Detrás del extremo (3. La huída)

De verdad. De verdad que me intenté convencer de que tener mi mano a apenas un milímetro de la polla de Juancho había sido una situación puntual que no se repetiría. Pero no me la podía quitar de la cabeza.

Hay veces en que no estás. Ni en los partidos, ni en clase, ni en casa, ni con los amigos, ni con la novia. No estás y punto.

De verdad. De verdad que me intenté convencer de que tener mi mano a apenas un milímetro de la polla de Juancho había sido una situación puntual que no se repetiría.

Pero no me la podía quitar de la cabeza. Ni la situación ni la polla.

Aquella escena casi estática, de apenas un par de segundos de duración, se reproducía en bucle en mi mente. A veces creía que me estaba obsesionando y que acabaría volviéndome loco, pero esa sensación se calmaba solamente de dos formas: o achuchándome Marta, preferentemente si acabábamos metiéndonos mano, o con una paja en honor a la polla de Juancho. Cualquiera de esas dos situaciones me daba una tregua de entre unas horas y unos pocos días.

Pero volvía a repetirse.

Durante todo ese tiempo di gracias de que Tijarafe estuviera a más de 50 kilómetros de mi ciudad y que, para llegar allí, fuera necesario completar un trayecto de más de una hora en coche por carretera de montaña, o, en mi caso, de cuatro horas en el deficiente transporte público de la isla. Si hubiera tenido la posibilidad de cruzarme con Juancho fuera de un campo de fútbol no sabría cómo habría reaccionado. Ni yo ni él.

La segunda vuelta de la temporada no fue tan fructífera y acabamos en sexto puesto, lo que tampoco estaba mal. Los equipos debutantes suelen tener ese hándicap: empiezan muy ilusionados pero acaban teniendo carencias técnicas y físicas que les hacen retroceder algunos puestos.

Por otra parte éramos un equipo juvenil, por lo que la parte deportiva era secundaria. Lo fundamental era aprender y formarnos, aunque los gritos continuos del entrenador desde la banda parecían indicar otra cosa. Por fortuna me iba a poder olvidar de esos berrinches durante tres meses.

El final de temporada coincidió con el inicio de la época de exámenes finales. Mi relación con Marta se había enfriado y para cuando me encerré a estudiar ya no manteníamos el contacto, así que cualquier chance de tonteo con posibilidades de acabar metiéndonos mano hasta llegar al orgasmo se había esfumado. Ella no se veía lista para el sexo oral y mucho menos para ser penetrada. Y yo… Cuando estaba solo tenía unas ganas locas de comerle el coño como lo hacían en las películas y de follarla, pero cuando nos veíamos el deseo se esfumaba. Incluso la última vez que pude rozar sus labios vaginales con mis dedos me pregunté qué se sentiría si de su entrepierna saliera una polla.

Ese día, después de despedirnos, me fui a casa sintiéndome un miserable. Supongo que eso ayudó a que romper la relación me aliviara, tanto por mi continua confusión como por lo injusto que estaba siendo con ella.

Por otra parte, aquel no había sido un buen año para el negocio de mis padres. Regentaban una panadería y la apertura de una cadena de supermercados en la misma manzana había hecho caer la recaudación un tercio, por lo que no tuvimos viaje de verano. En su lugar, mi padre reservó un apartamento en Fuencaliente, al sur de la isla.

Todo el trayecto llevé los dedos cruzados. No sabía si quería cruzarme con Juancho o si prefería esquivarlo, pero en cualquier caso mantenía el gesto como amuleto para llamar a una de las dos suertes.

Poco a poco fui pensando en las vacaciones como una huida. Sí, huía de Juancho, y la calma que da un apartamento me debía servir para desconectar de todo lo que me recordaba al fútbol y a Juancho. Sí, sería la huída, el fin de mis obsesiones y el punto de partida para un Raúl más calmado y seguro.

Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue dejar las cosas en el apartamento y volver al coche para visitar el volcán Teneguía, la última erupción terrestre de España.

—¿Lo ves ahí, hijo? —decía mi padre señalando con el dedo a una pequeña cordillera—. Ese volcán erupcionó en 1971.

De verdad que trataba de divisarlo, pero no veía nada especial. Quizás el «volcán» no fuera más que esa especie de boca que se abría en un lateral de la cordillera. No tendría más de 400 metros de alto desde el nivel del mar, pero como nosotros estábamos casi a ras del Teneguía, resultaba aún menos espectacular.

Sin embargo, mi padre parecía muy emocionado, así que para no defraudarlo asentí como si en realidad me interesara.

De vuelta a Fuencaliente, descubrí una cancha descubierta de fútbol sala donde siempre había chiquillos jugando. Decidí que iría a visitarla esa misma tarde, así que después de comer y dormitar la siesta me dirigí a la cancha. Allí había cuatro chicos y uno un poco mayor que yo. Llegué a la verja de entrada y me detuve a verlos jugar.

