Detective 666 (7)

El Colt Azamet.

EL COLT AZAMET.

No tengo que esperar demasiado para que un autobús repleto de turistas de mediana edad se detenga en la avenida, bajo la sombra de viejos y altos sicomoros. Apenas pasan las diez de la mañana y ahogo un bostezo al volante del coche alquilado. Esta vez me he agenciado un amplio Chrysler que tantos y tantos americanos utilizan. Salí de Nueva Orleáns ayer por la tarde y me he desplazado hasta Shreveport, al noroeste del estado de Louisiana. Tras algo más de quinientos kilómetros, tomé una habitación en un presuntuoso hotel casino del muelle cercano al puente de la 79 sobre el Río Rojo. Me he pasado todo el camino --¡cuatro largas horas! –rumiando sobre lo que me dijo Mamá Huesos.

Después de la angustiosa prueba de confianza a la que me sometió, la mambo puso mano a la obra. La bruja vudú entró varias veces en trance a lo largo del día –incluso me quedé a cenar con ellas –hasta que pareció encontrar un rastro en ese éter mágico en el que buceaba. Después, Dayane desplegó un viejo mapa de los estados centrales del sur de Estados Unidos sobre la mesa. En verdad parecía que el mapa había surgido de un deshecho de la Guerra Civil. Le pidió a su sobrina que tomara uno de los péndulos de cobre que colgaban en el dintel de la ventana y lo situase sobre la ilustración cartográfica. Sentí un bajo tirón de ansiedad cuando observé el péndulo moverse hacia el norte del estado de Louisiana.

El caso es que las brujas afinaron bastante con su indagación esotérica hasta darme una respuesta digna de un jodido G.P.S. y, así, dejé Nueva Orleáns y atravesé todo el estado hasta encontrarme dónde estoy: en el interior de un coche alquilado aparcado en la avenida Fairfield, la zona más histórica y glamorosa de Shreveport –otra ciudad con barcos casinos al norte del estado –, delante de la impresionante mansión Esscott. Esta antigua casa victoriana, rodeada de bastantes acres de jardines y edificios menores, está situada precisamente entre la ilustre morada del vicegobernador Thomas Charles Barret y la elegante Walker House, que una vez fue el hogar del embotellador de Coca-Cola, Zehntner Biedenharn.

La mansión Esscott se ha convertido en los últimos años en la residencia fija del último miembro del imperio de aceite y gas Culler. Nathaniel Rémington Culler es un hombre mayor y retirado del mundo empresarial. Lo decidió así tras perder a su esposa y sus dos hijos en un accidente aéreo. Ahora sólo se dedica a su pasión, coleccionar objetos referentes a la Guerra de Secesión. De hecho, ha transformado gran parte de su casa en un museo privado que goza de una excelente reputación en todo el Sur, visitado por varios miles de turistas al año. Y eso mismo es lo que estoy esperando, aparcado en la apacible avenida, a que llegue un autobús lleno de turistas con los cuales mezclarme y entrar en la mansión para explorar el terreno.

Cuando Mamá Huesos concluyó categóricamente que lo que estaba buscando se encontraba en el museo Culler sobre la Guerra Civil, en Shreveport, solté un espantoso reniego, al menos para las damas. ¡Buscaba un arma en un museo dedicado a una guerra! ¡Fantástico! Pero la bruja pronto me calmó, haciéndome ver que me estaba dejando llevar por la desesperación. Tenía razón, naturalmente. ¡Yo, un demonio, cayendo presa de un sentimiento de desesperanza! ¡Habrase visto…! ¡Era yo el que tenía que infundir ese sentimiento, no experimentarlo!

---Me has dicho que esa arma, sea cual sea, no permite que los seres sobrenaturales la perciban, ¿no es cierto? –me preguntó al serenarme.

---Sí pero… ¿qué tiene que ver…?

---Tatatá… --me acalló rápidamente alzando una mano y moviéndose por su consulta. Afuera, ya había oscurecido. -- ¡Ah, aquí está!

Sacó de un cajón un pequeño estuche del que extrajo un antiguo reloj de bolsillo, o eso creí que era. Realmente, se trataba de una diminuta brújula, engarzada en una carcasa de reloj.

---Si los seres sobrenaturales no pueden percibir la energía esotérica que debe despedir un arma del tipo que me has descrito, entonces esta tiene que influir en las líneas Ley o, al menos, en el campo magnético de su alrededor para ocultarse. Esta pequeña belleza descubre picos en el espectro magnético, Jack…

--- Quiere decir que puede percibir si hay algo que está afectando el patrón de ondas –me explicó Dayane al ver mi cara de cenutrio al no enterarme de nada. -- ¡Es un detector!

---Ah –comprendí. Con aquella brújula podía medir, de alguna forma, la especial radiación que emitiera el arma y así averiguar cuál era.

