Día tras día desesperadamente

A falta de nuevos relatos, os traigo otro que ha permanecido inédito durante muchos años, más de diez. Seguramente hoy lo escribiría distinto, podía haberlo corregido, pero he querido dejarlo tal cual lo escribí entonces. Y sí, es triste, aunque espero que también os resulte excitante.

Desde que me separé todos mis días se parecen desesperadamente. Y a lo que más recuerdan es al agua retenida en una fregadera que al quitar el tapón corre irremediablemente al desagüe. Aunque sepa que estoy dejando ir mi vida por el sumidero, no puedo hacer nada para evitarlo.

Me llamo María, y a la vulgaridad de mi nombre se asemeja toda mi existencia. Entre el trabajo, la casa y los recuerdos transcurren mis horas. Mi cuerpo es tan del montón que ni siquiera por ahí escapo de la generalidad. Ante la imposibilidad de sentirme amada, al menos quiero sentirme de vez en cuando deseada. Y aunque sé que ya no puedo seducir a quien se me antoje, aunque mi culo y mi pecho pudieran estar más firmes y en su sitio, una puede encontrar su público si sabe dónde buscar. Es por eso que de vez en cuando me pierdo en lo más oscuro del ambiente nocturno de la ciudad para encontrar mínimas alegrías que regalar a mi cuerpo. Y aunque también sé que ni las noches de alcohol y sexo me quitarán las penas, no puedo escapar de esas peripecias.

En una de las visitas a uno de esos locales donde confluyen lo peor de lo mejor de la sociedad comenzó mi experiencia. Entre viejos verdes, eyaculadores precoces, divorciados y algún que otro casado que no sabe cómo disimular la marca de la alianza, generalmente puedes elegir con quien cruzar las miradas antes de acabar en la cama o en los lavabos, pero aquel día ni siquiera tenía fuerzas de escoger. El primero que me propuso invitarme a una copa obtuvo lo que buscaba. Aparentemente no estaba mal, así que fuimos para adelante.

Cuando llegamos a mi casa ni siquiera recordaba su nombre, si es que alguna vez me lo  dijo, pero ello no fue óbice para que dejara que sus manos se posaran en mi cuerpo. Ni me acariciaba ni me estimulaba, me sobaba. Fui agachándome hasta quedar a la altura de su paquete. Ni me apetecía chupársela ni me dejaba de apetecer. Simplemente sabía que era exactamente lo que esperaba de mí. Mis manos bajaron su cremallera y sacaron su mínima polla. Entre tanto pelo me costó agarrarla entre mis labios. Mi boca la hizo crecer aunque no tanto como a mí me gustaría. Él sin embargo debía sentirse muy orgulloso de su dotación. Puso sus manos en mi cabeza reteniéndola contra su bajo vientre sin dejarme apenas respirar. Su polla y mi saliva llenaban mi boca, y tuve que amagar con devolver sobre su miembro para que me dejara llevar el ritmo. Cuando por fin me libré de sus manos pude empezar a cabecear rítmicamente. Mi boca pulió su sable hasta sacarle brillo. Deslicé mi mano entre mi piel y la falda y la llevé a mi sexo buscando encontrar el placer que chupar aquella polla no me daba. Cuando ya había conseguido habituarme al repugnante sabor de su rabo, a las cosquillas que me hacía su vello púbico en la nariz, y cuando más estaba disfrutando yo tocándome a mí misma, tuve que parar. Lo sentía a punto de correrse, y no creía que pudiera volver a alcanzar una nueva erección esa noche, y yo necesitaba follar.

Comenzamos a desnudarnos. Él apretó mis tetas sin ninguna delicadeza y yo forcé una sonrisa. Sin previo aviso empujó de golpe uno de sus dedos por mi vagina todavía seca y yo grité. De dolor, pero él interpretó otra cosa.

-

¿te gusta, eh, guarrilla?, te gusta…

  • dijo mientras volvía a deslizar su dedo.

Juro que si en vez de llamarme guarra me hubiese llamado puta, alcanzo el cuchillo más grande que encuentre en la cocina y lo dejo sin hombría de un sólo tajo. Conseguí zafarme de su mano y me tumbé boca arriba en la cama con las piernas bien abiertas ofreciéndole mi chochito rasurado. Aunque en ese momento no apartaba la vista de él, estoy segura de que cinco minutos después de acabar no sabría si lo llevaba afeitado o lleno de pelos. Él sólo quería correrse y yo le daba igual. A mí me sucedía más o menos lo mismo.

