Detrás del extremo (9. El secreto de Aday)

Estaba, literalmente, siendo abrazado por un hombre desnudo, con su polla erecta —al igual que la mía— y con su cuerpo desprendiendo un penetrante olor a semen recién escupido.

Aday. Ese nombre resonaba en mi cabeza cada vez que no pensaba en nada. Y cuando eso sucedía, no me molestaba en ocupar mi mente. Me sentía cómodo, quizás demasiado; tanto que a veces temía que en algún momento viniera un golpe que nunca se producía.

Aquella sensación era nueva para mí, y me descubrí más de una vez comparándola con las veces en que era Juancho quien me venía a la cabeza. Con Juancho mi cuerpo se volvía un temblor, mi corazón me golpeaba el esternón hasta casi reventar y mi mente se nublaba. Con Aday, sin embargo, me sentía ingrávido, mi pecho se congelaba de agonía y mi mente volaba, imaginándome todo el tiempo rodeado por sus brazos mientras me embriagaba el aroma dulzón de su cuerpo.

Por eso no me resultaba difícil sumergirme en cualquier actividad que requiriera mi atención: porque sabía que al terminar me esperaba otra vez su presencia virtual para acogerme en mis ensoñaciones.

Acudí nervioso al primer entrenamiento tras aquel encuentro, pero nada más ver a Aday se me fue todo rastro de inquietud. Su sola presencia me tranquilizaba. Su saludo, un choque de manos masculino que acabó con nuestros pulgares abrazados, me resultó inusitadamente cariñoso, aunque seguramente él no se percatara de ello. En ese momento me planteé si no estaba viendo gestos de afecto donde no los había, pero me sentía tan bien que bloqueé ese pensamiento y disfruté por un instante más del tacto de su mano.

Como en los demás entrenamientos, me escogió como pareja para los abdominales. Cuando me sostenía los pies y yo alzaba mi torso mantenía mi mirada fija en sus ojos, enmimismado por la placidez y calma que sentía en su compañía. Después de cuatro elevaciones, a la quinta desvió la mirada, visiblemente incómodo, y entonces me percaté de que, sin pretenderlo, tal vez lo hubiera intimidado. Sin embargo, siguió escogiéndome como pareja de entrenamientos y yo intenté evitar contactos visuales tan directos para no meterlo en apuros.

Aún quedaban dos semanas para que empezaran las clases, así que mis compañeros de piso me llevaron a conocer la isla. La primera parada fue Playa del Inglés, en Maspalomas, donde estuvimos todo el día tomando el sol, bañándonos y jugando a dar toques a un balón hinchable. En un par de ocasiones me pareció ver gente moviéndose entre las dunas.

—¿Qué hay allí? —pregunté señalando hacia aquellas montañas de arena.

—¿En las dunas? —contestó Kevin—. Ah, ahí es donde los gays van a hacer cruising.

—¿Cruising? ¿Qué es eso?

Era cierto que no sabía qué era el cruising, y a Kevin la pregunta pareció pillarle

por sorpresa. Cuando me lo explicó, ruborizado y tratando de dejar claro que lo había escuchado por terceras personas, entendí el porqué. Intenté tranquilizarlo:

—Te creo, de verdad. Y si no te lo hubieran contado sino que lo hubieras sabido por ti mismo tampoco te juzgaría.

Aquellas palabras le calmaron. A partir de entonces noté que su relación conmigo era más fluida que la que tenía con Fran, que era algo más reservado y evitaba cualquier conversación mínimamente íntima.

La otra gran excursión fue por el centro de la isla. Visitamos el Pico de las Nieves, punto más alto de Gran Canaria, y también el Roque Nublo, desde el que pude ver la vecina isla de Tenerife abarcando casi todo el horizonte visible y, por encima del cinturón de nubes, el majestuoso volcán del Teide erguirse casi infinitamente hasta alcanzar los 3.718 metros de altura.

