Detrás del extremo (4. Explorando)
Era la primera vez que exploraba mi ano. La sensación había sido básicamente neutral, pero me preocupaba la posibilidad de llegar a sentir placer con aquello y si eso estaba bien o mal.
Las cortas vacaciones en Fuencaliente duraron una eternidad. Descarté la idea de pasear por el pueblo y, por supuesto, no pisé la cancha de fútbol sala en lo que quedó de estancia. Todos los días intentaba convencer a mis padres para ir a la playa, a la que se accedía en coche. Si lo que les apetecía era pasear por el pueblo, me inventaba cualquier excusa para quedarme en el apartamento.
Llevaba mal lo de quedarme a solas, más que nada porque me volvían los pensamientos sobre Juancho, pero prefería eso a abandonar la protección de esas cuatro paredes y exponerme a que Yeray me encontrara y tratara de vengarse, suponiendo que no estuviera impedido del pie.
La playa, en cambio, era algo sanador. La arena negra, producto de la erosión de la piedra volcánica, es más gruesa que la arena rubia. Cuando camino sobre ella siento que me masajea los pies, y al acostarme en la arena noto como se acomoda inmediatamente a las formas de mi cuerpo.
Mi ritual es siempre el mismo: tras dejar los bártulos y quedarme en bañador me lanzo al mar para darme un primer chapuzón. La caricia fría del agua contra cada rincón de mi cuerpo es la señal que mi fisiología necesita para saber que es día de relax. Luego salgo del mar y me tiendo bajo el calor abrasador de media mañana. Los lagartos gigantes de Canarias hacen eso mismo: se quedan embobados al sol. La energía del astro rey tiene algo que nos amuerma de forma casi terapéutica. Cuando ya me notaba suficientemente caliente volvía al agua, y así hasta que toca regresar.
Uno de esos días en la playa decidí quedarme en el agua más tiempo. De pronto la corriente empezó a alejarme de la costa hasta que perdí de vista a mis padres. Para cuando quise darme cuenta ni siquiera tenía tierra a la vista, así que no sabía hacia dónde nadar.
Estaba perdido en mitad del mar.
No sé en qué momento caí en la cuenta de que no llevaba bañador. ¿Me había metido desnudo en el agua? ¿Se me habían caído inadvertidamente?
Mi cuerpo flotaba a merced del agua cuando, de pronto, unos brazos me abrazaron por detrás y noté calor en mi espalda. Sentí un beso en el cuello y un susurro en la oreja.
—No permitiré que te hundas.
Me di la vuelta. Era Juancho. Su mirada estaba clavada en la mía y su sonrisa dibujaba unos hoyuelos en sus mofletes. Sus labios carnosos parecían una invitación a besarlo. Y sin preguntar junté mis labios con los suyos. Él cruzó sus brazos tras mi cuello.
Sabía a mar, a sal, a fuego, a vida, a amor.
A amor. Y no me importaba.
Él tampoco llevaba bañador. Su polla dormida se rozaba con la mía y ambas empezaban a despertarse mientras seguían acariciándose.
De pronto sentí frío. Mucho frío. Juancho había desaparecido. Y antes de que empezara a buscarlo abrí los ojos y me encontré ante mí el techo blanco de mi dormitorio.
Con los ojos aún entornados tomé el móvil y comprobé la hora. Eran las nueve y cuarto. Me desperecé y comprobé que estaba completamente destapado y con una vigorosa caseta de campaña en mis calzoncillos.
Volví a mirar mi móvil. Había un mensaje de mi madre.
Mamá
Salimos al mercado
Tienes pan para desayunar
8:58
Por tanto, tenía el apartamento para mí solo. Mi polla palpitó, animándome a posponer el desayuno para atenderla a ella.