Ese es el motivo por el que me uno a los turistas cuando se están bajando de su autobús. En previsión, me he agenciado una gorra de baseball en una gasolinera junto con una pequeña mochila, para complementar el disfraz. Al entrar en el terreno de la mansión, me doy cuenta de las células fotoeléctricas que bordean todo el camino. Hay cámaras en las esquinas de la fachada y sensores de presión en las ventanas. Va a ser difícil penetrar en esta gran casa de noche…

Dentro, la cosa parece algo más relajada, aunque puedo distinguir diversas cámaras en los ángulos. Por supuesto, las vitrinas en las cuales se exhiben la mayoría de objetos deben de estar conectadas a un buen sistema de alarma. Siguiendo la inercia del grupo, me detengo delante de cada vitrina ante la que pasamos y dejo que la aguja de la brújula oscile, buscando el norte. Mientras se comporte normalmente, es que no hay ningún objeto de extrañas propiedades cerca. Al mismo tiempo, mis ojos recogen multitud de detalles, la distribución del museo entre otros. Los pocos guardias que he visto pertenecen a una compañía privada pero eso no quita que cuando el museo cierre sus puertas pueda haber otro tipo de personal más especializado.

Recorremos vitrinas con botones de uniforme, con medallas y distinciones y una con guantes de oficial de uno y otro bando. Hay un par de cañones de doce libras, los vulgarmente llamados Napoleón, macizos y majestuosos montados sobre ejes de carro con grandes ruedas. Un jinete de cera, subido a un falso caballo, se encuentra en un rincón, vestido con un uniforme sudista de oficial y portando un estandarte auténtico de la bandera sudista, agujereada y quemada por un lado. Paso por delante de una panoplia de diversos sables de lomo de bronce bruñido. Nada. Paseo la brújula ante mosquetes y pistolas de un solo disparo y no saco nada en claro. Sin embargo, en una sala contigua en la que se exhiben las últimas armas fabricadas para ambos bandos en la guerra, la oscilación de la aguja se invierte y en vez de buscar el norte, señala el sur. El arma en cuestión está aquí dentro…

Varias vitrinas muestran una buena docena de revólveres confederados, unos llamados LeMat, de doble cañón, fabricados en Francia y enviados al Sur a través de sus socios ingleses; otros son Spiller & Burr del calibre 36.  Sobre unos pequeños anaqueles, una de las paredes está atiborrada de rifles Henry de palanca, varios Sharps para francotiradores unionistas y algunas carabinas de repetición Spencer. Contra otra de las paredes, se apoyan algunas armas posteriores a la guerra civil tan conocidas como los Winchester 73, los Colt 45, o el famoso revolver Schofiled del general Custer.

Me atrae nada más verlo pues es como si quisiera pasar desapercibido a mis ojos; estoy seguro que esa es el arma. Está solo en una pequeña vitrina, descansando sobre un paño de oscuro terciopelo. Se trata de un Colt Dragoon, enorme y feo, de acero mate y poderosa presencia. Según la etiqueta, se le ha bautizado como Colt Azamet y es un revólver Dragoon de tercera generación, con un tambor sin ranuras y guardamonte redondo. La culata es de hueso tallado con ciertas filigranas ya deslucidas. Un arma bañada en muerte y sangre durante la Guerra de Secesión, que fue utilizada por ambos bandos. El cañón es, al menos, tres dedos más largo que el de las armas que habitualmente salen en las películas, los Colt Peacemaker 1860, más ligeros y de tambor más corto también. El Dragoon es su antepasado, una bestia de revólver y no sé por qué… pero me encuentro sonriendo al contemplarlo.

Cuando el guía llega ante la vitrina, seguido del grupo de turistas, pego la oreja a lo que dice, interesado.

---Este arma perteneció al teniente coronel Theodore R. Corringthon, oficial sudista que se rindió ante el general Phillip Sheridan en Cedar Creek. Corringthon pasó diez años de su vida en Egipto, donde su familia tenía intereses económicos en varias plantaciones de tabaco. Regresó a su tierra natal, Carolina del Sur, al iniciarse los primeros conflictos de la Guerra de Secesión. Este Dragoon fue fabricado especialmente por Samuel Colt para Corringthon. Sus distintas partes fueron obtenidas al fundir un enorme alfanje que el oficial sudista se trajo de Egipto y que se decía perteneció al príncipe mameluco Qait Absalum. Según el propio Corrigthon, tal arma, un pesado alfanje de doce kilos llamado “la espada de Azamet”, estaba bendecida por Alá y prestaba un vigor inusitado a su dueño en batalla. Por eso mismo, el Colt que fue fabricado con ese acero pasó a ser llamado Colt Azamet. Con su rendición, el teniente coronel Corringthon entregó su Colt a Sheridan y éste se lo cedió al propio Ulysses S. Grant como regalo el día en que fue proclamado Presidente de los Estados Unidos…

Ese alfanje era, sin duda, el arma maldita original y al ser fundido y reconvertido en un revólver, en la fábrica de Colt en Hartford, seguro que ha seguido estando maldito, me digo, sin quitar los ojos del arma. En ese mismo momento, me decido a intentarlo esta misma noche. Necesito ese Colt y, de alguna manera, lo voy a conseguir.