Los chicos jugaban todos contra todos y debían anotar en la portería donde estaba el mayor. Tres de ellos eran bastante torpes, y solo uno tenía cierta soltura, pero daba gusto verlos jugar. Parecían despreocupados. No importaba el futuro, no importaban las obligaciones, no importaba el tiempo, no importaba la esclativud de las hormonas. Solo importaba hacerse con el balón, esquivar un par de patadas y chutar a puerta.

Tragué saliva.

—Ey, ¿quieres unirte?

Pestañeé y agité la cabeza. Alguien acababa de sacarme de mis reflexiones. Era el mayor de todos. Había abandonado la portería y se acercaba con gesto amigable. Fue entonces cuando pude verlo más detenidamente. Su piel era tostada, casi caribeña, e iba rapado al uno. No era especialmente atractivo, pero tenía una sonrisa carismática. Como no llevaba camiseta pude apreciar sus abdominales, así como la parte superior de la uve que se escondía bajo su short.

—¿Quieres unirte? —repitió—. Los chicos están fritos por jugar un partido.

—Vale, ¿por qué no? —dije, intentando zafarme de la melancolía.

—Por cierto, soy Yeray.

—Yo Raúl —contesté, y nos dimos la mano.

Yeray y yo nos pusimos en porterías contrarias. Para que el campo no fuera tan grande arrastré la mía hasta el círculo central y, con un poco de piedra pómez, pinté un área improvisada en el asfalto de la cancha. Los chiquillos jugaron dos contra dos mientras los mayores los animábamos desde las metas y tratábamos de detener los balones sin demasiadas ganas. Nunca me ha gustado perder, pero era enormemente sanador escuchar a esos niños cantar los goles como si estuvieran en la final del Mundial de Fútbol.

Debía haber pasado como una hora. Los chiquillos hicieron un alto para ir en busca de unos helados. Mientras esperábamos a que volvieran, Yeray se acercó a mí.

—Zeben, el de las gafas, es mi hermano. Los otros son sus amigos —me explicó—. ¿Eres nuevo? No te he visto por aquí.

—Estoy de vacaciones. Vengo de Santa Cruz —contesté. Me acerqué al balón, lo elevé con el pie y empecé a dar toques.

—Ah —no parecía sorprendido—. ¿Llevas mucho?

—No, llegué hoy. Estaré seis días.

Mientras seguíamos charlando sobre banalidades, yo estaba concentrado en dar toques a la pelota. De empeine, de interior, de exterior y hasta alguno conseguí hacer de espuela. Luego hice un globo para que cayera sobre mi cabeza y di varios toques con la frente hasta que le pasé el balón a Yeray, quien lo agarró con las manos.

—Cuarenta y seis toques. No está nada mal —dijo.

—Y eso que te lo pasé. Si no hubieran sido muchos más —contesté alzando una ceja.

—Se te da bien. ¿Juegas a fútbol?

—Sí. Soy lateral en los juveniles del Tenisca. —Arrugó la frente en señal de sorpresa—. El entrenador del primer equipo ya me ha dicho que quiere contar conmigo.

—Coño, tío, eso está de puta madre —contestó en voz alta, y me chocó la mano.

Durante ese tiempo pude analizar un poco más a Yeray. Su sonrisa era permanente en la cara y sus ojos eran más oscuros que el carbón. El pantalón, humedecido por el sudor, marcaba un paquete que parecía bastante apretado.

Y diría que no llevaba calzoncillos.

El sol apretaba, así que nos sentamos frente a frente en un banquillo de madera que estaba cubierto por un toldo de caña. Sacó un Aquarius de su bolso, dio un trago y me ofreció.

—¿Qué? Siendo futbolista ligarás lo tuyo, ¿eh? —preguntó con tono sugerente.

—Psé. No creas —contesté tras dar un buche.

—¡Pero si todas se vuelven locas por un futbolista!

Me percaté de que me estaba mirando las piernas en ese momento, desde los tobillos hasta el muslo. Sin darme cuenta el pantalón se me había recogido y prácticamente se me veía la ingle.

No. Yo tampoco llevaba calzoncillos. Y creo que él también se había dado cuenta.

—Dicen que se vuelven locas, pero una vez estás con ellas se aburren y quieren a alguien nuevo.

—Eso es porque no valoran lo que tienen —dijo mirándome a los ojos.

Reconozco que no era consciente de lo que estaba pasando hasta que posó su mano justo encima de mi rodilla.

—Créeme —prosiguió, y me guiñó un ojo—. Ya encontrarás a alguien que lo haga.

Mi corazón pegó un brinco. No solo por lo que acababa de decir, sino porque su mano se iba desplazando lentamente hacia mi ingle. Aquella mano, de dedos largos y suaves, apenas cubiertos de vello en la zona de la muñeca, iba acariciando primero la parte superior de mi muslo y poco a poco iba cayendo hasta la parte interna.

