Di un nombre

Muy explícito relato de una muy tórrida fantasía que no puede ser cumplida dentro de una pareja

Encendimos el tocadiscos y bailamos. Nos mecíamos sin desplazarnos, nuestros cuerpos acariciándose tibiamente. Desde la mesa, dos velas iluminaban la escena, junto a tres copas.

En las cortinas se proyectó tu figura rodeándome con tus brazos por el cuello, besándome por primera vez desde que comenzó la música, a modo de señal acordada. Tu lengua se deslizó entre mis labios. “Adelante”, me susurraste, casi con un gemido.

Él dio un trago más a su copa. Me besaste el cuello mientras lancé la primera señal. Le miré a los ojos sonriendo cuando mis manos subieron ligeramente tu vestido, lo justo para enseñar parte de tu culo, sin braguitas. Él fijó sus ojos en mi dedo, jugueteando travieso en tu ano. Separé ligeramente tus nalgas, y se escuchó el ligero chapoteo de ti, empapada.

Sorprendido, hizo amago de irse, pero con la mirada le retuve en el sofá. Era lo acordado.

El reloj dio las doce.

La pasada noche fue tu cumpleaños. Como tantas, acabamos en la cama jugando con un consolador, un enorme falo negro con ventosa que pegamos a la pared mientras me comes la polla. Después te lubrico bien el culo, y te monto, en una artificial pero placentera doble penetración. Pero ayer estabas especialmente callada. Mientras me acomodaba en tu interior te pregunté si todo iba bien, si te dolía. Tú, a cuatro patas, doblemente ensartada, sin poderme mirar a los ojos, me confesaste que tenías una fantasía. “Quiero dos pollas de verdad”. Comencé a moverme, y te pedí que siguieras. “Quiero dos trozos de carne dentro de mi”. Echaste el culo hacia atrás, penetrándote hasta el fondo. “Sigue”, insistí, mientras te agarraba las tetas. “Quiero notar cuatro manos tocándome, acariciándome, dos bocas comiéndome…”. Estabas fuera de ti. Salí de tu culo y me puse de rodillas delante de ti. Seguiste follándote el consolador. “Sigue”, repetí. Aceleraste el metesaca sin dejar de mirarme a los ojos, y sin callar. Confesaste tus fantasías hasta que el orgasmo fue inevitable, y gritar te impidió seguir. Confesaste que querías probar cosas nuevas. Falos nuevos.

Reptaste hasta tumbarte sobre mi pecho. Tras unos minutos de silencio, te dije “mañana mismo”. Subiste hasta situarte a mi altura. “¿Seguro?”, preguntaste. “Di un nombre”, contesté. Agarraste mi polla y te penetraste, dulce y cálidamente. Comenzaste a follarme, a exhibirte dulcemente sobre mi. “Di un nombre”, repetí. Tu coño se apretaba, envolviéndome, abrazándome. Te mordías un labio sin dejar de hacerme el amor profundo. “Nombre”. Aceleraste un poco. “Dí quién y mañana te estará follando”. Gemiste. Cerraste los ojos. “¿Te lo estás imaginando, verdad?”. Te reclinaste sobre mi. “Sí”, susurraste. Te agarré el culo para follarte con violencia, para acabar ya esta tortura. Cuando me corrí dentro de ti, sólo cuando me hube relajado, sólo cuando tras el sexo nos besamos, me volviste a preguntar si estaba seguro. Mientras mi corazón recuperaba su ritmo, te volvi a preguntar quién querías.

El consolador en la pared apuntaba a tu espalda cuando dijiste el nombre.

Seguimos bailando, y te di la vuelta, situándome a tu espalda, mientras mirabas fijamente a David. Te movías como una serpiente, subiendo y bajando sin despegarte de mi cuerpo. Tus manos recorrían tus piernas y tus curvas. Después acabaron rodeándome, agarrándome el culo, mientras el tuyo hacía lo propio contra mi paquete. Él seguía bebiendo su copa. Mis dedos se encaminaron a la cremallera de tu vestido, que, cuidadosamente elegido, lo recorría desde el escote hasta el final de la tela. La bajé, lo justo para que tus pechos comenzasen a ser desvelados ocultos tras tu sujetador negro.

“Sigue bailando”, te dije, despegándome de nuestro lujurioso movimiento.

Quería verte totalmente entregada.