Tomar esa decisión es como activar un delicado mecanismo en el interior de mi mente, la mía no el cerebro de Jack. Jamás me ha pasado antes, lo juro, y no tengo ni idea si es un resto de poder que queda de las mariposas pecado o algo relacionado con la pequeña bolsita de mojo que Mamá Huesos me entregó antes de dejar Nueva Orleáns y que llevo colgada del cuello, bajo la camisa. Sea como sea, una sucesión de detalles surgidos de mi observación, de lo que he leído antes de venir –Dayane tiene un primito que es un todo un artista en eso de sacar cosas de Internet y pudimos echarle un vistazo a parte de los planos del museo de la mansión Esscott –y de una necesaria improvisación me obliga a moverme, siguiendo un plan apenas ideado.

Aprovecho el momento en que todo el grupo de turistas entre los que estoy camuflado se disgrega fluidamente por todas las salas para volver al amplio vestíbulo. Hay dos cámaras estáticas, una toma un gran angular de la entrada y gran parte del vestíbulo, la otra está posada sobre la puerta de acceso al museo. Me interesa mover la primera, así que me coloco debajo y espero a que el guardia de la puerta mire hacia otro lado para quitarme la gorra y extender el brazo hacia arriba. La delgada correa que cierra la gorra sobre la parte posterior de la cabeza se engancha y un buen tirón hace cabecear el soporte de la cámara, dejando el objetivo apuntando unos metros por debajo de ella.

Debajo de las amplias escaleras ascendentes que conducen a la residencia privada del dueño del museo, el retirado magnate Culler, se encuentra una puerta que conduce a la bodega. Normalmente, está cerrada con llave para impedir que algún turista despistado husmee en la reserva de vinos del propietario. Si no hay otra cosa en esa bodega, la cerradura de la puerta debe de ser de lo más normal. Otra apuesta desesperada.

Me acerco a la puerta con disimulo, recreándome en los cuadros expuestos y admirando los estandartes sudistas que flanquean el rótulo sobre la puerta de acceso al museo. De esa forma, me sitúo ante la puerta en cuestión, embutida en los paneles de oscura madera que recubren el armazón de la escalera. Un último vistazo para comprobar, a grosso modo, el ángulo de los objetivos de las cámaras y compruebo la atención del vigilante. Bien, la suerte sigue de mi lado, está hablando por su radio con algún compañero y ha dado un par de pasos hacia el exterior. Es el momento. Giro el pomo de la puerta, comprobando que, efectivamente, está cerrada. Procurando no hacer ruido, presiono con el hombro la hoja de madera, pegado lo más posible a la jamba del marco. Sería más rápido y fácil si pudiera darle una patada a la puerta, joder… Finalmente, con un gruñido, venzo la resistencia de la cerradura, haciendo saltar el cerradero de su sitio.

El vigilante aún sigue hablando por la radio. Un matrimonio de turistas asoma en el vestíbulo y tratan de convencer al guardia para que les haga una foto. Sonrío cuando le piden que les saque un par de ellas más y le mueven de su posición. Me cuelo por la puerta, dejándola encajada como puedo y, a continuación, bajo los escalones de la bodega. Menos mal que se ve algo por el resplandor de los pilotos de la luz de emergencia porque la escalera es antigua, de madera y empinada como un tobogán. Abajo, veo un interruptor y lo acciono. Una fila de fluorescentes se enciende siguiendo el punto más alto de un techo en medio arco. Unas cuantas estanterías con anaqueles para botellas quedan iluminadas. Necesito cerrar la puerta de nuevo.

Doy de nuevo gracias a mi suerte cuando distingo en un rincón un viejo banco de trabajo con varias herramientas expuestas. Compruebo de un rápido vistazo que no hay mucho útil allí, salvo quizás un delgado cincel medio oxidado. Lo atrapo y subo en silencio las crujientes escaleras de madera. Si puedo colar la punta del cincel bajo la puerta… ¡Por Belcebú! El cincel encaja bien cuando empujo con fuerza. Muevo la cuña de metal para dejar el otro extremo apoyado contra la piedra del vano de la puerta. Una buena patada encaja firmemente el cincel, dejando la puerta bien cerrada. Respiro con alivio. Ahora, sólo me queda esperar.