A lo sobrecogedor del paisaje, se le sumó de pronto la sensación de notar los brazos invisibles de Aday rodeándome por la espalda.

—Esto es precioso, chicos —dije, con un nudo en la garganta.

—Me encanta que te guste —contestó Fran mientras me pasaba el brazo por encima del hombro, en uno de los escasos momentos en los que dejaba entrever algún sentimiento.

Aquel gesto de Fran me reconfortó, pero tuve la intuición de que disfrutar de aquel paisaje en compañía de Aday lo haría mucho más mágico.

Preparamos esas escapadas los días que no entrenaba. El resto de los días esperaban a que saliera de entrenar para ir a la playa o llevarme a conocer otros rincones de la isla. Uno de los días le pregunté a mis compañeros de piso si podía invitar a Aday a un día de playa y aceptaron, pero al final no pudo sumarse por un compromiso familiar. Prometió, sin embargo, sumarse a la siguiente.

Pero no hubo siguiente. A los dos días empezaron las clases y a mis compañeros de piso les empezaron a marcar prácticas desde el principio, con lo que se acabaron los planes conjuntos.

El inicio de las clases fue aburrido y algo desalentador. No conocía a nadie, así que la primera semana me senté solo. Es decir, rodeado de otros alumnos, pero sin interactuar con nadie. Puse todo mi empeño en atender, y en cierto modo lo conseguí, pero mi mente se iba cada dos por tres al siguiente fin de semana, en el que empezaba la liga.

Y llegó el fin de semana. Como el filial de Las Palmas estaba en Segunda B debíamos viajar casi cada dos semanas a la Península, lo que implicaba tres horas de avión por trayecto, como mínimo, más muchas horas de carretera, más un mínimo de una noche de hotel, a veces dos. En esa primera jornada jugábamos como visitantes frente al Rayo Majadahonda, de Madrid.

No me enteré de casi nada en el vuelo porque me pasé la mayor parte durmiendo, y el trayecto hasta el hotel no superaba los treinta minutos de carretera, por lo que fue razonablemente llevadero. Las habitaciones del hotel eran dobles, y el entrenador decidió emparejarnos por afinidad, por lo que me tocó dormir con Aday. Cuando se enteró me miró y esbozó una sonrisa. Yo intenté limitarme a hacer lo mismo, pero por dentro no cabía de gozo.

Al entrar en la habitación soltamos nuestras maletas en el suelo.

—Menos mal que son camas separadas —bromeó.

Me reí, aunque con desgana. Aquel comentario tuvo un cierto aroma a rechazo y, de alguna manera, me afectó. Sin embargo, y para no generar sospechas, solté la primera broma que se me ocurrió y rápidamente la conversación derivó a otros temas.

Después de cenar nos fuimos a las habitaciones. Aday y yo vimos la tele un rato y cuando faltaba media hora para medianoche apagamos la luz.

No sé cuántas vueltas di en la cama. Por algún motivo me costaba conciliar el sueño. Quizás fuera por estar sobre un colchón distinto al mío, quizás por estar durmiendo a menos de dos metros de un chico que me había mostrado un cariño que hacía años que no sentía. En ese momento me di cuenta de que su respiración venía acompañada de un ronquido casi inaudible.

Di otra vuelta y entonces escuché su voz.

—¿No puedes dormir?

Esperé un poco, no sé por qué razón.

—No —contesté al fin.

—¿Y eso?

—No sé.

—¿Nervioso por el partido?

—Supongo.

Pasaron los minutos en silencio. Por una parte me reconfortaba hablar con él, pero por otra no quería que la conversación siguiera avanzando porque, por algún motivo, a esas horas y en esas situaciones tendemos a estar más desinhibidos. Y sabía que si me desinhibía demasiado podría decir algo de lo que tal vez me arrepentiría. Su corta amistad había alcanzado un nivel insospechado para mí y repentinamente tuve miedo de perder aquello.

