Destructo IV, Te necesito para descender aquí

En el inicio de los tiempos existió un ángel que, al descubrir el más grande secreto de los dioses, se alzó y, por libertad y amor, gestó la primera gran rebelión celestial: aquella que enfrentó a los ángeles contra sus hacedores.

Guía de lectura y personajes de Destructo IV

El Serafín Durandal se agachó y encogió sus alas para entrar bajo el marco del ventanal de la habitación de Zadekiel. Caía una fina llovizna sobre la reserva de los mortales y no le quedó otra opción que buscar cobijo. Adentro, indiferente ante la atenta mirada de las sorprendidas hembras, se pasó la mano por el rostro y sacudió las alas mojadas. Zadekiel frunció el ceño al notar cómo lo empapaba todo a su alrededor, pero él era el líder y había hecho tanto por la libertad de la Legión que, por una vez, haría el esfuerzo de callarse.

Finalmente, Durandal le asintió como saludo.

—Preferiría no continuar bajo la lluvia.

—Pero, ¿cuánto tiempo estuviste afuera?

—Bastante. Esperaba el momento adecuado.

—¿Para entrar?

—Para que terminases tu historia y pudiera llevarme a tu alumna.

La Querubín, sentada sobre la cama junto con sus amigas, esbozó una sonrisa bobalicona. Qué posesivo era Durandal desde que la reclamara como amante; le agradaba ese lado suyo, de hecho, pero arrastraba cierto temor. No estaba ciega ante el hecho de que Durandal deseaba finiquitar el asunto que dejaron pendiente la noche en el lago. Unirse finalmente en cuerpo. Ella misma sentía esa necesidad, ese calor y picazón que ansiaba calmarse, aunque recelaba porque sería su primera vez: se estremecía solo de imaginarse unida al cuerpo de un varón, de darle cobijo, sentirlo adentro, de cumplir con las expectativas de quien fuera su enamoramiento desde joven.

Consideró levantarse de la cama e ir junto a él, oír la historia de Zadekiel abrazados en alguno de los sillones le resultaba una idea atractiva, pero si ambos se limitaban a mirarse incapaces de ir el uno junto al otro era por la sola presencia de Celes, la celosa y posesiva guardiana. Esta última había llegado hacía momentos y, en el momento que el Serafín entró a la habitación, la misma marcó territorio y se acomodó en la cama junto a su protegida.

Había surgido una tensión casi eléctrica. Y, sin embargo, Zadekiel no notaba nada raro pues estaba decidida a continuar con la historia de Lucifer: había entrado en calor y nadie la detendría.

—Estabas afuera y… ¿Estabas escuchándome?

Él se encogió de hombros.

—Fue inevitable.

—¿Quieres que siga?

—Por favor.

La maestra enarcó una ceja.

—Se hará. Ponte cómodo, Serafín, que la historia va para rato.

La guardiana, en tanto, gruñó al oír la bienvenida y extendió las alas para abrazar con ellas a su protegida. No había el más mínimo intento de disimular su estado de ánimo; le hervía la sangre imaginarse a su preciada niña en brazos de cualquier varón pervirtiéndola, “ensuciándola” y arrebatándole la pureza. Lo fulminó con la mirada y su tono de voz se volvió áspero:

—Aquí hemos venido a escuchar una historia. Y nada más.

A Durandal le resultaba difícil ignorar el fuego que se había encendido en los ojos de Celes. A sus estudiantes les enseñaba a enmascarar sus emociones y mostrarse serenos en el campo de batalla e incluso en el día a día; a ella no le vendría mal unas clases, pensó pasándose la mano por la mojada cabellera.

—Así se hará. Pero confieso que a veces me gustaría ser hábilmente furtivo como tú y Curasán lo fuisteis en los Campos Elíseos, bajo las narices del propio Trono.

Absolutamente todos dieron un respingo ante la estocada del Serafín. Perla amagó levantarse para ir junto a él, detenerlo de su aparente cometido de iniciar una gresca, pero la guardiana la agarró del ala. Apuntó con su mentón un sillón en una esquina alejada.

—Ella está cómoda aquí. Allí hay un lugar para ti, Serafín.

Perla frunció el ceño y dio un aletazo para apartarse.

—¡Pero…! Mi lugar está a su lado.

—En mi presencia estarás a mi lado, como corresponde. No se hable más.

Sentada en otro sillón, la mortal Ámbar Moreira clavó violentamente la espada zigzagueante en el suelo y miró a todos los ángeles. Le parecían adolescentes. Y probablemente fuera la palabra más adecuada considerando que estaban viviendo un cambio radical en sus cuerpos y pronto eso se traduciría a cambios importantes en su sociedad. Tal vez debería dejar que la naturaleza siguiese su curso y ellos aprendieran su camino por las buenas y malas, pero no dejaría que unas hormonas descontroladas arruinaran la historia del ángel caído.

—Volviendo a lo que hemos venido —subrayó la mujer—. Dices que fuiste amante de Lucifer. Es decir, Protos. ¿Eso significa que tú eras Asteri?

Zadekiel asintió, a lo que la mortal se inclinó hacia adelante con una interrogante.

—Entonces, ¿por qué te llamas Zadekiel?

—Todo en su momento. Sé que Protos se encamó con la diosa Iris porque, pasado un tiempo, él me lo confesó. Pero, ¿acaso podría culparlo? Iris lo controló como quiso y, peor, lo desechó una vez usado. Él vivió en carne propia el desprecio de unos dioses a quienes adorábamos y eso ayudó a desencadenar su rebelión. Volviendo a esa noche, a mí me costaba enfrentar una revelación así. Necesitaba tiempo. Una parte de mí deseó volver a la rutina, a la vida tranquila en los jardines a las órdenes de las Virtudes, pero descubrí que era difícil aparentar la más simple sonrisa una vez vista la verdad.

Zadekiel agarró una de sus alas para peinarla con los dedos. No miraba a nadie porque lo que proseguía era, como ella había confesado, difícil de aceptar. Nadie en la habitación sería excepción. Pero al menos tenía la garantía de que ellos estaban desapegados de los hacedores y no habría nadie que quisiese levantarle la espada por continuar narrando una historia que bien podría ser considerada como una herejía.

—A partir de entonces, el juego cambió…

I

Pálidas estrellas parpadeaban en un cielo paulatinamente menos oscuro, donde una luna delgada aparecía intermitente tras las nubes. Llegaría pronto un amanecer tranquilo sobre el río Aqueronte, reino celestial, con decenas de cánticos de aves mezclándose con el silbido rítmico de un ángel sentado a la orilla. Cassiel sostenía la caña esperando el más suave indicio de un pez picando. Era la actividad predilecta del general de los Ofiucos. Endureció las alas cuando vio la punta de dicha caña inclinarse hacia adelante; luego miró a Protos quien, sentado a su lado, dio un mordisco ruidoso a una manzana.

