Detrás del extremo (2. ¿Esto es lo que querías?)

Era la primera vez que alguien me tocaba mis partes. Por encima de la ropa, pero era la primera vez. La sensación fue breve, pero intensa. Su mano no estuvo más de un segundo rozando mi polla, pero fue suficiente para saber que quería más.

Habíamos jugado ocho partidos de liga y solo habíamos perdido uno. Estábamos en lo alto de la clasificación y lo decíamos con orgullo en el instituto. No era para menos: si quedábamos campeones pasábamos a la fase de ascenso, que nos podría llevar a la División de Honor. Y entonces sí que podríamos presumir: jugaríamos contra el Real Madrid, el Barcelona, el Athletic, el Espanyol… estaríamos paseando el nombre de La Palma por toda la geografía nacional mientras las chicas babeaban a nuestro paso.

Sí, las chicas. Pese a mi incipiente interés por el sexo masculino, yo seguía interactuando con compañeras y conocidas sin saber muy bien si buscaba una relación seria o una colección de ligues. Por aquel entonces había empezado a tontear con Marta, una compañera de clase que jugaba a voleibol; le gustaba llevar el pelo corto, muy corto, casi con un corte masculino y sus facciones no eran tampoco demasiado femeninas, pero tenía los pechos muy desarrollados y unas caderas que cortaban la respiración. Me sentía la envidia de todo el instituto. Mientras tanto, César seguía viniendo a mi memoria, claro, pero con menos fuerza. Ya ni siquiera recordaba como era su verga y la recordaba como la mía. Pero a fe que seguía pajeándome pensando en él.

También he de reconocer que cada vez disimulaba menos en los vestuarios del equipo de fútbol. Escudriñaba los miembros de mis compañeros con la única precaución de intentar no ser descubierto con los ojos en la masa. En varias ocasiones me percaté de que Tomás y Luis hacían lo mismo, pero que tuvieran un aparente interés en común conmigo no bastó para intimar con ellos: eran unos imbéciles y solo los consideré como inspiración para masturbarme imaginándome folladas brutales en las que abusaba vilmente de ellos, aunque más por desahogo mental que porque me atrayera la idea de meter mi polla en el culo de un tío.

Creía, genuinamente, que lo que sentía era curiosidad. Había vergas sin prepucio, otras con prepucio corto y otras con un capuchón que colgaba más allá de la punta. Algunas pollas eran minúsculas en reposo y crecían exageradamente al empalmarse —luego supe que se llamaban “de sangre”, tal como la mía— y otras que ya bastante vistosas incluso dormidas —“de carne”—. Las había velludas y las había con poco pelo; con glande prominente, con punta de lápiz, curvadas, venosas…

Ahora lo pienso y, si entonces hubiera estado convencido de mi orientación sexual, no hubiera desaprovechado la variedad de aquel catálogo.

De cuando en cuando a algún compañero se le empalmaba la polla, posiblemente por efecto de las hormonas, y las demás empezaban a levantarse como setas apareciendo en el bosque. Si uno empezaba a masturbarse para descargar lo acumulado en un par de días, tres o cuatro más los secundaban; cada uno con su polla, eso sí. Yo nunca era uno de ellos. Después de la primera experiencia durante la novatada temía quedarme mirándolos demasiado tiempo, así que cuando llegaban esos momentos apuraba mi ducha y salía rápidamente de los vestuarios. No era el único: Lucas, Toni y Zaca también solían hacer eso. Dios sabe por qué.

La liga siguió avanzando y tuvimos algún tropiezo, pero acabamos la primera vuelta en segunda posición. El primer partido de la segunda vuelta nos tocaba visitar al Tijarafe, un equipo del noreste de la isla. El partido se había ido calentando durante la semana, con recados intercambiados entre futbolistas y aficionados que estudiaban en los institutos de ambos municipios. Incluso las directivas llegaron a amenazar con suspender el encuentro, pero los enfrentamientos dialécticos siguieron.

