Detrás del extremo (10. El coche de alquiler)

Noté su rabo duro rozarse contra la tela de mi ropa interior, colándose un rastro de frío que identifiqué como restos de líquido preseminal que habrían empapado mi ropa interior.

A pesar de las emociones, aquella noche dormí bien. Al despertar, descubrí que Aday me miraba con curiosidad.

—Buenos días —dijo, y sonrió.

Aquel gesto me animó, aunque no tenía del todo claro cómo interpretarlo. En cierto modo tenía miedo de que definir aquello lo limitara; a la vez, me daba vértigo pensar hasta donde podía llegar, de modo que antes de pronunciar una sola palabra debía ordenar mis ideas.

Pasamos unos minutos mirándonos en silencio, como si nos estuviéramos analizando. Luego nos preparamos para ir a desayunar y dirigirnos al estadio con el resto del equipo.

Las semanas fueron transcurriendo. En los entrenamientos Aday mantenía la misma actitud cariñosamente despreocupada hacia mí. A veces me saludaba fundiéndome en un abrazo y otras veces fingía displicencia mientras me dedicaba una sonrisa casi imperceptible. En los vestuarios nos evitábamos adrede. No queríamos sucumbir delante de nuestros compañeros, en un entorno profesional y con la presión mediática del fútbol, incluso del de Segunda B.

En las siguientes salidas el entrenador nos fue emparejando de forma aleatoria, de modo que no coincidí con Aday. La primera vez me pilló por sorpresa y lo pagué con mi compañero de habitación, al que traté con hosquedad, aunque acabaría disculpándome. En las siguientes ocasiones se me hizo más llevadero. Incluso Aday y yo encontramos ocasiones para escabullirnos y hablar. Solo hablar. Las muestras de cariño eran limitadas y el sexo no volvió a hacer acto de presencia.

Definitivamente, no sabía cómo definir aquello. Y empezaba a pensar que tampoco me apetecía definirlo.

Llegó noviembre. El último domingo del mes no había liga porque se disputada un partido de las categorías inferiores de la Selección Española. Ni Aday ni yo estábamos convocados, por lo que decidimos organizar un plan para estar el sábado a solas.

Como Aday tenía carnet de conducir decidimos reunir dinero para alquilar un coche y dar la vuelta a la isla. El día era un poco desapacible, con la panza de burro —manto de nubes blancas, con aspecto de lana— cubriendo todo el cielo, pero a cambio se podía pasear sin que el sol quemara la piel.

—Donde no hay nubes es en la cumbre —dijo Aday.

—¿En serio? Pensé que solo pasaba en La Palma.

—No, pasa en todas las islas montañosas. La panza de burro se acumula porque las montañas frenan la nube, así que en la cumbre estará despejado. —Hizo una pausa—. ¿Quieres verlo?

Asentí, y de pronto me vi con Aday subiendo en coche hasta el Roque Nublo.

—¿Has estado? —preguntó mientras conducía.

—No —mentí. Me parecía buena idea darle la impresión de que me iba a descubrir aquel paraje por primera vez. Su sonrisa pareció darme la razón.

Cuando llegamos, se apartó de la carretera y aparcó en el terraplén anexo al camino que llevaba al roque. Se había equivocado: la cumbre también estaba nubosa. Y no solo eso, sino que llovía con fuerza. Después de valorar el silencio la situación Aday habló:

—Mejor vamos a otro lado, ¿no?

Asentí. Engranó la primera marcha, pero el coche no avanzó. Después de intentarlo un par de veces más supo qué ocurría: el terraplén estaba embarrado y las ruedas se hundían, impidiendo el avance.

Estábamos atrapados. Aday chasqueó la lengua.

—Genial. Ni puedo enseñarte el Roque ni podemos movernos de aquí. Será mejor que llame a la grúa.

Tomó su teléfono y marcó el número del seguro. Mientras hablaba mantenía el mismo tono de voz, que destilaba amargura y parecía cristalizarse en mis adentros. Sentí la necesidad de reconfortarle nada más terminara de hablar por teléfono.

