Día en el castillo (2)

Este conjunto de relatos usa mucho del sexo más sucio y de actos violentos. Por tanto, no lo abras si esos temas te molestan. No sirve de nada quejarse después.

PetitPierre me pidio permiso para salir conmigo, y se lo concedí a ambos, que escogieron unos buenos potros capados. Naturalemente, me imitaron y salieron sin ropa ellos y sin silla los caballos. Apenas cinco o diez minutos de ir al paso, taconeé a mi entero, y empezamos una fuerte galopada. Los dos negros, que eran muy buenos para tratar con los animales, no lo eran tanto para cabalgar, así que al poco cayó uno y se detuvo el otro. Yo seguí a todo galope por los campos, disfrutando del aire, la velocidad, el sudor de mi Alazanda y el golpeteo en mis huevos.

Disfrutaba tanto, que no cai en la cuenta de que me alejaba del territorio bajo nuestro dominio, y que me adentraba por el bosque adehesado de los Balungi. Esta tribu, de hermosos negros cazadores y recolectores, no la habíamos exterminado de nuestra isla, porque con su fiereza suponían un círculo de protección en torno a nuestro castillo, sin que por su atraso supusieran un verdadero peligro para nosotros... salvo si te atrapan sólo y desarmado. Se ocultan tan bien, que yo no había visto nada cuando una red cayó de la copa de un árbol sobre mí, y mi Alazanda siguió su camino dejándome tendido y atrapado en el suelo.

En seguida me vi rodeado de los desnudos cazadores negros. Dos de ellos, como supe por sus pinturas por todo el cuerpo, estaban teniendo su ceremonia de iniciación de abandono de la infancia. Haber cazado a un humano blanco era todo un honor, los dos habían superado la prueba y debían ser ya reconocidos como hombres por la tribu, por lo que podrían empezar a preñar a las negritas y a burlarse de los niños no iniciados. No sólo sus pinturas rituales, sino también sus erecciones me hacían notar su tremendo orgullo.

Los otros cazadores me sacaron de la red, y entre empujones, golpes y gritos me derribaron y me pusieron a cuatro patas. Antes incluso de que me llevaran a su poblado, querían empezar a humillar mi virilidad. Los dos muchachos pelearon un momento para ver quien se estrenaba antes, y en seguida note el dolor agudo de las penetraciones torpes y sin lubricación. Mientras ellos se desfloraban en mi culo, los adultos y los otros jóvenes golpeaban repetidamente mi cara con sus pollas.

Los chicos no tardaron mucho, demasiado deseo acumulado de ser hombres, así que pronto me vi llevado en volandas a la aldea. Si hasta entonces había estado demasiado nervioso para pensar, el viaje me permitió darme cuenta de una cosa: cada vez que uno de nuestros esclavos había escapado de nuestro castillo, jamás habíamos vuelto a saber de él. ¿Sobrevivía alguien a los Balungi? El miedo, una sensación tan intensa como el placer, empezó a ocupar mi interior. Y se fue transformando en terror cuando, al llegar, fui atado de pie a dos palos separados por un par de metros. Me rodeaban ya las mujeres -más crueles que los hombres, como se sabe- y los niños -aún peores-, y todo eran golpes, insultos, escupitajos. Pero no había ira en sus voces, sino ansia y satisfacción.

Frente a mí, el fuego comunal. Dejaron de abastecerlo con ramas pequeñas y dejaron tres o cuaro grandes tocones sobre la llama, para ir haciendo unas buenas brasas. Mientras, armaban una estructura plana elevado un metro sobre el fuego. Mi cerebro aterrado se negaba a reconocer lo que los sentidos, especialmente el sentido común, le transmitían: iba a ser cocinado a la parrilla y comido. Mis esfínteres se aflojaron, lo que pareció molestar a unos comensales escrupulosos, que me limpiaron con agua fría. Tras ello, me rasuraron, como se hace con los cerdos. Se acercó entonces el balungi más adornado, un anciano cuyos huevos colgaban hasta medio muslo y cuyo pecho eran dos pellejos caídos sobre su barriga. Hablo largamente, quizás no tanto, pero para mí fue largo, y su discurso iba siendo punteado por una letanía de "eghém, eghém", que pronunciaban todos al unísono.

Con mi mirada perdida, vagando de uno a otro de los negros, el rápido gesto del chamán me pilló por sorpresa. Con dos dedos había estirado del extremo de mi pezón izquierdo y con un veloz giro de muñeca un afiladísimo cuchillo lo habia seccionado por completo. De pronto, mi pezón estaba entre sus dedos, y un círculo sanguinolento de unos cuatro centímetros de diámetro brillaba en mi pecho en su lugar. Aullé, aunque no sabría decir si el dolor era el pricipal motivo. Mi aullido se prolongó hasta que recibí un puñetazo de uno de los jóvenes como un mazazo en mitad de mi plexo solar. Perdí el aliento y tardé en conseguir volver a respirar.

Mientras, el brujo había pinchado mi pezón en una garga varilla y lo tostaba sobre las brasas. Un ligero chisporroteo que sentí como parte mía. Lo levantó, lo miró despacio, lo sopló y lo mordió. Antes de decir nada, lo saboreó y luego comió la otra mitad, lento, parsimonioso. Al acabar de tragar dejó pasar quizás un minuto y pronunció una sola palabra. Significara lo que fuera que significaba, enardeció a la tribu, que empezó a gritar gozosa. Los gritos fueron prolongados, pero, conforme se fueron apagando, otro sonido se montó sobre ellos: los golpes de las pezuñas de varios caballos.

Allá, al fondo, reconocí a Alazanda al galope, seguido por otra media docena de caballos. Sobre ellos, mis esclavos, incluidos PetitPierre y petitDennis, de origen Balungi. Y sobre Alazanda, mi amigo, mi humano potro salvaje. En las manos de todos ellos brillaba el acero rítmicamente agitado. No sabría explicarlo, ya que la distancia no permitía aún ver nuestros gestos, pero supe que mi potro sonreía y supe que sabía que yo sonreía también.

(continuará)