Mi boca había conseguido hacer crecer algo su pene, pero seguía siendo insuficiente. Lo noté en su primer empujón, no iba a ser una buena noche, y sin embargo fingí un primer gemido. No me cuesta fingir, es algo que he hecho toda mi vida y especialmente en estos últimos tiempos, y muy pocos hombres se han dado cuenta de ello. Ellos van a lo suyo, a soltar su leche caliente, a conquistar un nuevo coñito y a exagerar la experiencia al contárselo a sus amigotes. Sólo aquellos que se han dado cuenta de que fingía han conseguido luego, y más por su propio orgullo, que yo disfrute. Que nadie diga que ellos no son capaces de hacer llegar a una mujer al orgasmo... Aquel día me había tocado un tipo de los que no se enteran. Por más interés que él pusiese, por más fuerza que diese a sus torpes golpes de riñón, sólo obtenía mis falsos suspiros. Intentaba besarme, pero yo ya no quería ni uno más de los besos de su boca pastosa y con aliento a alcohol y tabaco. Como no alcanzaba mis labios, se conformaba lamiendo sin ningún arte mis pezones. ¡Dios cómo compadezco a las prostitutas que tienen que aguantar a estos tíos por obligación!

Echado encima de mí veía su cara colorada y sudorosa, su pecho flácido y velludo, su incipiente barriga, su polla entrando y saliendo de mi concha... Él estaba en la gloria. Yo simplemente bastante tenía con estar debajo suyo. Para animarse a sí mismo preguntaba si me gustaba y él mismo se respondía. Obviamente decía que sí, porque yo era una zorrita a la que le gustaban las buenas pollas. Si él lo decía... Yo no hubiese sabido responder. Cierto que había conseguido humedecer algo mi coño, pero estaba tan lejos de lo que yo hubiese podido desear… Cuando comenzó a acompañar sus empujones con los "

toma, toma

", decidí que habíamos terminado. Contraje los músculos de la vagina todo lo que pude y forcé a que se corriera. Sentir su esperma encharcándose en mi coño no fue más desagradable que ver mi pecho aplastado por su cuerpo mientras me trataba de arrancar un beso. Cuando dejó de gruñir como un cerdo y por fin se me quitó de encima, descansé. Mientras se vestía no hacía más que repetir lo genial que había estado y que le encantaría repetir. Daba por hecho que a mí también, así que me dejó apuntado su número en un papel.

Al marcharse, lo primero que hice después de recuperar las fuerzas para levantarme, fue quemar ese papel para evitar cualquier tentación. Lo siguiente fue ducharme. Me sentía sucia, y no sólo por su lefa y los pelos que el sudor había pegado a mi piel. No. Me sentía vacía como después de cada una de mis salidas nocturnas buscando lo que sé que no voy a encontrar. Sin embargo, no puedo evitarlas. En dos o tres días volvería a sentirme así de vacía después de que alguno me llenase el coño. La suciedad se había marchado en la ducha, pero el vacío seguía en mí. Era una sensación extraña que me provocaba incluso hambre. Llamé a un servicio a domicilio 24 horas para que me trajeran algo para comer. Esperé fumando cubierta por el albornoz blanco con el que había salido de la ducha, a medio cerrar. Cuando llegó el repartidor ni siquiera me acordé de apretar el cinturón. Me extendió el brazo con una bolsa y yo le alcancé el dinero. Al dárselo parte de mi cuerpo desnudo quedó a su vista. No se inmutó, pero ya había visto todo lo que había que ver. Me hubiese gustado ver la expresión que tenía, pues en vez de causarle excitación con mi cuerpo semi desnudo, lo que provoqué fue su lástima.

-

¿Se encuentra bien?-

preguntó

.

No, no estaba bien, y sin embargo sentir que alguien se preocupaba por mí por primera vez en mucho tiempo, me emocionó. Agaché la cabeza y cerré los ojos para evitar que aquel muchacho viera las lágrimas que comenzaban a aflorar en mis ojos. Deseaba con las mismas fuerzas que al levantar la cabeza él no siguiera allí como que se quedara a reconfortarme.