Tras apagar las luces, me siento en el suelo. Estoy tentado de abrir una botella de vino para matar el tiempo pero desecho la idea. No creo que soportara la tentación de emborracharme. Debo estar sereno y atento si quiero que este asunto salga bien. Unas voces tenues llegan hasta la bodega. Provienen del conducto de aire que recoge retazos de conversaciones de los turistas más cercanos a las rejillas. Me divierto poniéndole caras a esas voces o inventándome pérfidas historias sobre ellas.

Debe de ser la hora del almuerzo cuando escucho otras voces después de un par de horas de silencio. Por la conversación, deben de ser dos vigilantes. Me entero que esperan otro grupo de turistas sobre las cuatro. Joder, tengo hambre… No hambre de pecados sino de la humana; no he comido nada desde que llegué a Shreveport. Toca aguantarse.

Escucho llegar a los turistas un buen rato después. De nuevo, tengo hilos de conversación para pasar el rato, al menos durante los cuarenta minutos que dura la visita. Después, vuelvo a escuchar otros guardias disponiendo una revisión visual del museo antes de cerrar las puertas. En el silencio de la bodega, puedo escuchar puertas que se cierran. Una voz me sobresalta. Se encuentra delante de la puerta de la bodega. Una mano acciona el pomo y como la puerta no cede, el vigilante cree que sigue cerrada.

---Aquí abajo todo bien. Voy a cerrar la puerta de entrada. ¿Conecto las cámaras del interior? –pregunta el vigilante.

---No, es sábado y ya sabes lo que pasa los sábados –responde otra voz desde un poco más lejos.

---Sí… que el jefe recibe visita –se regodea el vigilante, alejándose de la puerta. –No queremos que sus jueguitos se queden grabados…

Vaya, eso no me lo esperaba. Simplifica algo mi incursión si no hay detectores activados en el interior de la mansión. Siempre se puede contar con el vicio humano, me digo con una tenue sonrisa. Ya veremos qué juegos prefiere el señor Culler…

Creo que me he quedado dormido en algún momento tras el cierre del museo porque he babeado mi camisa. Enciendo el móvil para ver la hora. Las 22:43… ¡Por las pelotas escamosas de mi padre! ¡No es que haya dado una cabezada, sino que he dormido profundamente cuatro horas! El conducto de aire me trae unas risas femeninas. Bueno, parece que ha llegado el momento de moverme.

De un fuerte tirón, quito el cincel de su posición, abriendo la puerta. Asomo un ojo a la rendija que abro. El vestíbulo está casi a oscuras, vagamente iluminado por el resplandor que asoma por la entreabierta puerta del museo. De allí provienen unas voces y unos grititos, salpicados de más risas. Desenfundo la Sig-Sauer y echo la corredera hacia atrás, montándola. Me muevo en silencio hacia la puerta del museo. Miro de reojo una de las cámaras. El piloto rojo no está encendido. Bien, una cosa menos de la que preocuparse.

Me acerco a las voces. Surge una nueva risa femenina que parece algo histérica o borracha, aún no tengo demasiada experiencia para diferenciar los dos estados. Me asomo con cuidado. En la sala principal del museo, aquella dónde se encuentra el maniquí ecuestre, un hombre grueso y de edad bien madura, se encuentra sentado en uno de los dos sillones consistoriales rescatados de la mansión de Davis, la considerada Casa Blanca de Richmond, Virginia. Tiene el batín de seda abierto, descubriendo gran parte de su cuerpo desnudo. Una chica morena se arrodilla entre las piernas del hombre, atareada en succionar su sexo con fuertes ruidos de aspiración.

---Nos hemos dejado el champán en el dormitorio, Michelle –le dice el hombre a otra chica, esta rubia, que permanece en pie delante de él. -- ¡Ve a por él!

“¡Esta es la visita que esperaba el jefe!”, me digo, sonriendo. Con razón han apagado las cámaras… La chica se gira y se encamina hacia dónde estoy. Está casi desnuda, como su compañera, sólo vistiendo medias, liguero y ropa interior. Al pasar por la puerta, la aferro por el cuello, deslizando una mano sobre su boca desde atrás para acallar un más que posible grito. Sus ojos se desorbitan cuando le pongo el cañón de la pistola en la sien.

---Sssshhhh… tranquilita, encanto. Vamos a volver con el caballero Culler –le susurro al oído, tirando de su cuerpo.

El caballero en cuestión ha cambiado de posición. Ahora está de pie, enculando lentamente a su partenaire, la cual se arrodilla sobre el asiento del sillón, aferrada con las manos al torneado respaldo. Me siento juguetón, tan cerca de conseguir mi objetivo, así que me acerco despacio, llevando a la otra chica atenazada entre mis brazos. Nathaniel Culler resopla y murmura obscenas palabras mientras penetra a su acompañante desde atrás, sin ser consciente de nuestra presencia. Delicadamente, meto la pistola entre sus nalgas, apoyando el agujero del cañón sobre su esfínter. La reacción es brutal. Se encabrita prácticamente pero no le dejo sacar la polla del coño de la putita.

