Diamantes envenenados (I): Sin saber dónde estoy

Siempre he sido un chico normal. Ni siquiera pensaba en la mitad de cosas que llegaron a ser hasta necesarias en mi vida sexual antes de meterme en donde me metí. ¿Por qué lo hice? Fácil. Juventud, sexo y dinero. ¿Tú lo hubieses rechazado? Pero todo veneno se disfraza de bonito y atrayente dulce...

NOTA: Llevaba tiempo planeando el escribir algo así. Hace tiempo descubrí la página y he leído ya bastantes relatos de aquí, sorprendido por las series tan asombrosas que me he encontrado, lo cual me ha llevado a animarme y publicar esta idea que llevo meses desarrollando y que no había mostrado nunca a nadie.

Decir primero antes de nada, que esta serie es completamente ficticia, no me he basado en sucesos personales ni testimonios de terceras personas, cualquier parecido o paralelismo con una historia real es pura coincidencia.

Y sin más, me dispongo a presentar la historia:

Mis aspiraciones futuras siempre habían sido más que claras: tener dinero, mujeres, éxito y reconocimiento. Parecía que la cosa iba bien. Notas brillantes, padres con buen trabajo… Y fue cosa del destino que cuando tenía catorce años todo se fue al garete.

La empresa de mi padre quebró, y en meses me tocó despedirme del chalet, los coches, la ropa de marca y las vacaciones en la playa. Adiós al colegio privado, me tocaba entrar en el instituto público y aquello me hundió. Mis notas bajaron considerablemente y los suspensos empezaron protagonizar mi expediente y repetir curso fue algo que no se podía ni evitar. Mi ropa ya no tenía la clase de siempre, y por si fuese poco, el acné se cebó conmigo. Dieciséis años y el dinero había desaparecido, el interés en las mujeres aumentaba y ellas me ignoraban. Mi adolescencia se veía frustrada y la situación económica de mis padres no mejoraba.

Pasaron más años similares y al fin conseguí salir de casa. Obtuve una buena beca de estudios tras terminar bachillerato, y me fui de vacaciones con un amigo. Y así comenzó todo.

Una noche más Hugo me había arrastrado a aquel bar que no me gustaba nada.

Todo desprendía glamour allí. Las paredes, las luces, la música y la gente. Todo. Me encontraba apoyado en la barra mientras la camarera de sinuosas curvas y melena rubia me preparaba un Martini. Hacía años que había olvidado todo el lujo, todas las “pijerías”, pero sin embargo, mi querido compañero de clase era incapaz de darse cuenta de que en el fondo de mi ser, aquel sentimiento de triunfador frustrado no se iba.

Había cambiado, sí, pero seguía hastío por todo, acababan de comenzar mis vacaciones, unas vacaciones que necesitaba darme desde hacía años, pero sentía que las cosas no estaban saliendo como me esperaba.

Hugo hablaba con las chicas, ligaba con ellas y ellas le seguían el juego. Era todo un ligón y yo seguía siendo virgen. Diecinueve años y virgen. Las novias que había tenido me duraban días o semanas y nunca pasé más allá de tocarles los pechos y cuatro magreos en casa cuando mis padres no estaban.

La camarera me guiñó un ojo con una sonrisa tras servirme el Martini y di un trago sin percatarme siquiera de que aquella despampanante mujer se había fijado en mí. Una áspera barba negra cubría mi cara. Llevaba un par de semanas sin afeitarme y mi pelo estaba alborotado y sin ninguna dirección. “Al menos tengo los ojos bonitos”. Me dije para consolarme.

—Alex, ven a la pista, tengo a dos pelirrojas que están de vicio. —Hugo se había acercado por mi espalda e irradiaba felicidad. Era guapo, ojos azules, castaño con el pelo rizado, blanco de piel y los rasgos marcados. Además era alto y tenía una musculatura definida. Si a su innegable atractivo físico se le sumaba su carisma y su labia, era más que lógico el comprender por qué siempre se las llevaba a todas de calle.

