Detrás del extremo (8. Lejos)
Pude distinguir su olor corporal, un olor dulzón, que recordaba al de la tierra fresca del monte, con ligeras reminiscencias a sudor.
Una semana después de acabar la temporada había contactado conmigo un hombre que se había identificado como secretario técnico de la UD Las Palmas. Cuando me ofreció un contrato para fichar por el filial pensé que era una broma, pero a la tarde recibí un correo oficial del club que me disipó todas las dudas.
¿Qué debía hacer? Si aceptaba la oferta, como quería mi madre, conseguiría un buen sueldo como futbolista y saldría de aquella isla diminuta para aterrizar en una metrópoli con universidad, donde podía estudiar fisioterapia. Si la rechazaba, como prefería mi padre, podría seguir vinculado a mi familia, a quien me sentía razonablemente apegado. Y también tendría bastantes papeletas de volver a ver a Juancho.
Sin embargo, mi salud mental jugaría un papel determinante en mi elección final. Todo ocurrió justo al día siguiente de recibir la oferta. Se celebraba el certamen Mister La Palma, que nunca me había interesado hasta ese verano. Mi experimentación con Juancho me hizo ver a aquellos candidatos con otros ojos.
No sé si mi padre vio mi folleto sobre mi escritorio, pero creo que habló con mi madre en voz alta con la intención de que me diera por aludido:
—¿Te has enterado? Mister La Palma. ¡Ja! Todos los tíos que se presentan tienen pinta de tener aceite.
—Bueno —repuso mi madre—, tú no vas a verlo. No entiendo por qué te importa tanto.
—¡Por supuesto que no voy a verlo! Eso es para maricones, desvíados y pervertidos.
Maricones, desvíados, pervertidos. Jamás me hubiera sentido identificado con aquellas palabras. Ni siquiera con los términos gay o bisexual. Y sin embargo las acusaciones de mi padre me hirieron. Me parecían innecesariamente ofensivas y, lo que es peor, sentía me ofendían a mí directamente.
Creo que en ese momento me di cuenta de que yo era un maricón. Un desvíado. Un pervertido.
Aguardé a que cambiara el tema de conversación y aparecí en la sala, intentando tragar el nudo y modulando la voz para que pareciera neutral.
—Mamá, papá, he decidido que voy a aceptar la oferta de Las Palmas.
Un «¡Sí!» y un «¡No!» sonaron al unísono. De inmediato ambos se miraron, dándose a entender que el uno no comprendía la reacción del otro. Dejé que debatieran delante de mí y al final intervino mi madre.
—Raúl, estamos muy contentos por ti.
—Estás —matizó mi padre haciendo un mohín.
—Estamos —recalcó mirándolo con el ceño fruncido.
La reacción de ambos me bastó para entender que la cuenta atrás para abandonar ese hogar ,que me había inculcado una formación y una personalidad tan conservadoras, había empezado.
Gran Canaria, isla de la UD Las Palmas —el equipo de la capital— es uno de los destinos gay-friendly más conocidos del mundo. Allí se celebra, por ejemplo, la gala Drag-Queen más espectacular del planeta, solo eclipsada por el vecino carnaval de Santa Cruz de Tenerife, segundo más popular detrás del de Río de Janeiro.
Pero nada de eso me interesaba. Lo que quería era progresar como futbolista. Y ahora que Juancho ya no iba a estar cerca, trataría de esforzarme al máximo en mi propósito. Ya tendría tiempo para relaciones de pareja. Y quién sabe si para experimentar.
Mis padres consiguieron negociar con el club la búsqueda de un piso compartido que pagaban a medias con el equipo. Yo tenía que responder a esa confianza otorgada esforzándome lo máximo posible para rendir en los estudios universitarios y en el fútbol.
El piso tenía tres habitaciones, y en él vivían dos estudiantes de tercer curso, Fran y Kevin. La bienvenida fue cálida, por su parte, pero reconozco que me mostré frío sin pretenderlo. Supongo que sería una medida defensiva. Quizás el momento más tenso llegó cuando hablamos del fútbol.
—Tienes buenas piernas, tío. ¿Haces deporte? —preguntó Fran.
—Eh… sí —contesté dubitativo—. Voy a jugar en Las Palmas Atlético.
—¿Qué dices? —Su sonrisa parecía sincera.
—Pues que sepas que yo soy del Tenerife —intervino Kevin—. Prepárate cuando venga el derbi.
Aquel anuncio me resultó violento, pero todo acabó resultando una broma. Aunque Kevin era realmente del Tenerife y estudiaba veterinaria en la Universidad de Las Palmas, su actitud distaba mucho de ser frentista. Al contrario, en el derbi de pretemporada se pasó todo el partido alabando las jugadas de ambos equipos, aunque no pudo evitar enfadarse como un basilisco cuando el árbitro señaló un penalti en contra. Cosas del fútbol.
