Día en el castillo (1)
Este conjunto de relatos usa mucho del sexo más sucio y de actos violentos. Por tanto, no lo abras si esos temas te molestan. No sirve de nada quejarse después.
Al despertar por la mañana tuve uno de esos momentos de duda: ¿era cierta mi felicidad o sólo había sido un sueño? Pero bastaba con abrir los ojos.
A mi lado, con la tranquila respiración de quien duerme agotado, estaba el cuerpo joven de mi potro. Sobre sus nalgas se notaban las marcas de unos azotes con látigo, y sobre su cuerpo dormido, se veían las pequeñas costritas de las manchas de semen; la abundante lefa derramada, no sólo por nosotros dos, se había secado subre su carne.
En la cama había un fuerte olor a orina agria. Aprovechando que mi erección matutina había remitido un poco, me puse en pie y mejoré el olor orinando largamente sobre el cuerpo dormido. Eso no desperto a mi potro: de una manera animal, retozó un poco reacomodándose en la cama. Dejé que siguiera descansando, mi joven macho siempre se esfuerza tanto, que necesita su buena dosis de descanso.
Al salir desnudo y descalzo de mi habitación y dirigirme hacia la cocina, me encontré con D-Boy, el muchacho que ayer fue condenado a ser torturado durante semanas, por un delito terrible: se había negado a follarme diciendo que él no era marica sino ciento por cien hetero. Algo insufrible.
Estaba atado en aspa, con brazos y piernas separados, formando una equis. Había tenido que hacerse encima sus necesidades, y la mierda ensuciaba sus piernas. Recogí un poco con la mano y unté su cara que me miraba con ojos aterrados, mientras murmuraba continuamente "perdón, perdón, perdón, haré lo que sea". Demasiado tarde, le dije al muchacho. Observé los pesos que castigaban su cuerpo: de cada uno de sus testículos colgaba una zapatilla deportiva, y de un cordel que ataba su capullo (¡encima estaba circunciso, el muy impío!) colgaba una pesada bota de monte. Le miré, le sonreí. Él intento sonreirme, malinterpretándome, quizás pensó que le iba a perdonar. Lejos de eso tome sendas piedras, y las introduje en las dos zapatillas deportivas. Los huevos de D-Boy descendieron otro centímetro y el chico aulló. No me gustó que gritara, porque podia estorbar el descanso de mi potro, así que tomé más mierda de sus piernas y le rellené la boca con ella. Entonces le enseñé una pesa de gimnasio de medio quilo. La boca de D-Boy no podía decir nada, llena como estaba de caca. Pero sus ojos fueron muy expresivos: había adivinado. Efectivamente, dejé caer la pesa dentro de la bota. El cordel tensado se apretó aún más sobre su capullo, ya de un púrpura oscuro.
Adiós, macho hetero, le dije, creo que como siga creciendo así, tu polla follacoños llegará a tocar el suelo. En realidad, por su edad era seguro que jamás había estado en un coñito de nena. Peor para él, ya era tarde.
En la cocina, encargué el desyuno al sirviente chino. Me gustaba mucho verle cocinar desnudo y completamente depilado, con su minúsculo sexo. Me preparó un buen zumo de frutas, y un plato de huevos revueltos con carne, y me lo sirvió ansioso de agradar. Le sonreí y, sin probarlo, le dije que no esta suficientemente sabroso. Conocedor de mis gustos, sonrió, tomó el gran vaso de zumo, lo bajó debajo de su pichilla y orinó largamente. Entonces sí, calentito y oloroso, tomé el zumo de sus manos y lo engullí de un largo trago. Hong Li se sintió feliz de complacerme. Le enseñé el plato de huevos y él se subió a la mesa donde se puso de rodillas. Mirándome con deseo, se masturbó con rapidez, hasta que las gotas de su lefa adornaron los huevos. Convenientemente revueltos, degusté ese delicioso y nutritivo plato. Como muestra de mi agradecimiento, pegué mi boca a la suya y le besé largamente, derramando saliva y saliva en su boca, que él tragaba encantado, mientras mi dedo, sucio de la mierda de D-Boy penetraba su delicioso culito sin vello.
Sintiéndome ya recuperado gracias al alimenticio desayuno, me dirigí a la cuadra. Los dos mozos de cuadras, esos muchachos negros, PetitPierre y PetitDennis, de palmas de manos y pies y capullos intensamente rosas, aprestaban a los animales. Me acerqué a la yegua que parió ayer, olfateé su dilatada y sanguinolenta vagina. No pude reprimirme y frote mi cara contra ella, dejé que sus jugos impregnaran toda mi cara, y bebi todo lo que pude sacar de ahí. Vivificado por esa delicia, les dije que quería montar al potro más bravo, y entero, sin capar. Sorientes y encantados, los Petit se aprestaban a ensillar a Alazanda, pero les dije que quería montar a pelo, empaparme del sudor de mi caballo y sentir sus vértebras frotando mis huevos y mi polla con las galopadas.
(continuará)