Detrás del extremo (6. Un volcán de semen)

Juancho ya no me desafiaba con la mirada; ahora sus ojos se dirigían a mí en tono de súplica.

Habían pasado tres meses desde el último encuentro contra el Tijarafe. Entre clases, exámenes y algunos ratitos con amigos se iban sucediendo velozmente los partidos de liga, y yo alternaba entre mi puesto natural de defensa y mi nuevo rol de extremo zurdo. Lo que no evolucionaba en mi cabeza era mi obsesión con Juancho, que se manifestaba en forma de ensoñación sexual dispuesta a abordarme en las situaciones más inoportunas.

Un día, por ejemplo, su recuerdo me atropelló mientras hablaba con Alika sobre relaciones y sexo. Pese a que nuestro noviazgo duró solo unas semanas, habíamos trabado mucha confianza y hablábamos con total franqueza de casi cualquier tema. Estábamos sentados en un banco del parque mientras ella me contaba cómo había sido su primera experiencia mamando una polla y, por supuesto, en mi cabeza me imaginaba a mí comiéndosela a Juancho tal cual iba describiéndolo Alika. En un momento dado se calló.

—Raúl, ¿me estás escuchando?

—Sí, sí —contesté tras dar un breve respingo.

—A ti te pasa algo —dijo mientras inclinaba la cabeza.

—¿Por… por qué lo dices?

Alika mostró una sonrisa traviesa. Sus dientes blancos deslumbraban alrededor de su preciosa piel negra.

—Raúl, te estabas relamiendo.

Aquella revelación me dejó helado. No era consciente de que estuviera haciendo tal cosa, pero apreté los labios y sentí, en efecto, un rastro de saliva. Me sonrojé y bajé la cabeza.

—¿Qué ocurre? —insistió.

—No, nada.

—¡Ay, Dios! ¿A ti te gustan…? —Calló un momento, se llevó las manos a la boca y repitió la pregunta en susurros—: ¿A ti te gustan los hombres?

Alcé la mirada y creo que descubrió el miedo en mis ojos. Su cara, primero de sorpresa, pasó a tener un gesto más suave y, en cierto modo, reconfortante. En sus ojos parecía leerse un «puedes confiar en mí» bastante nítido.

—No te preocupes —dijo al fin, apoyando una mano en mi muslo—. Tu secreto quedará a salvo conmigo.

—¿Qué secreto? ¡Si no te he contestado! —protesté.

—Créeme, sí que lo has hecho. —Su gesto se hizo suave, casi maternal—. Y no tienes porqué preocuparte ni luchar contra eso.

—¿Luchar contra qué?

—Déjalo fluir, Raúl. —Se acercó y me aprisionó en un abrazo—. No luches contra lo que eres.

Respondí con un silencio evasivo. De haber tenido ese diálogo con otra persona seguramente me hubiera ofendido y hubiera tardado en volver a entablar conversación, pero no con Alika. Tenía una forma de hablar, de estar y de ser que irradiaba comprensión en cualquier circunstancia.

Seguimos hablando de otros temas, aunque de cuando en cuando ella me miraba como si tarde o temprano yo fuera a darle la razón, algo que, por supuesto, en mis adentros tenía claro que no ocurriría nunca.

Cuando anocheció me fui a casa. Allí mi madre me recibió emocionada:

—Tengo dos noticias. Una buena y la otra también.

Me eché a reír.

—¿Cuáles?

—La primera es que el Tenisca ha pasado a la siguiente fase de la Copa Heliodoro.

La Copa Heliodoro Rodríguez López es la competición de copa provincial, el nombre del Estadio del Tenerife, el equipo más importante de la provincia.

Recibí la noticia con la alegría típica de un aficionado, pero no me parecía que justificara la alegría de mi madre.

—¿Y cuál es la segunda?

—Que ha llamado el entrenador del primer equipo. ¡Quiere contar contigo para ese partido!

Contuve la respiración. ¿Convocado por el primer equipo? Di un grito de alegría y salté hasta ella para abrazarla. Después de unos minutos de celebración, pregunté:

—¿Y contra quién juega?

Mi madre repitió la pregunta en voz alta mirando al dormitorio, donde debía encontrarse mi padre. Él contestó con indiferencia:

—Contra el Tijarafe.

Me quedé helado. Aquello sí que no me lo esperaba.