—Tengo a uno —susurró.

—¿Grande?

—¿Cómo voy a saberlo…?

—Deberías —Protos se encogió de hombros—. Por la fuerza con la que tira la caña. Estaría bien que este tuviera pinta de jefe.

—Puede que lo sea. Ahora, silencio, por favor.

Ascenso, sentado y pensativo a su otro lado, perfilaba su espada y contemplaba cómo la hoja era dorada por los primeros rayos del sol saliente. Pronto el escuadrón de diez mil ángeles de los Ofiucos llegaría en rápidas aleteadas detrás del bosque, procedente de la ciudadela, y se prestarían a bajar a Rodinia para rastrear a la Titánide Mnemósine, por disposición del Olimpo. Era una misión de alto riesgo. Y, sin embargo, el segundo general de los Ofiucos solo pensaba en el Arcángel Miguel, quien aún no volvía a los Campos Elíseos desde que se adentrara en el Inframundo.

Miró a Cassiel y se sorprendió de verlo tan ensimismado en su pesca. Ojalá él también pudiera desconectarse de la realidad de esa manera, pensó envainando la espada en su funda, pero se preguntó quién pondría la voz de la cordura en su pequeño grupo si él no lo hiciese.

—¿Silencio? Los peces no te oyen.

—Bien afortunados que son —atizó Protos.

—Sigan, por favor —gruñó Cassiel—. Y luego se extrañarán cuando no comparta, papilleros.

—Da igual. Será poca cosa, como lo que tienes entre las piernas.

—¡No…! ¡No intentes desconcentrarme, pichón!

Protos rio y miró el Aqueronte con detenimiento; recordó el accidente que tuvo en el mar Egeo, abajo en el reino de Rodinia. Se dijo varias veces, durante la noche en la que la diosa lo utilizó e incluso esa misma mañana desde que caminara junto a sus compañeros rumbo al Aqueronte, que no volvería a tocar el tema de sus visiones. “Me encuentro bien”, decía ante las preguntas de sus amigos y lo del día anterior pronto sería asunto olvidado.

Ahora tenía que cumplir la orden del Olimpo: rastrear a la Titánide Mnemósine. Pensaba que lo mejor sería enfocarse en ello porque pretender levantar la espada contra los hacedores le resultaba una idea que rayaba el suicidio y que, probablemente, terminaría en ríos de sangre y plumas.

Sin embargo, la sola idea de agachar la cabeza y venerar a los dioses le superaba a ratos. Se rascó la nuca, incómodo; no podía seguir actuando como un perro faldero e ignorante de la verdad. Recordaba y se preguntaba si valdría la pena hablarlo. Descubrirles la horrorosa realidad a la Legión. ¿Tal vez reaccionarían como Asteri y huirían de él, incapaces de recordar un pasado olvidado? Pensó que tal vez el Arcángel Miguel estaría interesado en oírlo, de indagar más, pero desde que amaneciera no lo encontró en sus aposentos en el Templo.

Cassiel recogió la seda y contempló con la mandíbula desencajada cómo el diminuto pez se zarandeaba enérgico. Pero si tenía la fuerza de diez peces, pensó capturándolo con la mano. Ascenso pretendió azuzarle con alguna frase humillante, pero fue Protos quien intercedió con un tono bruscamente serio.

—Cassiel, cuando la noche es oscura es cuando se pueden ver más estrellas.

El general enarcó una ceja.

—¿Qué…? ¿Y eso a qué viene?

—Me lo dijiste tú. ¿Lo recuerdas?

Cassiel miró a su presa y, lentamente, volvió a fijarse en Protos.

—¿No te parece una analogía demasiado rebuscada para un pez?

—¿Qué pez? Y tú, Ascenso…

—¿Mi mariscal?

—Deja de llamarme así. Al menos, no mientras estemos los tres. Ya os dije que os conozco. Pero es más complicado… Solo son piezas sueltas en mi cabeza, brillando en la oscuridad como espejos de luz. Son recuerdos inconexos; una frase, una imagen, un aroma, un nombre… pero a veces se enlazan con otros y entonces va tomando forma, sentido… Cuando te veo a ti, Ascenso, recuerdo… Recuerdo que me hacía gracia que fueras el más interesado en levantarme el ánimo, pero al final de la noche me dijiste que tu plan se había ido al traste. También recuerdo a Cassiel carcajeándose de ti en el Salón de las… Salón de las…. ¡Salón de las Iriadas!

El pequeño pez se escabulló de la mano y volvió al agua, pero ya a nadie le importaba. Cassiel y Ascenso se mantuvieron callados por un largo rato, mirando a su mariscal, algo considerado esperanzador por este, pues consideró que tal vez estaban tomándose el tiempo para procesar la información. Para recordar. Con suerte, ellos terminarían encendiendo la luz de una llama olvidada.

Finalmente, Cassiel lanzó la seda al agua.

—¿Sabes? Si sigues enfermo, es una excusa perfecta para poder suspender la caza de hoy. Podría pasar todo el día pescando…

Protos suspiró.

—No estoy enfermo.

—No suspenderemos nada —intervino Ascenso—. Si no estás en condiciones, yo podría cubrirte.

—¿Acaso es por la Titánide? ¿Pensáis en buscarla? Pues olvidaos de ese asunto.

—¿Que la olvidemos…? ¡Acabas de decirnos que la orden es rastrearla!

—¡Está muerta, Ascenso!

Silencio. Incluso otro pez picó, pero si Cassiel encorvó sus alas no fue precisamente por la nueva pesca. Se fijó otra vez en Protos y este, en su tono exasperado y el semblante serio, no parecía bromear. No era, tampoco, un asunto en el que se estuviera permitido el humor: la vida de diez mil Ofiucos era puesta en peligro en aquella misión.

—¿Muerta? —escupió Ascenso—. ¿Estás divagando de nuevo?

—¡Hablo en serio!

—¿Y no se te ocurrió decírselo a la diosa en el momento que te solicitó rastrearla?

—No confiaba en ella. E hice bien…

Ascenso parpadeó incrédulo ante lo que oía. No había dudas de por qué Protos era el pupilo predilecto del Arcángel Miguel; en asunto de dioses pensaban idéntico, pero a él se le volvía molesto tanta desconfianza hacia sus propios hacedores.

—¿Me lo vas a explicar?

