Devorarte (1)
En un momento dado tus ojos se clavan en los míos... puedo leer tu miedo, sabes que iré a por ti. Sabes que quiero cazarte... devorarte...
Oculta entre las sombras de la disco te miro y observo. Tus caderas dibujan suaves ondas que me inspiran paisajes abstractos, espirales que me absorben y me adentran en ti. Y tu bailas y bailas ajena a mi deseo, inocente damita de amplia sonrisa y pequeño escote.
En un momento dado tus ojos se clavan en los míos... puedo leer tu miedo, sabes que iré a por ti. Sabes que quiero cazarte... devorarte... Te paras y te alejas inquieta, te sigo, entro contigo en el lavabo, te espero... mientras, me contemplo en el espejo. Los años no se han marcado en mi rostro, los ojos oscuros y felinos brillan con fuerza, la melena lisa y negra dulcifica los ángulos de mi mandíbula. Aprovecho para dar volumen a mis labios con el carmín de última moda. Al fin sales, disimulas, nuestros reflejos se miran... te dibujo un corazón rojo en el espejo y luego limpio el dedo manchado con mi lengua. Te sonrojas, tu que ventilas admiradores con la misma facilidad que se espantan las moscas, tu, mi bella de piel clara y ojos grandes, de miel dorada los cabellos, tu enmudeces ante mi fuerza. Huyes de nuevo, te acoges a tu grupo pero sigues insegura porque sabes que ellos no podrán protegerte, protegerte de mi, porque tal vez tu deseas caer en mis brazos.
La música se apaga y el silencio resuena en nuestros oídos. Los tuyos se van, yo me quedo en la barra apurando el último trago. Tu recoges tus cosas y sales detrás de ellos, te giras para comprobar que sigo allí, que no me moveré, que no correré tras de ti, que no me abalanzaré y te arrancaré la ropa... Sonrío, para qué iba a correr si ya eres mía, si ya te he cazado, pequeña.
La noche es cálida, invita al amor. Mis pasos resuenan solitarios sobre la acera, las luces de las farolas confieren a mi sombra misterio, movimiento. Entro en el metro y te veo sentada en el andén, acabas de dejar escapar el tren. Puedo oír tus latidos como tambores, tu también, será por eso que tus manos brillan de sudor, vergüenza a que alguien más note tu perturbación. Me siento a tu lado. Deslizo mi mano por debajo de tu chaqueta, acariciando tu espalda. Reprimes un gemido. Me adentro en tu camisa de tirantes y avanzo despacio hacia el cierre de tu sujetador... Clic, ya eres libre. Enrojeces hasta el extremo de que tus labios pierden color. Cruzas los brazos disimulando la desnudez tras la ropa.
Mi pierna, cubierta por el pantalón, roza la tuya apenas vestida. Mientras con una mano trazo senderos entre los omoplatos y vértebras, subiendo hasta los hombros y bajando hasta más allá de la cintura, con la otra mano te acorto un poco la falda y me filtro dentro como lagarto silencioso. Tomo la tira de encaje entre los dedos y la llevo hacia abajo. Me miras nerviosa... el corazón te va a salir del pecho. Te susurro: "Tranquila, están todos borrachos". Por primera vez oyes mi voz, profunda, dulce... me dejas hacer.
Libero ahora tu vientre a la vez que encadeno tus muslos con la prenda que no quieres dejar caer. No me importa, me voy abriendo camino entre la selva de rizos, como hábil explorador que conoce el peligro y la satisfacción de vencerlo. Y al fin noto la humedad cálida, me mojo en ella... y me aprisionas temblando. Es tu última resistencia, lo entiendo.
Mis manos se alejan de tu piel desnuda y te abrazo, llevando tu pecho agitado al mío. Beso tus cabellos y me embriago de su esencia. Suspiro y eso te excita. Pero yo no quiero esperar más... Te digo: "vámonos". Y en ese lapsus de tiempo en que meditas ya he tomado yo mis trofeos, aprovechando el abrazo que nos oculta de indiscretos, y guardo tu ropa interior en mi bolso. Nos levantamos pero mi orgullo de cazador me exige exhibirte ante los otros depredadores y haciendo como que paso la mano por tu hombro, me desvío y elevo la falda mostrando tus curvas suaves y ese secreto cerrado que guardas entre las piernas.