—¿Quieres que te las espante? —Mi pregunta sonó lastimera a pesar de haber intentado camuflar cómo me sentía con una falsa sonrisa.

—Venga ya, cambia de actitud. Eres guapo, estás bueno… y cocinas de puta madre. Cualquier tía querría pasar la noche contigo. Venga, ven a conocerlas, verás como te las ligas a las dos.

—Gracias pero no tengo ganas. —Di un largo trago al Martini y lo terminé. Sabía que bebérmelo entero de golpe iba a traer sus consecuencias, pero quería escapar.— Hoy estoy algo cansado, te espero en el hotel, mañana nos vemos.

No le dejé responderme. Caminé entre la gente que bailaba allí. Todos tan bien vestidos que me sentía un estúpido con mi camisa blanca comprada en ofertas y un vaquero. Los zapatos me los había dejado Hugo, porque claro, yo no tenía.

Salí de aquel local de pijos disfrazados y me dispuse a andar por las calles nocturnas. Las farolas me iluminaban y dibujaban mi distorsionada sombra. Solamente pensaba en lo estúpido que había sido. Un par de copas más me habrían quitado la vergüenza y seguro que hubiese hablado con las chicas sin ningún problema. Pero una parte de mí me decía constantemente “¿para qué? Mi inexperiencia sexual me delataría y me dejarían a medias. O yo a ellas”.

Di una patada a una piedra y me metí por una calle secundaria que no conocía. Estaba seguro de que el hotel estaba a la izquierda, pero sin embargo me metí por la derecha. Los edificios iban siendo progresivamente más bajos, y cuando quise darme cuenta, me encontré en una especie de urbanización.

Miré mi reloj: llevaba una hora caminando sin rumbo y ni me había fijado de por dónde iba.

“Perfecto, me he perdido”. Las calles estaban en silencio y el murmullo del mar vino hacia mí. Escuchaba olas chocar en la roca y algo me dijo que me encontraba cerca de un acantilado. Seguí hacia delante. Total, ¿qué más daba ya? Estaba perdido, así que podía ir a ver el acantilado y luego buscar el camino de vuelta.

El asfalto despareció y dejó paso a un sendero de rastrojos y hierba seca. El camino estaba marcado por la gente que lo pisaba y era descendente. A medida que avanzaba empecé a ver unas luces en la oscuridad. Las farolas habían desparecido con la carretera, y eso me extrañó. Sin embargo, me acerqué curioso.

Pronto comprendí que aquellas luces provenían de una casa, la casa más lujosa y ostentosa que jamás había visto. No llamaba la atención únicamente por su arquitectura blanca y moderna, de tres pisos y grandes ventanales. No, el fondo que la luna me permitía ver era bello, era el mar. Aquella casa estaba construida sobre un acantilado.

Me acerqué más. Tenía verja, una verja demasiado alta. Aquello parecía una mansión. Me extrañó la ubicación, pero así eran los ricos: muy raros. Un ligero enfado se apoderó de mí y le di una patada a la puerta de la valla. El sonido metálico resonó entre el oleaje en la oscuridad del lugar.

—¡Estúpidos pijos! —Grité en el vacío.

Me giré con la intención de irme, humorado, mas algo me pedía que investigase. Unas luces me cegaron de repente. Un coche venía por el camino y los focos me sorprendieron. El vehículo se detuvo y la puerta se abrió.

—¿Eres nuevo? A ti no te había visto nunca.—Una voz femenina habló desde detrás de aquellas luces y no pude ver cómo era.— Demasiado desaliñado para lo que suele tener, pero me gusta. Monta, vamos adentro, anda.

¿Me había pedido que montase con ella? Y lo más importante: ¿acababa de decirme que íbamos a entrar en aquella casa?

El desconcierto ganó a la rabia, y la curiosidad por conocer el auténtico lujo invadió mi mente, haciéndome sentir por un instante que era más bipolar de lo que me imaginaba.