—La vi, ¿qué esperabas? Estaba atrapada en el fondo del Egeo… La vi luego de que ese dragón me estampara contra el mar. Era gigantesca, incluso más que Hiperión, que ya es decir. El lagarto me había dejado inconsciente al darme un coletazo a la cabeza, así que imagínate en mi situación cuando abrí los ojos, flotando en medio de la nada y rodeado de sus alimañas.  Eran como anguilas, brillando en la oscuridad del mar. Dioses, miles de ojos fijándose en mí… Fobos hubiera muerto del susto allí mismo.

Cassiel se había olvidado por completo de la caña que forcejeaba. Ascenso se mantenía escéptico, era de aquellos que, para un suceso fascinante, necesitaba comprobarlo con sus propios ojos, pero conectó cabos y pensó que la conducta extraña de Protos pudiera deberse a un encuentro inesperado con la mismísima Mnemósine.

—¿Esperas que te lo crea sin más? El Protos que yo conozco hubiera alertado luego ver a Mnemósine en el fondo del mar. ¡Si no a la diosa, al menos a uno de sus generales, no fuera que expusiéramos a diez mil soldados a un peligro importante!

—¡Si no lo advertí es porque ya no había peligro! Murió allí mismo. Pero aún intento comprender qué es exactamente lo que sucedió. ¿Por qué no me atacó? Es más… os diría que me sonrió… Eso sí que no espero que lo creas, Ascenso. Luego movió los labios. La oí. Es decir, creí oírla, era algo gutural. No hacía falta pensar mucho qué quiso decirme porque noté que las bestias se alejaban de mí. Las ordenó retirarse. Y finalmente lo hizo…

Ante la prolongada pausa que prosiguió, Protos lucía perdido nuevamente en sus recuerdos, Ascenso fue agotando la paciencia.

—¿Y bien? ¿Hizo qué?

—Mira, tengo una vaga idea de lo que pudo haber hecho… —miró sus manos y estas temblaban, por lo que las empuñó y clavó su mirada asustada en los ojos de Ascenso—. Pienso que, como los dioses hacen, ella me otorgó un don.

—Un don…

—¡Sí, un condenado don! Porque os veo y puedo recordaros en otro lugar. A veces os veo distinto, tanto que asusta. Os veo sin alas, sin vestir estas túnicas, absolutamente nada que reconozca de aquí. ¿Por qué diantres me miras así? Es complicado de explicar, como dije, son imágenes sueltas que vienen y van hasta que termino por encontrarle el sentido…  El Salón de las Iriadas. ¡El Salón de las Iriadas! ¿No lo ves?

Otro largo silencio. Ninguno de los dos generales recordaba nada y Protos se sintió tan solo cuando Ascenso meneó la cabeza como respuesta. Se sintió como un cuerdo en un mundo de lunáticos. O tal vez era al revés.

—¿No recordáis?

Ascenso posó una mano sobre el hombro de su mariscal.

—Escucha. Si lo que dices es verdad, cabe la posibilidad de que sean alucinaciones provocadas por la Titánide. ¿Por qué crees que la diosa advirtió no acercarse? Si no quieres hablar con la diosa, perfecto, entonces hablemos con el Arcángel cuando regrese.

Protos suspiró. No lo había visto de ese modo y en verdad que, con la cabeza fría, debía considerar esa posibilidad: de que tal vez solo fueran confusiones provocadas por Mnemósine en pos de enfrentarlo contra los dioses. Pero los recuerdos se sentían tan reales. Agarró su manzana y, lanzándola al río, pensó que lo mejor sería recuperar cuanto antes el cadáver de la Titánide del fondo del Egeo; sentía una necesidad de verla una vez más porque tal vez podría convencerse de que todo era una farsa… o encontrar un sentido a sus visiones.

—Ya que lo mencionas, ¿dónde está el Arcángel?

II

La diosa Iris no había logrado encajar su mandíbula desde que se acercara al límite del reino de los ángeles. El tajo que propinó al muro neblinoso durante su borrachera era tan grande que se veía ya desde los lejanos cerros que bordeaban la ciudadela de Paraisópolis, donde lucía solo como una fina línea zigzagueante irrumpiendo en medio de la perfección que suponía la barrera limítrofe. Se consoló con la idea de que el lugar estaba tan apartado de cualquier rastro de civilización que sería raro que algún vigía lo descubriese; más allá de los montes no había nada de interés salvo el propio muro y el mar de hierba.

Elevó ambas manos al aire y, con los dedos iluminándose de una fina aura dorada, fue cerrando el pasaje. Cómo pudo ser tan descuidada, se dijo, de ceder a los placeres de la bebida y la carne durante su misión. Primera y última vez que desobedecería las órdenes del Olimpo. Pero se detuvo cuando oyó a alguien silbando desde adentro; bajó las manos y enarcó una ceja al ver un ángel regresando del mismísimo Inframundo. Venía con las manos unidas tras la nuca, tatareando despreocupadamente como si regresara de un paseo.

El solo ver al desconocido le resultó un baldazo de agua fría: ¡un ángel había entrado por donde no debía! Y la culpa era toda suya. Se preguntó si, aparte de él, habrían más; si a Hades o Perséfone se les informaba de la existencia de una sola pluma en el Inframundo, ella lo pagaría caro, considerando que era la única diosa olímpica que frecuentaba los Campos Elíseos y, por tanto, la única que podría abrir el muro.

Sin embargo, recalculó su situación con fría precisión.

—¡Exijo que me expliques qué haces saliendo de territorio prohibido!

Fobos dio un respingo y, al ver a la diosa enfurecida, las alas se le extendieron involuntariamente. Había quedado en vigilar el acceso a la espera del Arcángel Miguel y su montura, que aún no volvían, por lo que terminó adentrándose solo unas pocas aleteadas por el Inframundo para saciar su curiosidad. No esperaba que alguien, ya ni decir la mismísima diosa Iris, se presentase en la entrada del acceso.

—¡M-mi señora!

Él ángel recogió las alas lentamente, pero se vio incapaz de ir hasta ella por miedo a algún tipo de castigo. Recordó fugazmente lo que había dicho el Arcángel: que no debían confiar en los dioses por unos motivos que, al menos a Fobos, le parecieron convincentes. Además, pasara lo que pasara, no debía revelar que el Arcángel se había infiltrado o quién sabe qué castigo podría venir del Olimpo si se enterasen que el propio líder de la Legión desobedecía las leyes establecidas.

Iris notó el miedo en él y no dudó en atizarlo con más ímpetu.

—¡Respóndeme, hereje! ¿Este acceso lo has abierto tú?