—Hora y media para que vengan a recogernos —anunció nada más colgar.

—Te he mentido —dije de inmediato. Guardé silencio hasta que me miró con cara de inquietud—. En verdad sí había estado en el Roque. Vine con Kevin y Fran.

—¿Pero… por qué? —preguntó trastabillándose.

—Me hacía ilusión venir contigo y que me lo descubrieras otra vez.

No teníamos escapatoria, así que tuve la dudosa idea de que podía animarlo sincerándome con él. Me di cuenta enseguida de que la idea podía salir mal, pero ya era tarde.

—¿Conmigo?

—Sí —dije, bajando la cabeza y con la cara ruborizada—. Contigo.

—No entiendo.

Aparté la mirada y mi mano empezó a temblar. Entonces él la tomó entre sus dos manos.

—Vale. Ahora sí lo entiendo —dijo con voz calmada.

Aquel gesto me tranquilizó. Tomé aire y lo miré. Entonces descubrí que su cara estaba muy cerca de mí. De forma impulsiva le besé los labios y me aparté de golpe.

—Lo… Lo siento —me disculpé.

—¿Por qué? ¿Por adelantarte a mí? —dijo, y se echó a reír.

Permanecí quieto, tratando de interpretar aquellas palabras. Él tampoco se movía. Alzó una ceja y dibujó una sonrisa picarona. No sé cuánto estuvimos así; solo sé que de pronto mis labios se juntaron a los suyos y empezamos a besarnos con dificultad porque nos retenían los cinturones de seguridad.

—Será mejor que nos desabrochemos —sugirió.

Volví en mí, y entonces fui consciente de que la chapa y las lunas del coche estaban siendo golpeados por miles de gotas de agua.

—Menuda lluvia —dije.

—Es granizo.

—Ahora entiendo por qué tengo tanto frío.

Me cubrí el torso con los brazos para atemperarme. Aday, con una sonrisa de oreja a oreja y una mirada que desprendía ternura, se acercó a mí, me abrazó y me susurró al oído.

—¿Qué tal si entramos en calor?

Di un brinco. Mi mente interpretó aquello como una proposición indecente, pero mi consciente se negaba a admitir aquella posibilidad. La paja mutua de aquella noche había sido eso: una paja mutua. Tener sexo era otra cosa.

O eso creía yo.

Sin dejar que respondiera, Aday me besó bajo la oreja y a continuación lo hizo en el lateral de mi cuello, dejando un rastro de humedad. Una ola de calor me recorrió todo el cuerpo, y se me escapó un gemido cuando fue su lengua la que me lamió desde aquel lugar hasta la nuez, en donde se entretuvo unos segundos haciendo círculos de saliva y haciendo que su aliento calentara y enfriara a la vez aquella zona. Luego me marcó suavemente con los dientes. Gemí tenuemente.

Se separó y se quedó mirándome, como si quisiera evaluar mi reacción. Yo no sabía qué hacer, mucho menos qué decir, pero mi cuerpo sentía la necesidad de impulsarme sobre él, así que me dejé llevar por mis instintos. Le tomé por los costados y me abalancé. Él se balanceó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra el cristal.

—¿Estás bien? —pregunté.

Respondió con una carcajada. Tomó mi cara con sus manos y me acercó hasta él. Las puntas de nuestras narices se tocaban. Veía sus ojos por duplicado, de lo cerca que estábamos, y podía notar su aliento dulce.

—Estoy mejor que nunca —contestó, y me besó de nuevo.

El aguacero arreciaba hasta casi conformar un ruido continuo, como continuo era nuestro beso mientras mi cuerpo se contorsionaba sobre el suyo, de manera algo torpe porque intentaba que mis piernas no golpearan la palanca de cambios ni el freno de mano. Entonces Aday me apartó suavemente e hizo un gesto con la cabeza para pasarnos al sillón de atrás.