---Quieto, semental –le susurro. –Quiero que sigas follando así, lentamente. Si se la sacas, te meto una bala por el culo. Seguro que es algo que has hecho figuradamente en tu vida empresarial pero no querrás sentirlo de forma literal, mon ami.

Asiente y retoma su meneo de pelvis. La chica, bastante espabilada, ni ha abierto la boca aunque me mira de reojo. La otra, aún con la boca tapada por mi mano, se aferra con las suyas a mi antebrazo.

--- ¡Qué bien lo haces, Culler! Creo que tener un punto de mira en el ojete te ha subido bastante la moral. Puedes agradecerme más tarde haberte ayudado a descubrir una motivación más –bromeo mientras empujo la chica que tengo entre brazos hacia abajo. Enseguida comprende lo que deseo de ella y se arrodilla ante mi bragueta que manipula diestramente. –Así, vamos a gozar todos juntitos…

La lengua de la rubia se apodera de mi polla, la cual estaba ya suficientemente motivada por la adrenalina. Es una buena mamadora que pone mucha atención a las zonas adecuadas. Le aferro la cuidada melenita con una mano, dirigiendo su ritmo mientras aprieto el arma un poco más entre las nalgas del magnate, quien está jadeando más de la cuenta.

--- ¡No tan rápido, Culler! Frena un poco… no quiero que te corras antes que yo –le insto y él relaja el vaivén. –Eso… así… veo que eres un buen follador. Esto es algo que llevas haciendo mucho tiempo, ¿no? Seguro que desde la muerte de tu familia…

No responde pero el golpe de su pelvis contra las nalgas de la chica se vuelve más seco e insistente, así que tengo que frenarle de nuevo. La boca de la rubia es todo un horno, casi consigue tragarse toda mi herramienta.

---A ver, Culler, ¡siéntate en el sillón! –el hombre obedece de inmediato. Su polla queda a la vista, gorda, corta y chorreando del jugo de la prostituta. -- ¡Tú, chica, cabálgale de espaldas, mirándome a mí!

La morena lo hace con destreza aunque su rostro está lívido por el miedo. Levanto a la rubia del suelo y la empujo contra su compañera, dejando que se apoye en los hombros de la morena. De un par de tirones, le bajo la braguita de encaje y le rozo bajo las nalgas con la punta de la polla. Debe de irle la marcha dura porque está goteando como un canalón mal ajustado. Se aferra al cuello de su compañera y gime de esa forma en que una mujer lo hace cuando consigue lo que desea, en el momento en que la penetro de un par de embistes.

El rostro de la morena ha retomado color, a medida que cabalga al magnate. Me mira sin vacilación alguna, demostrándome lo que está empezando a sentir. Creo que en ese momento es cuando empiezo a comprender qué les sucede a las féminas en mi proximidad. Reaccionan a mi estado de ánimo, o más bien, a lo que se escapa de mi mente demoníaca cuando me pongo berraco o cabreado. Al principio, creía que se debía a ciertas reacciones naturales de mi cuerpo humano, como las feromonas o algo parecido. Pero, a la vista de las veces que sucede y de su potencialidad, debo admitir que es una consecuencia adictiva de mi Yo infernal. Pero acabo de darme cuenta de otra cosa y es que no sólo las féminas son aquejadas de este estado, sino que el propio Culler también ha sucumbido por la cercanía física. El magnate no deja de mirarme con la boca abierta por los jadeos y traqueteando debajo de la prostituta de forma promiscua. Unos minutos atrás, habría pensado en si le habría gustado o bien que estaba intentando grabarse mis rasgos para cuando llegara el momento de buscarme. Pero ahora es más que evidente. Relacionarme con los humanos afecta su manera de comportarse, dependiendo siempre de mi estado de ánimo. Me aplico a fondo en el asunto. La rubia hunde su rostro entre el cabello de su amiga, respondiendo con pequeños maullidos al incremento del ritmo de mi penetración. Los ojos de la morena han cambiado del miedo a la más pura excitación. Me mira provocándome, saltando sobre la gorda polla de Culler como si se tratase de una simple máquina sexual que estuviera utilizando para su placer.

El magnate se tensa y suelta un par de jadeos quejumbrosos. No ha podido aguantar más la excitación que les he contagiado y se ha corrido en el interior de la vagina alquilada. Es el momento de seguirle. Dicho y hecho. El cuerpo de Jack responde como un reloj y me corro largamente en el interior de la rubia, manteniendo la mano armada sobre su espalda y la otra apretando con fuerza uno de sus senos. La rubia se derrumba aún más sobre su compañera, quien la recibe con un delicado abrazo.