Me acerqué a aquel coche por la puerta del copiloto y la abrí. Los asientos estaban tapizados en piel blanca y el salpicadero parecía de madera. Al mirar hacia el volante vi el logotipo de la marca Mercedes en el centro y unas manos bastante estilizadas de largos dedos con uñas largas y rojas agarrándolo con firmeza. Pude ver un anillo brillante y blanco, y supuse que era de diamante. Pero claro, sólo era una suposición. Seguí aquellos brazos hasta llegar a unos hombros cubiertos por un chal dorado y una melena caoba que caía por encima. La conductora era una mujer muy atractiva, seguramente de unos treinta años, aunque era difícil saberlo por la poca luz que había. Vestía con un ceñido granate que le llegaba por encima de las rodillas y pude ver además que tenía unas bonitas piernas.

Desvié la mirada y me centré en la casa de nuevo. La verja se abrió y cruzamos el patio. Una vez que nos encontramos frente a la fachada de aquella edificación pude comprobar que efectivamente, aquello era una mansión moderna. Los tres pisos que había visto, una longitud que parecía no acabar y grandes ventanales que no me dejaban ver nada a través de ellos aparte de luz. Una gran puerta blanca se abrió y entramos en un garaje en el que pude ver los coches más lujosos que jamás había visto nunca.

La mujer se bajó en silencio e hice lo mismo. Cuando ya estuve fuera cerró el vehículo y comenzó a caminar con estilo. La seguí y pude ver que era de mi estatura, aunque los tacones la ayudaban a llegar a tal punto. Yo mido un metro setenta y tres, así que tampoco soy muy alto. Cruzamos el garaje y llegamos a una puerta muy grande que se confundía con la pared gris. Tras abrirla, la luz me dejó helado. El salón recibidor era enorme, amplio, con suelo de mármol blanco y negro y columnas jónicas que se disponían en círculo, creando un pasillo al exterior de la sala. Unas grandes escaleras blancas presidían desde el centro de la estancia y la gran lámpara de araña, adornada con cientos de cristales coronaba el techo.

—Vamos arriba, tengo que estar en casa antes de que llegue mi marido, así que no tengo mucho tiempo.

Miré a aquella mujer por primera vez con detenimiento. Efectivamente, su cabello caoba caía por su espalda y tenía unos bonitos ojos almendrados. Los labios eran finos y estaban pintados en rojo, a juego con sus uñas. Nariz aguileña pero fina, y una estilizada barbilla. Apenas tenía marcas que mostrasen su edad, pero a la luz pude ver que pasaba de los cuarenta.

No entendía qué hacía allí, pero aquel lujo me estaba dejando anonadado y la compañía de una mujer tan segura de sí misma y tan atractiva me guiaba a seguir alimentando aquel malentendido. Me sentía estúpido, pero era una aventura, y yo necesitaba aventuras. Así tendría algo que contarle a Hugo, y eso me emocionó un poco.

La seguí escaleras arriba y llegamos a un largo pasillo con puertas en ambos lados. Abrió la segunda a la derecha y allí me encontré con una amplia habitación. Como era de esperar, el lujo rebosaba, a pesar de estar únicamente equipada con una gran cama de matrimonio de blancas sábanas de satén, un armario de madera de ébano y un baño que no pude ver porque la luz estaba apagada.

—Bueno, estaría bien que al menos nos conociésemos. —Comenzó a decir la mujer mientras se acercaba a la cama, quitándose el chal y dejándolo sobre las sábanas.— ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—El mismo que usted, hemos entrado juntos. —No sabía muy bien qué responder, y me sentí estúpido tras ver su rostro desencajado al escucharme.

—Desaliñado y gracioso. Bueno, no estás nada mal. Ojos verdes, moreno… Algo delgado, eso sí. Supongo que llevarás poco tiempo. Podrías haberte arreglado la barba al menos hijo. Es un fallo corriente, tranquilo. ¿Quién te ha entrenado? ¿Louis? ¿Pietro?

Definitivamente, aquello era una auténtica equivocación. No comprendía nada de lo que me estaba diciendo.

—Verás, yo…

—¿Cómo te llamas? —Aquella mujer era demasiado lanzada.

