Detrás del extremo (5. Nuevos fichajes)
Se abrió la toalla lo justo para que solamente yo pudiera ver aquella polla de prepucio interminable empalmada y apuntando hacia mí. Mis ojos, por supuesto, se dirigieron hacia ella, y mi rabo se puso duro de un brinco.
Pese a los distintos avatares, aquel verano fue el más terapéutico que recuerdo. La imagen de la polla de Juancho seguía viniéndome a la cabeza, pero ya era capaz de bloquear el recuerdo para que no me afectara en mi vida cotidiana.
Y podía traerlo de vuelta siempre que quisiera cascarme una paja gloriosa.
Durante la segunda mitad del mes de agosto frecuenté las verbenas veraniegas con mis amigos, y entre perreos de reguetón, cubalibres y varios besos de tornillo conseguí ligar con dos chicas que estaban de paso: Patricia y Yurena. A Patricia le pude llegar a comer las tetas antes de que nos pillaran mis amigos, y Yurena me llevó a un jardín y mientras me besaba me masturbó hasta correrme.
Y, sin embargo, no les voy a engañar: cuando me quería pajear no sentía el mismo placer con las tetas de Patricia ni con la paja de Yurena que con la imagen de Juancho en la puerta del vestuario con su pinga dura al aire. Tampoco me servía el recuerdo de Marta. Ni los cuerpos desnudos con aquellas pollas que, de cuando en cuando, se empalmaban en los vestuarios a menos de treinta centímetros de mi mano.
Empezó el curso con nuevos compañeros de clase. Entre ellos me llamó la atención Alika, una chica negra que había abandonado Nigeria en patera siendo una bebé y que casi había muerto ahogada en su travesía por el Atlántico. Pronto ella se fijó en mí —luego me confesaría que le encantaban los chicos con aspecto germánico—; pero, como con Marta, el tonteo con Alika era más esporádico que serio. Especialmente cuando me enteré de que su hermano Sunday era boxeador. A las crecientes dudas respecto a mi sexualidad —las cuales aún no reconocía— se sumó el miedo a que Sunday vengara cualquier daño a Alika con su fuerza física, lo que inconscientemente me llevó a dejar enfriar la relación hasta ser amigos con derecho primero, y después amigos a secas.
La temporada también trajo novedades en el equipo en forma de fichajes. Seis, en concreto, todos ellos de piel medianamente morena y pelo negro. Si hubieran pasado un casting porno no hubieran escogido mejor: el menos dotado tendría unos 17 centímetros y la polla más grande superaba los 23. Al principio abrí los ojos como platos con esta última —y he de decir que no fui el único— pero luego me percaté de su glande chato y dejó de parecerme tan atractiva.
Creía que las vergas, cuanto más grandes, serían más morbosas, pero estaba equivocado. De todas las incorporaciones, Axel, el de la polla de 17 centímetros, me parecía el más atractivo: era el de tono de piel más oscuro, pelo rapado al uno y cuerpo trabajado de gimnasio, pero sin músculos inflados. Y tras el cipote, que tenía un prepucio que colgaba más allá del glande, pendían unos huevos que siempre parecían hinchados y que se balanceaban al mínimo movimiento. Más de una vez planeé alguna estrategia para tocarlos, pero nunca tuve la oportunidad.
Durante las primeras semanas de entrenamiento llegué a pensar que Axel podría reemplazar a Juancho en mis pensamientos. Siempre se paseaba desnudo por los vestuarios y su polla se cimbreaba a un lado y a otro con un efecto hipnótico. Éramos al menos cuatro o cinco los que nos quedábamos embobados viendo aquel manubrio balancearse a izquierda y derecha.
Y Axel lo sabía y le daba más brío al balanceo.
Pronto llegó la novatada. Y llegó mi primera paja en público. Me costó terminar, sobre todo porque me estaba deleitando viendo tanta polla erecta hincharse hasta escupir su munición lechosa. Sí, por lo general intentaba no fijarme en mis compañeros, pero ese día había barra libre, porque casi todos se miraban entre sí, supongo que comparándose las formas y los tamaños, así que yo hice lo mismo. Me di cuenta de que Axel no se retiraba el prepucio cuando se pajeaba. Era la primera vez que veía una verga con esa fisionomía, con lo que clavé mis ojos en ella. Cuando vi aquel pellejo escupir una baba blanca como si fueran unos labios me vino un orgasmo repentino y me corrí en una explosión que me hizo bufar delante de todos mis compañeros.
La sonrisa maquiavélica de Axel no se me olvidará en la vida.