—Cariño, ¿estás bien? —preguntó mi madre.

—Sí, sí. Es… —Traté de improvisar una excusa—. Es que aún lo estoy asimilando.

Mi madre sonrió y tomó su teléfono para encargar mi pizza favorita.

El partido de ida de copa se jugaría en tres semanas. Además, la casualidad había querido que entre la ida y la vuelta cayera, precisamente, el enfrentamiento liguero contra el filial, con lo que, si Juancho iba a ver a su primer equipo, podríamos coincidir hasta tres veces en siete días. Ni qué decir que la excitación se disparó por las nubes ante tal expectativa.

En los partidos antes del enfrentamiento copero estuve especialmente nervioso, pero cumplí con lo que esperaba el equipo de mí. Di varias asistencias y contribuí a ganar dos de los tres encuentros, lo que nos acercó a los puestos de cabeza.

Un día, tras el entrenamiento, me llamó mi entrenador.

—El domingo previo a la copa tienes que presentarte en el entrenamiento del primer equipo —dijo, en tono serio.

Le agradecí la información y me volví para ir a los vestuarios.

—Ah, Raúl. Una cosa más.

—Dígame, míster.

—Por favor, intenta no hacerlo genial. Si te mantienen en el primer equipo me quedaré sin jugadores de banda izquierda.

Solté una risa gutural, pensando que estaría de broma, pero por su cara deduje que lo decía en serio. Hice un gesto con la mano para disculparme y emprendí la marcha.

Llegado el día me incorporé a los entrenamientos del primer equipo. Todos me recibieron de forma cálida, incluso Axel. Por un momento tuve una mezcla de temor y esperanza de que volviera a mostrarme su polla erecta, como hacía en el filial, pero en los vestuarios no interactuó conmigo. Mientras me duchaba, sin embargo, me pareció que descubría su toalla ante uno de los veteranos de la plantilla. Ahora me suena absurdo, pero en ese momento me sentí dolido y traicionado, así que empecé a tratarlo con frialdad y a evitarlo en la medida en que me fuera posible. Al final conseguí olvidarme de su presencia, lo que me ayudó a concentrarme en el encuentro copero.

El partido de ida de copa se jugaba en nuestro estadio. Empecé como suplente; me querían como repuesto para cualquier lesión o expulsión, aunque el entrenador me había prometido debutar con el primer equipo.

Todo el encuentro estuve dándole vueltas a la pregunta de si Juancho estaría presente. No lo vi sobre el césped y tampoco en el banquillo visitante, con lo que solo cabía la posibilidad de que estuviera en la grada, pero el graderío que tenía a la vista estaba bastante lejano y los demás asientos quedaban a mi espalda.

El partido seguía empatado a cero, pero no tenía ni idea de cuántos ataques había realizado cada equipo. Mi mente estaba en otra cosa. Mejor dicho, en otra persona. Entonces llegó el minuto 72 y el entrenador me mandó a calentar. Salté a la banda y me puse a realizar los ejercicios. Aproveché para mirar hacia la sección de la grada que tenía cerca, pero no distinguí a Juancho. Quizás estuviera por el otro lado, pensé. Su cara y su rabo seguían en mi cabeza mientras calentaba.

Ocho minutos después el entrenador me llamó para realizar la sustitución. Iba a ponerme en banda izquierda, con lo que podía recorrer toda la grada, pero me dio otra consigna más:

—Tienes libertad para moverte por el campo. En cada ataque intercámbiate con Sánchez.

Sánchez era el extremo derecho. Eso significaba que podía acercarme a la otra grada. Y así lo hice. Atacamos tres veces, con lo que pude rondar ambos graderíos, pero en ninguno logré divisar a Juancho. Aquello me llenó de una ira que aún hoy soy incapaz de explicar. Con el enfado rebosando mi cuerpo, mi pierna izquierda pateó con furia el balón, que provenía de un rechace. Ni siquiera vi que dos compañeros me pedían desde el área que hiciera un centro. Sin embargo, la pelota fue dirigida a portería. Describió una trayectoria ascendente, directa a la escuadra. El portero, prácticamente a cámara lenta, voló con el brazo estirado para intentar llegar a ese punto inalcanzable para él. Volví en mí del enfado cuando escuché un golpe seco de la madera y un sonoro «¡Uy!» que retumbó en todo el estadio. Sorprendido, me miré la pierna y me pregunté si sería capaz de repetirlo sin pensar en Juancho.

