Destructo IV, Vine a sacudir el cielo en tu nombre

Prefacio. Tus alas rompieron las cadenas y están forjando una nueva rebelión. Escúchame; hay una leyenda que debes conocer. Porque el reino de los cielos ahora lo pueblan ángeles perversos y traen viejos vientos de desesperanza.

La Querubín abrió los ojos y percibió, borrosa, la bailante luz solar que se colaba entre las hojas de los pinos. No dejaba de maravillarse quietamente de la belleza natural que era capaz de encontrar en el reino de los mortales; de niña lo pensaba como una jungla de acero y rascacielos atizados de luces artificiales, y poco más. Intentó reponerse, pero se dio cuenta de que sería mejor seguir acostada en el suelo, sobre el manto de hojas secas. Se acomodó y gimió de dolor; la cintura y las alas dolían demasiado.

Percibió el crujir de las hoyas y, cuando ladeó la mirada para ver quién se acercaba, reconoció a su guardiana. Se alivió porque deseaba que fuera ella y no otro miembro de la Legión quien la pillara en tan lamentable situación. Seguramente la estaba buscando desde hacía rato, desde que cayera abruptamente del cielo como un bólido, incapaz de desplegar sus alas a cabalidad. Volar, había volado. Estamparse tan grácil como lo fuera un pichón herido, también.

Celes caminó alrededor de la Querubín, manos unidas tras la espalda, en clara actitud evaluadora: notó que la túnica de la joven había sufrido un par de desgarros importantes durante la caída entre los pinos y tuvo que atajar una risa cuando vio que incluso había perdido la bota izquierda. Y pensar que había ángeles en el reino de los cielos que la temían por ser una profetizada destructora. Si tan solo la vieran ahora, tan torpe, se esfumarían las dudas.

—¿Cuánto duele?

Perla frunció los labios.

—Un montón.

—¿Y la bota?

—Se enganchó por un pino.

—La buscaré. Pero no tardes mucho ahí.

—¿Por qué no? La vista es bonita.

—Lo es más desde los cielos. Debes aprender a acomodar las alas al paso del viento. A veces viene suave, a veces como una ola. Cuando sientas la temperatura variar, prepárate para torcerlas. La presión te la puede jugar. Será difícil acostumbrarse, pero con práctica...

—Me dio un puñetazo —gruñó.

—¿Quién?

—El viento —se repuso sentada y se acomodó las alas, que libraron al aire una considerable capa de polvo—. ¡El condenado viento me dio un puñetazo!

—El viento no tiene puño.

—Pues así lo sentí.

—Cambió de dirección. Es natural en este reino, con las temperaturas tan cambiantes, ¿o dirás lo que sea con tal de no admitir la verdad?

—¿Qué verdad?

—Que vuelas como una cría de gorrión.

—Pero, ¡por favor! ¡Y también había estática!

—Es normal cuando el aire es seco.

Perla se volvió a tumbar sobre las hojas.

—Sencillo para ti decir que todo es normal. En la Legión fuisteis creados con la habilidad de volar. Y yo aquí desplumándome hasta las raíces…

—No es excusa. Mi niña, en el cielo no hay rosas. Y no lo vas a conquistar gruñéndole al viento.

—¿Quién habló de conquistar? Solo deseo volar.

—Surcar el cielo es reinarlo. Y a ti te falta poco para conseguirlo. Así que, ¿volvemos a intentar?

Perla bufó; su guardiana era buena con las palabras, pero el dolor era mejor maestro.

—Déjame descansar un rato más. Tal vez debería hablar con alguno de esos mortales y pedirle uno de sus vehículos. ¿Los has visto? Parecen una libélula, pero son de acero y tienen luces raras.

—¿Esos? Mejor un dragón antes que una libélula...

La guardiana calló abruptamente; se arrepintió de aconsejarle un dragón. En cualquier momento del día llegaría el Serafín Durandal y, si tuvo éxito como sospechaba, una legión de miles de dragones estaría siguiendo su estela para asentarse en el bosque y sus alrededores, reforzando así su capacidad bélica. Seguramente su protegida desearía montar uno, pero torcía las puntas de sus alas solo de imaginársela sobre el lomo de semejantes bestias.