Al lunes siguiente Marcos, el jugador nuevo de los 23 centímetros, tuvo que traer merienda para todos. Luego supe que estaba acomplejado porque el tamaño de su polla le abrumaba. Ahí empecé a comprender que el asunto del tamaño quizás estaba enormemente sobrevalorado y que era más un mito que otra cosa.
Tras el segundo partido de liga me desnudé en el vestuario para ducharme, oliendo mientras tanto el fuerte olor a sudor que manaba de mi cuerpo. Me quité los calzoncillos y tomé mi toalla. Entonces se acercó Axel con su toalla enrollada.
—Tengo algo para ti —susurró.
—¿El qué?
No contestó. Se abrió la toalla lo justo para que solamente yo pudiera ver aquella polla de prepucio interminable empalmada y apuntando hacia mí. Mis ojos, por supuesto, se dirigieron hacia ella, y mi rabo se puso duro de un brinco. De forma instintiva me cubrí con la toalla.
—No seas tímido. Esta no lo es —dijo mientras la inflaba para que diera unos botes.
Seguía mirándola, alternándola con sus huevos enormes y colgantes. Quería dejar de hacerlo, pero no podía. Axel sonreía mientras su polla daba saltitos.
—Quiero verte la tuya.
Dubitativo, accedí. Me enrollé la cintura a la toalla y, como estaba haciendo él, dejé una pequeña abertura para que solo Axel pudiera verme la polla.
—Madre mía —exclamó en susurros y silbó—. Lo que le haría a ese rabo.
—¿Qué quieres decir? —La pregunta podría parecer calculada, pero lo cierto es que estaba completamente confundido y no sabía cómo reaccionar.
Axel sonrió, se tapó y se fue a duchar. Yo, aún en mi confusión, y entre el trasiego de compañeros que se paseaban desnudos y sin prestar atención a nada, esperé un poco a que se me calmara la verga y entonces me duché también.
A la salida Axel me esperaba.
—Gracias, tío —dijo.
—No entiendo, ¿por qué?
Se señaló la entrepierna. El pantalón vaquero sugería un bulto bien prominente que nacía en la bragueta y se desarrollaba hacia el bolsillo izquierdo.
—Me la has puesto como una piedra y ahora voy a ver a mi novia. No veas la follada que le voy a dar.
Se alejó mientras contorneaba su culo como un pavo real. Yo me quedé congelado. ¿Qué acababa de decir? ¿Se ponía cachondo viendo la polla de los demás para después tirarse a su novia? Aquello me generó sentimientos encontrados: la situación me había puesto caliente hasta reventar, pero al mismo tiempo me sentía utilizado.
Quise decirle que me había parecido deshonesto, pero me contuve. ¿Deshonesto por qué? ¿Acaso él me había prometido algo más que una exhibición de su rabo duro? ¿Acaso yo quería algo con él? ¿Acaso era buena idea que él creyera que yo quería algo con él? ¿Acaso…?
Tras el siguiente entrenamiento volvió a hacer lo mismo. Se plantó delante de mí, con su cuerpo aún lleno de brillos de sudor, y desplegó la toalla lo justo para que su polla me saludara dando saltos.
Mi corazón volvió a acelerarse y mi rabo se puso duro de nuevo, pero esta vez no esperé a que me lo pidiera para mostrárselo.
—¿Qué? ¿Otra vez vas a ver a la piba? —pregunté, tras haber ensayado la pregunta cientos de veces.
—Ufff… sí, tío.
Se me acercó hasta casi rozarse nuestras pollas y me puso una mano en el hombro.
—No veas, tío… La hice gozar como una perra. Todo gracias a esta. —Y dio dos toques con el dedo a mi cipote.
De manera instintiva reculé. Aquel roce mínimo me dio un relámpago de placer que empezó en mi capullo, que se infló como nunca hasta incluso retraer el prepucio, y se expandió por mi vientre. Axel ahogó una risa.
—No seas tímido, hombre —dijo, y me dio otro toque más con el dedo.
Esa vez no pude aguardar a que se me bajara el empalme, así que decidí meterme en un cubículo y pajearme. Tras correrme, sin embargo, mi polla no se llegó a desinflar, aunque ya no estaba tan dura como antes.
Pasaron varios días sin que Axel hiciera nada. La sensación de estar siendo utilizado seguía latente, pero ahora era más poderosa la expectativa de que pudiera tener algún contacto físico con él. Por entonces Juancho apenas aparecía por mi cabeza.
La siguiente vez, Axel fue más lejos. Yo estaba sentado cuando él se acercó a mí y descubrí su polla justo delante de mi cara. Pude ver en primer plano aquel prepucio cerrado que no dejaba ver el glande y, debajo, esos huevos colgantes. Debió darse cuenta porque se levantó del todo la polla con la mano y me los dejó a la vista sin decir nada.