Abrí un cajón bajo la televisión, a tu espalda, y saqué el juguete que el día anterior había sido testigo de tu confesión. Ante la sorpresa de David, lo pegué al suelo verticalmente, apuntando a tu falda. Mis manos se apoyaron sobre tus hombros en un claro gesto. Alargaste tu mano hasta tu copa, que acabaste de un trago, y no hubo ya más música para guiar tus movimientos. Subiste el vestido lo suficiente para poder arrodillarte en el suelo. Su tela nos impidió ver el momento en que el falo de goma se colaba entre tus húmedos labios.

Me senté en el sofá, junto a David, para disfrutar de la escena. Subías y bajabas sobre el juguete. Intentabas contenerte, hacerlo despacio, pero no podías. Él seguía mudo. Le mirabas mientras bajo tu falda el consolador te llenaba.

Le conté tu confesión de ayer.

Acabó la copa y fue hacia ti. Se arrodilló detrás de ti, en tu misma pose. Su enorme cuerpo de jugador de rubgy eclipsaba tu pequeño cuerpo de ninfómana. No dejabas de gemir, a un palmo de él. Llevó sus dedos bajo tu falda. Estabas empapada. Con una mano en tu hombro te bajó cuanto pudo, forzando tus piernas a abrirse más y recibir todo lo que pudiste del consolador, mientras con dos dedos te sujetaba el clítoris, echándolo hacia atrás como una pequeña polla. Mantenías la boca abierta y la mirada fija, como un gemido inacabado. “Quieta”, dijo tu macho, aumentando la sensación de indefensión ante él. La mano de su hombro bajó la cremallera, dejando tu cuerpo sólo cubierto por el sujetador. Tus pezones casi lo rompían. Se colocó junto a ti, sin soltarte el clítoris con la derecha mientras el corazón de la izquierda se colaba en tu ano. Comenzó a susurrarte cosas. Retomaste tu follada al juguete, con sus manos inmóviles multiplicando tu placer.

Él te susurraba sin que yo pudiese escucharlo.

Tú hablabas.

“Quiero que me folléis”.

“Quiero comeros las pollas”.

“Quiero suplicar”.

Él seguía excitándote en su oído. Tú afirmaste y repetiste.

“Quiero teneros a los dos dentro de mi”.

Saqué el trípode y la cámara de vídeo. Con una mano te acariciabas las tetas. Con otra tanteabas su paquete.

“Quiero correrme”.

“Quiero correrme”.

“Quiero correrme”.

Su dedo corazón te penetró totalmente el culo en el momento en que gritaste, por fin, corriéndote por primera vez esa noche. Me miraste mientras gritabas. Fue un orgasmo larguísimo, perfecto prólogo a una noche infinita. Una mano adquiría un rigor doloroso, la otra apretaba su falo por encima de los pantalones.

Tu palpitante clítoris sólo fue liberado de la presa cuando acabaste de gritar.

David volvió al sofá y se sentó junto a mi.

“Eres un tío con suerte”, dijo. Cuando recuperaste el aliento gateaste hasta él. Por unos minutos no existí. Ese tiempo comenzó contigo desabrochando primero sus zapatos y luego su cinturón, mirándole a los ojos, pidiéndole que levantase el trasero para poder quitarle los pantalones. Su polla saltó, liberada, erguida. Tu mano casi no abarcaba su ancha tranca. Le lamiste, un poco, juguetona. Ahora te tocaba a ti. No sólo ibas a ser el dominado juguete nuestro esa noche. Ibas a ser la amante. La diosa. La puta. La ama. La que disfruta al recorrer con la lengua todo el tronco y meterse la punta en la boca. La que saborea los gemidos que provocan sus labios.

Una mirada al afortunado poseedor de esa verga. Otra a tu marido.

Un pasito más hacia él para, arrodillada, poderte erguir un poco más y poder mamarle un poco mejor. Se desabotonóba la camisa tranquilamente. Yo recoloqué la cámara y encendí la televisión. La cámara emitía la imagen en ella, inalámbricamente. Otras veces habíamos jugado así, yo te veía sola en tu habitación, jugando con el consolador. Nunca me dejaste verte en vivo, ese momento de intimidad te lo reservabas, pero sí me dejabas masturbarme en la otra habitación con tu imagen, como si de una webcam porno se tratase. Esta vez el uso fue muy diferente. En ella veíamos tu culo y tu espalda, tras la que rítmicamente aparecía tu cabeza, al ritmo de la mamada.

