Día de colada
Crucé las piernas muy exagerada, para que me viese bien. Lo tomé cálidamente de la cabeza y lo puse de rodillas frente a mí, en el suelo. Me miró los muslos como un corderito. Me quité las zapatillas y metí el dedo gordo del pie en su boca abierta. Me estremecí en una mezcla de placer y cosquillas..
Hacía un día muy soleado, así que hice la colada y subí a tender la ropa a la terraza. Mientras sujetaba los trapos con las pinzas, noté cómo mi hijo no tardó en subir, silencioso, y se sentó cerca de mí. Ultimamente lo hacía muy a menudo. Al principio pensé que era para aprovechar las horas de sol, pues en la terraza reina un agradable silencio y él se ponía a leer libros o revistas. Ese día vi su sombra proyectada en la pared. La silueta me decía que su cara no se dirigía al libro, sino hacia mí. Sin duda, más bien miraba mis piernas. El que Miguel subiera a la terraza no era sorpresa y, en cierto modo, tampoco lo era el que también me mirase así, como un mirón, como a veces hace el portero. Seguí tendiendo, mi hijo tenía curiosidad, eso era todo. Me agaché por más ropa y me di cuenta de que en ese movimiento mi estrecha bata se había levantado hasta enseñarle mi trasero. Comprendí todo. Seguramente había visto cómo las braguitas contorneaban perfectamente mi vulva y el inicio de mis nalgas flanqueándolas.
Fui consciente del efecto de llevar las medias que me suelo poner para estar en casa. Son unas de un viejo juego de lencería, que por no tener goma, me resultan muy cómodas de llevar con liguero. Y por muy cómodas que sean, están diseñadas para perturbar la razón de mi hombrecito. Donde había estado trabajando unos meses atrás pude conocer bien la naturaleza explosiva de los jovencitos. En los lugares donde podía fumar a escondidas, podía observar a los chicos mirar a las chicas y masturbarse con la simple estimulación de la visión de unas piernas o un sujetador. Ellas eran igual, pero a diferencia de ellos, eran capaces de explorar su estimulación en solitario o ayudándose unas a otras. Mirar a los muchachos tocarse como monos en celo fue una actividad que me resultó tan adictiva como el fumar, y ver tanto semen desparramado me hizo reflexionar en que mi hijo posiblemente estaría pasando esa fase. Había una mujer de mi edad un tanto exuberante que era el blanco de las miradas de los chicos, y de todos en verdad, y ahí empecé a sospechar de los encuentros extraños que tenía en casa con Miguelito y a preguntarme si era tan atractiva como aquella mujer del trabajo.
Siguiendo con la colada, cada vez que levantaba los brazos para colocar la ropa, sabía que su mirada se clavaba en mis piernas, en mis medias. Sabía que le mostraba el nylon negro ajustado a mis mulos, y que donde éste acababa, estaba a su vista esa franja de piel que antecedía a mi culo. No me incomodaba, y me asusté al darme cuenta de que incluso me gustaba. Dejaba caer los alfileres al suelo para poder recogerlos para él, haciendo que una pequeña excitación que me recorriese por dentro. Lo miré disimuladamente, y comprobé que intentó ocultar la considerable erección que lo consumía. Terminaba ya con la ropa, envuelta en un deseo intenso, haciendo que cada vez que cerraba una de las pinzas de madera, el pensamiento de tenerlas apretando mis pezones me hacía mojar las braguitas. Como siempre, Miguelito salió corriendo y bajó antes de que yo terminara, y mientras yo recogía los trastos, me preguntaba qué se sentiría con una de esas pinzas apretando uno de los labios de mi vulva, pues tengo mucha facilidad para calentar mis pensamientos.
Cuando ya pude ir al salón a relajarme, me lo encontré en su sitio favorito, en el sillón que hay frente al sofá. El chico estaba leyendo, esta vez de verdad. Yo me senté en el sofá y abrí mi libro, uno de historias muy subidas de tono pero con un título sobre orquídeas, con ese botánico nombre Miguelito ni se acercaba a él, sin poder imaginar el efecto que el manuscrito producía en la flor de su madre. Mientras leía las pervertidas historias, no pude evitar mirarlo. El bulto de su paquete era más que llamativo. Y él no dejaba de mirarme las piernas, así que no había duda de que la erección estaba teniendo era por mí. Pobrecito. Me subí un poco más la falda y observé que al poco se tocó el pene, como si le picara. Crucé las piernas, sabiendo que las medias quedarían completamente a su vista. Miguelito se volvió a tocar.
— Hijo, ¿te pasa algo?
— No, nada
Pero estaba muy colorado. Ahora estoy segura de que desde donde estaba sentado también veía las braguitas negras, aunque no podía imaginar lo mojadas que estaban ya. Al niño le gustaba mirarme, y me iba a ver. Tapada por el libro, me quité un botón de la bata sin que me viera, de forma que se abrió más el escote, y el no supo cuándo. Seguí leyendo y volví a cruzar las piernas, hacia el otro lado, pero no podía leer una línea porque estaba pendiente de él. Me pasé una mano por el muslo hasta que metí un dedo dentro de la media.
— ¿Qué estás haciendo?
— Nada.
— Te estás tapando ahí, cariño —señalé hacia su ingle.
— No.
