Detrás del extremo (1. Ve a ducharte)
Ese «ve a ducharte» me ha resonado muchas veces a lo largo de mi vida. Aquella frase marcó el preludio azaroso de lo que me iba a encontrar al final del trayecto, cuando entrara en el vestuario. Una imagen que me aterró, y que cambiaría mi vida para siempre.
La primera vez que supe que quería probar una polla fue en un vestuario. Antes ya había intuido algo. Víctor, el más alto de la clase de quinto, me parecía muy «guapo», como lo pensaba entonces. Luego supe que realmente me calentaba, me encendía, me ponía cachondo, pero por aquel entonces ni siquiera tenía una palabra para ello. En el último trimestre empecé a sentir curiosidad por Facu, un muchacho menudo y de piel blanca como la leche, cuya sonrisa me parecía cautivadora. Años más tarde me enteré de que era gay y de que calzaba un buen miembro; quizás ya por entonces mi intuición estuviera empezando a funcionar sino yo saberlo.
Así podría ir sumando varias decenas de nombres masculinos por quienes sentí algún tipo de afecto o, más tarde, pulsión sexual.
Pero la primera vez que supe qué me pasaba fue en un vestuario. Acababa de ingresar en el equipo juvenil del Tenisca, el club de fútbol de mi pequeña ciudad natal. Tengo que decir que entonces vivía en una pequeña isla canaria, La Palma, de unos 80 mil habitantes. Allí se conocen todos. Y eso es un problema. Sobre todo para mí, que me conocía media isla por ser de los pocos rubios con apellido danés, herencia de antiguos marinos escandinavos.
El primer entrenamiento fue bien, sin más. Aunque siempre me ha costado entrar en un nuevo grupo social, me sentí acogido por mis compañeros, a pesar de que las conversaciones eran cortas, cuando no insustanciales. El primer día no me duché en los vestuarios del club. El segundo tampoco. Estaba tan cohibido que prefería aguantarme el sudor y el uniforme sucio hasta llegar a casa.
Pero mi padre, que iba a buscarme en coche, no estaba dispuesto a aguantar mi olor a adolescente sudoroso, así que el tercer día no me quedaron más narices que entrar al vestuario.
Al verme, Kike, el capitán, se dirigió a mí:
—Te llamabas Raúl, ¿verdad?
—Sí —contesté.
—¿Ya te han hablado de las novatadas?
Mi cuerpo se echó a temblar, aunque mi capacidad para generar una fachada de indiferencia hizo que consiguiera aparentar estar tranquilo. Kike me sacaba dos dedos de alto y un palmo de ancho. Por físico hubiera sido un buen defensa, pero siempre jugaba de ariete.
—No —respondí al fin simulando calma.
—Puedes quedarte tranquilo. No será hoy.
—¿Y cuándo será? —pregunté.
—Cuando menos te lo esperes —dijo con una sonrisa socarrona.
Aquella respuesta superó todas mis barreras protectoras y balbuceé algo ininteligible. Algunos, incluyendo el capitán, rompieron a reír y se empezaron a duchar.
Ese día no pasó nada. Tampoco en los siguientes días, salvo algunos chascarrillos de los compañeros de equipo, supongo que para meterme miedo.
—¿Te da vergüenza que tus padres te vean corriendo desnudo por la cancha?
—Quienes tienen la polla pequeña lo pasan mal con las novatadas.
—Si no sabes chuparla bien mejor ve buscando otro equipo.
Aquellos comentarios venían a cuenta gotas y reconozco que me acojonaron hasta el punto de que me planteé buscarme otro club. Para no preocupar a mis padres me inventé una excusa peregrina:
—Es que las duchas son de agua fría.
—No voy a recorrer 20 kilómetros más cada día para que el señor se duche en aguas termales —contestó mi padre antes de dar por concluida la conversación.
Así que seguí yendo a los entrenamientos con el temor a sufrir una novatada en cualquier momento. Y, teniendo en cuenta los comentarios que mis compañeros soltaban entre risas, me temía que sería algo vergonzante y que me acompañaría el resto de mi vida.
No sé cuándo cesaron los chascarrillos jocosos, pero ya llevaría un mes entrenando cuando me di cuenta de ello. Reconozco que eso hizo que los entrenamientos fueran más llevaderos. Podía esprintar, hacer controles de balón y marcar a mis compañeros sin miedo a que me desconcentraran con sus bromas de mal gusto.
Sin embargo, tres días después cambió todo.
—Raúl, el míster quiere hablar contigo —me dijo el capitán al acabar el entrenamiento.
Desobedecer al entrenador era poco menos que un delito de sangre, así que, mientras los demás se iban al vestuario, me dirigí a él. Era un hombre ya entrado en los cincuenta, de gesto serio, casi rudo, con un pectoral muy marcado, pelo grisáceo y una barba rasurada y bien recortada.
—Míster, ¿me llamaba?
—No —contestó con cara de incredulidad.
—Perdón —me excusé—. Había entendido que… Nada, creí que me había llamado.
—Ok, tranquilo. Ve a ducharte.