—Tienes razón, mejor un dragón —asintió la Querubín—. ¿Qué tan complicado podría ser? Montar uno, quiero decir.

—Mucho más que volar. Dicen que, en el inicio de los tiempos, Lucifer quedó desfallecido cuando confrontó a Leviatán para domarlo. Eran otras épocas. Ángeles y dragones no compartían los mismos vientos. Conquistarlo no era algo que los dioses enseñaran, fue algo que él tuvo que ingeniárselo. Dicen que, por varios soles, anduvo a pie por el reino angélico, pues sus alas perdieron tantas plumas que le fue imposible volar hasta que le crecieran más.

Perla ahogó una risa.

—Entonces prefiero las libélulas. Subiríamos a una y llegaríamos al Inframundo sin batir las alas ni una sola vez…

Celes suspiró de alivio y se recostó contra el tronco de un pino. Recordó la razón primordial por la cual su protegida deseaba aprender a volar: ser capaz de viajar entre los reinos de los dioses, incluyendo el fatídico Inframundo. Deseaba encontrarse con su adorado ángel guardián, Curasán, quien se había infiltrado junto con otros dos compañeros en una misión para salvar los reinos de un pérfido enemigo. Otro asunto era que le permitiesen ir a donde desease: la Querubín había encontrado cobijo en el reino de los mortales, era cierto, pero se trataba de un sitio en donde la amplia mayoría aún mantenía reticencias contra la raza angélica, por lo que un desliz como volar sobre territorio equivocado podría traer respuestas beligerantes. El reino de los cielos tampoco era seguro, considerando que las facciones que allí habitaban temían a Perla por ser aquella profetizada como el ángel destructor. Pero ambas extrañaban a Curasán y no había momento que se preocuparan por su bienestar, al menos eso estaba claro: Perla anhelaba ser abrigada por las alas de quien consideraba un hermano; Celes extrañaba los besos y mimos de su amante.

Finalmente, la guardiana se elevó sobre su posición y no tardó en encontrar la bota extraviada, enganchada en una rama:

—¿Qué decía la carta?

Perla se fijó en ella y entornó los ojos.

—¿Qué carta?

—Curasán te escribió una. Me ordenó que te la entregara y que no la leyera —acomodó sus alas como si percibiese cierta incomodidad en decírselo—. La que enrollabas en la empuñadura de tu sable.

La Querubín suspiró y, observando las hojas secas, fue removiéndolas con un dedo, como dibujando una figura informe sobre la tierra.

—Ya. Decía muchas tonterías. Que acatara tus órdenes, que no me propasara con los mortales, que contara diez latidos antes de gruñirle a alguien de la Legión… —agarró una hoja y la aplastó dentro del puño—. Y que no dejara de mirar el cielo, porque él regresaría junto a mi. Todo este tiempo pidiéndome recato y que evitara los problemas. ¡Todo este tiempo y aún me ve como una niña! Esta vez lo callaré.

—Bien. Parece que lo tienes decidido.

Celes descendió e, inclinándose, ofreció una mano. La Querubín terminó aceptando la cortesía entre gruñidos de dolor. Por fin de pie, se sostuvo de las rodillas y aspiró tanto aire pudo de una bocanada. Cerró los ojos y, paulatinamente, el dolor en el cuerpo fue cediendo como la oscuridad en el amanecer. Codiciada habilidad angélica y tan apetecida por los mortales. Las plumas de las alas se erizaron y la joven las extendió a cabalidad. Estaba lista para un nuevo asalto a los cielos.

Su guardiana sonrió con labios apretados mientras la veía ajustándose la bota. Le parecía ser solo un par de ayeres cuando la Querubín no era más que una chiquilla de mofletes marcados y alitas tan pequeñas que eran incapaces de servirle al propósito de levantar vuelo. Tanto, que alzaba los brazos para exigir que la cargaran y la llevaran de paseo.

Meneó la cabeza para quitarse los recuerdos.

—¿Mejor?

—Mejor.