Su pantalón empezó a hincharse por la zona del paquete. También el mío; él se dio cuenta y su empalme se aceleró. De pronto, su bulto basculó hacia un lado y, por la pernera de su pantalón, asomó un glande gordo y oscuro.

Permanecí quieto. Congelado, casi. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Abrirme de piernas? ¿Levantarme e irme? ¿Besarlo? ¿Alargar mi mano hasta su polla?

No tuve que decidir nada porque Yeray lo hizo por mí. Se acercó, me agarró la cara con las manos y me besó en los labios. Bueno, más que besarme, me taladró la boca con su lengua.

Era la primera vez que besaba a un chico. Resultaba tan diferente… ese ímpetu, ese morder con los labios hasta casi causar dolor, ese roce de la barba incipiente que lija la piel suave.

De pronto su mano derecha soltó mi cara y palpó con torpeza en mi muslo mientras él me seguía besando. Tanteó la manga del pantalón y, como una tuneladora, metió la mano por dentro. Rumbo a mi polla.

El roce de sus dedos produjo un chispazo en la cara interna de mi muslo que me recorrió todo el cuerpo. Y me vino a la cabeza la cara de Juancho. No su polla, no. Su cara. Su cara de decepción. Su gesto era triste. Su mirada era acusadora. «Me has engañado», parecían decir sus ojos. «Me has traicionado.»

En ese momento abrí los ojos. ¿Qué me estaba pasando? ¿Era una expresión de mi subconsciente ante el temor a mi primera relación homosexual? Entonces, ¿qué pintaba Juancho en todo esto? ¿Por qué estaba triste? ¿Por qué me acusaba?

¿Por qué?

No obtuve ninguna respuesta, pero sí conseguí reaccionar.

—¡Para! —grité, y me aparte de un brinco.

—¿Qué pasa?

—No, no puedo hacerlo.

Yeray resopló. Su rostro, que había perdido la sonrisa, aún mostraba serenidad, pero irradiaba un enfado incipiente que parecía estarse cocinando en sus adentros.

—Estás nervioso, es solo eso. Venga, ven conmigo.

—¡No! —repetí, y me puse en pie.

Él también se incorporó y entonces su cuerpo se puso en guardia, como el depredador segundos antes de abalanzarse sobre su presa.

—Ven —repitió ahora con más brusquedad.

Pero no contesté. Empecé a correr hacia la puerta y él hizo lo mismo para intentar cerrarme el paso. Corría más que yo, tanto que podría perfectamente llegar a la puerta para impedirme salir. En ese momento tuve que pensar rápidamente. Mi única escapatoria era que él llegara antes que yo, pero con el tiempo justo para que no me viniera venir.

Decidí arriesgarme y acompasé el ritmo. No podía fallar. Después de haber decidido huir sabía que si mi plan salía mal me tomaría como su presa y haría conmigo lo que quisiera.

Literalmente lo que quisiera.

Una llamarada ascendió por mi cuerpo. Era el calor del miedo. Fui entonces consciente de que tenía que medir bien cada una de mis zancadas. Un fallo, un leve fallo, un paso más corto o más largo y el miedo que pasé el día de la novatada en el vestuario pasaría a ser un chiste comparado con lo que se me vendría aquí.

No podía fallar.

Por mi integridad física y sexual.

Por mí.

Por Juancho.

Finalmente Yeray llegó a la puerta. Cuando se giró con los brazos en jarra, como si fuera el portero de una discoteca, no se imaginaba que yo ya estaría deslizándome por el suelo, con el talón de mi bota de fútbol dirigiéndose a 20 kilómetros por hora a su tobillo.

Cayó como un árbol talado. Gritaba. Gemía, Incluso lloraba. Yo solo me levanté, me sacudí el polvo y abandoné la cancha hecho un manojo de nervios, casi al borde del colapso. No todos los días se huye con éxito de un intento de violación.

Pero había algo que me atormentaba más: ¿por qué, en medio de los tocamientos de Yeray, sentí que estaba traicionando a Juancho? Mi cuerpo era un temblor. Tragué saliva. ¿Qué coño era lo que estaba sintiendo por él? Sentía como si mi corazón estuviera comprimido dentro de un cilicio.¿Por qué nunca había sentido eso con Marta?

La pregunta me rondó continuamente de camino al apartamento. El camino de regreso fue sinuoso. Me perdí varias veces en aquel pueblo formado por un puñado de calles y, cuando al fin llegué, mis padres no estaban. Lo agradecí.

Llené la bañera de agua muy caliente, casi hirviendo; eché jabón hasta hacer espuma y me metí desnudo para relajarme. En la superficie del agua, entre espuma blanca con iridiscencias varias, asomaba mi glande rosado. Estaba empalmado. Y la sensación de culpa hizo que por primera vez en mucho tiempo dejara que mi polla se durmiera.