Cuando me quise dar cuenta tenía la boca abierta, salivando, y mi mano acariciaba mi rabo duro con claras intenciones de masturbarme allí mismo. Axel se soltó la polla, que rebotó grácilmente, y la hizo bambolearse a apenas unos centímetros de mi boca abierta. A continuación se empezó a masturbar lentamente, sin que el prepucio hiciera ningún amago de recogerse.
—Si quieres te la podría meter aquí mismo.
Juro que sentí aquella polla entrar en mi boca, rozarse con mi lengua y follarme los labios hasta casi entrar a la garganta, pero en realidad no llegó a acercarse ni un milímetro. Era tal mi embelesamiento que ni siquiera contesté a su oferta.
Unos instantes más tarde, Axel se tapó y se fue a duchar. Yo, hecho un manojo de nervios, volví a descargar mis huevos y me duché a toda velocidad, con la intención de hablar con él al salir de los vestuarios.
Cuando lo alcancé le hablé en tono serio.
—¿Qué pretendes?
—¿A qué te refieres? —preguntó encogiéndose de hombros.
—A lo de los vestuarios. A lo de…
—¿Enseñarte mi polla?
Tragué saliva y asentí.
—Ya te lo dije. Me pone cachondo y luego lo descargo con mi novia.
—Pero… ¿es que te gustan…?
—¿Qué? ¡No! —se defendió. Luego dijo con más calma—: Me da algo de curiosidad y morbo exhibirme y tentar a la suerte.
Hizo un silencio.
—Pero no quería que me la chuparas, ¿eh? Era solo parte del juego. —Y rompió a reír.
Pues qué pena, pensé en ese momento. Incluso dudé de si lo había dicho en voz alta. De pronto caí en la cuenta: «no quería que me la chuparas». ¿Pensaría que yo quería chupársela? Que Axel supiera de mis aún confusas apetencias sexuales me excitaba y a la vez me preocupaba. ¿Sería capaz de difundirlo? No quería siquiera imaginar las consecuencias que podría tener eso. Incluso empezaba a dudar de si me haría más daño reconocerlo o negarlo.
A pesar de ello, estuve planeando la forma de poder agarrar aquella polla. El recuerdo de Juancho ya era algo lejano. Ahora tenía a la vista una verga igualmente llamativa y mucho más accesible.
Sin embargo, mis planes se fueron al traste. Además de tener un cuerpo de escándalo y una polla exótica, Axel era un extremo izquierdo rápido, resolutivo y ágil. Eso explicaba que apenas una semana después fuera convocado por el primer equipo y dejara de acudir a nuestros entrenamientos. Su partida supuso que la imagen de su polla se fuera difuminando poco a poco de mi memoria.
Aquella noticia fue un acicate para intentar reconducirme. Intenté convencerme de que, al igual que Axel, solo sentía curiosidad, y que se trataba de una fase pasajera que terminaría antes de lo que me imaginaba. Durante las siguientes semanas intenté centrarme en entrenar y en jugar a fútbol, e ignoré cualquier atisbo de desnudez en los vestuarios.
Sin Axel, el entrenador necesitaba un nuevo extremo, así que me asignó la tarea de sustituirlo en las subidas al ataque. Al principio me sentía perdido al rebasar la línea de mediocampo, pero poco a poco empecé a perder el miedo y ya en el quinto partido di mi primera asistencia de gol: un pase colgado que Marcos remató de cabeza sin oposición de la defensa.
Pero mis estadísticas particulares dejaron de importarme cuando me di cuenta de que se acercaba el partido contra el Tijarafe. En ese momento toda mi terapia de desintoxicación homosexual se fue al traste: Juancho había vuelto a mi memoria. Ya no tenía esa obsesión por su polla. Bueno, sí que había vuelto la obsesión, pero no de la manera enfermiza que me había estado persiguiendo durante los meses anteriores. Ahora era más una especie de imán que decidía cuándo debía ponerme cachondo. Era como un manantial de morbo que no paraba de manar, pero que tampoco me ahogaba.
Sin embargo, la semana previa al partido del Tijarafe volví a caer en una especie de paranoia. La imagen en la puerta del vestuario me venía a la cabeza cada dos por tres. Me desconcentraba en clase. Me despertaba por las noches. Se me atravesaba en la mente durante los entrenamientos. Su polla fuera del pantalón, su mano asiéndome de mi brazo, mi mano casi rozando su falo. Y mi rabo tieso durante todo el día, casi hasta el umbral de dolor.
«¿Esto es lo que querías?» fue la frase que más resonó en mi cabeza aquella semana.