—¿Yo? No podría… Es decir… ¿Cómo podría…? —rascándose la cabellera y elucubró una excusa—. Mi señora, a-acabo de encontrarlo y he decidido entrar para inspeccionar. No he… Dioses, no he avanzado mucho, a decir verdad.

—¿Y bien? ¿Descubriste al causante?

—Realmente no. Nada.

Iris estaba escondida tras una máscara de semblante crispado, pero cuán aliviada se sintió al saber que nadie había descubierto su pequeño secreto. Sin embargo, el ángel no parecía ser especialmente confiable y tenía la molesta sospecha de que estaba ocultándole algo.

—¿Cómo te llamas?

—Fobos, mi señora. Soy vigía.

—¿Y solo fuiste tú? ¿Nadie más sabe de tu descubrimiento?

—A-a-absolutamente nadie más.

—No toleraré una mentira. Como descubra que estás escondiéndome algo te arrepentirás de haber nacido.

—Pero si no he nacido.

—Pero, ¿de qué vas tú, listillo?

—¡M-mi señora!… ¿Tiene idea de cómo pudo haberse abierto este camino?

Iris lo fulminó con la mirada y, de hecho, Fobos sintió el peso de esos ojos escrutadores; por un momento deseó huir despavorido. Era como si el aire mismo se revolviese alrededor de la diosa y como si la cabellera ensortijada de esta fuera de fuego. Pero, para su sorpresa, ella cerró los ojos y tragó aire, respondiendo con serenidad.

—¿Cómo explicarte un tajo en el muro inexpugnable? De la misma manera que podríamos explicar tu supina estupidez. Fobos, que seamos dioses no implica que seamos perfectos. Ojalá lo creáramos todo sin sufrir errores, pero los tenemos. Al igual que tú, este tajo es prueba de ello.

Chasqueó los dedos un par de veces, como si llamase a una mascota.

—Ven.

—¿Qué va a hacer?

—A cerrarlo, genio.

Fobos miró hacia adentro y luego a Iris con claro gesto desesperado. El Arcángel aún no volvía y se desmayaría de imaginarlo atrapado para siempre en el Inframundo. Debía ganar tiempo de alguna manera.

—¡Espere…!

—¿Qué pasa?

—¿Para qué cerrarlo?

—¿Por qué debería explicártelo?

—¿No prefiere saber si existe realmente un motivo por el cual este camino está abierto que no sea un simple fallo de construcción? Si lo cierra… Por los dioses, si lo cierra estará borrando la pista de algo importante.

Iris se frotó la frente gruñendo un par de insultos inaudibles para el vigía: si borrar la pista era exactamente lo que pretendía. Pero cayó en la cuenta de que también sería excelente eliminar al, aparentemente, único testigo de que el muro neblinoso había sido abierto. Soltó un par de risillas para terror de Fobos y, sin mediar más palabras, volvió a levantar las manos con los dedos brillándole: decidió matarlo aplastándolo entre las paredes del muro.

El ángel palideció cuando notó cómo el pasaje se cerraba violentamente con él aún en medio. Podría levantar vuelo y apurar la salida, conseguiría salir si se lo proponía, pero las alas y piernas se vieron congeladas. Cualquiera pensaría que uno de los ángeles más cobardes de la Legión perdió las fuerzas de su cuerpo al saber que vendría una muerte dolorosa, que se vio con los huesos reventados y aplastados en un amasijo informe, pero fue la decepción de presenciar el desprecio de una diosa lo que lo dejó tieso. Solo atinó a mirarla con un deje de indignación, de rebeldía. De quien descubre que, para los dioses, los ángeles parecían ser no más que bienes desechables.

La diosa volvió a detenerse al oír un rugido de alguna bestia rebotando por las paredes del pasillo –ahora ya no era más que un pasillo-, y quedó boquiabierta al ver a un amasijo de escamas y cuernos plateados surgir de las tinieblas y cruzar el pasaje en presuroso vuelo. ¡Un dragón! Se fijó fugazmente en el ángel de melena castaña que montaba sobre su lomo y, fastidiada al saberse engañada por el vigía, no dudó en pretender aplastarlos a todos entre las paredes. Aunque, para su infortunio, el dragón fue lo suficientemente rápido para rescatar a Fobos con sus garras traseras e, incluso así, escapar del acceso que finalmente se cerró con tal fuerza que la tierra misma sintió la sacudida.

El dragón plateado, Nidhogg, aterrizó revolviendo la hierba a su alrededor. Levantó la cabeza y rugió su llegada, expulsando al aire una larga llamarada mientras extendía las alas como acostumbraba. En tanto, el Arcángel Miguel se levantó sobre su lomo y miró a un lado, sobre la hierba, donde un desmayado Fobos había caído como un saco de arena. Al menos parecía encontrarse bien, pensó descendiendo de un salto.

Iris se cruzó de brazos al reconocer al Arcángel. De toda la Legión, era él a quien menos deseaba ver saliendo del Inframundo. Una pena que no pudo matarlo, pensó caminando en semicírculo a su alrededor, pero inventar una excusa al Olimpo sobre cómo el líder de la Legión de ángeles había muerto sería demasiado problemático y sospechoso.

—Cuando me hablaste de que algunos entablaron amistad con dragones, no esperaba que fueras tú uno de ellos.

Sin intención de mediar palabras con la diosa, el Arcángel se dirigió hasta el vigía y lo cargó en sus brazos. Luego lo subió sobre el lomo del dragón. Procedió a sujetarle un brazo y una pierna con lazos de cuero atados a los cuernos de la montura, en tanto Iris se detuvo para inspeccionar a Miguel de arriba abajo. La diosa notó puntos de sangre adornándole la túnica y alas, por lo que su corazón apuró latidos al saber que entabló lucha en el Inframundo.

—Se ve que te dieron una bienvenida cálida. ¿Asesinaste espectros?

Terminada su tarea, el Arcángel palmeó el lomo y le dedicó unas palabras a la bestia, quien levantó vuelo y se alejó rumbo de la ciudadela. Se preguntó cómo se tomaría la Legión la presencia de un dragón en medio de la mismísima Paraisópolis, pero Nidhogg podía ser una bestia entrañable si los ángeles aprendían a soportar sus rugidos cargados de insultos.

Finalmente solos, miró a la diosa y se rascó la mejilla.

—Sesgué seis espectros. Fue cuando el Juez Radamantis desistió y me reconoció como uno de los suyos. Su comandante, Vindemiatrix, no parecía muy contenta con toda la situación.

—¿Radamantis, has dicho? Dame una razón para no matarte, Arcángel.

Él extendió ambos brazos a los lados.