Froto mi pene contra las nalgas de la chica, dejando allí algunas hebras de semen y me enfundo la polla. Hay que volver a los negocios, me digo.

--- ¡Niñas, dejad que se levante el caballero! ¡Vamos! –la rubia ayuda a la morena a levantarse del rechoncho regazo del magnate y este se pone en pie, atándose el cordón del batín. –Ahora, vosotras dos, tumbaros sobre la alfombra… quiero que os saquéis, la una a la otra, todo el semen que hemos dejado en vuestro interior con la lengua… y de paso os corréis un poquito que falta os hace.

Azoto con una mano las nalgas de la morena que intenta reprimir una sonrisa al caer de rodillas, arrastrando con ella a su amiga.

--- ¡Y nada de moveros de la alfombra! ¿Entendido? –las amenazo con el arma y ellas asienten, poniéndose a la tarea encomendada. –Ahora, caballero, a los negocios –le digo al rico viudo, girándome hacia él.

--- ¿Qué quieres? –me pregunta. Está preocupado pero no aparenta miedo.

---Quiero un arma… el Colt Azamet –le digo, empujándole suavemente hacia la sala en la que se encuentra el arma.

---Ese arma sólo tiene valor para un coleccionista –me espeta, mirándome por encima del hombro.

---Yo soy un mandado, hombre.

--- ¿Quién te ha contratado? ¡Doblo el precio ahora mismo! –ya no soy yo el importante sino el supuesto contratante. Pronto, ni siquiera recordara mi rostro, agobiado por la paranoia.

---Vamos, soy hombre de palabra, Culler. Sólo es una vieja pistola…

--- ¡Pero es totalmente original! Ni siquiera fue reformada por la gente de Colt para admitir proyectiles metálicos como hicieron con los Navy a finales de 1858…

---Sí, ya entiendo por qué lo quiere mi patrón –contesto, deteniéndonos ante la vitrina donde está expuesto el Dragoon. –Quiero que abras la vitrina y me lo des, Culler.

---No.

Me llevo una mano a los ojos. Ya ha aparecido la testarudez del coleccionista, ese afán que le permite enfrentarse a cualquier cosa con tal de no perder una de sus piezas. Quería saber algo más de esa arma: a quién se la compró, cómo se enteró de su existencia, cosas así que me ayudaran a comprender mejor la trayectoria del arma pero no va a ser posible. Me despacho a gusto con el magnate, un par de culatazos lo dejan inconsciente en el suelo, sangrando por la frente. Le arreo una buena patada en el grueso vientre como despedida.

Destrozo el cristal de la vitrina. Tal y como sospechaba, la alarma no está conectada. Meto el Colt Azamet en la mochila y me doy la vuelta, dejando el magnate en el suelo. Las chicas están tan entusiasmadas con la tarea impuesta, realizando un magnífico sesenta y nueve sobre la alfombra, que ni siquiera me ven salir. Me alejo en la noche en busca del coche aparcado un poco más arriba, en la avenida.


--- Así que es esto, ¿no? –pregunta suavemente Dayane, alargando un dedo de ébano para tocar ligeramente el arma colocada en medio de la mesa redonda de Mamá Huesos.

Estamos los tres sentados a la mesita de largas enaguas, mirando atentamente el arma maldita.

---Es una pistola enorme –susurra Mamá Huesos.

---Treinta y cinco centímetros y un kilo y medio de peso –respondo. –Se llama Colt Azamet.

--- ¿Azamet? ¿Dónde he escuchado antes ese nombre? –murmura la bruja vudú.

---Al parecer era un alfanje egipcio perteneciente a un príncipe mameluco –explico.

--- ¡Claro! ¡Azamet, el Cercenador! –chilla la mambo, dando una palmada sobre la mesa.

Se pone en pie y empieza a recorrer todas las estanterías con libros que hay en la sala hasta escoger un libraco encuadernado en madera y cuero. Eso debe de tener más años que el acueducto de Segovia. Deposita el libro bruscamente sobre la mesa y, por un momento, espero que se eleve una nube de polvo pero no es así. Pasa hojas con sumo cuidado mientras lee la escritura que parece latín o alguna antigua lengua romance.

---Eso es herencia de su familia materna –me explica Dayane en un susurro. –Dice que proviene de Francia.

---Sin duda.

--- ¡Aquí está! –exclama la bruja. –Qait Absalum era un bey mameluco, que se hizo con el poder en 1463 en ambas riberas del Nilo. Era cruel y un hombre de tamaño formidable y era el único en poder manejar el alfanje que Alá le otorgó. Pesaba… unos doce kilos –traduce mentalmente –y era llamado Azamet, el Cercenador. Se decía que podía cortar el cuello de dos hombres juntos de un solo tajo y que nadie sobrevivía a cualquier herida infligida por su hoja, incluso si no era mortal.