Corres hacia la salida sin volver la vista atrás. Me río entre dientes. Tal vez estés pensando en castigar mi travesura. Una vez fuera me lanzas miradas de odio, como una niña enfadada, e intentas recuperar las prendas que te he ganado. Basta. Te aprisiono contra la pared fría, mi cuerpo contra el tuyo. Te tomo el rostro con las manos y te beso con la lengua sobre tus labios. Aguantas la respiración, te resistes, pero acabas entregándome tu boca, sumisa. Y te devoro...
El edificio en el que tengo mi guarida es antiguo. Subes las escaleras sintiendo entre tus piernas el aire que viene de abajo, el aire frío de la noche que entra por las ventanas estrechas que dan a la calle. Estás acostumbrada a ascensores inteligentes que te saludan al entrar, este mundo de peldaños estrechos y gastados te es tan desconocido como angustioso. Más todavía las paredes, en las que los desconchones sin pintura forman interesantes dibujos, rostros o siluetas de fantasmas imaginarios. Llegas arriba agotada pero sonríes... al menos se respira mejor que en la planta baja y la claraboya promete un baño de luz al amanecer.
Abro la puerta de mi pequeño ático y te cedo el paso. Los ojitos claros se te iluminan, tal vez esperabas el mismo ambiente trágico de la portería pero te hayas ante un palacito de cristal. Los espejos cubren las paredes. La cocina parece no existir, bellamente disimulada en un armario... de espejo. Un estudio y una biblioteca impecablemente ordenada a un lado, al otro una gran cama cubierta con una colcha que simula la espesa piel de un tigre blanco. El techo es de cristal y puede abrirse por un lado para dejar entrar el aire, no hay ventanas pero tampoco embellecerían más el espacio. ¿Y el lavabo? Preguntas. Escondido tras algún espejo que resultará ser una puerta, respondo.
Te tomo de la mano y te llevo al lecho. Te sientas y continuas mirando curiosa a tu alrededor, sorprendiéndote con tu propio reflejo multiplicado cien veces. Me arrodillo ante ti y te descalzo. Te estremeces al sentir mis manos frías sobre tus tobillos. Deslizo mis manos por el interior de tus piernas pero aún te muestras resistente a pesar de que nos hayamos solas en la intimidad de mi apartamento. Presiono para abrirte las piernas y poder contemplar atentamente lo que hasta ahora sólo he podido intuir con el tacto. Me susurras que no lo haga pero tu voluntad se haya sujeta a la mía. Enciendo la luz de la mesita de noche para poder apreciarte mejor y te obligo a tumbarte mientras mi mano se niega a soltar tu vientre tibio. Y ante mi aparece la bella rosa que tan tímidamente guardas.
Una rosa de pétalos rosáceos, perfumados dulcemente por la miel que emana de su interior, coronados por una perla brillante y tersa que palpita ante mi mirada indiscreta. Un valle en mitad de laderas de rizos cobrizos que se enroscan unos con otros. Pero yo quiero ver esa entrada tan hábilmente oculta y te abro los labios con delicadeza sintiendo su fragilidad entre mis dedos... y la hallo. Tan pequeña e imperceptible que diría ser el primer explorador que la encuentra, que la profana. Llevo mi lengua hacia ella para probarla y descubro que es dulce y un poco salada. Y voy abriéndome paso con mi lengua en tu interior, aprendiéndome cada relieve, cada hendidura del sendero. Te busco con mis dedos y me adentro en ti mientras mi boca se va hacia la perla que la desafía... y la devoro.
Tus gemidos se hacen más fuertes e intensos, inundan el cuarto llenándolo de música erótica a mis oídos. A un dedo le sigue el otro y otro y otro más. Te quejas, pero el dolor pronto se transforma en placer y me lo haces saber con tu respiración agitada y los gritos ahogados que reprimes todavía por vergüenza. Te penetro una y otra vez con mis dedos, acariciándote por dentro, buscando ese punto que te haga rendirte al orgasmo. Tu cuerpo se retuerce, giras la cabeza de un lado al otro con visible desesperación, pero yo sigo dentro provocándote el placer que te enloquece. Y mis labios te besan la rosa, la mordisquean, la chupan. Ya no puedes más, las paredes de tu interior se contraen y me aprisionan haciéndome partícipe del palpitar violento y el río cálido que le sigue después. Y por fin consigo arrancarte un grito largo, como un quejido que se va apagando a la par que la corriente orgásmica que recorre tu cuerpo. Conseguí mi propósito y ahora yaces sin fuerzas a mi entera voluntad.