—Puedes hablar conmigo, si lo necesitas —dijo, rompiendo mis esperanzas de que se hubiera dormido de nuevo.

—Gracias.

Volvió el silencio. De pronto me estremeció la penumbra, solo interrumpida por un breve haz de luz que atravesaba la breve separación entre las dos cortinas de la ventana. Sentí una presión en el pecho que tuve que calmar realizando respiraciones hondas y largas, tratando de no hacer mucho ruido para no alterar a Aday. Cuando conseguí calmarme me di cuenta de que necesitaba escuchar su voz otra vez.

—¿Sigues despierto? —susurré.

—Sí.

Tragué saliva. No sabía qué quería decirle. Tampoco sabía qué cosas no quería decirle. Solo sabía que quería hablar con él, de lo que fuera, sin importarme en ese momento qué rumbo tomara la conversación. Entonces, sin saber por qué, me vino Juancho a la memoria. Mi polla hizo un amago de despertarse, pero traté de controlarla y me centré en tratar de entender qué sentía por Juancho.

Y no lo entendía. No entendía ni qué sentía, ni por qué, ni cuándo había empezado, ni cuánto podría durar. Pero por alguna razón me pareció que podía tratar de hallar alguna respuesta conversando con Aday, aunque fuera para escucharme a mí mismo y dar orden a mis ideas.

—¿Alguna vez te ha pasado… —Me quedé en blanco en ese momento— ...que sientes especial afecto por alguien?

Noté que se incorporaba en su cama.

—¿Quieres decir sin ser novios?

—Sí.

—Bueno… Sí, me ha pasado. —Pareció dudar mientras pronunciaba aquellas palabras—. ¿Por qué?

—¿Y ese afecto... acabó siendo… algo más?

En ese preciso momento me di cuenta de lo que acababa de preguntar. Y me percaté, además, del doble objetivo de mis palabras. Mi primera intención era hablar de Juancho, pero de pronto me di cuenta de que Aday encajaba más en aquella descripción. Aquella pregunta la había pergeñado mi cerebro de manera inconsciente. Quizás era una forma de adelantarme a lo que pudiera pasar, de saber quién era Aday realmente y a quien me enfrentaba si el aprecio que me mostraba derivaba en algo más.

—¿Quieres decir que te haya acabado gustando? —preguntó.

—No sé si esa es la palabra, pero algo así, sí.

Se mantuvo en silencio. Fue un silencio atronador y cargado de connotaciones. A través de la penumbra noté que me miraba, acodado en el colchón, como si estuviera analizándome, como si estuviera tratando de descubrir quién se encontraba realmente detrás de esa pregunta.

Alzó la vista al techo, tomó aire de forma ruidosa y exhaló un suspiro estridente.

—Nunca le he contado esto a nadie —dijo, aún en la misma postura.

Volvió a guardar silencio. Yo permanecí callado a la espera de su respuesta, que parecía demorarse años, siglos, milenios.

—El año pasado empecé a sentir algo por un amigo —prosiguió al fin—. No sé cómo describirlo. No era amor. No era deseo. Simplemente era algo. —Esta última palabra pareció pesada como el plomo—. Estuve muchas semanas dudando sobre qué podía ser y, lo más importante, sobre si debía contárselo o no.

Mi mente se había detenido en la palabra amigo, y me estremecí. Joder, pensé para mis adentros. Realmente Aday debía confiar en mí para decirme aquello. Tragué el nudo que se me había formado en la garganta.

—¿Se lo llegaste a contar? —pregunté, presa de la incertidumbre.

—No —contestó sin vacilar—. No le dije nada. Supongo que por miedo a que no lo entendiera. —Guardó silencio por unos instantes, y prosiguió a continuación—: Y la verdad es que aún no sé si hice bien.

