el aire, mesando sus cabellos. Frotaba mi cuerpo semidesnudo contra la franela de su uniforme, sentía el frío de su hebilla, de sus medallas y galones, y deslice una mano por su entrepierna para liberar la verga que salió erecta.
Abrió la puerta de una patada y tumbándome boca arriba sobre el tocador, me desnudó arrancándome todo lo que interceptaba. Yo no podía dejar de lubricarlo, mientra su lengua mordía mis pezones y sus dientes casi los desgajaban a mordiscos.
Con las manos, me rozó los labios hinchados de deseo y los abrió como un coño, apartándome los dientes. La verga entró suave aclimatándose al entorno, sin golpes bruscos, metiendo y sacando esa carne que pronto estaría en mi culo. Mientras yo lo felaba con gusto, él me levantaba las piernas para rozarme el ano y lubricarlo con saliva. Me enloquecía sin penetrarme y yo le tomaba la mano suplicándole que lo hiciera.
Abajo, Jean seguía tocando el piano, y poco a poco, los chillidos mermaron. Sólo se oían nuestros suspiros, gemidos y las órdenes de los militares sometiéndonos a su goce. En el camerino de mi izquierda: la agonía deliciosa de Michel arañando el separador con sus uñas de zorra, enloqueciendo en manos de Schmidt; y en el de mi derecha: los suspiros de Ricard y el flop flop al ser follado. Antes muerta que no ser una de ellos y Helmut bien lo entendió.
Me levantó las piernas hasta el límite, doblándome del todo. Mi espalda y cabeza resbalaron contra el collar de bombillas del espejo sintiendo su ardor quemante, pero yo no rechistaba. Quedé tumbada sobre el tocador y él la hundió con esa crudeza despiadada que tanto me gustaba, dándome dolor, ardor y placer; sacando y metiendo hasta el fondo sin parar. Como ayer, me alcanzaban la próstata con la misma pasión y vehemencia insaciable, teniéndome abierta de piernas y ofrecida a su goce. Yo añadí mis sollozos de lujuria a los que se oían por todos los rincones de ese lupanar improvisado, y Helmut sacó el revólver y lo metió en mi boca sin cesar de copular. La luz de las bombillas marcaban aún más las sombras de su cara curtida, haciéndola más viril si cabe. Sentí en mi cara su jadeo, corriéndose; y la leche caliente, inundándome. Yo también desbordé en un éxtasis salvaje y mi leche saltó contra una de las bombillas que estalló en fogonazos, y pensé que era el revólver al dispararse; y esa: mi muerte. Si estaba muerta... «¡qué delicia!» -suspiré, abandonándome.
Cuando acabamos, tomó unos cuantos pintalabios, les rompió las puntas y me las hundió en el ano hasta el fondo, ayudándose con el cañón del revólver. Me dijo que quería encontrarlas ahí al día siguiente y que si las soltaba me metiera más, pero que me quería con el recto bien lleno de carmín. Esos alemanes son raros de cojones.
14 de mayo de 1944
Helmut me mandó recoger a las siete en punto. Me había duchado, perfumado y lavado el recto con un abundante enema. Obviamente no había retenido los pintalabios, pero debía mantener viva la fantasía de Helmut y me introduje unas cuantas puntas, doliéndome en el alma deperdiciar algo tan caro con las restricciones que hay. Dudé entre los zapatos topolino y los de tacón de aguja, optando por los últimos, porque llevaba un vestido chaqueta rojo Burdeos y no hubieran pegado ni con cola. Deseché el sombrero con redecilla para disimular los estragos de la noche pasada y opté por la boina a juego porque a Helmut le vuelve loco verme ojerosa. La lencería, la que me regala y me manda poner: de puta zorra auténtica, aunque esta vez la trajo blanca, infantil, como de niña, de seda finísima con flores rojas y verdes bordadas que sólo he visto en Lafayette. Llevaba el último par de medias que me regaló. Soy obsesiva con la costura y no ceso hasta verla perfectamente alineada.
Cuando llegué al restaurante aún no había llegado. Pedí un aperitivo y, cuando un camarero lo trajo, apareció Helmut. Apenas me miró, indiferente, y esa dureza me gustó porque no estábamos ahí para gozar de una velada romántica sino para embrutecernos con alguna aberración de las suyas. Lo nuestro es puro sexo animal sin concesiones al amor. Llevaba metidos los pintalabios en el recto y me pregunté, excitada, qué me tenía preparado.
Estábamos en el segundo plato y aún sin dirigirme la palabra. Sólo se oía el tintineo de las copas, el chocar de los cubiertos y el murmullo de las conversaciones cercanas. Bajo la mesa, noté su puntera subir por la pierna hasta alcanzar mi sexo. Yo hice lo mismo con mi pie desnudo hasta sentir su paquete tungente bajo la bragueta del uniforme, sus cojones duros como una piedra, y suspiré, impaciente, por ser el desahogo inmediato de su verga. Seguí dándole como él me daba a mí, recorriendo cada rincón de su carne; encogiendo y estirando los deditos de los pies. Mis manos se crispaban desgarrando el Lapin Mijoute, sólo un discreto temblor me delataba acompañando la copa de champán a mis labios. Él ni eso, sólo me miraba torbamente con sus ojos malva, poniéndome al límite en ese pulso sexual en la que se sabía vencedor de antemano. Pidió para mí una salchicha alsaciana y yo hice lo que él esperaba de mí: meterla y sacarla de la boca obscenamente chupando su grasa jugosa y caliente sin dar tregua a su bragueta con la punta de mis pies. La mordí con los incisivos suavemente sin dejar que la piel cediera, y eso le hizo apartar la mirada simulando contrariedad, respirando hondo, musitando « putta tzorra» en su castellano espantoso aprendido durante una corta estancia en España.