Me descalcé y pasé entre los asientos con delicadeza. Después pasó él, con más dificultad debido a su mayor tamaño. El frío del asiento se filtraba a través de la ropa, pero Aday se acercó de inmediato y el calor de su cuerpo lo compensó con creces. Abrí mis piernas y su pelvis se acomodó contra la mía, a la vez que sus brazos me rodeaban por la espalda. Nos seguimos besando, intentando que la excitación y el roce de nuestros cuerpos erradicaran cualquier rastro de frío de nuestros cuerpos.

Se separó un poco y se quitó el suéter y la camiseta. A continuación pasó sus manos cálidas por mis costados, levantando mi sudadera y dejando a la vista la piel de mi torso. Levanté los brazos para que pudiera quitármela, pero la dejó a la altura de mis codos y se aseguró de que quedara detrás de mi cabeza, aprisionándome los brazos. Entonces se acercó de nuevo y, de forma sorpresiva, me lamió los labios de forma enérgica.

—¿Estás preparado?

—¿Para qué? —pregunté entre curioso y asustado.

Pero no contestó. Me dio un beso rápido en los labios y bajó a mi cuello, donde empezó a lamer, creando un camino sinuoso de saliva hasta llegar a mi pezón izquierdo. Le pasó la lengua con suavidad y sentí un breve cosquilleo, pero a continuación lo aprisionó con los labios a la vez que hacía vibrar su lengua sobre él. Sentí que una ola fría nacía en mi pecho y recorría todo mi torso, haciéndome arquear la espalda de forma involuntaria mientras gemía escandalosamente. Siguió lamiendo un poco más y entonces se separó.

—Para esto.

Intenté contestar, pero respiraba de forma entrecortada. Y antes de que pudiera responderte posó su lengua de nuevo en mi pezón y recorrió, esta vez de forma directa, el camino hacia la axila, donde lamió delicadamente con la lengua. Ahora mi cuerpo entero se contorsionaba mientras gimoteaba entre intentos de risa. Conseguí articular un atropellado «¡Para, para!» que no obedeció. Siguió lamiendo unos diez segundos más, mientras su sonrisa se volvía cada vez más pícara. Entonces se separó y me besó.

—He descubierto algo —anunció.

—¿El qué?

—Que tienes las mismas zonas erógenas que mi exnovia.

Quizás era el peor momento para hablar de su ex, pero el simple comentario me puso cachondo. Moví mis brazos en espasmos hasta librarme de la sudadera, agarré su cabeza y la traje hacia mí. Mis labios chocaron con los suyos y le introduje la lengua todo lo que pude, a lo que él respondió marcándola con los dientes.

Se separó y se quedó mirándome un instante. Volvió a besarme y luego se irguió para desabrocharse el pantalón. Se lo bajó con delicadeza, a la par que el calzoncillo. De pronto, su polla quedó liberada y brincó hasta golpear su barriga emitiendo un sonido seco. A continuación me desabrochó mi pantalón y tiró con fuerza hasta sacármelo del todo.

Él estaba desnudo; yo, en calzoncillos. Se acercó de nuevo y me besó. Noté su rabo duro rozarse contra la tela de mi ropa interior, colándose un rastro de frío que identifiqué como restos de líquido preseminal que habrían empapado mi ropa interior.

De pronto su mano se posó sobre mi paquete y lo empezó a sobajear. La delicadeza de sus caricias se hacía ruda por el efecto de la tela, y eso incrementaba la sensación de placer que manaba de mi verga. La inflé y Aday debió tomar aquello como una invitación a quitar el calzoncillo de la ecuación. Tiró del elástico y sentí sus dedos acariciar la piel mientras bajaba la tela, que trabó por debajo de mis huevos, dejándolos hinchados.

Me sorprendí al ver mi polla más gorda que nunca. Aday debió darse cuenta:

—Parece que alguien está muy, muy cachondo —dijo, asegurándose de que su aliento acariciara mi glande descubierto.

Lo miraba a los ojos. Él me miraba a los míos y, sin dejar de hacerlo, sacó la lengua y la hizo resbalar sobre mi frenillo hasta llegar a la punta, donde dibujó unos pocos círculos. Mi cabezote emitió unas punzadas de placer. Entonces Aday cubrió mi glande con sus labios y empezó a chupármela con delicadeza. Gemí y arqueé mi espalda mientras sentía el calor y la humedad rodear mi capullo. Una sensación de plenitud llenó entonces mi polla y sentí que de la punta brotaba líquido preseminal.