Desde el principio me autoimpuse la prohibición de fijarme en Fran y en Kevin. Eran mis compañeros de piso; es decir, convivía con ellos y cualquier circunstancia desagradable me acompañaría durante muchas horas al día, por lo que decidí no traspasar ninguna frontera. Además, tenían novia, aunque cada vez tenía menos claro que eso fuera garantía de heterosexualidad.
Por ejemplo, un día de madrugada me despertó una erección dolorosa que presionaba contra el colchón. Después de varios minutos dando vueltas decidí resolver aquella situación por la vía rápida: me eché mano a la polla y empecé a masturbarme con suavidad, primero, y después con más energía. Traje a mi mente el recuerdo de las dos pajas a Juancho y decidí seguir los ritmos de la mano y la respiración de aquellas ocasiones.
Sentía mi prepucio bajar y subir al compás de mi mano, mientras el líquido preseminal resbalaba por mi glande hasta llegar a mis dedos, que de cuando en cuando estimulaban la punta, el frenillo o la parte baja de la cabeza, que estaba dura e hinchada. Mientras tanto, mi otra mano había estado acariciando mis huevos primero, y luego había introducido un dedo en mi culo después, convenientemente lubricados con saliva. Todo ello lo iba acompañando con movimientos de cadena que me estimulaban tanto la polla como el ano.
En ese estado no tardé en llegar al punto de eyaculación, así que detuve la paja y aguanté unos segundos antes de empezar de nuevo. Cada vez que me acercaba al final me detenía más tarde, con lo que el placer era mayor, hasta que tuve claro que no aguantaría un último amago. Me puse en pie, abrí la puerta de mi habitación con cuidado y, cuando vi que no había nadie, me dirigí al baño con el calzoncillo en una mano y la polla en la otra, meneándola con suavidad para no perder el ritmo.
Ya en el baño levanté la tapa del retrete y me masturbé con energías para soltar todo el semen que había ido acumulando. Mis rodillas flaquearon un momento, mi abdomen se contrajo en un espasmo de placer y el semen estaba atravesado la uretra de mi polla cuando la puerta se abrió de pronto. Era Kevin. Sus ojos ignoraron mi cara de horror y se enfocaron directamente en el chorro que, a consecuencia del susto, impactó en la cisterna y en la pared.
—Mierda, creo que te he interrumpido —susurró sin un atisbo de vergüenza.
En ese momento solo quería arrugarme hasta convertirme en una hoja de papel. Kevin pareció darse cuenta, porque dejó de mirarme la polla, de la que aún colgaba una larga gota de semen, y se ocultó tras la puerta.
—No te preocupes —dijo, aún en susurros—. No es la primera vez que me pasa.
¿No era la primera vez que pillaba a un compañero masturbándose? ¿O no era la primera vez que lo pillaban a él?
—En ambas situaciones —contestó, como si me hubiera leído la mente. Y cuando escuchó que me enfundaba los calzoncillos se asomó de nuevo—. Ya tendrás ocasión de vengarte.
En aquel momento no me quedó claro si estaba bromeando o si me estaba invitando a pillarlo en plena paja. Pero, como dije antes, mi idea era no tener ningún tipo de relación física con mis compañeros de piso. No quería arriesgar el techo en el que vivía.
A la mañana siguiente, Kevin me saludó como si no hubiera pasado nada y no sacó a colación el tema en ningún momento.
Pasaba la mayor parte del día cavilando sobre mi futuro y sobre la lejanía. Había momentos en que sentía una losa de mármol sobre mis hombros cuando recordaba lo lejos que me encontraba de mi familia. Y de Juancho. Sobre todo de Juancho. Eso era lo que más me pesaba. ¿Qué sería de él? En una ocasión me lo imaginé dejándose pajear por otro compañero y me envolvió la rabia hasta casi hacerme perder el control, así que traté de bloquear esa imagen cada vez que volviera a aparecer.
El césped era la liberación que necesitaba para desconectar de mis reflexiones. Cuando los tacos de mis botas se hundían con suavidad en la tierra húmeda o en el caucho tibio, según fuera césped natural o artificial, mi ansiedad y mis preocupaciones se evaporaban en menos de un segundo. Así, conseguí rendir a un nivel lo suficientemente alto como para que el entrenador me hiciera alternar entre el puesto de defensa lateral y el de extremo durante toda la pretemporada sin perderme ni un partido.
Estaba a punto de comenzar la campaña. Ya me había acostumbrado a la posición de ataque cuando el técnico nos anunció que se incorporaba un nuevo extremo izquierdo.
—Es compatriota tuyo —me dijo—. Seguro que se llevan bien.