Así llegó el día del partido. Yo ocupé mi posición habitual, de lateral izquierdo. Me habían advertido que tuviera cuidado con mi marca, el extremo derecho rival, que era muy rápido y sabía anticiparse, así que decidí subir menos al ataque. Como a la media hora de partido un pase largo a nuestra espalda nos pilló desprevenidos y su extremo, al que yo debía frenar, me había sobrepasado. Empecé a perseguirlo con la vana esperanza de alcanzarlo. Solo me salvaba que el pase iba muy abierto y, para poder centrar, tendría que frenarse. Cuando se detuvo supe que tenía mi oportunidad: me lancé al suelo y le arrebaté el balón, enviándolo a córner. Pero, en medio, arrollé su tobillo y se fue al suelo.

De inmediato se montó una refriega que el árbitro consiguió aplacar después de tres minutos de amenazas. Me llevé una tarjeta amarilla y el rival tuvo que abandonar el campo lesionado. Su reemplazo tenía cara aniñada, parecía más torpe y era menos corpulento. Esto último era porque estaba vistiendo una talla más de camiseta de la que le correspondía.

Por los gritos de sus compañeros supe que se llamaba Juancho. Cuanto más lo miraba más me atraía, pero por nada del mundo lo dejaría pasar por mi banda. Pronto noté la razón de su torpeza con el balón: el muchacho era zurdo y estaba jugando por la derecha. Desconozco por qué su entrenador tomó esa decisión, pero sin duda me puso las cosas más fáciles. Y más interesantes.

En un lance del juego me vi corriendo a su par, tratando de bloquear cualquier opción que tuviera de centrar el balón. Su decisión fue frenar en seco y pasar el balón atrás, pero con la inercia se fue al suelo y me arrastró con él. No tengo muy claro cómo, su mano cayó justo sobre mi entrepierna. En ese momento me di cuenta de que mi polla tenía un empalme incipiente.

Era la primera vez que alguien me tocaba mis partes. Por encima de la ropa, pero era la primera vez. La sensación fue breve, pero intensa. Su mano no estuvo más de un segundo rozando mi polla, pero fue suficiente para saber que quería más.

A partir de ahí establecí un marcaje mucho más férreo sobre él. Mentiría si dijera que no fue para buscar otro encuentro similar. Además, con el paso de los minutos me empezó a entrar la curiosidad de saber qué se sentiría al agarrar una polla, aunque fuera a través de la tela. Después de varios intentos tuve la ocasión en un córner en contra. Yo tenía que tapar el primer palo y Juancho se pegó a mí. No es un movimiento habitual en saques de esquina, así que me desconcentró. Para que me dejara en paz se me ocurrió llevar mi mano a su entrepierna, esperando desconcentrarlo a él.

Para mi sorpresa, el bulto parecía grande. Palpé un poco y me pareció que estaba algo duro.

Quizás la estrategia de desconcentrarlo fue demasiado lejos, porque lo que sucedió fue sustancialmente distinto a lo que esperaba: me empujó y me dio un puñetazo en el pecho que me derribó al suelo. El árbitro, que ya había tenido que apaciguar varios enfrentamientos, resolvió este por la vía rápida: tarjeta roja para Juancho y la segunda amarilla para mí, con lo que ambos nos fuimos a vestuarios mediada la segunda parte.

Durante la salida del campo mi mente estuvo bloqueada, entre el enfado por la expulsión (mi primera expulsión desde que jugaba a fútbol) y el desconcierto de no saber exactamente qué me había llevado a concluir que meterle mano a mi rival era la mejor opción.

Salí de mi ensimismamiento en la puerta del túnel de vestuarios. Juancho, que había entrado antes que yo, me esperaba en el acceso a las duchas visitantes. Pude escudriñarlo por un instante: su piel blanca combinaba a la perfección con su pelo castaño claro y de punta. Llevaba la camiseta en la mano y el torso al descubierto. No era tan escuálido como parecía: tenía el pecho tonificado y los abdominales se marcaban con facilidad. Pero no era lo único que tenía al aire.