—Alex.

—Encantada Alex, yo soy Madame Gold. Supongo que te citaré a menudo si me gustas.

¿De qué me estaba hablando? Mi rostro debía parecer un puzzle, no entendía nada de nada, me intimidaba, pero a su vez aquella dama desprendía erotismo por cada poro de su piel.

—Tienes poca iniciativa muchacho. Bueno, como llevas poco tiempo aquí haremos una cosa; yo dirigiré todo. Tú déjate llevar. Ya hablaré yo luego para que te enseñen a moverte un poco.

Se levantó y desabrochó su vestido, quedando en lencería de encaje negra. Madame Gold era una cuarentona, pero negar su atractivo resultaría una locura. Me empezaba a sentir excitado dentro de aquella confusión, y algo en mi mente me decía que aquella dama pensaba que yo era un prostituto.

Se acercó a mí y posó su mano sobre mi pecho, deslizando los dedos por él.

—Eres bastante guapo, aunque necesitas un pequeño arreglo. A ver qué tal eres.

Me empujó hacia la cama y caí en ella. La tenía encima, desabrochando los botones de mi camisa, acariciando mi pecho levemente cubierto de vello negro y bajando con besos por mi abdomen. Estaba demasiado nervioso, pero no podía moverme. Tenía a una mujer demasiado atractiva y seguramente experimentada dispuesta a desvirgarme. ¿Era mi deber decirle que era virgen? No, eso podría cortarle el rollo y mi lado canalla me lo impedía.

Desabrochó mi vaquero y acarició mi miembro semi-rígido con la lengua por encima del bóxer.

—Pareces bien dotado. Eso es un punto a tu favor.

Lo sacó, agarrándolo con firmeza, pellizcando cuidadosamente con sus largas uñas rojas. Subió la mano de abajo a arriba un par de veces, masajeando despacio, comenzando a masturbarme y acto seguido se lo metió en la boca.

Tenía el capullo dentro y succionaba despacio con los labios, dando pequeñas caricias con la lengua en el frenillo, haciéndome temblar de placer. Comenzó a meterlo más y más, sentía como mi polla crecía en su boca y ella llegaba hasta mis testículos, los cuales masajeaba con la otra mano. Se la sacó de la boca y volvió a metérsela de nuevo, repitiendo el mismo patrón varias veces más. Después me masturbó con energía teniendo el glande en la boca y jugueteando con la lengua.

Yo estaba a punto de estallar de placer. Jamás me habían hecho una mamada, en sí, nunca había tenido sexo, y mi primera vez improvisada estaba resultando maravillosa. Me daba igual que aquella mujer pudiese ser mi madre por la edad que tenía, pero lo único que me importaba era la experiencia que parecía tener, la experiencia que estaba aplicando en mí, el placer que me hacía sentir.

Se levantó y me incorporé sobre mis codos para poder verla. La tenía frente a mí y su cuerpo era fantástico. Desabrochó su sostén dejando ver unos pechos redondos y grandes, bastante firmes, y una de dos: o estaban operados, o no había sido madre nunca.

—Una cosa es que te dirija y otra que no te muevas, hijo. —Me dijo mientras miraba su cuerpo.

Aquella era mi primera vez, no sabía muy bien cómo actuar, pero estaba excitado y ella me había hecho una felación, así que me sentí en la obligación de corresponderla de igual manera. Me levanté de la cama y me quité la camisa del todo. Me desprendí de los zapatos con una ligera torpeza y me saqué de igual manera los pantalones y el bóxer, quedando desnudo completamente. Me acerqué a ella posando mis manos en su cadera y la guié hacia la cama como ella había hecho conmigo. Su vientre era plano y olía a perfume. Comencé a besar alrededor de su ombligo y utilicé mi lengua para juguetear un poco. Bajé despacio, era la primera vez que hacía aquello y no sabía cómo ni cuando empezar. ¿Estaba siendo lento? Supuse que mal no iba al escuchar sus pequeños gemidos.