De pronto se me agolparon cientos de preguntas en la boca, pero hice un esfuerzo sobrehumano para que no salieran a borbotones. Entremedias, había regresado Juancho a mi cabeza. ¿Aday tendría su propio Juancho? Pensé que él contaba con una ventaja: se trataba de un amigo al que frecuentaba más que yo a Juancho; de inmediato me percaté de que aquello también tenía su desventaja, porque estar cerca de alguien que te gusta en esas circunstancias podía ser una tortura.

Que me lo digan a mí, pensé.

—A mí me pasó algo parecido —pronunció mi boca sin permiso. Un escalofrío me recorrió la espalda e hice una mueca de fastidio que la oscuridad ocultó.

—¿También? —dijo, con los ojos como platos.

—Bueno, en realidad no era un amigo. Era un conocido.

—Pero a mi amigo lo veía todos los días —dijo, con cara de incomprensión y en un tono defensivo. De inmediato rectificó y la vergüenza tiñó su voz—: Perdón, no quería ser borde.

Le conté, por encima, cómo Juancho parecía buscarme y cómo yo sentía la necesidad de encontrarlo, le conté sobre las insinuaciones, los roces nada fortuitos en el terreno de juego y hasta las masturbaciones.

—¡¿Llegaron a tener sexo?!

—Bueno, tanto como sexo…

—Pajearse es una forma de tener sexo.

Agradecí que estuviera oscuro, porque intuí que él no podía ver el enrojecimiento de mi cara, el cual se incrementó con su siguiente pregunta.

—¿Y qué se siente?

—¿A qué te refieres?

—Digo, cuando agarras una polla ajena.

Aquella pregunta secó mi boca y me hizo temblar. No era consciente de que mi verga se había ido despertando lentamente, pero fue en ese momento cuando dio un bote en mis calzoncillos. Mis ojos, de forma automática, se dirigieron a su entrepierna, pero en la oscuridad no pude apreciar ningún bulto.

—¿Es una… insinuación? —tartamudeé.

—¿Qué? ¡No! —Hizo una pausa—. Quiero decir, no tengo problemas en probar alguna vez y menos aún contigo.

Di un respingo con aquella revelación. Aday pareció darse cuenta, porque volvió a detenerse un momento, como para dejarme saborear las palabras

—Confío en ti, créeme —prosiguió—, pero ahora tengo curiosidad por saber qué sentiste.

—De acuerdo —contesté con un hilo de voz.

—Espera, una pregunta: ¿también hubo mamadas?

Mi mente ya había empezado a nublarse ante la perspectiva de narrarle a Aday mis encuentros con Juancho. Por ese motivo me costó interpretar aquella pregunta y también pronunciar su respuesta, que no podía ser más simple:

—No.

—Vale, disculpa. Cuando quieras.

Empecé a contarle no solo las sensaciones, sino toda la situación de la primera vez que lo pajeé. Le hablé de cómo me esperaba en la puerta del vestuario, de como su verga dio un bote cuando se sintió liberada. Le hablé de la cara pícara, de Juancho retándome con la mirada, de la polla que veía palpitar por el rabillo del ojo. De la rabia con la que le agarré su rabo, del brinco que pegó. De que, de pronto, no podía separar mi mano de aquel tacto suave, duro, caliente y palpitante. De cómo mi mano resbaló hacia abajo arrastrando su prepucio hasta dejar a la vista aquella cabeza gruesa.

Volví del trance y me fijé en que Aday estaba con los ojos cerrados. Su mano acariciaba su paquete por encima del calzoncillo. A juzgar por la curvatura que describían sus dedos parecía que allí dentro había bastante material.

—Entonces lo miré a la cara —seguí narrando—. Ya no me desafiaba con la mirada; ahora sus ojos parecían suplicarme que siguiera. Y yo lo pajeé más rápido y más fuerte.

—¡Dios! —bufó, y se introdujo la mano en el calzoncillo. En ese momento abrió los ojos—. ¿Puedo?