—¿Esto es lo que querías? —dijo, mientras meneaba su polla con la mano. Mi vista bajó como un resorte y enfocó aquella verga. Era idéntica a la de César, pero más morena y tenía una ligera curvatura a la derecha. Estaba dura, tenía un poco de glande a la vista y el prepucio arrugado se veía bastante grueso—. ¿Eh? ¿Es lo que querías?

Intenté no hacer caso, miré al suelo y traté de esquivarlo, pero dio un paso a un lado para cortarme la trayectoria. Acto seguido me tomó la mano y la acercó a su polla. Creo que no llegué a tocarla, pero con el tiempo el recuerdo se ha ido distorsionando. Quizás la rocé levemente con la punta de mis dedos.

—Ahí la tienes. Tócala, tócala que se ve que es lo que te gusta.

Lo miré a los ojos. Ya no lucía aniñado; ahora me estaba desafiando con una mirada profunda y afilada. Fruncí el ceño y, finalmente, pude zafarme y esquivarlo. Hizo ademán de seguirme, pero no entró al vestuario. Sí lo hizo Guille, un compañero de mi equipo, quien se dirigió a mí de inmediato.

—¿Te estaba molestando ese imbécil?

—No, no —mentí con la voz trastabillada—. Solo discutíamos por la expulsión, nada más.

—Si en algún momento tienes un problema, avisa. A esta gente le va la bronca.

Asentí en señal de agradecimiento. A continuación pregunté:

—¿Qué haces aquí?

—El hijoputa del entrenador me ha cambiado.

—Vaya, lo siento.

Faltaba bastante tiempo para que terminara el partido, así que nos duchamos con calma. La imagen de la polla de Juancho seguía en mi cabeza, así que pensé que sería buena idea mirar a Guille buscando algo que la eclipsara. Guille solía ducharse con calzoncillos, por lo que no había mucho con lo que entretenerse. Aun así, y pese a que el bulto se veía más bien discreto, la forma en que se transparentaba la parte de las nalgas se reflejó en un breve crecimiento de mi polla. En ese momento me asusté. ¿Desde cuándo me parecía atractivo el culo de un hombre? Aquel trasero era tan redondo que parecía inflado con aire, y tan respingón que daba la impresión de que el calzoncillo acabaría por reventar.

Dedidí darle levemente la espalda para que no viera mi polla erecta. A fin de cuentas, una empalmada en una ducha colectiva es cuestión de probabilidades, pero cuando solo hay dos personas la suspicacia empieza a flotar en el aire.

Después de secarnos y vestirnos, Guille puso rumbo de nuevo al campo.

—Yo me voy fuera —dije—. No quiero que el entrenador tenga la oportunidad de insultarme.

—Justamente yo voy a la grada para insultarlo a él.

Ambos nos echamos a reír y seguimos nuestros caminos.

Anduve despacio, intentando tranquilizarme con ejercicios sencillos de respiración. Gracias a Guille me había olvidado por un momento de lo que había pasado por fuera del vestuario, pero ahora me estaba volviendo a la cabeza la imagen de aquella polla empalmada y la voz profunda de Juancho.

—¿Esto es lo que querías? —se reproducía en bucle en mi cabeza.

La cuestión es: ¿eso era lo que quería? ¡Dios, no! ¡No soy un maricón! ¿O sí lo era? ¡No, por Dios! ¡Marta!, me dije al fin. ¡Marta! Estoy con una chica. Pero entonces, ¿por qué no me quito esa polla de la cabeza? ¿Por qué dudo sobre si es lo que quiero? ¿Por qué, si otra vez lo tuviera delante, tal vez sí se la agarraría?