Después me desnudé. Me acerqué a ti. Te sujetabas en sus rodillas mientras tu cabeza subía y bajaba chupándole la polla. Me arrodillé detrás de ti, y te penetré. Entró suave, fácil. Comencé a darte duro. Estaba excitado como un toro. Él, tranquilo, apuraba mi propia copa mientras tú, mi mujer, le comía. Una de tus manos se perdía entre tu clítoris y mis huevos.

“Te queda poco”, le dijiste, y volviste a tu tarea. Yo te follé y te follé. Gritaba. Tú gemías lo que podías, hasta que la sacaste. Un hilo de semen unía tus labios a su punta. Sólo había sido la primera descarga. La segunda apuntó a tu cuello. La tercera, a tu pecho. A ver a David bufando, vaciándose sobre ti, no aguanté más e hice lo propio dentro de ti. Te apreté las tetas sin control. Le sonreías.

Te levantaste y nos besaste, manchando nuestros labios con su semen. Te diste la vuelta y fuiste elegantemente hacia la ducha. Por el pasillo dejaste caer tu manchado sujetador. “Coged fuerzas”, dijiste, antes de encender el grifo.

Nos servimos una copa más. Nuestras pollas, ya flácidas, se recuperaban de la mejor experiencia de nuestra vida. El agua caliente limpiaba tu cuerpo, preparando el segundo asalto.

“¿Lo habéis hecho más veces?”, preguntó. No, nunca. Lo habíamos fantaseado con el juguete, pero nunca tan real como esta vez, le expliqué.

“¿Y tú?”, le dije. Se negó a darme nombres, pero sí contó un par de experiencias semejantes. Igual alguna había llegado a los oídos de mi mujer y eso fue el detonante.

Al rato, escuchamos un gemido proveniente del dormitorio.

A cuatro patas, te masturbabas. Al vernos entrar, te arrodillaste en la cama. Tu pelo húmedo caía sobre tu pecho. “Pensé que no vendríais nunca”.

En la pantalla de la cámara se dibujó tu silueta. Yo me senté apoyado en el cabecero. Mi polla, ya recuperada, recibió las caricias de tus labios. La metiste entera en la boca, notándola engordar sobre tu lengua.

Tus manos invitaron a acercarse a nuestro invitado, abriendo un poco el culo. Él se arrodillo tras de ti, y comenzaste a frotarte.

“Fóllame”, le pediste.

Alejándose un poco, metió la punta. Sólo la punta. Suspiraste mientras me chupabas. Intentaste aumentar la penetración, pero sus manos te lo impedían. Querías más de su polla. Más. Mucho más. Toda. Pero no te dejaba. Se reclinó sobre ti, y agarrándote la cabeza te obligó a tragar más de mi. Tú presionabas hacia él, pero él se negaba.

“Si quieres que te folle, seréis mi juguete por un rato”, dijo.

“Vale”, respondí yo.

Sin cambiar la postura, te levantó, separando tu boca de mi polla, agarrándote por las axilas. Me mirabas, con los brazos extendidos como crucificada, y tus ojos se fueron abriendo más y más a medida que su polla se colaba en tu interior. Gritaste de placer cuando te penetró hasta el fondo.

“Cómele las tetas”, me ordenó.

Mis labios te pellizcaron los pezones, y mi lengua te lamió entera. Pero él seguía sin moverse dentro de ti.

“Fóllame, por favor”.

Te besé. Sabías a él.

“Cómele el coño”.

Me tumbé frente a ellos. Su polla entrando en ti quedó a un centímetro de mi lengua cuando empecé a lamer el clítoris. Gemías casi con tristeza, necesitabas más.

“Bésala”.

Nuestras lenguas se enlazaron. Estabas desatada. Te besé cuanto pude, que no fue mucho, porque por fin comenzó a follarte. Te mantenía erguida, agarrando tus brazos, mientras te penetraba con fiereza. Me mirabas desencajada. Te manejaba como su muñequita. Parecía un animal salvaje tras de ti. Tú gritabas, él bufía. Te destrozaba el coño en cada embestida. Cuando el ritmo se empezaba a hacer sostenible, él lo aumentaba. Más y más.

Te corriste casi sin poder saborearlo, porque él no paró. Siguió follándote sin piedad durante tu orgasmo. Eso te empujó a un segundo.

Ahí te obligó a ponerte a cuatro patas y comerme.

“Hazle correr”.