No necesité preguntarle para saber a qué se refería. En medio de la penumbra asentí con la cabeza y vi como tiró del elástico del calzoncillo con la otra mano, liberando su polla y sus huevos, que pese a la penumbra se veían inflados, atrapados por la tela.

Seguí narrando la masturbación sobre Juancho, y Aday pareció seguir el mismo ritmo mientras se pajeaba. En la oscuridad no pude distinguir casi ningún detalle —ni siquiera algo tan evidente como si estaba circuncidado—, pero el escaso hilo de luz me permitía ver que no tenía una polla muy larga, lo suficiente como para poder abarcarla con poco más que una mano, pero sí bastante gruesa.

Detuve mi narración antes de llegar a la eyaculación de Juancho.

—¿No se corrió? —preguntó intrigado.

—Sí, pero no deberías terminar todavía.

—¿Por qué? —Su cuerpo dio un brinco y pude adivinar en su rostro una cara de curiosidad.

—Porque hay otra historia.

—En ese caso me correré dos veces —advirtió.

Mi polla se infló hasta el umbral de dolor con aquella respuesta, pero estaba tan concentrado en narrar la historia que ni siquiera me acordé de llevarme la mano a mi paquete.

Le alargué un poco más la escena de la masturbación para que volviera a ponerse a punto y le conté entonces no solo las sensaciones al notar el semen de Juancho impregnar mi mano, sino también como había seguido pajeándole con la polla sensible del orgasmo, haciéndole retorcerse en una dulce agonía.

Un bufido violento me sacó de la narración. Aday emitió un rugido gutural y dio dos golpes de cadera. En la penumbra pude ver un chorro que salía disparado hacia arriba y aterrizaba sobre su pecho. Su rugido se había convertido en un gemido casi imperceptible y su cuerpo respondía con algún que otro espasmo mientras su mano seguía subiendo y bajando, insistiendo en la zona del glande, pero a menor ritmo.

Vaya, lo he vuelto a hacer, pensé. He vuelto a darle placer a otra persona. Y esta vez sin ningún tipo de contacto. Mi cuerpo se revolvió en una ola de calor y sentí que mi polla estallaría de un momento a otro.

Aday pasó el último minuto jadeando; después abrió los ojos, me miró y rompió a reír mientras exhibía su mano llena de semen, el cual apenas se podía distinguir por la oscuridad. Yo también reí con él.

—¿No estás cachondo? —me preguntó.

—La verdad es que sí —contesté sin ocultar la vergüenza que me causaba responder a aquella pregunta.

—Puedes tocarte. No me importa, de verdad. —Y, como para validar su argumento, añadió—: Acabo de tocarme delante de ti.

—Con la siguiente historia —contesté mientras se me escapaba una pequeña sonrisa.

Asintió y me hizo un gesto para que esperara a que se recuperara. Temí que mi enorme erección se desvaneciera, pero lo cierto es que no tardó ni cinco minutos en pedirme que le narrara el otro encuentro.

Aday se levantó, tomó una toalla de mano y se secó el sudor del cuerpo. No me pareció que insistiera mucho en la parte donde había caído su semen. A continuación se sentó de nuevo al borde de su cama.

Me dio la impresión de que iba a decirme algo, pero se mantuvo callado.

—¿Qué ibas a decir?

—No, nada —contestó con un tono de vergüenza.

—Venga, no pasa nada.

—Está bien —. Tomó aire—. ¿Sería muy raro si me siento al lado de ti mientras me cuentas la segunda historia?

Me quedé paralizado, salvo porque mis pulmones seguían respirando y porque mi polla empezó a palpitar a un ritmo frenético. ¿Qué debía contestarle? ¿Qué podía pasar una vez se hubiera sentado a mi lado? En definitiva, ¿qué buscaba Aday?

Eran preguntas que no me sentía capaz de formularle, así que traté de ponderar los pros y los contras de aceptar su propuesta, pero antes siquiera de poder empezar a pensar mi boca se adelantó de forma traicionera:

—Sí. ¡Digo, no! —Me mordí el labio para ganar tiempo—. Quiero decir, supongo que sí que es un poco raro, pero puedes sentarte si quieres —dije, mientras me rodaba a un lado.