En medio de mis cavilaciones ignoré unos pasos que me seguían. Justo cuando fui a abrir la puerta de salida una mano me asió del hombro. Del susto me viré de forma repentina y protegiéndome con el brazo.

Era Juancho.

—¡Eh! —protestó esquivando el codo. Su cara volvía a ser aniñada y creí, genuinamente, que no buscaba ninguna situación incómoda ni violenta.

—¡Me asustaste, capullo!

—Lo siento.

Salimos juntos del estadio. Mi expresión era de enfado entre la afrenta en la puerta de los vestuarios y el susto reciente. Ya fuera del campo lo miré a la cara. Su gesto era bastante diferente. Su boca parecía caída, lánguida, y llevaba los ojos entrecerrados. Si tuviera que describir lo que me transmitía en una palabra, sería pena.

—¿Qué quieres? —pregunté con sequedad.

—Quería darte las gracias.

Alcé las cejas de forma inconsciente y agité la cabeza, desconcertado.

—¿Las gracias por qué?

—Por no decirle la verdad a tu compañero. Pensé que ibas a contarle lo que había hecho.

—Ah, no, tranquilo. —Dejé caer la mano en señal de desdén—. Olvídalo.

Le di la espalda y empecé a caminar rumbo a la plaza contigua al estadio, pero él me siguió.

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Mentir? —pregunté, y él asintió—. Supongo que porque no quería meterte en un problema. —Tragó saliva y miró al suelo; diría que tenía un nudo en la garganta. Yo seguí—: ¿Por qué lo hiciste tú?

Se encogió de hombros y empezó a mirar alrededor, como si así pudiera dejar pasar el tiempo. Después de unos segundos me enfocó de nuevo. Verlo en aquella situación, sintiéndose miserable, me generó un sentimiento de ternura que mi entrepierna secundó con un par de latidos.

—No lo sé —contestó con un tono de vergüenza en la voz.

—¿Eres…?

—¡No! ¡Tengo novia!

Esa historia me sonaba.

Le di una palmada en el hombro y lo apreté con intención amistosa.

—No te preocupes. Como te he dicho no voy a buscarte problemas con algo como esto. Que te atraigan los chicos, o que piensen que te atraen, en un equipo de fútbol es… —Me di cuenta enseguida de que «es» no era la forma verbal más adecuada para esta situación— debe ser difícil de sobrellevar, por lo de que puedan rechazarte y eso.

—Sí, bueno. No lo había pensado así, pero tienes razón. —dijo. Tuve la sensación de que no era sincero, pero no dejaban de ser impresiones mías—. De todos modos te prometo que no volverá a pasar.

—¿No? Qué pena —contesté, y vi como su cara se quedaba en blanco de pronto. Le di otra palmada en el hombro y me eché a reír—. ¡Es broma, hombre!

—¡Vete a la mierda! —dijo en medio de una risa nerviosa, y se fue por su lado.

Yo me quedé a esperar el final del partido. Luego subiríamos a la guagua alquilada por el club para regresar a la capital. Allí me faltaron pies para ir corriendo a mi casa y masturbarme con la breve imagen que había conseguido guardar en mi memoria de la verga de Juancho y de lo cerca que había estado mi mano de ella.

Ya la polla de César era un recuerdo difuminado que casi no se dejaba ver en mi memoria. Ahora era Juancho quien protagonizaba mis pajas más morbosas: las del sexo que sabes que nunca podrás alcanzar. Porque eso era lo más atractivo: saber que no lo podía alcanzar. Que no lo debía alcanzar. Que era un tabú.

Sin embargo, fantaseaba con el instante en que traspasara esa frontera y finalmente me atreviera a, aunque fuera, rozar un pene erecto con los dedos. Ese instante, que de solo pensarlo me erizaba los pelos, me hacía rebotar la polla y me aceleraba el ritmo de la respiración, se me antojaba un punto de no retorno, y me daba tanto morbo como miedo.

Y el momento de traspasarlo estaba más cerca de lo que creía.