—¿Porque te caigo bien?

—El solo entrar en territorio prohibido es un acto de sublevación que, de informar al Olimpo, terminará con tu muerte.

—Suena justo. Pero, de ser así, ¿erigirían un obelisco en mi honor?

Miguel elevó una mano para revelar, atrapado entre los dedos, un pétalo blanco del tamaño de un pulgar. Lo soltó, de manera que la brisa lo guio hasta una Iris de mirada curiosa. Esta lo capturó y empalideció al reconocer el pétalo de flor de asfódelo que, en el Inframundo, solo crecían alrededor de la tumba de la diosa fallecida.

—Para informarle al Olimpo que entré en territorio prohibido —prosiguió él—, tendrías que explicarles cómo es que pude entrar allí.

Iris abrió la boca, pero fue cerrándola lentamente ante la mirada petulante del Arcángel. Hizo un ademán brusco y se alejó caminando rumbo de la ciudadela. Le hervía la sangre; ¿cómo ese simple ángel conseguía sacarla de sus cabales y salirse con la suya tan campante? Pensó que, si él quisiese, podría incluso tomarla en cuerpo y follarla violentamente allí mismo sobre el mar de hierba; y ella no podría negarse a sus deseos considerando las pruebas contundentes con las que contaba.

Meneó la cabeza, vaya ideas se le metían de vez en cuando.

—Necesito respuestas, mi diosa.

—¿Qué te hace pensar que yo las tengo?

—¿Quién es Arce?

Iris se detuvo y se giró para mirarlo con la mandíbula desencajada. Pero, ¿de dónde había salido ese ángel tan inquisitivo y suspicaz? Cuando le explicó a Fobos que los dioses sufrían errores con sus creaciones, era precisamente en alguien como el Arcángel en quien pensaba. Demasiado curioso, incómodamente astuto. Y no era solo eso, se preguntó cómo era posible que él entendiese el idioma prohibido usado en el obelisco. No dejaba de sorprenderla, aunque para mal.

—Tus ojos debieron haber sangrado al ver los símbolos.

—Y así fue.

Ella ahogó una risa imaginándoselo completamente desorientado en tal situación. Ojalá hubiera estado allí para verlo por sí misma y humillarlo. Se giró y volvió a su camino, aunque él ya avanzaba para acompañarla a su lado.

—¿Cómo conseguiste entenderlo? ¿Torturaste un espectro o…? ¿Sabes qué? Da igual. Ya veo que eres alguien de muchos recursos.

Tanteó la idea de revelárselo como premio. Confesarle quién era Arce no representaría un peligro para los intereses del Olimpo. La misma estaba muerta y con ella sus crímenes. Además, dentro de sí, siempre necesitó de alguien con quien desfogarse, con quien hablarlo, pero la idea de hacerlo con un ángel no le seducía especialmente; los consideraba inferiores e incapaces de comprenderla, pues carecían de aptitudes y nociones.

Pero, a pulso, el líder se había ganado su consideración.

—Arce fue una diosa traidora a la causa del Olimpo. Decidió aliarse con los Titanes durante la guerra y servirles como mensajera. Pero tú ya sabes cómo terminó la Titanomaquia y, si realmente entendiste el mensaje, sabrás que fue juzgada, castigada y enterrada en el Inframundo. Fin de la historia.

—¿Por qué una olímpica querría aliarse con los Titanes?

—¿Por qué más? Pensaba como ellos. Decía que crear a la humanidad sería un error.

—¿Lo es?

—¿Acaso importa? No es algo que nos competa ni a ti ni a mí. Escucha. Ya no estoy con ánimos para hablar.

—Lamento oírlo. No sé si lo has visto, pero a medio camino entre los montes y la ciudadela están las Virtudes. Viven allí porque necesitan espacios para sus cultivos.

La diosa caminaba con el rostro fruncido y sin prestarle la más mínima atención. Pensó en extender las alas y alejarse por su cuenta, ya era momento de controlar a los Ofiucos en Rodinia, que estarían buscando a Mnemósine. Sin embargo, el Arcángel dijo algo que la detuvo de su cometido.

—Allí es donde tienen sus viñedos. Incluso una bodega. Me gustaría saber si la nuestra tiene algo que envidar a la que cuentan en el Monte Olimpo.

—¿Ah? ¿Me estás invitando?

—Trato de ser un buen anfitrión.

La diosa resistió a la llamada de la bebida cuanto pudo, pero terminó asintiendo con una sonrisa espontánea. Qué bueno que no consiguió su cometido de aplastarlo entre las paredes del muro, se dijo acomodándose la cabellera. Era consciente de su conducta errática, imperfecta para los cánones del Olimpo, pero también sabía que era esa misma naturaleza la que solía traerle algo bueno entre tantas metidas de pata.

Una brisa fresca peinó las alas de ambos; la diosa había recuperado el buen humor.

—Era mi hermana.

El Arcángel no entendió.

—Arce —aclaró Iris—. Ella era mi hermana.

III

Desde que los Ofiucos descendieran en los alrededores del mar Egeo, el clima se había mostrado hostil, intratable, como si a la naturaleza misma no le agradase la presencia de los ángeles y desease expulsarlos: una ventisca fría nunca era bien recibida, pero aquella era tan fuerte que embravecía el agua. La lluvia, abundante y pesada como en pocas ocasiones se había visto, además del cielo acuchillando constantemente con relámpagos donde fuera que se mirase, solo empeoraban la de por sí problemática búsqueda de la tumba de Mnemósine.

Protos salió disparado del mar con dos gruesas y largas serpientes pálidas enroscándose, una en un ala y otra en un brazo, esta última mordiéndola la mano como si pretendiese arrebatarle la espada que sostenía. Decenas de hilos de luz zigzagueaban por el cuerpo del ángel, pero él no parecía verse afectado por sus mordidas o ataques. Eran las bestias de Mnemósine, sin duda alguna, que defendían ferozmente la tumba de cualquiera que osara de acercarse a su lugar de descanso eterno.

Ascenso, suspendido sobre el mar, esperó a Protos con espada en mano y partió hábilmente la alimaña que se enroscaba en el ala de su mariscal, en tanto que este agarró la cabeza de la otra serpiente y la reventó aplastándola bajo sus dedos. Lanzó los restos sanguinolentos por el horizonte con una brusquedad que revelaba su hartazgo; el mariscal no esperaba que la tumba estuviera tan fuertemente custodiada. Miró a su alrededor: poco a poco, sus más de diez mil soldados emergían del Egeo de la misma manera que él, con los enemigos adheridos por alas, piernas, brazos y cinturas.