Me quité los calzoncillos, me puse en pie y me dirigí a la cocina. A cada paso mi verga se cimbreaba a un lado y a otro mientras apuntaba hacia el techo. Tuve la tentación de masturbarme en ese momento, pero preferí jugar un poco más, acentuando mis movimientos para sentir mi polla golpear mis caderas, lo que me puso más cachondo.
Ya en la cocina, tomé la botella de aceite. Nunca me había pajeado con lubricante, pero por alguna razón estaba decidido a probarlo. Aún con la botella en la mano me fijé en el frutero. Había un pepino largo pero no muy grueso. Por un momento me lo imaginé de color carne y adherido a la pelvis de Juancho. ¿Y si…?
Sin embargo, no me sentía preparado para ello. Vertí un chorrito de aceite en la mano y me unté la polla. Mi mano resbaló enseguida, llevándose consigo el prepucio hacia abajo sin ninguna dificultad, desvelándome así una sensación que nunca había imaginado. Probé, por pura intuición, a frotarme el glande descubierto con la mano aceitosa. Al instante nació un cosquilleo que se extendió a la base de mi polla y luego a todo mi abdomen, provocando que mis piernas flaquearan por un momento. Decidí entonces volver a la cama para evitar accidentes.
Seguí masturbándome, tumbado boca arriba. Con la mano al derecho. Con la mano del revés. Con la otra mano. Con ambas. Probé a pajearme la base con una mano mientras la otra me frotaba el glande y empecé a contorsionarme de placer, pero me detuve cuando noté que mis huevos empezaban a subirse, lo que suponía el preludio de la eyaculación.
Volví a la paja tradicional, pero mi otra mano empezó a explorar mi escroto en primer lugar, y después mi perineo. Sin ser del todo consciente, un dedo se deslizó un poco más abajo y se adentró entre las nalgas. Caí en la cuenta cuando la yema acarició el agujero cerrado.
Me quedé paralizado por un momento. Era la primera vez que exploraba mi ano. La sensación había sido básicamente neutral, pero me preocupaba la posibilidad de llegar a sentir placer con aquello y si eso estaba bien o mal. Sin embargo, pudo más la curiosidad y seguí acariciando. De inmediato sentí un cosquilleo que se ramificó en todas direcciones, y al que contesté reanudando la masturbación.
El dedo hizo un amago por entrar, pero sentí un dolor punzante y decidí no seguir explorando. Mantuve el dedo pulsando el agujero mientras mi otra mano bombeaba cada vez con más fuerza. Mi polla empezó a hincharse, el prepucio se retrajo por completo y el precum dejó de salir. Un relámpago empezó a moverse a poca velocidad desde mis huevos hasta la base de mi polla. Ahí explotó, haciendo que mi glande ardiera por dentro y que todo mi cuerpo se contrajera en una serie de espasmos de placer.
Varias gotas de semen líquido salieron de mi rabo en un baile espasmódico. Apreté la próstata y empujé las caderas hacia arriba en cuanto sentí el semen espeso llegar a la punta.
—¡Juancho! ¡Juancho! —murmuré de forma completamente involuntaria.
Un sonido viscoso vino seguido de un impacto caliente en la comisura de mis labios y otro que se prolongó desde mi pecho hasta mi cuello. Solté dos bocanadas de aire mientras mi polla seguía escupiendo chorros cada vez más cortos y débiles. Cuando ya había terminado, me miré el abdomen y descubrí que aquello parecía un lago de agua blanquecina. Lamí el rastro en mi comisura. Estaba un poco más salado que la última vez que lo había probado.
Consulté el móvil con cuidado de no mancharlo. Eran las diez y diez. Ante la perspectiva de que mis padres estuvieran a punto de llegar tomé un pañuelo de la mesilla, me sequé lo más que pude y me fui a duchar.
Cuando salí me sentí reconfortado, aunque no podía quitarme de la cabeza la pregunta de por qué había mencionado a Juancho justo cuando me estaba corriendo. Antes de que pudiera obsesionarme más entraron mis padres.