Notaba la humedad de su sexo al acariciarlo por encima de las braguitas de encaje que empecé a bajar. Estaba completamente depilada y pasé mis dedos por su pubis suave, empezando a estimularla con pequeñas caricias. Me acerqué lentamente y di una pequeña lamida a su abertura. La vergüenza se iba perdiendo, y la excitación aumentaba más y más. Introduje mi lengua entre sus labios, lamiendo y jugando y empecé a usar mis dedos para acariciarla. Subí al clítoris y comencé a estimularlo con mi lengua, introduciendo un par de dedos en su vagina ya lubricada. Ella gemía y a mí me ponía más cachondo, además de incitarme a seguir.

—Vaya, no se te da mal. —Dijo en un pequeño suspiro.

Aquello me dio más alas y seguí lamiendo aquel clítoris, llegando a utilizar mis labios para hacer ligeras succiones en sus labios. Masturbaba aquel coño, por primera vez en mi vida, utilizaba mis dedos para ello y los combinaba con mi lengua. Ella seguía gimiendo y arqueaba su espalda. Hundió las manos en mi pelo, agarrando con firmeza. Los tirones aquellos me estaban poniendo más cachondo y tenía la polla a punto de estallar. El instinto me guiaba, me impacientaba saboreando aquel sexo, quería pasar a más, pero mi lengua no quería apartarse.

Ella me soltó y se incorporó. Cogió su pequeño bolso y sacó un preservativo de él. Me lo pasó jadeante y excitada.

—Quiero que me folles.

Quizá yo era más simple de lo que pensaba o ella sabía qué decirme y cuando para ponerme realmente cachondo.

Me puse el condón, por suerte para mí, la excitación ganó a los nervios y lo hice correctamente, ella aguardaba mordiéndose un labio en la cama. Me subí y me incorporé entre sus piernas, agarrando mi miembro con una mano y acariciando su vagina con la otra. Metí el pulgar, practiqué un movimiento de vaivén durante unos segundos y lo saqué. Ella me agarró la mano y lamió mi dedo, mirándome en todo momento, y aquello me puso mucho más.

Guié mi polla hacia su entrada despacio, comenzando con penetraciones lentas. Aquella sensación era maravillosa, cálida y placentera, notaba la ligera presión en el miembro, solté un ahogado gemido que se quedó en mi garganta y comencé a mover las caderas más rápido, con embestidas más duras y fuertes.

Ella se tumbó y me incliné más hacia adelante, apoyando las manos a sus lados, jadeante, con la espalda arqueada, embistiendo con dureza. Ella alzó las piernas y las entrelazó en mi cadera, gemía y sudaba, nuestros cuerpos se fundían en aquel sudor que el sexo nos estaba ocasionando.

El placer recorría todo mi cuerpo y empecé a sentir los estremecimientos de mi miembro. Moví la cadera fuerte hacia delante, clavándola hasta el final, mi miembro se convulsionaba y terminé eyaculando ahí. Ahogué un fuerte grito y ella gimió de igual manera. Estaba cansado, pero maravillado por tal experiencia. ´

Salí de ella y me separé mirándola, observando su cuerpo desnudo, su sexo y sus pechos grandes.

—Ha estado muy bien… —Susurró suspirando y me dedicó una sonrisa.— Para ser nuevo lo haces bastante bien. Creo que confiaré más en ti.

No entendía nada de lo que decía, pero sonreí satisfecho. Acababa de tener lugar mi primera vez. Estaba agotado, pero me daba igual.

Me quité el preservativo y lo tiré en una papelera que había en el baño. Ella se fue a duchar y me quedé sentado en la cama, desnudo, pensando en lo que acababa de ocurrir.

Había follado con una mujer madura y sorprendentemente atractiva. Había sentido el mayor placer de mi vida. Pero también había sido confundido seguramente con un puto y me encontraba en una casa que no sabía lo que era, en un lugar que desconocía y eran las cinco de la madrugada, estaba de vacaciones con un amigo y no sabía lo que sería de mí después de aquello.