---Algo propio de un arma maldita –cabeceo. -- ¿Dice de dónde sacó ese arma?

---Las mismas tonterías de cualquier leyenda. Que Alá se lo entregó… espera… dice que fue forjado de una gran piedra que Alá hizo caer en el desierto.

--- ¿Un meteorito? –preguntó Dayane.

---Seguramente. A saber de qué clase de mineral está hecho este pistolón –digo, haciendo girar el Colt sobre la mesa. –Me he parado tres veces en el camino para echarle un vistazo.

--- ¿Qué has sacado en claro, Nefraídes? –me pregunta la bruja.

---Poca cosa. No siento nada en especial cuando lo tomo en la mano. Parece que hace mucho tiempo que no se ha disparado y no sé si aguantará las balas modernas de casquillo de metal. Quizás tenga que hacer mi propia munición. De hecho, parece que se va a desarmar en cualquier momento. Tendré que apretar las diferentes piezas antes de probar a disparar. En cuanto a su manejo, no sé… estoy demasiado acostumbrado a las semiautomáticas, que son más livianas y compactas. Habrá que aprender a disparar con él…

---Déjame cogerlo –me interrumpe Mamá Huesos, alargando su nervuda mano hacia el arma.

La alza y la contempla del derecho y del revés. Apunta al techo y al fondo de la sala, como probando su equilibrio y cuando la voltea hacia nosotros, su rostro de demuda en un segundo, girando al gris más ceniciento.

--- ¡Wooohaaa! –exclama, dejando caer el arma al suelo. –¡Barón Samedi, ayúdame!

--- ¿Qué ocurre, Mamá? –se interesa inmediatamente su sobrina mientras yo me agacho a recoger el Colt.

---Es… es… ¡como si me hablara! –tartamudea.

--- ¿El arma? –me asombro.

--- ¡SÍ!

---Bueno, la he esgrimido de todas las maneras y no ha dicho ni muuu... –contesto, encogiéndome de hombros.

---Ha sido en el momento en que el cañón os ha apuntado. No eran palabras sino más bien como una sensación, como tener el fuerte deseo de disparar.

---Veamos –digo, levantando el arma que está colgando de mi mano.

--- ¡Ni se te ocurra apretar el gatillo, Nefraídes! –me advierte la bruja.

---Descuida. Está descargada –la tranquilizo.

--- ¡Ni aún así! ¡El dedo lejos del gatillo, demonio!

---Está bien, está bien –y apunto al pecho de la bruja.

Una rápida imagen aparece en mi mente. Mamá Huesos con un tremendo agujero en el pecho que deja ver la pared que hay detrás de ella. Toda su ropa y su cara llena de sangre y, debajo de esa nítida visión, el cada vez más urgente deseo de querer ver cómo se cumple esa predicción. Bajo el Colt y mis manos tiemblan. Las mujeres se dan cuenta de ello.

--- ¿Lo has sentido? –me pregunta la mambo.

---Oh, sí… joder… menudo subidón… --farfullo.

--- ¿A qué te refieres? –quiere saber Dayane.

---Era como si te prometiera hacerte sentir mucho mejor si aprietas el gatillo. Incluso he podido ver el resultado final…

---Quiero probar –Dayane alarga la mano para tomar el arma y le advierto que empuñe firmemente la culata y que no levante un dedo hacia el guarda monte.

Me apunta y en un par de segundos me devuelve el arma, lívida y temblando.

---Es una abominación –murmura.

---Es algo creado exclusivamente para matar, no como un arma humana con la que puedes amenazar, defenderte, intimidar o disuadir, sino hecha para arrancar cuantas vidas se encuentre por delante y regodearse con ello. Ella y su dueño, por supuesto –advierte la bruja y sólo puedo asentir, totalmente de acuerdo con ella.

---Bueno, ya sabemos algo más. Ahora hay que probar su potencia –digo y Mamá Huesos cierra los ojos mientras asiente.


Dayane me ha llevado en un viejo Chevrolet de la era Nixon a una armería donde he comprado un par de cajas de balas del 44, una de ellas de baja lentitud, o sea que las vainas están menos cargadas de pólvora que las normales. Hemos ido a mi casa flotante y mientras desarmaba, limpiaba y apretaba el Colt con mis herramientas de limpieza, Dayane ha curioseado largamente toda la barcaza.

--- ¡Esta casa es una pasada! –me dice, entrando en mi despacho. -- ¿Cómo has conseguido costearte esto?

---Le quité la pasta a un mafioso –le digo antes de soplar por el cilindro.

--- ¡No me digas!

---Oh, sí que te lo digo, encanto. ¿Te gusta?

---Ya lo creo. ¿La has decorado tú?