—¿Qué tal si vamos a sacudir las nubes?

La Querubín asintió.

—Fue un puñetazo, te pongas como te pongas.

Algo en la brisa pareció cambiar y la arquera, Casiopea, extendió las alas para detenerse sobre la ciudadela angélica. No era más que un punto luminoso flotando en medio del cielo negro, plateada por la luna menguante. Se preguntó qué fue aquello; como si en el aire crepitara estática. Bajó la vista y, ciñéndose el fajín de la túnica, contempló Paraisópolis; las antorchas en las calles resplandecían intensas y el conjunto se difuminaba en la lejanía como estrías amarillentas que se abrían paso a través de la noche. Era una imagen imponente, pero sentía que faltaba vida; el bullicio que caracterizaba a los paradisíacos Campos Elíseos en sus mejores momentos había sido desplazado por calles desoladas y una fría quietud que la incomodaba. Era, por otro lado, esperable tras tantas migraciones vividas en la Legión, pero no por ello una situación fácil de digerir.

Descendió hasta una gigantesca estatua de mármol erigida en honor al fallecido Arcángel Miguel que, con pose resuelta, levantaba su espada zigzagueante. Se sentó sobre la espaciosa cabeza y se acomodó la cabellera ceniza, trenzada en una larga coleta que llegaba hasta la cintura. Su mirada volvió a recaer en la ciudadela y apretó los labios; le parecía ser solo un par de soles atrás, no incontables milenios, desde que oyera el discurso del Arcángel cuando los envalentonó antes de la gran guerra contra Lucifer. Qué sencillo parecía cuando la luz y la oscuridad se enfrentaron, sin grises como los que ahora lidiaba y que generaba dudas a cada aleteada. Cerró los ojos y, prestando la suficiente atención, le pareció oír aquellos lejanos ecos del adalid por antonomasia; recuerdos que aún parecían flotar en el aire, vibrando entre la piel y los huesos.

“¡Soy Miguel, investido como Arcángel de los Campos Elíseos y protector de la Humanidad Venidera! Mis hermanos astrales, en el reino de los cielos se está librando una batalla larga y angustiante. El Caído ha dejado tras sus vientos una oscura estela de perfidias y depravaciones que infecta a la raza angélica, arrastrándola hasta una perdición insalvable. Sus huestes recelan de nuestra razón de ser, de la puridad de nuestra especie. No os confundáis ni un instante; no os estoy conduciendo para que derraméis la sangre de vuestros iguales, porque estos ya están corruptos y no son más que demonios. Os comando para que libertéis vuestro reino y dejéis al mundo venidero una leyenda para la eternidad. ¡Para reconducirnos a un destino luminoso y desterrar nuestro más oscuro capítulo de las urdimbres de la historia! ¡Ángeles! ¡Mis más brillantes estrellas! ¡Vamos a completar la obra más grande que el Cielo ha encomendado a sus siervos! ¡La de salvar a un mundo entero de las oscuridades del Caído! La Humanidad Venidera desea heredar de vosotros la victoria. ¿Acaso la ignoraréis?”.

Casiopea, sin darse cuenta, meneó la cabeza al son del lejano discurso. Recordó cómo el Arcángel volvió la hoja zigzagueante en llamas y así los iluminó como si de un segundo sol se tratase. Los guerreros se emocionaron y levantaron sus puños y armas al aire porque en sus cuerpos sentían la convicción de sus palabras, la intensidad de su espíritu que les confortaba. Ese era el “algo” que los dioses sentían en presencia de Miguel, que se contagiaba a través de todos como la luz del amanecer extendiéndose sobre la oscuridad de la noche.

Abrió los ojos y suspiró, volviendo al nefasto tiempo presente. Ante el actual mar de dudas se preguntó qué haría el Arcángel si estuviera vivo. Qué bandos tomaría: ¿El de la Serafina Irisiel, leal a los desaparecidos dioses y decidida a no involucrarse con el reino de los mortales? ¿O el del Serafín Durandal, tan dolido por la larga ausencia de estos que buscó un nuevo hogar en el reino humano? Eran dos bandos repletos de amigos y temía que, tarde o temprano, terminaran enfrentándose. Y, en medio de todo, estaba la complicada situación de la Querubín: un híbrido cuya sola existencia incomodaba sobremanera pues era profetizada como un ángel destructor. Chasqueando los labios, agarró varias saetas de su carcaj y las seleccionó para afinarles las plumas, daga en mano. Pensó que sería mejor no calentarse la cabeza.