—¿Estás seguro? No quiero que te sientas incómodo.

Acababa de verlo pajearse delante de mí; no se me ocurriría nada que pudiera ser más incómodo que eso —y, para ser sincero, no lo había sido en absoluto—, así que di un par de palmadas en el colchón para animarle a sentarse a mi lado.

Se levantó dubitativo; parecía nervioso. Yo también lo estaba. Aprovechó que estaba de pie para despojarse del calzoncillo. La polla le colgaba ligeramente mientras trataba de recuperar su erección completa. Su abdomen brillaba por los restos de semen, y una gota lechosa aún asomaba por la uretra. Se sentó a mi lado, con su brazo y su muslo rozando los míos. Los noté fríos, por el efecto del sudor.

—Estás temblando —dijo, y me pasó un brazo por el hombro mientras que con el otro me rodeó el pecho.

Estaba, literalmente, siendo abrazado por un hombre desnudo, con su polla erecta —al igual que la mía— y con su cuerpo desprendiendo un penetrante olor a semen recién escupido. Si no hubiera sido porque desconocía los límites de aquella situación me hubiera lanzado a lamer su pecho lechoso.

Al instante se separó de un brinco.

—Disculpa. Si no era ya una situación rara, la he hecho rara del todo —dijo, y soltó una risa nerviosa.

Yo también me reí, y aproveché el momento para acercarme de nuevo y volver a pegar nuestras carnes. Desconozco si se habría percatado de ello, pero lo cierto es que no hizo nada por separarse.

—Bueno, ¿cómo era la segunda historia?

Empecé a narrarle el encuentro en el cuarto de utillaje del Tijarafe. Llevé la mano a mi entrepierna, pero dudé. Él asintió con la cabeza, como para animarme, pero no surtió efecto.

—Si estás incómodo me levanto.

—No, al contrario. Estoy a gusto contigo aquí. —Contesté, un poco con rabia. No entendía mi propia timidez en ese momento.

Entonces Aday miró hacia el otro lado, para evitar cualquier contacto visual que pudiera seguir cohibiéndome.

—Venga, no miro. Y sigue contándome esa historia, que no veas lo caliente que estoy.

Me sentí culpable porque tuviera que apartar su mirada, pero de inmediato me sentí animado. Antes de que pudiera arrepentirme tiré de los calzoncillos y me despojé de ellos con tal fuerza que cayeron hasta mis tobillos. Y, a pesar de que no tenía ya forma de ocultar mi rabo erecto, Aday mantuvo su propósito y siguió sin mirar.

Proseguí con la historia. Me recreé en la parte de los besos, contando mis sensaciones, mientras su cuerpo vibraba al son de su brazo izquierdo. Yo también me masturbaba, y de cuando en cuando miraba a su polla, aunque en la oscuridad seguía sin poder distinguir casi ningún detalle. Seguía contando mi segunda experiencia con Juancho cuando Aday me interrumpió.

—¿Quieres que encienda la luz?

—¿Para… para qué?

—Digo, por si quieres verla mejor. —A continuación agregó—: No me importa, de verdad.

Como no contesté no hizo ademán de levantarse, pero de forma automática, y casi sin tener claro si estaba conforme con lo que iba a hacer, alargué la mano y pulsé el interruptor de la lamparita de noche. Aquella tenue luz fue un fogonazo que nos deslumbró por un instante, pero no tardamos en acostumbrarnos a la luz. Ni en reanudar nuestras respectivas pajas.

Continué narrando la historia y me fijé en su polla. Estaba circuncidada, y al grosor del tronco se le sumaba una cabeza aún más gruesa, casi del ancho de un vaso de tubo, y de un color marrón que recordaba ligeramente al dulce de leche. Él también se fijó en varias ocasiones en la mía, pero no hizo ningún comentario. Con los bufidos que exhalaba me bastaba para entender qué se le pasaba por la cabeza.