Necesitabas descansar, pero apenas podías coordinar. Te follaba fuerte, muy fuerte. Y rápido, muy rápido. Apenas podías chuparme, tenías que parar a coger aire. Optaste por masturbarme. Él te agarraba el culo y sonreía mientras te penetraba. Tú comenzaste a hablar para ponerme más cachondo si cabe.

“Dios, cómo me folla. Quiero ser vuestra puta, vuestro juguete. Quiero que os volváis a correr sobre mi. Quiero…”. Un chorro saltó a tu mejilla. Tragaste lo que pudiste, el resto cayó sobre mi. Tiró de tu pelo para que me mirases. Mi leche resbalaba por tu mandíbula.

Sin parar de follarte te tumbó sobre mi, quedando nuestras mejillas pegadas por mi corrida. Gemías en mi oído, ya sin fuerza. Casi no podías respirar. Notaba sus penetraciones a través de tu cuerpo, sometida a él, presionándote entre nosotros.

Te corriste otra vez. Lo gritaste en mi oído. “Me corro, me corro…”. Lo gritaste mil veces, todo el tiempo que duró este último orgasmo. Y fue largo, porque mientras lo hacías él se vació dentro de ti. Notar su semen caliente prolongó el tuyo hasta la extenuación.

Él cayó rendido junto a nosotros. Tú descansabas aturdida sobre mi.

Tras unos minutos, reaccionaste. “Te quiero”, dijiste, mientras te levantabas de nuevo a la ducha. David y yo nos miramos. Sonremimos sin mediar más palabra. La cama era un charco de sudor y semen. El mio me manchaba buena parte de mi cuerpo.

Cuando llegué a la ducha, tú estabas saliendo. Me besaste. “Dame un rato”, dijiste.

Me lo tomé con calma. Necesitaba un momento de tranquilidad. Nuestro amigo te acababa de follar sobre mi. Estábamos disfrutando de la mejor noche de nuestras vidas.

Al volver, la puerta estaba cerrada por dentro. Oí risas y suspiros. Fui al salón. La cámara seguía encendida. David estaba tumbado en la cama, esposado de pies y manos, en cruz. Los ojos vendados. Tú jugabas. Acercabas un pezón a su boca. Luego otro. Después te sentaste a horcajadas sobre su cara. Te acariciabas el pecho mientras te comía. Lanzaste un beso a la cámara antes de empezar un sesenta y nueve sobre nuestro inmovilizado amigo. Me serví otra copa. Le masturbabas con ambas manos mientras chupabas la cabeza de su grandísima polla. La mía empezaba a reaccionar.

Cambiaste de postura, para follártelo. De cara a la cámara, fuiste bajando sobre él, montándole de espaldas. Tus manos fueron atrás, sobre su pecho. El tuyo se bamboleaba con tu lento frotamiento. No era la follada frenética de antes. Ahora querías saborear cada centímetro y cada segundo. Cerrabas los ojos y gemías suavemente. Di otro trago a mi ginebra y subí el volumen. A él casi no se le oía. Ahora él era tu consolador. Te inclinaste hacia delante para frotarte mejor contra él. Tus manos apoyadas en sus rodillas. Tus pechos, apretados entre tus brazos. La arreglada mata de tu pubis fusionándose con la suya. Mi polla entre mis dedos. La suya en tus entrañas. Me miraste un momento. Miraste a la cámara antes de cerrar los ojos y dejarte llevar.

“Síiiiiiii……….”.

Fue un orgasmo plácido, largo y creciente. Suave, pero intenso.

Él seguía inmóvil en la cama, gimiendo. Pedía que siguieses. Tú callabas. Necesitabas respirar. Sacaste su inhiesta polla de ti, empapada de tus flujos.

“No me dejes así…”, imploraba. El que antes jugó a macho dominante ahora jugaba contigo a sumiso. Y tu marido viéndolo en el salón.

Te acercaste a la mesilla de noche y sacaste el bote de lubricante. Echaste un buen montón en una mano, y lo dejaste en la cama. Te inclinaste sobre él. Volviste a chupársela. Pero, acercando el trasero a la cámara, lo que vi fueron tus dedos preparándose para el siguiente ataque. Primero tu vagina, tus labios. El frío del gel te alivió. Pero no fue lo único que lubricaste. Dí otro trago al ver la alianza tocando tu piel cuando lubricaste tu ano. Un dedo entrando en él. Dos dedos. Le chupabas. Tu coño en primer plano, dos dedos dilatando tu culo. Le chupabas. Trago. Tres dedos.