El partido fue bronco. Cada diez minutos el encuentro estaba parado por riñas y peleas. Yo jugaba por mi izquierda y Juancho por la suya, con lo que estábamos habitualmente a entre 30 y 40 metros el uno del otro, a veces a más. Cada vez que había una trifulca me acercaba como intentando apaciguar los ánimos, pero en realidad intentaba rondar a Juancho.
Y me daba la impresión de que él hacía lo mismo.
Pero no llegábamos a coincidir. Si yo me acercaba, parecía que huía de mí. Si se acercaba él, por algún motivo lo esquivaba.
El partido transcurrió de esa manera: como una pareja de enamorados que se añoran en la distancia y se esquivan cuando están cerca el uno del otro. Finalmente, a doce minutos de que acabara el partido, el árbitro pitó una falta al borde de nuestra área y el capitán se dirigió a mí de forma tajante:
—¡Marca al diez!
El diez era Juancho.
Me puse delante de él, mirando por encima del hombro para intentar anticipar sus movimientos antes del saque. Ahí caí en la cuenta de que era lo más cerca que habíamos estado durante el partido. Consciente de ello, di medio paso atrás hasta casi rozar mi cuerpo con el suyo. Para mi sorpresa, o quizás no, él permaneció pegado a mí.
El árbitro pitó y el balón salió bombeado justo hacia donde estábamos nosotros.
Salté. Y por la breve corriente de aire que se formó detrás de mí supe que Juancho también había saltado. No llegué al balón, pero si él lo hizo no consiguió controlarlo porque se fue por encima de la portería.
En medio del salto jugué con mis extremidades para equilibrarme y caer de forma controlada. No sería la primera vez que la inercia me hacía caer de lado. Por fortuna me mantuve erguido, pero al aterrizar perdí el equilibrio y me precipité hacia delante, quedándome apoyado sobre los brazos y las rodillas.
Como un perrito.
A Juancho debió pasarle algo parecido, porque cayó justo encima de mí. No fue un golpe violento, pero sí contundente. Mi cuerpo colapsó hasta quedar tendido en el suelo y el suyo hizo lo mismo.
Y la noté. Noté su polla empalmada, rígida, dura, encajar perfectamente con la raja de mi culo. Y por si fuera poco, para incorporarse empujó la pelvis con fuerza, resopló contra mi nuca, enterró su verga un poco más, y la frotó con ganas. Un cosquilleo que pronto se convirtió en un relámpago breve recorrió la parte inferior de mi torso, y mi falo respondió empalmándose de golpe contra el césped.
Tuve que ahogar un gemido. Y a pesar de que nunca me había atraído la idea de ser pasivo, si hubiéramos estado solos lo hubiera agarrado de las nalgas, lo hubiera vuelto a empotrar contra mi culo y le habría exigido que me clavara su polla hasta el fondo y me follara con todas sus fuerzas.
Juancho fue sustituido a seis minutos de la conclusión del partido. Permaneció en el banquillo y, nada más sonar el triple pitido final, se metió en los vestuarios. No me dio tiempo a dar con él, y tampoco lo localicé a la salida del estadio.
En medio de la búsqueda me detuve. ¿Por qué quería encontrarlo? Se suponía que lo del otro día había sido un acto impulsivo. Pero lo de este partido no podía ser un accidente, me contesté. ¿Y qué haría si me lo encontraba ahora de frente? Es una locura, me dije de nuevo. Sí, definitivamente es una locura. Debería dejarlo estar.
Pero para entonces ya estaba caminando de nuevo buscando a Juancho. Necesitaba hablar con él. Necesitaba saber qué buscaba, qué quería. Qué quería de mí.
Sin embargo, no lo encontré.
Perdida toda esperanza por desinhibir cualquier atracción sexual hacia los hombres, aquella polla enterrada en mi culo, pantalones mediante, fue una nueva experiencia que añadí a mis escasas referencias anatómicas sobre Juancho. Ya conocía su rabo visualmente; ahora conocía además cómo se sentía enterrada en mis carnes y qué sensación generaba ese roce. Ese segundo escaso con su verga rozándose contra mi culo me había abierto un nuevo mundo de posibilidades con las pajas. A veces, incluso, atreviéndome a introducirme la punta del dedo por el culo.
Y menudas pajas me casqué durante las quince semanas que separaron el partido de ida del de vuelta.
Para cuando me vine a dar cuenta, la idea de estar cerca de Juancho, de tocarlo, de olerlo incluso, ya no era solo fruto de la curiosidad. Era una necesidad fisiológica. Mi cuerpo parecía afectado por un campo magnético: mis pelos se erizaban constantemente, mi mente hervía, mi pecho era un volcán en erupción.
Tenía mono de sentir a Juancho. Y ese mono me duraría esas quince semanas.