Miré a los lados para ver si alguien nos observaba y oí ese silencio cómplice en cada una de las mesas; ese silencio morboso que, más que contener, anima a romper el protocolo. Como si los oyera realmente, escuchaba esa ficción en sus bocas: «fóllatela aquí mismo, encima de la mesa... lo está buscando... lo desea...» Sentí licuarse mi ano en una flojera extraña y él lo vio en mi cara. Se levantó y me hizo una señal para que lo siguiera a la toilette de caballeros.
Le obedecí, tambaleándome en mis tacones como una perra en celo sigue a un macho canino. Estuve a punto de resbalar, miré al suelo y vi el carmín aceitoso gotear entre mis piernas. Me esperaba en la puerta de un retrete y me empujó al interior con cierta rudeza. Sin preliminares, me levantó la falda y arrancó las bragas blancas teñidas como si fueran menstruadas y me las metió en la boca para ahogar mis aullidos. Tras doblarme bajo su cuerpo musculado y poderoso, hundió el vergajo en mi recto hasta el fondo con un golpe seco de pelvis sin darme dolor sino un placer increíble, ya que la cera del pintalabios me había lubricado toda. Me folló mientras chorreaba el fundido rojo por las piernas hasta el negro de los zapatos, y yo miraba hacia el suelo viendo ese desastre delicioso. Eso me excitaba aún más y, bajo su envite imparable, tuve que morder fuerte la braga para no enloquecer de gusto.
La sacó y me mandó arrodillar, mostrándomela rojo sangre, pringada con cera y su propio jugo. La engullí. Primero fue una felación suave pero, cuando me tomó la cabeza, fue una brutal follada en boca. De vez en cuando, aflojaba para darme respiro y volvía con más fuerza; entonces yo la gozaba, mantecosa, y sorbía con gusto la crema roja hasta que la sacó para chorrearme el semen en la cara y hundírmela entera de nuevo eyaculando en mis fauces.
Se hacía tarde y salimos a la calle tras cruzar el restaurante. Parecíamos víctimas de un bombardeo: rojo por todas partes. Los comensales que nos vieron quedaron con el tenedor en el aire o con la copa en los labios; algunos no disimularon la sorpresa con grititos guturales, pero se recuperaron pronto murmurando: « C'est la guerre, rien à faire»
Fuera nos esperaba el chófer y, tras introducirnos en la parte trasera del vehículo, rematamos. Yo iba corta de tiempo porque tenía función, pero hubo el suficiente para levantarme las piernas y comerme el ano, mientras yo empujaba los grumos rojos deshechos como si fuera fresa en jarabe. Enloquecía. El chófer encaró el retrovisor para poder vernos mejor. A Helmut le daba morbo como a mí que nos viera y, mientras le dejaba hacer, yo le sonreía lascivamente al voyeur me miraba igual de intenso. Mmm... un militar gozándome y otro en la reserva presto a tomar posiciones.
- ¿Tzabez halgo? -dijo rompiendo su eterno silencio con esas palabras.
Entre el francés y el alemán ya me tenían un poco harta aunque entiendo que hay que dar carnaza a las fieras, por lo que improvisé una mentira:
-Bueno, aún tengo que confirmarlo, pero se prepara un desembarco.
- ¿Tzónde?
En Normandía.
Dije eso como podía haber dicho en Flandes, y él me contestó con una risotada como si le hubiese contado un chiste:
- ¡Putta menttirrossa... JAJAJAJAJAJA!
Y se puso a comerme el ojete, a rozarlo con los dedos, mientras me masturbaba la verga para darme el orgasmo que aún no había tenido. Lo alcancé en un cruce mientras los transeúntes horrorizados veían en el interior de ese auto: un cuerpo casi desnudo, pateando y sollozando, ensangrentado en carmín, devorado por un militar sádico. Ya estábamos a dos calles del teatro. Sacamos unos pañuelos y nos limpiamos el desastre ayudados de babas y lametones. Y tras vestirme, ahí lo dejé: riéndose y sin hacerme caso mientras yo me bajaba del auto y me iba al camerino. Estaba claro que no me quería por mi talento de espía.
Pasé miedo cuando volví a casa porque no me gusta hacerlo tras el toque de queda y menos cuando llevo las provisiones repartidas por el cuerpo. A veces se notan los bultos irregulares en los pechos y caderas. Cuando llegué, metí el culo en el bidé con desespero. El agua aún tiñó de rojo y eso me excitó de nuevo. Hundí un dedo...otro dedo...otro...mmm...a vuestra salud, Michel, Helmut...
EPÍLOGO
¿Pechos...?, ¿caderas...? Entonces lo entendí. Fui hasta el ropero buscando entre la ropa colgada y los cajones. En el fondo de una cómoda, encontré los postizos donde mi tía escondía el estraperlo. Eran formas mullidas pero huecas, sujetables con correas y hebillas, y con ese color siniestro que tienen las prótesis antiguas. Comprendí lo de las fotos. Cocó era de una delgadez masculina y entonces no había hormonas ni cirugía para redondearse. Me reí y fui hasta el frigorífico donde agonizaban una alita de pollo y una escarola marchita. Encontré una botella de vino casi vacía y me serví un trago. Escupí porque ya era vinagre puro. A pesar de ello, alcé el vaso y brindé por ella:
-Por Cocó, la tipeja más canalla de París: artista, puta, estraperlista, espía, una auténtica superviviente...
Y entonces sí lloré con nostalgia por lo no vivido, y de pena por mí y no por ella, por tener que esperar a morir y conocerla en el loco cielo de los travestidos; o mejor en el infierno que, supongo, será más divertido.