Un compatriota mío, me repetí para mis adentros, y me di cuenta de que estaba repentinamente emocionado. Obviamente mi primer pensamiento fue Juancho. Mi corazón dio un vuelco y mi mente empezó a imaginar cómo sería compartir vestuario con él, pero pronto me di cuenta de la bisoñez de mi deseo y traté de contener mis ansias. Sin embargo, en mis adentros seguía albergando la esperanza de que se tratara de Juancho.
Y así la decepción fue mayor al comprobar que el jugador incorporado era Aday, un futbolista altísimo para ser un jugador de banda. Era un muchacho de facciones exageradas, tirando a feucho, aunque desde el primer momento demostró tener buen carácter. Tan buen carácter que no habían pasado tres días cuando se me acercó en los vestuarios.
—¿Siempre tienes la mirada perdida? —me preguntó luego de una conversación insustancial.
—No. —Busqué de inmediato alguna explicación válida, rumiando las palabras para encontrar las que fueran más convincentes sin tener que llegar a mentir—. Supongo que estar lejos de mi familia me hace pensar más de la cuenta.
—Entiendo.
A partir de ese momento noté que Aday, hasta hace unos días un simple compañero más, me frecuentaba con más asiduidad. En todos los entrenamientos yo era el primero al que saludaba y el último del que se despedía. Cuando había que realizar ejercicios en parejas siempre me escogía a mí, y cada vez que alguien me criticaba alguna acción, salía en mi defensa.
Un día me invitó a tomar algo en una cafetería. Como no tenía nada que hacer y, en el fondo, me sentía a gusto con él, acepté. Estuvimos hablando de nosotros, de nuestro pasado futbolístico, de estudios, de amigos y de futuro. Y claro, llegó el tema que siempre sale en una conversación así:
—¿Y te dejaste allí a la piba?
—Eh…
—Ah. —Dio un respingo—. No tenías novia. Lo siento.
—No exactamente.
Aday arqueó una ceja.
—¿Entonces? ¿Una amiga con derechos?
—Algo así —dije, llevándome la mano a la nuca y torciendo la mirada.
—¡Guau! Nunca lo hubiera adivinado.
Rompió a reír con tanta energía que se impulsó hacia atrás y casi se cae de espaldas. Debió ver mi cara de incredulidad porque se explicó de inmediato:
—No es nada malo, solo que no pareces de esos.
Reconozco que en ese momento me sonrojé, no tanto por el cumplido que tampoco era tal, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, sentía que alguien hablaba de mi vida sentimental sin juzgarla. Bien es cierto que yo no había dicho toda la verdad, pero tampoco me parecía el momento adecuado para ello. No esta vez.
—¿Y eso es… malo? —pregunté, intentando
—No, claro que no. Si estás a gusto con eso.
Aquella respuesta me reconfortó lo suficiente como para que Aday notara la relajación en mi cara.
Salimos de la cafetería y caminamos un rato por la Avenida Marítima. De cuando en cuando Aday me pasaba la mano en el hombro.
Al despedirnos, me dio un abrazo. Sus brazos de marinero prácticamente estrujaron mi espalda y, por un momento, temí quedarme sin aire. También sentí su paquete presionar contra el mío, y al tacto de los pantalones parecía generoso. Pero lo que me embriagó en ese momento fue que pude distinguir su olor corporal, un olor dulzón, que recordaba al de la tierra fresca del monte, con ligeras reminiscencias a sudor. Cuando nos separamos lo miré a los ojos. Ahora no me parecía tan feo. Por supuesto, distaba de ser guapo, pero sus facciones exageradas ahora tenían un aspecto más suavizado, más tierno. De pronto sentí la necesidad de abrazarlo de nuevo.
—¡Eh! —dijo, aunque no impidió el abrazo—. Parece que alguien se ha quedado con ganas de más cariño.
La constatación de esa certeza me generó un nudo en la garganta que no me molesté en deshacer. Al separarnos de nuevo bajé la mirada.
—Siento… Siento que me puedes ayudar a acostumbrarme a la lejanía.
—Si es por eso cuenta conmigo —contestó, y me golpeó suavemente en el hombro con su puño enorme.
Aday se despidió por última vez y caminó hasta doblar la esquina. Yo me quedé allí parado unos veinte minutos. Cuando volví en mí ya estaba anocheciendo.
El camino al piso compartido se me hizo lento. Pasé todo el trayecto pensando en Aday. No obstante, la sensación no era la misma que cuando pensaba en Juancho. Con Juancho, mi cuerpo se embrutecía y mi polla se inflaba hasta buscar la escapatoria de mis calzoncillos. Con Aday, por el contrario, mi cuerpo se entumecía en un frío suave que esperaba sus brazos, su torso y su voz grave pero aterciopelada.
Y sin embargo, descubrí a mitad de camino que unos latidos se abrían paso por mi entrepierna.