—Mmmmm… —. Aday apretó el glande con los labios para terminar de exprimirlo, succionó la punta y se separó; entonces me miró—. Definitivamente, alguien está muy, muy cachondo.

—Será porque…

—¿Porque…? —preguntó con curiosidad.

—...porque esta es mi primera vez —admití con un poco de vergüenza.

Puso los ojos como platos, se acercó y me besó con suavidad en los labios.

—¿De verdad?

Asentí con la cabeza.

—Entonces iré despacito.

Le tomé la cabeza con las manos, lo besé con fuerza y le susurré:

—Ve a la velocidad a la que querías ir. Quiero disfrutar de este momento.

Aday rió y me abrazó. A continuación me recorrió nuevamente el torso con la lengua pero no demoró en exceso su viaje hasta mi entrepierna. Allí se centró primero en lamerme el tronco de mi rabo para bajar hasta los huevos. Primero me lamió el escroto, golpeándolo con la lengua y provocando que decenas de impulsos eléctricos tomaran el control de mi espalda y de mi voz. A continuación los succionó y arqueé mi espalda de forma definitiva. Ya no sabía dónde terminaba el umbral del placer y donde terminaba el del dolor, pero no quería que parara, así que le tomé la cabeza y lo empurré contra mi pelvis para que siguiera.

Gemí. Gemí a un volumen tan alto que alguien que hubiera estado fuera me habría oído con toda seguridad. Entonces me relajé un momento y él aprovechó para separarse, tomar mi polla con la mano y empezar a mamarla. Sus labios abrazaban mi tronco y su lengua humedecía toda la piel. Cada vez que bajaba mi polla se inflaba, y cada vez que subía y sus labios rozaban mi glande sentía un estallido eléctrico que golpeaba todo mi cuerpo.

—Mira —dijo de pronto.

Lo miré otra vez a los ojos. Su lengua estaba posada otra vez sobre mi frenillo mientras mi glande brillaba al descubierto, con la piel arrugada por debajo. Entonces se metió la cabeza en la boca y empezó a hurgar con la lengua en mi prepucio y a succionar con los labios, abandonando poco a poco mi glande mientras aprisionaba la punta del pellejo con los dientes. Entonces me miró otra vez y sonrió.

Me había extendido el prepucio sobre el glande sin ayuda de las manos.

Se acercó y me besó. Mi lengua, ávida de él, se introdujo todo lo adentro que pudo. De inmediato me rodeó con los brazos y me atrajo hacia él mientras se recostaba.

—Tu turno —dijo.

No me molesté ni en contestarle. Terminé de besarle y empecé a recorrer primero su cuello para después centrarme en su pezón derecho. Intenté imitar lo que él me hacía, pero no surtió efecto.

—No tengo mucha sensibilidad ahí.

Lo miré, sonreí y decidí ir a la parte en la que seguro que sí tenía sensibilidad, recorriendo con mi lengua sus pectorales y sus abdominales antes de llegar a la ingle.

Tomé su polla, corta pero gruesa, con mi mano. La contemplé por un instante. Solo una vez había tenido una polla tan cerca —la de Axel, que disfrutaba exhibiéndose—, pero nunca con opciones reales de llevármela a la boca. Esta era la primera.

Decidí imitar su forma de mamarme: empecé lamiéndole el frenillo de su polla circuncidada y subí hasta la punta, donde dibujé unos círculos. Escuché un resoplido y noté como su rabo se hinchaba dos veces. Entonces rodeé su glande con los labios y traté de introducírmelo en la boca. Apenas iba por mitad de cabeza cuando Aday dio un respingo y bajó la pelvis para sacarla de mi boca.

—¡Cuidado con los dientes!

—Perdón —contesté avergonzado.

—No pasa nada —dijo mientras me acariciaba la cara.