-

¿Qué le pasa, le ha ocurrido algo?-

insistió.

Yo sólo pude romper a llorar derrumbándome en el sillón más cercano. Él seguía allí plantado, dudando si seguir con su trabajo o atenderme. Finalmente se me acercó, y mi cabeza enseguida buscó su hombro para seguir llorando. No se atrevía a tocarme y sin embargo no se alejaba de mi lado.  Notaba sus esfuerzos para que no se le perdiera la mirada en la obertura de mi bata mientras me dedicaba las palabras más tiernas que ningún hombre me hubiera regalado en años. Aunque no las sintiera, las decía de verdad.

Con la cabeza reclinada en su pecho poco a poco se fueron secando mis lágrimas. Me preguntaba si estaba mejor y yo respondía afirmativamente moviendo la cabeza mientras mi respiración se recuperaba de los sollozos. Entonces surgió mi otro yo, ese capaz de echar a perder hasta mi vida. Negligentemente dejé que el albornoz que me cubría cayera dejando a la vista uno de mis hombros y mi pecho desnudo. Él dio un respingo y se alejó de mí. Yo no debía formar parte de sus fantasías de repartidor.

-

No te vayas, por favor…

  • supliqué. Cuando mis ruegos detuvieron su caminar, continué. -

Necesito que me abracen.

Él se lo pensó unos segundos, pero finalmente vino hacía mí. No me rodeó con sus brazos, pero para mí era suficiente con que me dejara posar mi cara en su pecho. Allí plantados de pie, pegados el uno al otro, el tiempo se me hizo eterno. Tal vez no fueran más de dos minutos, pero fue lo suficiente como para que mi cuerpo medio desnudo pegado al suyo le hiciera sentir incómodo. Siguió impertérrito incluso cuando mis manos comenzaron a recorrer de arriba a abajo su espalda. Le costó más controlarse cuando apreté mi cuerpo únicamente cubierto con esa bata que seguía a medio cerrar, contra el suyo. Enterré mi cabeza en su cuello haciendo que la suya reposara en mis cabellos, y en ese momento supe que lo había ganado para mi causa. Dejé caer lentamente el albornoz y sentí su mirada perderse deslizándose por mi espalda. Sonreí para mis adentros al comprobar que todavía era capaz de seducir a ese jovencito que por edad podría ser mi hijo. A partir de ese momento las cosas siguieron un lento y placentero transcurrir. Sus manos no buscaron rápidas y nerviosas mi culo o mis tetas, como hubieran hecho otros. No. Él acariciaba mis brazos, mi vientre... Besaba mi cuello, mis hombros y ante lo bien que lo hacía no me quedaba más remedio que entregarme más y más a él.

Me cogió de la mano y como Pedro por su casa me fue llevando hasta que encontró el lugar idóneo para lo que tenía preparado. Yo le dejaba hacer. Apartó delicadamente unos objetos, y decidió que la mesa de la cocina era un buen lugar. Me tumbó boca arriba e inmediatamente comencé a sentir sus manos recorriendo todo mi cuerpo. Desde la punta de los dedos a lo más profundo de mi ombligo sus manos grandes y fuertes acariciaban mi piel. Si sus dedos rozaban mis labios o mis pezones yo me deshacía; si pasaba a mi lado mis manos ansiosas trataban de liberar su pene. Él me decía que cerrara los ojos y me relajara, que habría tiempo para todo, y yo tan sólo podía obedecer. De pronto un cosquilleo en mi sexo me hizo incorporarme y mirar. Agachado junto a mi coño estaba soplando suavemente. Me gustó esa manera de ponerme en alerta. Repitió varias veces, con la cara a apenas tres centímetros de mi piel, y el gracioso cosquilleo enseguida se transformó en tremenda excitación. Para mi satisfacción pronto dejó de acariciarme con el aire de su boca y comenzó a besarme tiernamente alrededor de mis labios. Combinados con leves lamidas de su lengua, esos besos arrancaron en mí algo más que verdaderos gemidos. Mis manos en su cabeza la guiaron para que no dejara de torturarme. Su boca despertaba mi clítoris, su lengua abría mis labios y confundía su humedad con la mía... Su lengua surgía de lo más hondo de mi raja, abría todo mi coño y remataba lamiendo mi pipa, y yo lo único que podía hacer era pedir más y más mientras retenía su cabeza entre mis manos. Ante su insistente maestría, el orgasmo con el que llevaba soñando meses, tardó poco en llegar. Mientras mi coño se licuaba y mi cuerpo se agitaba aquel muchacho no dejó ni por un segundo de comerme el chocho prolongando mi dulce agonía. Él siguió a lo suyo, ayudándose de los dedos para abrir mis labios y poder así surcar mi vagina con su lengua. Yo me volví a correr y él bebió de mi néctar.