—Apura.

Casiopea no sintió venir a nadie, adentraba como estaba, por lo que siguió a lo suyo sin prestarle demasiada atención. Pero ya había notado a su compañero gravitando en torno de ella.

—¿Apurar qué?

—Tus cosas.

—Pues dame una mano y ayúdame a afilarlas.

Él meneó la cabeza.

—Guárdalas. Hay un concilio.

Se abrió la veda antes de que pudiera preguntarle las razones. Dio un respingo al notar cientos de ángeles cruzando el cielo en dirección de la reunión, rumbo al centro mismo de la ciudadela. Viajaban en grupos de formación en “V”; los cabecillas portaban una antorcha y era como presenciar cientos de cometas llenando el cielo. Sintió una suerte de opresión en el pecho: desde hacía tiempo que todo en el reino de los ángeles sabía a guerra y nada de aquello le agradaba.

—¿Vas a apurar?

—Pero, ¡por los dioses!

La hembra guardó las flechas con movimientos abruptos. Torció las alas y se acomodó la aljaba entre estas.

—¿Vas a decirme qué pasa?

—¿Cómo voy a saberlo? —devolvió él encogiéndose de hombros—. Me pidieron que apurara y eso hago. Vente de una vez.

La arquera echó un suspiro.

La plaza central de la ciudadela, una gigantesca construcción circular dedicada a medir equinoccios y solsticios mediante columnas de mármol acristaladas, estaba atestada de ángeles. Se habían arremolinados los casi diez mil arqueros en un círculo donde, en medio, destacaba la Serafina Irisiel. La cazadora de prominente altura caminaba sosteniendo una antorcha que arrojaba su pálida luz amarillenta sobre ella, acrecentándole el brillo de los ojos. Su larga cabellera ensortijada se mecía al son de la brisa al igual que las seis imponentes alas. Miró a sus soldados, girándose, presta a convencerlos para acompañarla en una nueva gesta.

Su intento de gobernar los Campos Elíseos mediante un triunvirato con los dos Serafines, Rigel y Durandal, terminó resultando un fracaso difícil de superar; no fue capaz de detener la locura y posterior muerte de Rigel a manos de la Querubín, no fue capaz de detener el abandono de Durandal y su Legión. ¿Cómo no ver mermada su propia confianza al sentirse tan incapaz? Por varios soles sufrió en silencio y soledad, pero fue justamente ese dolor lo que propició una nueva madurez. La experiencia le había endurecido. Todas las penurias vividas eran un mal necesario, se decía a sí misma, si estas servían para transformarla en la líder que el reino necesitaba.

—La misión de los tres ángeles infiltrados en el Inframundo ha fracasado.

Muchos se removieron inquietos al oír tan catastrófica información. Su voz no fue del todo potente, por lo que los oyentes más cercanos replicaban sus palabras para los más alejados, extendiéndose así sus palabras como hojas al viento. Casiopea, perdida en medio de la multitud, apretó los puños y miró a sus compañeros que se deshacían en murmullos. ¿Qué significaba fracaso? ¿La muerte? Ojalá que no, pensó agarrando una de sus alas para acariciarla. Temían por Próxima, uno de los tres enviados. Era imposible pensar fracasado a uno de los arqueros más tenaces conocidos, ¿tan peligroso era el Inframundo?

—Valientemente —prosiguió la Serafina—, nos descubrieron secretos que serán claves para la supervivencia, no solo de nuestro reino, sino del de los mortales. La raza de los espectros del Inframundo se cuenta en millones. Se deben al Segador, a quien consideran su emperador. Pólux habló de más de siete millones de soldados resguardando sola y exclusivamente su capital, Flegetonte. No sabemos los números que podría haber en Lete. La ciudad de Cocitos está completamente abandonada.