El partido terminaría con el marcador sin inaugurar y con el entrenador del primer equipo felicitándome y pidiéndome que estuviera preparado para el partido de vuelta de la Copa.

El entrenador del filial, sin embargo, no me dirigió la palabra en los tres días siguientes.

No tuve tiempo para digerir la alegría de haber dado una buena imagen sobre el césped y la decepción de no haber visto a Juancho. La inmediatez del partido contra el filial del Tijarafe provocó que su imagen monopolizara de nuevo mi mente.

Sin embargo, reconozco que agradecí el hecho de que los partidos estuvieran más pegados. Gracias a ello en vez de una semana estuve solo tres días excitado y expectante.

Y llegó el día del partido. Al saltar al césped comprobé, con alivio, que esta vez Juancho sí jugaba de titular. Noté que en ningún momento llegó a mirarme; incluso diría que su gesto era evasivo.

El partido fue tan rudo como el de ida. Esta vez yo jugaba de lateral izquierdo y Juancho jugaba por su derecha, con lo que venía por mi banda. Desde el principio estuvo mirándome y llevándose la mano al paquete para rascarse o directamente manipularse la polla con poco disimulo. No tuve ocasión de pegarme a Juancho, pero sí que estuvimos muy cerca el uno del otro en varias ocasiones, en las que él aprovechaba para soltar comentarios nada amistosos:

—¿Quieres vérmela otra vez?

—¿Te quedaste con ganas de tocarla?

—¿Tienes hambre de polla?

Bien es cierto que en los partidos se dice de todo para intentar desubicar al rival, pero esos mensajes eran pretendidamente directos y me hacían dudar sobre si solo buscaba desconcentrarme o si quería provocarme sexualmente. Y, en este último caso, también me asaltaba la duda subsiguiente: Por qué.

A Juancho lo sustituyeron cuando su equipo ganaba dos a uno. Nuestro entrenador, que se desgañitaba en el banquillo, quería incorporar un delantero más al campo, y el hijo de puta decidió que yo sería el reemplazado, así que me tocó abandonar el terreno tres minutos después.

En mi fuero interno estaba convencido de que yo había jugado mejor que los demás defensas, así que no entendía el motivo de haber sido sustituido. El enfado hizo que me fuera directamente a los vestuarios maldiciendo en voz baja y sin siquiera mirar al entrenador. Y por supuesto, sin acordarme de que Juancho había pasado por ahí tres minutos antes.

Y ahí estaba, esperándome en la puerta del vestuario de mi equipo y mirándome de reojo con aire de suficiencia. Nada más verme atravesar el túnel tiró del elástico de su pantalón, provocando que su polla diera un salto, y empezó a blandirla arriba y abajo.

Yo seguía enfadado. Y la actitud de Juancho me hizo arder por dentro. No entendía cuál era su intención, no entendía qué cojones buscaba provocándome, y, si lo que estaba haciendo era jugar conmigo, en ese momento no me hizo ni puta gracia.

Llegué a su altura y me detuve ante él. Otra vez me miraba retándome con sus ojos entornados y yo le devolví la mirada con el ceño fruncido y aguantando un resoplido de rabia. Entonces, con su voz profunda, en un susurro lento y cargado de sensualidad y provocación a partes iguales, me desafió:

—No tienes huevos a…

No lo dejé terminar. Acerqué mi mano y le agarré la polla con violencia. Me pareció que no se lo esperaba, porque respondió con un resoplido a la par que su cuerpo se revolvió en un respingo.

—Parece que sí que tengo huevos —contesté imitando el tono—. Listo. Ya te agarré la polla. ¿Por fin estás contento?

Lo miré con rabia y chisté de desprecio, pero por alguna razón fui incapaz de separar mi mano de su rabo. Su cara pasó entonces a ser de incredulidad, y juraría que la mía también. En ese momento mi polla ya estaba hinchada y palpitaba a un ritmo frenético, igual que la suya. No sé por qué empecé a subir y bajar mi mano con suavidad por su verga. Sin dudarlo ni un instante bajé la vista para mirar como se descubría el glande poco a poco, acaso con algo de dificultad, dejando al final todo el prepucio comprimido por debajo de aquella cabeza violácea y brillante. Tiré de nuevo, ayudándome del pulgar, y se recubrió todo. Por el camino rocé su glande con mis dedos, a lo que Juancho respondió poniendo los ojos en blanco y resoplando.