Eran demasiadas, tantas como nunca había visto. Sentía que nunca se acabarían y se preguntó si diez mil ángeles serían suficientes para eliminarlas en un solo día y penetrar libremente hasta el fondo. Y, aunque no deseaba admitirlo en voz alta, su piel ardía, los músculos parecían torcerse y las alas se sentían demasiado pesadas debido al veneno que inyectaban aquellos filosos colmillos; probablemente sus soldados estuvieran pasando por lo mismo, pero él no deseaba desistir de su cometido.

Amagó descender de nuevo, pero Ascenso lo sostuvo del ala y el cielo relampagueó. Entre el ulular del viento y la fuerte lluvia era difícil oírse, por lo que se hablaron gritando.

—¿¡Acaso no has tenido suficiente!?

—¡En peores situaciones estuvimos, Ascenso!

—¿¡Y cuál es tu plan!?

Protos se apartó de un aletazo; pasándose la mano por la cara observó el mar agitado por una lluvia cada vez más copiosa. Odiaba pensarlo, pero Ascenso siempre fue la voz de la cordura que compensaba su impulsividad. Sin embargo, ver una vez más a la Titánide se había convertido en una obsesión que debía cumplir de inmediato. No lo consideraba como una orden del Olimpo, sino como un cometido personal. Miró a su general, con ojos intensos que parecían brillar de un fuego desmedido.

—¿¡Quieres un plan!? ¡Bajar y matarlos a todos, ese es mi condenado plan!

—¿¡No quieres considerarlo una vez más!? ¡No vemos absolutamente nada y nos están despellejando vivos! ¡Es su terreno y estamos en desventaja!

Cassiel descendió entre ambos. Se había quitado de encima a una voraz serpiente que se había ensañado especialmente con él. Una línea de sarpullidos rojos le cruzaba diagonalmente el rostro hinchado, pero aun así se adivinaba el semblante harto por la situación. El arquero preferiría la tranquilidad de un día de pesca en los Campos Elíseos. Miró a su mariscal y frunció sus labios:

—Dime que no vamos a volver a intentar este penoso plan suicida, Protos.

—Si no deseáis hacerlo, no os obligaré a continuar, pero no me detendréis de intentarlo de nuevo.

—No es una cuestión de valor, amigo. No me preguntes cómo es que me mantengo elevado si ni siquiera siento mi ala izquierda. Mi cuerpo no aguantará una oleada más —Cassiel se encogió de hombros—. ¿Qué? Y encima tengo la piel delicada. Si tuviera escamas la cosa cambiaría…

Protos enarcó una ceja. Se frotó el mentón observando detenidamente cómo le habían desfigurado al bueno de su amigo. Guardó la espada tras el fajín y, para alivio de los dos generales, el fuego en sus ojos fue apaciguándose. Se elevó un poco más, girándose para mirar el horizonte oscurecido.

—Cambio de planes.

—Fantástico —asintió Cassiel—. Ni siquiera sé cuál es el nuevo plan, pero cualquier mierda es mejor que lo de recién.

—¿Debo recordarte que no estamos a tu lado solo por la compañía, Protos? —advirtió Ascenso—. Dinos tu plan y juzgaremos.

—Lo haré. Mientras, que los demás descansen a orillas del Egeo a la espera de nuevas órdenes. No volveremos a casa hasta sacar a Mnemósine de allí.

—¿Y nosotros?

—Mis generales —extendió ambos brazos a los lados—. Consigamos unas buenas escamas.

En las profundidades de un bosque tupido y ennegrecido por la noche, Leviatán levantó la cabeza y lanzó una llamarada de fuego que irradió todo a su alrededor, revelándose así cientos de dragones que dormían sobre la hierba, enroscados sobre sí mismos e incluso los había boca arriba. El líder dragontino los había guiado a todos a un lugar seguro donde asentarse, cazar y alimentarse lo suficiente para sobrevivir hasta los límites más lejanos del tiempo, hasta que las disposiciones de estrellas en el cielo fueran irreconocibles tras lunas y lunas de lánguido desplazamiento.

Sacudió la cabeza y luego la inclinó para masticar los restos de algún animal que había capturado durante sus paseos por Rodinia, ahora reducido a cenizas y huesos, alimento por excelencia de la legión dragontina.

Cuánto deseaba levantar vuelo y meterse de lleno en alguna batalla con algún rival digno; su cuerpo se lo exigía con una constancia desesperante, pero desde que la Titanomaquia terminara con la muerte de Hiperión, la vida de los dragones se había vuelto tan rutinaria como aburrida. Pareciera lo deseado; todo un mundo dispuesto para cazar y alimentarse, para sumir largas extensiones de campos bajo el fuego y luego zambullirse en las cenizas. Pero, inteligente y cautivo como era, no bajaría la guardia. Para él, todo lo que brillase siempre terminaba por consumirse bajo la destrucción de las llamas.

Un par de rugidos rebotando por el bosque lo alertaron a él y sus allegados; unos se estiraron para mirar alrededor, pero la mayoría desistió para seguir durmiendo y dejaron caer pesadamente las cabezas sobre la hierba. Leviatán, atrapando un largo hueso entre los colmillos, ladeó el rostro y miró hacia el camino de tierra que serpenteaba hasta su guarida, sumida en una niebla gruesa acuchillada por los rayos de la luna; nuevas advertencias de sus vigías parecieran surgir de allí y se preguntó a quién dejarían pasar hasta su cubil. Por lo general, la fauna de Rodinia no penetraba tanto sin ser incinerados por sus soldados, por lo que bien podría tratarse de algún enemigo fuerte. Digno. Valiente.

No esperó, por tanto, ver a tres figuras de ángeles, a contraluz, surgir de la niebla. Para una bestia como Leviatán, que había entablado una larga y dura lucha contra gigantescos enemigos, los ángeles eran considerados por él como oponentes -a sus ojos, todos los que no fueran congéneres eran oponentes- demasiado débiles como para dedicarles un mínimo de atención. Los miraba de la misma manera que la Legión observaría a las hormigas.

Se inclinó y olisqueó, gruñendo al reconocer un aroma demasiado similar.

Protos avanzaba decidido rumbo a Leviatán en tanto que Ascenso no dejaba de mirarlo todo a su alrededor; el bosque era tan espeso que el entramado sobre sus cabezas ocultaba las estrellas y, por tanto, el general se sentía desorientado. Le molestaba que Protos no pareciera mostrar la más mínima preocupación por los quién sabe cuántos miles de dragones que los observaban desde la oscuridad del bosque, con sus ojos rubíes, dorados, plateados y blanquecinos irradiando en la negrura, gruñendo; oía el crujir de huesos de quién sabe qué bestia siendo aplastados entre colmillos y se estremecía.