Fue nombrar al Segador y notar el miedo en los rostros crispados de sus ángeles. Y había motivos. De todas las creaciones de los hacedores, solo uno hacía gala de la infame habilidad de manipular las almas, de infundirles pesadillas, miedos y, finalmente, controlarles la voluntad. El Serafín Rigel ya había caído bajo sus garras y terminó muerto. Los tres Arcángeles, mucho tiempo atrás, también. Nadie deseaba ser el siguiente.

—Hay grandes posibilidades de que los espectros estén tomando rumbo a los Campos Elíseos, ahora mismo. Y, seré sincera, podemos intentar retrasar su avance, pero no conseguiremos detenerlos de ninguna manera. Sería un esfuerzo en vano; son demasiados. ¿Qué buscan, me preguntaréis? No hay que pensarlo mucho. Lo sabéis porque ya oísteis a su líder la noche que se reveló. Sabéis lo que quiso de nosotros. Lo que le obsesiona.

Fue Casiopea quien respondió.

—La Querubín.

La Serafina meneó la cabeza y torció el semblante.

—¡Olvidaos de esa palabra, no es ninguna Querubín! ¡Es Destructo, un híbrido! Y la quiere a ella y solo a ella. La quiere muerta porque está convencido de que será quien termine con los reinos de los dioses, suyo incluido. Está desesperado por volver a encontrarse con los hacedores y ve en Destructo un peligro para la consecución de su objetivo. ¡Escuchadme con atención! Junto con las Potestades hemos concluido que está moviendo su fuerza bélica para abrirse paso hasta el reino de los mortales y darle caza. ¿Creéis que los espectros respetarán a los humanos? ¿Creéis que tocarán puerta por puerta para pedir información sobre Destructo?

Meneó la cabeza de nuevo.

—No hay una raza más violenta que la de los espectros. Los que me acompañasteis en el Inframundo, milenios atrás, para dar caza a las huestes de Lucifer, bien que lo sabéis. Es una decisión difícil la que he tomado. Sé que la mal llamada “querubín” era amiga de algunos aquí presentes. Incluso yo misma me consideré una guardiana, pese a que nunca ostenté tal cargo. Pero es menester, como raza, velar por el bien común y no dejarnos llevar por intereses personales. No permitiré que esos salvajes lleguen al reino de los mortales y ni siquiera planeo darles tiempo a que pisen los Campos Elíseos. ¡Daré mi vida por continuar con la misión que nos encomendaron los hacedores: proteger a la humanidad! Si para ello tengo que entregarle al Segador el cadáver de esa niña, y así tranquilizarlo, ¡entonces que así sea!

Casiopea desencajó la mandíbula; ¡no podía estar diciendo en serio semejante barbaridad! Y, a tenor de las reacciones y expresiones de sus compañeros, la propuesta tampoco parecía cuajarles del todo. Se cruzaban de brazos y se sumían en tantos murmullos que resultaba imposible comprender una sola palabra. Porque no solo les desagradaba la idea de cazar a un ángel inocente, ¿quién no conocía a la Querubín, la joven que portaba la esperanza de los Campos Elíseos? Les desagradaba porque la idea de cazarla implicaba admitir que no tenían otra opción. Era arrodillarse ante el poderío del enemigo. Orgullosos como eran, les costaba aceptar que tenían todas las de perder. Pero otros asentían porque estaban convencidos de que no había alternativa; había que darle al Segador lo que deseaba o todos los reinos sucumbirían.

Ejecutarla parecía ser el mal menor.

—No lo dirá en serio… —susurró Casiopea.

Su compañero se inclinó hacia ella.

—A mí me lo pareció.

—Pero, ¿la Querubín?

—Híbrido. Ha dicho híbrido.