—¿Ya desayunaste? —preguntó mi madre mientras entraba en la cocina.
—No. Iba a hacerlo ahora.
—¿Te lo preparo?
—No, tranquila. Yo me lo hago.
—Por cierto. —Hizo una pausa y se asomó—. ¿Tú has usado el aceite?
Di un respingo y mi cuerpo se heló. Juraría que mi cara se había vuelto blanca.
—N-no. ¿Por qué?
—Está por fuera.
—Igual fui yo con la ensalada de anoche —intervino mi padre.
Mi padre siempre tiende a ser inoportuno en cualquier conversación en la que yo intervenga, pero aquella vez, y sin que sirviera de precedente, me sirvió de parapeto para no prolongar aquella situación.
Los demás días de vacaciones fuimos a la playa. Las dos veces que me volví a quedar a solas volví a jugar con el aceite; esta vez asegurándome de guardarlo después de usarlo. Las demás, me pajeaba a la manera tradicional en el baño o en mi cama. Y en todas murmuraba el nombre de Juancho en el momento de correrme.
De vuelta a Santa Cruz cenamos en una pizzería del paseo marítimo y dimos un paseo. De pronto mi madre advirtió que un pequeño local que llevaba años alquilado estaba en funcionamiento.
—¡Una galería de arte! —Y entró sin pensarlo dos veces.
El arte nunca me ha llamado la atención. No porque no lo sepa disfrutar —hay obras verdaderamente preciosas—, sino porque tengo la sensación de que el artista trata de transmitir unos mensajes que no soy capaz de captar. Si no, no entiendo qué sentido tiene dar cuatro trazos aleatorios a un lienzo y ponerle un nombre rimbombante.
Sin embargo, y por simple cortesía, acompañé a mi madre. Mi padre se quedó fuera terminándose el cigarrillo y después entró con nosotros.
La sala era pequeña. Había ocho cuadros, todos ellos con una base de color rojo y distintos elementos representados: un amanecer, un empalamiento, una fresa, la luz de un semáforo…
El guía de la sala, un hombre de treinta y largos, calvo, delgado y con gafas de pasta verde lima, se nos acercó:
—Guten Abend..
—No —dijo mi madre, dando un respingo—. Somos españoles.
—Ah.
Después de presentarse, el guía nos explicó que los cuadros formaban un todo que pretendía explicar la gran variedad de significados de un mismo color, y que el autor tenía obras similares con el verde, el azul y el amarillo en otras tres salas de arte de Europa.
La colección se veía en unos pocos minutos. Incluso me dio tiempo a revisar cada cuadro dos veces. Al terminar la segunda ronda nos fuimos a marchar.
—¿Oh, ya se van? Tenemos otra exposición.
Mi madre se mostró interesada y tanto mi padre como yo la secundamos por complacerla. El guía nos llevó a una puerta que llevaba a una sala contigua, un poco más oscura.
Cada cuadro tenía su propia iluminación. Eran retratos, algunos de un realismo fascinante. Uno representaba a una mujer que mostraba sus labios dispuestos para un beso y cuyo realismo me generó una cierta inquietud. Otros tres cuadros mostraban trabajadores de cuerpo completo y había uno abstracto que me causó una paz imposible de explicar.
Pero había uno al fondo, sin cuadros al lado que le hicieran sombra. Parecía el rey de la sala, la joya de la corona, el palo mayor.
Era un pene. Un pene erecto. Un pene erecto que apuntaba directamente al espectador. Tenía prepucio, mostraba levemente el glande, brillante y pleno de sangre por dentro; y de su punta goteaba una pequeña perla de precum.
Me acerqué a paso lento y con la boca inadvertidamente abierta. Desconozco la reacción de mis padres porque mi mente estaba absorta viendo aquel trozo de carne viril tan realista que casi podía tocarse, casi podía lamerse, chuparse.