Cassiel era el que peor disimulaba su estado de ánimo. Dio un respingo cuando un dragón perdido en la oscuridad soltó una llamarada pequeña de su nariz; se fijó y empalideció cuando notó irradiados al menos a cinco dragones mirándolo fijo. Intentó levantar vuelo y escapar al ver a uno mostrándole los colmillos, pero Protos lo agarró del ala para que continuase a su lado.

—¡Sereno, te dije que sereno!

El mariscal mordió cada palabra. Temía que, si huyeran, los dragones les perderían el respeto y se les abalanzarían con todo.

—Recuerda —insistió—. Tienen tanto miedo como tú.

—N-no me parece que estén cagados.

—Relájate, dioses. Piensa en todo esto como un día de pesca.

Ascenso ahogó una risa al oír la peculiar comparación.

—Si ese es el caso, sugiero a Cassiel como la carnada.

—¡Nadie será carnada! —intercedió de nuevo el mariscal—. Entramos y salimos juntos. ¿Cuento con vosotros?

Ascenso asintió.

—Si vas a hacerlo, entonces ni lo dudes. A por esas escamas.

Cassiel meneó la cabeza y expulsó de golpe todo el aire contenido en sus pulmones.

—¡Dioses! ¿Dónde más estaría si no es a tu lado, amigo?

Saberse observado por Leviatán, desde lo que pareciera ser su lecho, era terrorífico. Pero estaba abrigado por sus compañeros y se sentía lo suficientemente envalentonado para seguir avanzando. Protos desenvainó su espada, apuntándosela a él. No tenía una idea clara de por qué el líder dragontino lo rescató del Egeo luego de que conociera a Mnemósine, pero sospechaba cuál era la razón. Ante todo, estaba claro que Leviatán le había rendido una muestra de respeto aquel día, algo inesperado de un dragón, por lo que tal vez la lucha que mantuvieron brevemente fue el causante.

Entre el mariscal y Leviatán dos filas de dragones se levantaron sobre sus patas y gruñeron al recién llegado, formando una suerte de pasillo e invitándolo a continuar avanzando ante sus furtivas miradas. A su paso, alguno rugió un insulto y otro regurgitaba la garganta como si estuviera a punto de lanzar una llamarada, pero Protos era bueno enmascarándose tras un semblante de seriedad; Leviatán gruñó en tono corto para que sus soldados le dejasen hacer lo que fuera que viniera a hacer. Volvió a su cena, pero sin apartar la mirada del ángel atrevido.

Finalmente, Protos clavó la espada en el suelo y se sentó sobre una rodilla, cabizbajo.

—¡Dragón! ¡Mi nombre es Protos de los Ofiucos! ¡Me postro ante ti y ruego por tu ayuda!

Leviatán dejó soltar el hueso, quedándose con la mandíbula desencajada. No podría importarle menos cualquier muestra de respeto al que seguramente acostumbraban los ángeles y dioses en el Olimpo. Creía que un ángel como Protos, que lo enfrentó, sabría al menos qué era aquello que valoraba él. Viveza, fuerza, tenacidad, inteligencia. Los cortejos de castillo le resultaban hasta ofensivos si cabe. Se levantó sobre sus patas traseras y le arrojó una llamarada tan fuerte que, por un momento, en el bosque pareció ser de día.

Protos se cubrió con las us alas y así también sus compañeros, de modo que el fuego se esparciese al alrededor. Ardía intenso, era un fuego con la fuerza del sol; se sentía la piel abrasarse y los tímpanos fueron exigidos por tan atronador ataque. Pero la bestia se detuvo: solo quedó un molesto zumbido y tres ángeles en medio de un círculo de hierba incinerada. El mariscal abrió las alas y recogió su espada de hoja enrojecida para apuntársela de nuevo. Sonreía en tanto apretaba la empuñadura y esta desprendía aroma a piel quemada; en realidad, Protos lo había probado solo para cerciorarse de su más fuerte sospecha: ese dragón era otro tipo de guerrero al que no se le ganaba la aprobación como uno normalmente pensaría. Si pretendía montarlo, debía mostrarse como un jinete tan bravo como aquella vez que se conocieron.

Habría que mostrarle poderío.

—¡Serás mi montura, Leviatán! ¡Y juntos exterminaremos a quien se atraviese en nuestro cielo! ¡Guiemos los vientos de mi legión y la tuya como una sola!

Fue decirlo y desatarse una inesperada respuesta en el bosque negro; los dragones rompieron fila y levantaron vuelo, rasgando el entramado boscoso que los refugiaba del exterior; rugían, chillaban y lanzaban llamaradas al aire y al suelo para sumir el bosque en medio de una lluvia de fuego. Los tres Ofiucos no tenían forma de saberlo, pero la legión dragontina había oído la petición del mariscal y lo pondrían a prueba. Ascenso y Cassiel se giraron para comprobar que estaban, ahora, dentro de lo que pareciera ser un anillo de fuego de al menos diez aleteadas de altura. Aunque, al intentar advertirle a Protos, este ya decidió correr a por Leviatán.

Él lo tenía claro. Esa noche, o se ganaría su respeto o terminaría muerto e indigno de ser su jinete.

El dragón ladeó su cuerpo y envió un testarazo con la cola, pero Protos se deslizó arrodillado sobre la hierba para pasar por debajo de aquel látigo hecho cuernos y escamas. No obstante, el coletazo le dio de lleno a un sorprendido Cassiel quien salió despedido fuera del anillo de fuego.

Ascenso consiguió dar un salto para esquivarlo y, suspendido en el aire, notó con una mezcla de terror y admiración cómo Protos saltaba a por el dragón con las alas extendidas para ganar impulso, con la espada empuñada hacia arriba, como una línea luminosa en medio de aquellos dos gigantescos ojos purpúreos y feroces de Leviatán. La bestia era notoriamente más grande y amenazante; una lucha entre una hormiga y un gigante, se diría, pero Ascenso empezaba a comprenderlo. Era un ritual de fuerza.

El espadazo llegó tan rápido que solo fue un fulgor borroso atravesando el rostro del dragón; Protos consiguió arrancarle uno de los varios cuernos de la cabeza y atraparlo con la otra mano. Intentó mostrársela para humillarlo, pero ya no pudo evitar el zarpazo que le dio de lleno en el pecho y lo arrojó contra la hierba, donde impactó tan violento que dejó un surco sobre la tierra. Leviatán notó la oportunidad y envió otra llamarada. Cualquiera que observara desde afuera vería cómo una considerable bola de fuego emergía y destruía el centro del bosque tupido; era contemplar el nacimiento de un sol, brotando en la negrura absoluta de la noche, destruyendo los árboles aledaños y torciendo los más lejanos en tanto toda la tierra se estremecía.