Terminé la narración con las corridas de Juancho y mía, pero no habíamos acabado. Nuestros brazos subían y bajaban a un ritmo frenético y nuestros costados se frotaban mutuamente. Entonces su brazo derecho se posó sobre mi muslo izquierdo. No me asustó ni me sorprendió; de hecho, estaba deseando que lo hiciera. Su enorme mano poco a poco fue subiendo hasta la ingle y, a continuación, rodeó la base de mi rabo con sus dedos pulgar e índice, que empezaron a acompasar su movimiento al de mi mano.

Entonces me la solté y él tomó el relevo. Miraba con curiosidad como mi prepucio subía y bajaba, como si fuera la primera vez que veía aquello. En un momento dado se mordió el labio; debía estar reprimiéndose algo, pero no tuve valor para animarle a hacerlo, fuera lo que fuera.

Si nunca había masturbado a otro hombre, no lo parecía. Sus dos brazos se movían sin perder el ritmo ni trastabillarse, pero, a pesar de ello, decidí corresponderle posando mi mano en su muslo y repitiendo el acercamiento a su pelvis hasta que mi mano tomó el relevo de su masturbación.

Su bufido fue antológico. Alzó la cabeza con los ojos cerrados y empezó a respirar con fuerza.

—Oh, sí. ¡Sí! —musitaba entre gemidos.

Apreté los dedos y aumenté el ritmo de la paja. Siguió resoplando de forma entrecortada hasta que, de pronto, aguantó la respiración. Su mano rodeó la mía, así que le solté la polla y él recuperó el control, con un ritmo aún mayor que el que le marcaba yo. No pasarían cinco segundos antes de que bufara por última vez para rugir en el momento en que su rabo disparaba un chorro de leche aún mayor que el anterior, parte del cual, presa de su descontrol, acabó aterrizando en mi pecho. En ese momento soltó mi polla y me encargué de seguir.

El contacto con aquel líquido viscoso y caliente me calentó de tal forma que me invadió un calor en todo el torso. Sentí como los huevos se me contraían con violencia para, a continuación, disparar tres chorros enormes de semen, uno de los cuales superó mi estatura y acabó aterrizando en mi pelo. A continuación mis huevos comenzaron a dolerme.

—¡Dios! ¡Menudos lefazos! —susurró Aday—. ¿Siempre te corres así?

A pesar de la situación, aquella pregunta me llenó de vergüenza. Él debió verme enrojecido, porque de inmediato me pasó una mano por el hombro.

—Gracias, tío —dijo, como si intentara hacerme olvidar la pregunta.

—¿Por qué? —pregunté mirándolo a los ojos.

—Siempre había sentido esta curiosidad. Nada más —dijo, y me plantó un beso en la mejilla. A continuación se levantó y se fue al baño.

Curiosidad, nada más. Nada más. Esas palabras habían sido el jarro de agua fría que temía y que no quería que surgiera nunca. Y lo había hecho. Y a continuación el beso en la mejilla había elevado de nuevo mi estado de ánimo hasta el éxtasis. Dios mío. ¿No había un punto intermedio?

En medio de estas cavilaciones Aday había regresado y se había metido en su cama. Yo fui al baño para asearme y al regresar apagué la lamparita y me acosté en la mía.

En medio de la transición hacia el sueño escuché la voz de Aday.

—Raúl.

—¿Sí?

—Gracias de nuevo.

Solté un suspiro a modo de risa. A continuación, y sin ser del todo consciente me levanté y me acerqué a tientas a su cama.

—De nada, Aday —le contesté, y le devolví el beso en la mejilla—. Buenas noches.

Regresé a mi cama y me acurruqué. Y cuando ya estaba de nuevo al borde del sueño escuché de nuevo su voz.

—Buenas noches.