A duras penas seguí con la lectura, pasando el dedo por el canalillo. Se tocó otra vez. Recordaba que mis piernas quedaban espectaculares con esas medias y me puse algo más de lado. De esa forma, Miguelito las veía desde los pies hasta casi los glúteos y, así de lado, el canalillo le mostraba mucho de mis pechos. Pensé que si me viese de forma externa, parecería una prostituta descansando en un burdel. Mi hijo me veía igual porque se tocó una enésima vez y me dirigí a él.
— ¿Me estás mirando?
— No.
— Creo que me estás mirando las piernas... —lo miré con una mal simulada preocupación— ¿te pasa algo, mi hijito? Díselo a mami, no me enfadaré, amor.
— Me he calentado mucho — su respuesta me encendió.
— ¿Y eso? Hay confianza entre nosotros, nenito —me puse con el torso hacia él, y mis pechos parecían salirse del escote.
— Por tus piernas, te miraba las piernas.
— Ay, hijito, no pasa nada. No hay nada malo en las piernas -me subí la falda del todo, dejando el culotte a la vista— míralas, creo que las tengo bonitas. La piel de mis muslos es muy suave. Ven, cariño, acaríciamelas.
Se sentó junto a mí y empezó a acariciarme. Los muslos, las medias. Le acaricié el pelo.
— No hay nada malo, hijo, ¿te gusta? ¿sí? me gusta cómo lo haces —respiro profundamente para que se me muevan los pechos y me los mire. Lo hace enseguida y se queda con la boca abierta—. ¿También me miras los pechos? Puedes tocármelos, pero solo un poco, no quisiera encenderte, mi niño.
Miguelito apenas me tocó los pechos, estaba muy excitado, enrojecido, pero no se atrevía a sobarme con la misma intensidad que había tenido con las piernas. En cambio, sentir sus dedos en la piel de mis senos me excitó, y la situación se me fue de las manos. Quería algo más de él.
— ¿No te gustan...? ¿Qué te pasa, mi niño?
— Mami, tienes unas piernas muy hermosas... y con esas medias... me caliento mucho.
Crucé las piernas muy exagerada, para que me viese bien. Lo tomé cálidamente de la cabeza y lo puse de rodillas frente a mí, en el suelo. Me miró los muslos como un corderito. Me quité las zapatillas y metí el dedo gordo del pie en su boca abierta. Me estremecí en una mezcla de placer y cosquillas en el momento que puso sus manos en la planta del pie. Me chupó uno a uno todos los dedos. Me mordió el empeine, luego subió lamiéndome las medias. Hizo que su lengua mojara mis piernas y que, en un acto reflejo, mi chocho quedase igual de inundado. Su boca llegó al final de las medias y empezó a besar mi piel, con la nariz tocando el culotte.
— Mami... mamita hermosa... me tienes muy encendido, me calientas mucho... se me ha puesto muy gorda.
Nunca me había hablado así, y nunca le habría dicho lo que le dije.
— Ponte de pie, cariño —le toqué la verga, que estaba muy gorda y se la saqué del pantalón— acércate, deja que vea bien lo gorda que está. ¿Y dices que está así por mami?
Le empecé a masturbar, y reconozco que tener su polla tan cálida y gorda en mi mano me estaba poniendo a cien.
— Qué bien lo haces mami, cómo me gusta... —oírlo me hizo sentir aún más perra.
— ¿Te gusta? ¿De verdad? ¿Mami lo hace bien?
— Lo haces muy bien!
— Gracias cielo, me gusta que me lo digas.
— Mami, ¡me enloqueces!
— Y a mi me haces ser una puta, niñito.
Me llevé el pene a la boca, chupé mientras lo miraba y me tragué buena parte de él. Luego lo saqué un poco, volviendo a chupar y volviendo a meterla casi entera. Así varias veces, hasta que la saqué y lo seguí masturbándolo, mojándome las manos con mi propia saliva. Me desabroché y le mostré mis pechos en el sujetador. Le cambió la cara, así que me bajé los tirantes y el sostén con ellos para que me viese los pezones. Volví a tragarme la verga y jugué con ella en la boca.
— ¿Soy muy puta, hijo?
— Eres muy puta, mamá, me vuelves loco.
— ¿Y qué quieres hacer con la puta, amor?
Se tiró otra vez a mis piernas, pero lamiéndome el culotte a la altura del sexo. Me desabroché el liguero y me quité las bragas, dejando el chocho entero para su boca hambrienta. Con la boca muy abierta, besó mis muslos, acercándose hacia el clítoris, que destacaba entre mis pliegues. Su lengua entraba y salía como la de un gatito y yo era su cuenco de leche.
— Me vas hacer gritar, amor. No pares hasta que te diga...
Sujeté su cabeza para que no se moviera y Miguelito siguió lamiendo hasta que me corrí entre sonoros espasmos.
— Ahora me vas a follar mucho, mami lo necesita.
Miguelito seguía arrodillado y eché mano a su rabo, pero me lo encontré encogido y pringoso.
— Perdona, mami, pero no podía parar.
— No pasa nada, mi niño —le di un beso en los labios—. Pero la próxima vez, si quieres volver a hacer que mami sea una puta, tendrás que reservarte para ella.
— Sí, mamá.
La tata tenía que llegar de un momento a otro, si es que no había entrado ya, así que nos aseamos y nos preparamos para continuar la jornada. Con ese sol, la ropa ya debería estar seca.