Aumenté el ritmo y empecé a pajearlo como si me estuviera masturbando a mí mismo. Mi dedo meñique rozaba los pelos rizados de la base de su polla y mi dedo gordo masajeaba su frenillo cuando estaba descubierto. En un momento dado noté que mi mano estaba llena de precum, pero no me detuve.

A pesar de que quería seguir mirándole la polla, me percaté de que gesticulaba de forma continua, por lo que me empecé a fijar en su cara. Juancho ya no me desafiaba; ahora me miraba con gesto de súplica. Sus muecas tenían un efecto adictivo. Así que esto es lo que se siente cuando das placer a alguien, pensé.

—¡Raúl, dale! —susurró entre gemidos—. No pares —imploró.

Cerró los ojos. Sus piernas se flexionaron brevemente, su cuerpo se tensó y su boca ahogó un grito justo antes de que unos chorros espesos y calientes rodaran entre mis dedos. Miré un momento y descubrí un volcán de semen impregnando mi mano, y un rastro de un metro de largo en el suelo. El último disparo rodó lentamente, empapando mi dedo gordo.

Seguí pajeándolo un poco más. Sus gemidos se intensificaron y su cuerpo se empezó a contorsionar.

—¡Para, para!

Pero por mucho que me pidiera que parara, Juancho no hacía nada por separar mi mano de su verga; solo resoplaba, hinchaba su polla y seguía retorciéndose entre gemidos que transitaban entre el dolor y el placer. Así estuve unos dos minutos hasta que al final le volví a cubrir el glande con su prepucio, ante lo que reaccionó con un último espasmo, y se la solté al fin.

En ese momento fui consciente de lo que había hecho y no pude evitar sentirme sucio. Diría que a Juancho le pasó algo parecido, porque se guardó la polla en el pantalón y se dirigió a su vestuario sin mirarme ni decir nada. Yo hice lo propio, intentando no cruzar la mirada con él.

Ya dentro del vestuario comprobé todo el semen que tenía en la mano. El olor me llegó hasta la nariz y mi polla se infló más de lo que nunca lo había hecho. Tuve la tentación de probarlo, pero fue más poderosa la sensación de culpa, y aún más el dolor en mi polla. Me fui a un cubículo, me masturbé con la mano aún llena de su semen y me corrí en apenas dos minutos. Luego me lavé la mano a conciencia y me duché.

Justo cuando me estaba poniendo los calzoncillos entraron mis compañeros. Acababa de terminar el partido. Uno de ellos gritó:

—¡Eh! ¿Viste el rastro de líquido en el pasillo? Parece como si alguien se hubiera corrido.

Mi cerebro construyó la imagen mentalmente y me trajo de vuelta mi mano llena de semen, la polla de Juancho, sus caras, sus gemidos, sus espasmos. Mi cuerpo se estremeció y mi rabo se infló de nuevo, hasta el punto de dolerme por la reciente eyaculación, pero aun así me dirigí al cubículo para pajearme otra vez.

Estuve aquella noche dando vueltas en la cama, sin dormir. A todas horas sentía en mi mano el roce de mi piel contra la suya, el rezumar de su lubricante entre mis dedos, el calor pegajoso de su semen. Y a todas horas se me repetía en la memoria sus gestos de placer, ese placer absolutamente incomparable a cualquier otra cosa. Los ojos en blanco. Los labios mordidos. El resoplido previo a los lefazos.

Al segundo día mi cuerpo se habituó a esas sensaciones y el estado de nerviosismo fue desescalando hacia una sensación de excitación continua, pero tolerable. Una consecuencia nada agradable fue que la dureza de mi polla se había convertido en algo casi permanente, con toda la incomodidad que suponía eso, sobre todo jugando a fútbol y en los vestuarios. De hecho, tuve que dejar de masturbarme con la frecuencia que me pedía el cuerpo porque la irritación de mi rabo era tremendamente incómoda.

Sin embargo, todas estas sensaciones acabarían siendo una nimiedad en comparación con lo que estaba a punto de experimentar.