Nuevamente me introduje la punta en la boca. Tenía un sabor difícil de categorizar, entre salado y con un pequeño punto ácido. Conseguí reprimir la sensación de asco y logré introducirme el resto del enorme glande en mi boca, pero cuando intenté avanzar un poco más me vino una arcada enorme y la saqué de golpe.

Aday rompió a reír.

—Ya, es un poco gorda. Todo es practicar.

Todo es practicar, me repetí. ¿Estaba insinuando que habría más veces? La sola mención me generó una ola de calor y sentí que mi polla expulsaba otra gota de líquido preseminal.

—¡Mierda! —exclamó Aday—. ¡Manchaste la tapicería!

Miré de inmediato y vi como un hilillo de precum llegaba a la tela, donde había un lamparón de humedad. No sé por qué rompí a reír y Aday hizo lo mismo.

Fui a besarlo y entonces escuchamos un golpeteo rítmico en la ventanilla del conductor. Entonces nos dimos cuenta de que ya no llovía. Miramos y distinguimos a la vez la figura de un hombre a través del vaho acumulado.

—¡Un mirón! —dijo Aday.

—¿Un mirón? —pregunté—. ¿Qué es un…?

—Ah, no. ¡Mierda!

—¿Qué pasa?

Aday contestó señalando hacia el frontal del coche y distinguí la forma de un camión.

—¡Es la grúa! —dijo, y rompió a reír de forma nerviosa.

Una ola de vergüenza me embargó de pronto. Aday debió darse cuenta porque me rodeó de inmediato y me besó la mejilla.

—No pasa nada —dijo, y me alcanzó la ropa. A continuación miró el reloj—. Ha tardado cuarenta minutos; para una vez que podría haber tardado más… —dijo, y volvió a reír.

Nos vestimos lo más rápido que pudimos y salimos al encuentro del hombre. Aday lo hizo primero. El señor parecía apacible, aunque cuando me vio salir dio un pequeño salto de sorpresa, pero omitió cualquier comentario y siguió hablando con Aday.

—No hará falta remolcarles —anunció.

Tomó unas planchas de metal y las enterró en el barro, procurando que hicieran contacto con la base de los neumáticos. Entonces dio instrucciones a Aday para que arrancara el coche y lo acelerara despacio. Después de dos intentos el coche por fin despertó de su letargo y avanzó unos centímetros, los suficientes para escalar por la escala improvisada hasta que las ruedas se posaron sobre suelo firme.

—Es más habitual de lo que parece —comentó mientras ofrecía a Aday el talonario para que firmara la conformidad con el servicio.

Finalmente el hombre se despidió de nosotros con la mano y sin mirar atrás, se subió a la grúa y abandonó el lugar. Aday y yo volvimos al coche y estuvimos unos minutos mirando al infinito antes de atreverme a hablar.

—¿Qué somos? —pregunté.

—¿Qué quieres que seamos?

—La verdad es que no lo sé.

—Entonces seremos eso —contestó, y me abrazó mientras rompía a reír.

Le devolví el abrazo y también empecé a reír mientras, para mis adentros, intentaba enterrar el temor de no saber definir aquello a lo que me empezaba a enfrentar. Aday se separó de mí, me miró fijamente y me besó con suavidad en los labios.

—Lo único que te pido es que no tengas miedo —dijo—. Y si lo tienes, dímelo.

Me encontré repentinamente incómodo al sentir que había descubierto mis sentimientos, como si hubiera usado una máquina de rayos X. Traté de esquivar su mirada, pero asentí con la cabeza. Me tomó de la nuca y me besó una última vez.

—¿Qué tal si volvemos?

—Vale —contesté animado de nuevo.

Aday arrancó el coche y volvimos a la ciudad, donde paseamos por la arena de la playa de las Canteras, a la orilla del mar, mientras el sol se ponía detrás de la isla de Tenerife, dibujando la sombra del Teide a contraluz, como si el astro lo abrazara por detrás, cubriéndolo del calor de ese cielo entre naranja y rosado.

Justo lo que hacía Aday conmigo mientras observábamos ese ocaso.