—Cazarla no será sencillo —prosiguió la Serafina—. Ahora habita en el reino de los mortales y está aliada con la Legión de Durandal, quienes a su vez se ha aliado con Leviatán y su legión de dragones… Habéis oído bien. ¡Durandal se ha aliado con quienes fueron las huestes de Lucifer! ¡Escupen sobre nuestros compañeros caídos en la primera guerra celestial y se regodean de ello! No me cabe duda de que buscarán defenderla, ¡incluso sabiendo que al hacerlo nos están condenando a todos a la extinción! ¡Ningún ángel vale más que la vida de la Legión! ¡Ningún ángel vale más que el reino de los mortales! ¡Si Durandal y sus dragones están dispuestos a luchar por Destructo, un condenado híbrido, entonces no nos están dando más opciones que la guerra! Yo estoy dispuesta a dar mi vida por los hacedores. Estoy dispuesta a sacrificarme por esos mortales, incluso si ellos me ven como una amenaza. ¿Y vosotros, Legión? ¿Me acompañaréis en esta misión o acaso me abandonaréis cuando más os necesito?

Fue en aquel instante cuando Casiopea notó que resistirse a la idea de la Serafina sería en vano; la ciudadela se deshizo en bramidos y aullidos que sacudió el suelo mismo. Nadie dejaría sola a Irisiel. Los pocos que aún se lo pensaban eran tragados por los rugidos de la mayoría. Que Durandal se aliase con dragones resultaba tan ofensivo que facilitaba la transición. Los gritos fueron en aumento, ganando adeptos y derribando dudas. “¡Seguiremos tu estela!”, gritaban. “¡Guía nuestros vientos!”. Entonces corearon el nombre de la Serafina; animada de verles la reacción, levantó vuelo ligero y, señalando con su antorcha, gritó las directrices.

—¡Setenta y dos Principados se han infiltrado en el reino humano y, junto con las Potestades, han elegido las ciudades más importantes! ¡Levantaos, mis arqueros, seréis mis generales en esta cacería! —agitando su antorcha fue señalando a los escogidos—. ¡Antillae, prepárate pues tuya es la ciudad de Oropel, en el norte del continente americano! ¡Sigma Scorpi, tú irás al sur, Gran Andina te espera! ¡Rho Cephei, a ti te encargo la nación Cotopaxi! ¡Sigma Librae, a la urbe de Lutecia!

Se giró y buscó a una de sus alumnas. La vio peinándose un ala con los dedos, rodeada de algunos amigos y con la mandíbula desencajada.

—¡Elévate, Casiopea!

—¡Ah!

—¡Prepárate para el asalto; tuya es la ciudad de Valentía!

—¿Yo…? —soltó el ala y se señaló con el índice, incapaz de creer la responsabilidad otorgada—. ¿Valen…? Esto… ¡Valentía! ¡S-sí, maestra!

—¡Repartid el mensaje y destruid sus coliseos y monumentos como aviso preventivo! ¡Recordad ante todo! ¡No subestiméis a los mortales si estos deciden enfrentaros! ¡Serán frágiles, pero son audaces!

Entre más gritos de júbilo se elevaron los ángeles, ocultando con sus números la Luna y las estrellas. Los generales llamaban a sus soldados y estos se organizaban para escoger y repartir más ciudades. Irisiel levantó la vista y comprobó el movimiento generado; verle la decisión y valor de sus pupilos le hinchó el pecho de orgullo. Pensó que los hacedores también estarían asombrados al verlos dispuestos a dar la vida por la humanidad, incluso tras tantos milenios de ausencia.

En medio de una lluvia de plumas, la Serafina rugió el comienzo de la cacería.

El inicio de esta nueva historia.

—¡Que comience la caza de Destructo!

Guía de lectura y personajes de Destructo IV

Nota del autor: Escribí este prefacio para retomar la trama desde donde terminó Destructo III. Pido mil disculpas por la tardanza y, como siempre, espero que haya alguien interesado en la serie. He publicado Destructo IV en Amazon, el enlace está en mi perfil, y espero pronto tener los tres corregidos y subidos también. Creo que es el primer paso adecuado si pretendo llevar a cabo mi plan de conquista y destrucción del mundo. Esta vez no escribí una trama histórica medieval, sino una trama de fantasía, pero ambientada en un tiempo mucho más antiguo.