Después de tantas sesiones de sexo de baja calidad, no quería que aquel chico se marchara nunca. Tras unos segundos sin recibir las caricias de su lengua me incorporé impaciente. Verlo me tranquilizó. Se estaba desnudando. Su pecho lampiño, su vientre plano, el bulto que asomaba por debajo del calzoncillo me hicieron suspirar de deseo…  Cuando retiró la tela y pude ver todo el esplendor de su rabo, pensé en todos los hombres que me han follado en los últimos tiempos. ¿Cuántos?, ¿veinte, veintiuno?, aquel muchacho debía tener ese número transformado en centímetros. Pero lejos de ser sólo una cuestión de tamaño, era sobre todo su manera de usarlo lo que me volvía loca. Por más que yo le pidiera que me follara, él prefería hacer crecer mi excitación abriendo con su polla mis labios o golpeándola contra mi clítoris. Cuando por fin se decidió a clavármela, yo estaba tan caliente que me corrí en el acto. Sentirla grande, gorda y palpitante dentro de mí, era el mejor premio de consolación que podía ofrecer a mi coño después de todos los castigos que le he ocasionado al entregarlo al primero que me regalaba una falsa sonrisa. Cuando comenzó a barrenarme y aunque no lo hacía demasiado bruscamente, creí que mi cuerpo se desarmaba. Aunque lo necesitara más que el comer, ya no estaba para estos ajetreos. A medida que sus movimientos ganaban en agilidad, el placer iba haciéndome olvidar la fatiga. Su polla alojada en mi sexo transformaba la energía de sus rítmicos empujones en descargas de placer que nacían en mi coño y surcaban todo mi cuerpo. Me corrí entre gemidos al ritmo que marcaban sus caderas.

Cuando se subió sobre la mesa y amenazó con dejar caer su cuerpo sobre el mío, me di cuenta que no tenía fuerzas para aguantar su peso, así que le pedí que no dejara de follarme pero que cambiara por favor de postura. Con la polla siempre dentro de mí, me levantó en el aire. Abrí los ojos como platos, me corrí una vez más y casi creí desmayarme. Su rabo llenaba hasta el último rincón de mi sexo. Nunca antes nadie me había ensartado así. Sin darle tiempo a encontrar otra postura empecé a botar enroscada a su cuello. Su polla tiesa me servía de guía para ascender y dejarme caer bruscamente. A medida que botaba, era incapaz de controlar mi excitación. Me acercaba más y más a un nuevo orgasmo. Me corrí gritando como una loca. Mis uñas se clavaron en su espalda, y él tuvo que apretar los dientes para no gritar también. Le había hecho daño y eso sacó a la luz su faceta menos educada. Me empotró contra la pared de la cocina. Mi cuerpo crujía, el frío de las baldosas apenas rebajó mi calentura. Aquel joven repartidor empujaba con toda su fuerza aplastándome sin el menor miramiento. Me encantaba. Al cabo de unos cuantos empujones secos y violentos se corrió entre los espasmos de mi coño. Cuando me dejó en el suelo todavía me temblaban las piernas. Rápidamente me arrodillé buscando saborear la mezcla de nuestras corridas que bañaba su pene. Lo chupé con todas mis ganas hasta dejarlo limpio y reluciente.

Después de aquello él se vistió y se marchó, y yo me quedé exhausta. Habían sido dos polvos bien diferentes en una sola noche. Mientras uno me hizo sentir sucia, el otro me recordó por qué paso mis noches buscando el placer entre las piernas de completos desconocidos. Sé que su sitio no está a mi lado, y también sé que pronto me perderé de nuevo en lo más sombrío de la noche, pero quiero aprovechar para decirle algo que aquella noche no pude decirle. Simplemente gracias.