---No, una amiga diseñó todo, exterior e interior.

---Una chica con buen gusto –alaba Dayane. -- ¿Has terminado?

---Sí.

--- ¿Vamos a ir a probarla a una galería?

---Ni de coña. No quiero que nadie comente que ha visto un Colt Dragoon en acción. Esto debe dejar unas heridas muy características. Cuanta menos gente vea este bicho, mucho mejor.

---Tienes razón.

---Iremos al Lower Ninth Ward. Conozco un buen lugar…

El gran canal de desagüe del Lower tiene muchas zonas libres de testigos para hacer pruebas de tiro sin que nadie asome la nariz. Aún hay bastantes escombros que no se han limpiado a pesar de haber pasado algo más de un año desde el Katrina. Dayane me coloca unas cuantas latas sobre el muro de contención. Ha traído toda una gran bolsa de ellas, algunas rellenas de tierra.

---Ponte detrás de mí –le digo. No me fío de levantar el arma estando ella delante. Aún no sabemos qué control puede tener el Colt Azamet sobre su dueño.

Dayane se acerca corriendo y se coloca a mi espalda. Se tapa graciosamente los oídos con las manos cuando levanto el arma. La he cargado con balas normales del 44 Magnum. El retroceso levanta mi mano. Tiene una buena pegada y el sonido reverbera sobre el altozano artificial del muro. Detrás de mí, Dayane chilla bajito, impresionada. Se desvía un poco a la izquierda cuando compruebo la depresión que ha causado en la tierra compactada. La bala se ha hundido en la gruesa capa de tierra arcillosa para clavarse profundamente en el hormigón que hay detrás. Un tiro de este engendro a doce pasos tiene que poner a quien sea en órbita.

Corrijo dos veces el tiro y empiezo a hacerme con la pegada del viejo Colt. Las latas comienzan a saltar, despedazadas por las balas de gran calibre. Las pulveriza, incluso estando rellenas de tierra y piedras. No es nada parecido a las pistolas modernas, creadas para ser manejadas y controladas por civiles. Este monstruo atraviesa cuerpos con cada disparo. Bajo el Colt y tiro de la varilla que abre el cilindro y vuelco las vainas vacías en el suelo. En ese momento, un movimiento entre la broza y los escombros me sobresalta y, instintivamente, apunto con el arma. Es una rata gorda y asustada por los disparos. Busca cruzar el terreno descubierto y refugiarse en el agua del canal. El revólver está abierto, el cilindro vacío de munición y, aún así, sonrío apuntando al roedor y aprieto el gatillo, imitando el sonido del disparo con la boca.

Casi estoy a punto de caerme de culo cuando, en una fracción de segundos, el arma se recompone ella sola, cerrando el tambor y disparando. El estallido es brutal, quizá porque me toma por sorpresa, no estoy seguro... pero un chorro de sangre se impresiona contra el muro de contención. He acertado de pleno a la rata en carrera.

--- ¡La virgen puta! –exclamo y la mano de Dayane se posa sobre mi hombro. -- ¿Cómo…? ¡No estaba cargada! ¡No había balas!

---Puedes haberte confundido y que quedara una –me dice la chica pero ni ella misma se lo cree.

---Dayane, volqué todos los casquillos en el suelo. Ahí están, puedes contarlos. No había bala alguna en el tambor… Azamet se ha cerrado solo y ha disparado, todo en un abrir y cerrar de ojos –le digo, echando a andar hacia lo poco que ha quedado de la rata.

Las extremidades traseras es lo único que ha quedado entero. Hay sangre y tripas de rata en un área de dos metros al menos. De cuclillas aún, abro el Colt y miro el vacío cilindro, intentando comprender lo que ha ocurrido. Entonces, como si fuese algo que hubiera aprendido desde el primer día de mi existencia, sé con certeza que el Colt Azamet no necesita munición si se desea matar. Tan sólo apuntar y disparar. El arma utiliza cualquier material de su entorno para crear una bala: madera, piedra, hueso, metal… que dispara sin necesidad de pólvora, ni vaina. Una imagen de un militar confederado lleno de barro y suciedad se clava en mi mente, dejándome ver cómo dispara al enemigo docenas y docenas de veces sin bajar el arma para recargar. Una auténtica sinfonía de muerte.

---Me ha enseñado algo –le cuento a Dayane, tras agitar la cabeza para despejarla de imágenes. –No necesita balas para matar…

--- ¡Pero eso es imposible!

---Crea sus propias balas con lo que encuentra, en décimas de segundo. Creía que su poder o maldición podía estar en el metal con el que ha sido creada pero esta capacidad no la otorga ningún mineral, por muy alienígena que sea. Esto es magia, Dayane, magia auténtica, de la antigua…

No sé lo que es el amor pero creo que acabo de enamorarme.

CONTINUARÁ...