Ese «ve a ducharte» me ha resonado muchas veces a lo largo de mi vida. Aquella frase marcó el preludio azaroso de lo que me iba a encontrar al final del trayecto, cuando entrara en el vestuario. Una imagen que me aterró, y que cambiaría mi vida para siempre.
Al cruzar el umbral de la puerta vi a todos los jugadores en semicírculo, ocupando prácticamente toda la pared del vestuario. Algunos tenían la camiseta quitada, otros estaban con el torso a la vista y, unos pocos, desnudos. Pero todos, sin excepción, estaban con sus pollas al aire completamente empalmadas.
Y me miraban.
En ese momento me entró miedo. Me vi, ahí mismo, de rodillas chupando cada una de aquellas vergas. ¡Mierda!, pensé para mis adentros. Sabía que no me tenía que haber relajado, que tenía que haber cortado de raíz los comentarios sobre las novatada o que, directamente, tenía que haber abandonado el club.
Seguía imaginándome metiéndome cada una de aquellas pollas en la boca cuando el capitán tomó la palabra:
—Raúl, este es el momento de la verdad. A la de tres todos empezaremos a pajearnos. Tú también. Si eres el último en correrte, tendrás que comprarnos una merienda a todos el próximo lunes.
—¿Qué? —dije sin disimular mi alivio.
Kike empezó a reír.
—Si no te gusta la idea también puedes chupárnosla.
Apenas soltó ese chascarrillo contó hasta tres y todos empezaron a pajearse, cada uno con su propio ritmo y estilo. Algunos alzaban la cabeza con los ojos cerrados, otros miraban a su polla y otros miraban a las de sus compañeros.
¿Qué coño es esto?, pensé. ¿Entonces la novatada es una puta paja grupal? ¿A quién se le ha ocurrido esta mariconada de mierda? Pensé en pasar de aquello, pero eran 22 jugadores contra uno y temí que si perdía y no cumplía con la merienda podría meterme en otros problemas, así que me puse manos a la obra: saqué mi polla, aún flácida, y empecé a menearla para ponerla erecta.
Para entonces dos ya se habían corrido. No quise ni imaginarme de dónde iba a sacar el dinero para la merienda colectiva, así que tuve que buscar algo que me excitara. Por algún motivo los gemidos de César, que estaba a mi derecha, me calentaron lo suficiente como para empalmarme la polla. Lo miré mientras me pajeaba y bajé hasta ver su verga. Nunca había visto tan cerca una pinga distinta a la mía y la de mi padre, y por supuesto jamás una erecta. Me di cuenta de que el cipote de César era muy diferente. Tendría como 18 centímetros y un prepucio grueso y arrugado que cubría el glande completamente. En comparación a mis 16 centímetros y mi prepucio que solo tapaba la mitad de la cabeza, aquella polla me resultaba más estética, más atractiva.
Me di cuenta, además, de que le caía una gran lágrima de precum que se balanceaba adelante y atrás.
Ese. Ese fue el momento en que sentí que quería probar una polla. Que quería probar esa polla.
Al instante disparó un trallazo de semen que impactó en la cara de Maikel, que estaba dos metros más allá.
—¡Hijo de puta! —gritó mientras se limpiaba la comisura de los labios, y se abalanzó sobre César.
Ahí se acabó la novatada, pero no mi paja ni la de otros ocho compañeros que nos apartamos de la trifulca para terminar nuestra faena.
De los tres que quedaban fui el último en correrme, pero varios habían abandonado el reto, así que, en definitiva, no tuve que traer la merienda al lunes siguiente.
Aquella noche dormí mal. Por una parte seguía con los nervios de haber creído que la novatada iba a ser una mamada grupal, pero también me venía una y otra vez la polla de César a la cabeza. Aquella gota de lubricante que se alargaba 40 centímetros hacia el suelo y que se balanceaba junto con el vaivén de su mano, que recorría aquel miembro a una velocidad de vértigo, me estaba poniendo enfermo. Y me la estaba poniendo dura hasta el dolor.
No voy a negar que aquella noche cayeron al menos ocho pajas. Quizás más. Solo sé que al día siguiente tenía la polla al rojo vivo y tuve que estar cinco días sin tocármela para que remitiera toda molestia.
Cinco días con la polla de César, con el prepucio de César, con el precum de César, con el lefazo de César viniendo cada dos por tres a mi mente. Cuando puede volver a pajearme juro que salió tanta leche que parecía que podría haber rebosado un vaso de chupito.
Sin embargo, César no volvería a los entrenamientos. Al entrenador le contaron que había empezado una discusión y que César había escupido a Maikel, lo que acarreó su expulsión del equipo.
Durante las semanas siguientes me acostaba con la imagen de aquella polla escupiendo precum y leche reproduciéndose en bucle en mi cabeza. Pronto, y supongo que por el porno que entonces había empezado a consumir, empecé a imaginarme el precum rociando mi cara y la leche bañándome.
Pero solo la de César.
Hasta el día del partido de vuelta contra el Tijarafe.