«¿Esto es lo que querías?», resonó en mi cabeza. El pene enhiesto de aquel cuadro parecía una réplica exacta de la polla de Juancho.
—¿Esto es lo que querías?
—¿Qué? —pregunté, dándome la vuelta.
Mis padres ya se habían marchado. El guía estaba en la puerta y me miraba con gesto distraído.
—¿Disculpe? —dijo con fuerte acento alemán.
—Perdón, me ha parecido que me decía algo.
Negó con la cabeza y regresó a la sala principal. Parecía avergonzado de haberme interrumpido en la observación de los cuadros.
O del cuadro.
Me volví para mirarlo una vez más. Mientras observaba, o mejor dicho, admiraba el óleo, me pregunté si de verdad el guía no había hablado. Me había parecido tan real… Dios mío. Volví a temer que esta obsesión, que esa ofuscación, fuera a repetirse con insistencia hasta hacerme perder el juicio.
Decidí entonces abandonar la sala, no sin antes darle un último vistazo al cuadro. Al regresar al salón principal el guía se dirigió a mí.
—Realistas, ¿eh? —Su boca mostraba una sonrisa socarrona.
—Eh… sí, sí —balbuceé.
—La colección estará expuesta hasta septiembre. —Hizo una pausa pretendidamente larga—. Por si quiere volver. —Y me guiñó un ojo.
Salí velozmente de allí tras musitar un «gracias» incompleto y volví al lado de mis padres.
—¿Qué te ha parecido la galería? —preguntó mi madre.
—Psé —contestó mi padre—. Pinturas. No pondría ninguna en casa.
—Le preguntaba a tu hijo.
Di un respingo. En ese momento las plantas de mis pies empezaron a dolerme de forma ostensible, como si acabara de aterrizar desde una caída de diez metros, y me percaté entonces de que estaba temblando. Sería por eso.
Traté de ordenar mis pensamientos en una fracción de segundo.
—Estaba interesante.
—No sabía que te interesara el arte. —Su voz reflejó sorpresa e incredulidad.
—Bueno, más que interesante, diferente.
—¿Qué quieres decir?
Mi padre, que estaba apartado, se acercó e intervino.
—Cariño, a tu hijo no le gusta el arte, pero no quiere decepcionarte —dijo en tono condescendiente.
Lo miré con rabia, pero respondí a mi madre encogiéndome de hombros.
—Ah, ya. Lo suponía —contestó mi madre finalmente.
Empezamos a caminar rumbo a casa, en silencio. Mis padres iniciaron una conversación a la que no presté atención. De pronto mi madre se dirigió a mí:
—¿Hay algún cuadro que te haya gustado más?
En ese momento las piernas me flaquearon y mi corazón pegó un brinco. Me vino a la mente el cuadro de la polla empalmada, y la mía empezó a endurecerse bajo mi pantalón. La respuesta era evidente, pero… ¿qué podía contestar?
Traté de recordar los cuadros de la primera sala. Ninguno me había llamado la atención y, por supuesto, no era capaz de visualizarlos en mi cabeza. Solo era capaz de recordar aquel conjunto de trazos color carne que concluía en un círculo rosado oscuro. Aquel cuadro, que de nuevo acababa de despertar mi polla de su semiinflado sueño, monopolizaba mi mente.
De pronto vi un semáforo y recordé que uno de los cuadros rojos representaba fielmente el disco luminoso de ese mismo color, así que me agarré a esa respuesta.
—¿El del semáforo? —preguntó mi madre, como intentando recordar cuál era—. ¿Qué tenía ese cuadro?
—Me pareció realista —mentí. Intenté entrar en detalles para no levantar sospechas—. Parecía vidrio de verdad, con sus brillos, con el nombre del fabricante en relieve… Y la luz estaba muy bien imitada.