“No te corras todavía”, le dijiste.

Le liberaste los pies.

Abriste el pestillo de la puerta.

Cuando llegué a la habitación subías por su cuerpo.

“Ven”, me dijiste.

Me pusiste de pie sobre la cama.

Te empalaste sobre su polla de nuevo.

Me chupaste. Me mirabas. Tus manos, sucias del lubricante, te recorrían. Me recorrían. Me metiste un dedo en el culo, suavemente. Conseguiste que mi polla fuera a estallar. Sólo ahí me dejaste que diese el último paso.

Mientras me reclinaba en tu espalda, le quitaste las vendas y las esposas de las muñecas.

“Tú quieto, todavía”.

Mi polla apuntó a la entrada de tu culo. Tus manos lo separaron invitandome a entrar, como hice.

“Ahora sí, folladme”.

Comenzó manteniéndose quieto mientras mi polla entraba y salía de tu culo. Después fue acompasándose.

“Sí…”

Yo entraba.

Él salía.

“Sí…”

Tus uñas en mi culo.

Sus manos en tus pechos.

“Sí…”

Mis manos en tu pelo.

Su polla en el fondo de tu coño.

“Sí…”

Mi polla en el fondo de tu culo.

Su boca en tus pezones.

“Me muero…”

Mi polla en el fondo de tu culo, una y otra vez.

Su polla en el fondo de tu coño, una y otra vez.

“Me voy a correr…”

Tu marido dentro de ti.

Tu amigo dentro de ti.

Tu orgasmo.

Tus espasmos.

Tu espalda arqueándose.

Mi semen.

Su semen.

Tus gritos.

Nuestro placer.

Yo tumbado boca arriba, agotado, me dejaba llevar por la pereza. Tú tumbada boca abajo, empapada, descansabas.

Él, de rodillas en la cama. Su mástil duro. Empapado de su corrida y tus flujos.

Él sobre tu cuerpo, buscando la entrada de tu culo.

Tú dándome la mano.

Tú apretándola.

Su polla apurando lo que tu culo podría aguantar.

Tu cuerpo desapareciendo sobre él.

Sus gemidos.

Tus gemidos.

Me aparto. Me miras, y entre gemidos todavía intuyo una sonrisa de placer. Tus ojos abiertos. La cámara grabándote. Él, ajeno a eso, follándote el culo. Bien. Tus manos aprietan las sábanas, tu boca muerde la almohada. Te corres una vez más.

Él sale de ti para acabar sobre tu piel.

Saciado y agradecido, te da un beso en el culo cuando se va a la ducha. Yo me siento junto a ti.

“Gracias”, me dices. Te mueves hacia mi y me besas. Estás sudorosa. Empapada de ti y de nosotros.

“Gracias”, repites, bajando hacia mi polla. No me empalmo, estoy agotado, pero tú sigues jugando tranquilamente con tu lengua. A cuatro patas, me miras y sonríes mientras me das un cálido placer en mi flácido miembro. Tú te lo das también, acariciándote suavemente para estar un poco más mojada. A cuatro patas sobre la cama, te acaricio los pezones. Curiosa forma de mimarnos tras todo lo anterior.

Todavía no empieza mi erección cuando David vuelve de la ducha. Se ríe al ver la escena.

“Os dejo, pareja”, dice, indicando que se va.

“Todavía no…”, replicas. Continúas chupándome, y dos de tus dedos separan tus labios, ofreciéndote de nuevo. Son las cuatro de la mañana.

A las cinco, por fin, dormimos, los tres en la misma cama.

A las ocho me despiertan sus gemidos mientras le chupas la polla. Me doy media vuelta, estoy demasiado dormido.

Vuelvo a abrir los ojos a las nueve. Duermes. Estamos solos, y huele a café desde la cocina. Te abrazo.

A las nueve y media me despertaste, sobre mi. Me besaste. Tu cara tenía trazas de semen.

A las diez nos volvimos a dormir.

A las doce nos despertamos y tú no estabas. Del salón venían gemidos. La cámara volvía a emitir, y en la tele se te veía en el baño. En la mesa, una caja con lubricante nuevo y viagra. En la ducha, tú con el consolador. Mirando la cámara mientras te lo follas. Pastillas y agua. Tu orgasmo en la televisión. Nuestra erección entrando en plano. Lubricante.