Mi madre me miró y sonrió. No supe interpretar ese gesto. Deduje que le alegraba oírme hablar de pintura, aunque fuera en términos tan básicos. Pero no. Su sonrisa venía por otra cosa. Volvió a mirar al frente, agarró a mi padre de la mano y mencionó su cuadro favorito:
—El que más me gustó fue el del pene.
Tosí nerviosamente. Mi madre me miró de nuevo y mi padre rompió a reír.
—Tu madre también tiene sus apetencias, Raúl —dijo él mientras reía.
—¡No avergüences a tu hijo! —protestó ella, y a continuación suavizó su tono—. Me pareció no solo realista, sino que tenía algo que lo hacía atractivo. Daban ganas de agarrarlo.
A medida que mi madre iba describiendo el cuadro me iba poniendo más rojo y mi verga más dura. Agradecí que fuera de noche para que no se notara.
—A mí no me dieron ganas de agarrar esa polla —dijo mi padre entre risas.
Mi madre le contestó con un manotazo en el hombro y chistó algo sobre su vocabulario. Luego se dirigió a mí:
—¿Qué te pareció ese cuadro?
—¿El del… pene?
—Sí.
Tragué saliva e hice un esfuerzo ímprobo por eliminar la rojez de mi cara. Ahora ni siquiera recordaba el cuadro, sino la polla de Juancho. La polla palpitante a apenas unos milímetros de mi mano. De nuevo resonó en mi cabeza el «¿esto es lo que querías?» con su voz, pero de alguna manera bloqueé aquel recuerdo y traté de contestar a mi madre.
—Bueno, sí, es muy realista. —Hice una pausa para pensar cómo continuar—. Pero no me gustó.
—Vaya, yo hubiera pensado que sí. Si te gustó el otro por ser realista…
Tomé aire.
—Quiero decir que no me parece una imagen para pintar en un cuadro.
—Cariño —dijo con tono condescendiente—, el artista representa lo que le apetece. Si le pusiéramos cortapisas estaríamos censurando el arte.
—No sé qué arte puede haber en pintar una puta polla. ¡Perdón! Un pene —corregí de inmediato.
Noté como a mi madre se le tensó el cuerpo. Su gesto se volvió más grave, dejó de mirarme y empezó a caminar más rápido.
—En primer lugar, no sé dónde has aprendido ese lenguaje, pero no quiero volver a escucharte hablar así en mi presencia. Y en segundo lugar —volvió a mirarme por un momento—, no hubiera imaginado jamás que mi hijo pudiera ser tan retrógrado.
Aquellas palabras fueron un dardo al centro mismo de mi inseguridad. Sentí un pinchazo en el pecho y me quedé sin aire por un segundo, pero aparenté normalidad. Mi madre no se percató de nada y mi padre me miró con un gesto mitad de reproche, mitad de comprensión. Mi madre tenía a veces estas arrancadas, pero es cierto que yo la había provocado. Y ahora ella estaba enfadada y yo estaba dolido.
Todo por querer guardarme mi confusión respecto de Juancho y querer aparentar la normalidad que se suponía que debía haber en mi casa.
Por primera vez entendía lo que era la culpabilidad por ocultar lo que estaba sintiendo. O quizás por ocultar lo que era en realidad. Por negarlo. Por negármelo. Por engañarme, tal vez. Y no sería la última.
—Perdón —musité avergonzado y tratando de disimular mi voz quebrada.
Pero no contestó.
Al llegar a casa me dirigí a mi cuarto sin decir nada y me eché en la cama. La confusión presidía mi cabeza, pero por primera vez en mucho tiempo Juancho no asomaba por ningún lado. Y tampoco asomó en los siguientes días.
Lo único que había en mi mente era una mezcla de ideas desordenadas difícil de distinguir. Y todas tenían que ver con la conveniencia, o no, de seguir ocultando lo que estaba sintiendo por dentro.
Tuve un amago de sollozo que aguanté y, al instante, caí dormido.