Cassiel agarró un ala de Protos y lo apartó de la bola de fuego que ahora perdía tamaño; ambos cayeron de espaldas sobre el suelo carbonizado, jadeando como perros al sol y echando humo de las alas. A su alrededor, los pocos árboles que habían resistido no eran más que flacos troncos ennegrecidos. Apenas se habían enfrentado un suspiro y el mundo parecía haber dado un vuelco.

Ascenso descendió sobre Protos y a manotazos le extinguió algunas llamas que ardían en las plumas y túnica. “¡Rueda, Protos, rueda!”, clamó desesperado. No esperaba, para nada, ver a su mariscal riendo y mirando la luna sobre ellos. Lo tomó de la pechera y zarandeó esperando espabilarlo.

—¿¡Era esto lo que esperabas!?

—¡Es…! ¡Es Leviatán, Ascenso! ¡Es exactamente lo que esperaba!

—¿¡Que nos quemase hasta los huesos!?

—¡Esperaba enfrentarlo! ¡Esperaba contar con vosotros! ¡Todo vuela suavemente!

—¡No! ¡Esto no está volando suavemente! ¡Esto no está volando absolutamente nada bien!

Otro nuevo coletazo de Leviatán terminó por arrojar a Ascenso lejos, en las profundidades del bosque, por lo que Protos se levantó ágil y vigoroso. Ayudó a Cassiel a reponerse y encarar ambos al dragón, quien se los devoraba mirándolos con la boca entreabierta, revelando cómo un gas se torcía alrededor de los colmillos. Un chispazo y vendría otra llamarada. Ambos lo miraban fijamente encorvados hacia adelante y con las alas listas en caso volviera a atacar.

Cassiel se frotó la frente perlada de sudor.

—No me parece alguien que esté emocionado por ser tu montura…

—Cuando suba a su lomo pensará distinto…

El general enarcó una ceja y miró fugazmente a su mariscal. El dragón le había dado de lleno en el pecho y la túnica se teñía de rojo a paso alarmante.

—Eso si no terminas por morir desangrado.

—Trato de no pensar en ello.

—Escucha, lo he estado pensando. Esto es un día de pesca, ¿no? Pues he decidido que seré la carnada, ¡seré la carnada, Protos!

—Pero, ¿¡de qué hablas!? ¡Entramos y salimos juntos!

—¿¡Es que acaso ves otra forma de montarlo de frente con tanto coletazo y zarpazo!?

—¡Cuando regrese Ascenso nos lanzaremos juntos!

—¡Ascenso nos dirá que es una mala idea y que retrocedamos! ¡Escúchame por una vez! Lo atraeré —volvió a secarse la frente y asintió nervioso—. ¿Confías en tu general o no? ¡Rodéalo y tómalo por detrás!

—¿Sabrás atraerlo hasta ti?

—Es cuestión de cabrearlo, ¿no? Pues mi especialidad.

Leviatán envió una llamarada en medio de ambos, por lo que los ángeles se separaron. El dragón se posicionó hacia el mariscal: su asunto era con él, pero cuando sintió cómo otro de sus cuernos en la cabeza era partido una vez más, se giró y rugió con toda su furia a Cassiel, quien suspendido en el aire sostenía en manos un oscuro cuerno puntiagudo.

El ángel amagó vomitar; no había olido un aliento tan terrible en su vida, pero meneó la cabeza y finalmente levantó el preciado trofeo para humillación de Leviatán.

—¡Luce útil para limpiarme el culo, perro!

Se inició una violenta persecución en el sector más frondoso del bosque. Cassiel contaba con la flora tupida, que seguro lograría enredar al dragón y también serviría como escudo de las llamaradas que pudiera arrojarle; el ángel descendió y corrió esquivándose para no tropezar por las mil y una trampas que la naturaleza tenía desplegada por donde fuera que pisara, pero era aterrador oír a Leviatán tumbándolo todo a su paso, pisándole los talones y haciéndole estremecer con esos rugidos que le llegaban al alma.

Impaciente, el dragón levantó vuelo y pretendió enviar otra gigantesca esfera de fuego para acabar con tan escurridizo ángel sin importarle que con ello se llevaría otra gran porción del bosque, pero cuál fue su sorpresa cuando sintió al mariscal de los Ofiucos sostenerse de su cola como aquella vez que se conocieron en los alrededores del cadáver de Hiperión.

A pesar del viento azotando su rostro y prácticamente deformando la forma de sus alas, Protos escaló hasta el ansiado lomo, sosteniéndose de sus cuernos y avanzando uno a la vez. Leviatán se giraba sobre sí mismo, se zarandeaba y sus protestas eran toda una sinfonía de rugidos, pero poco caso había pues, tal como sucedió la primera vez que se conocieron, el Ofiuco se mostró como una molestia difícil de quitarse de encima.

Echando un par de llamaradas de su nariz, Leviatán pensó que no debía dejarse humillar frente a toda su legión. Si Protos lo domaba, absolutamente todos se rendirían ante el nuevo y poderoso “oponente”. Descendió en picado y se internó en el bosque para volar a ras del suelo, estampándose contra todo tipo de obstáculos. Sus escamas lo protegían de la mayoría de los golpes, no así Protos, que fue fustigado por una oleada de ramas y piedrecillas de varios tamaños estampándose contra él. Acuclillándose sobre la cola, se sostuvo de los cuernos con fuerza y volcó sus alas hacia adelante para minimizar los impactos.

—¡Serás mi…! ¡Serás mi montura, condenado dragón!

Asteri plisó su túnica por enésima ocasión antes de que le entregaran una gran botella de vino, la mejor conservada de la bodega de las Virtudes. La sostuvo con sumo cuidado, una mano agarrando del cuello y la otra de la base como si su vida dependiese de ello. Estaba nerviosa desde que le dijeran que tendría el honor de servirle la bebida a la mismísima diosa Iris que, junto con el Arcángel Miguel, llegó de sorpresa para visitar los viñedos en calidad de veedora. Todas, Virtudes y ayudantes, tenían la sensación que hasta el más mínimo detalle sería examinado y por lo tanto debían lucirse. Alrededor de Asteri muchas estaban agitadas; seguían trabajando en el lagar, el viñedo, los colmenares y jardines como todos los días, pero las notaba especialmente ansiosas, mostrando un sobre esmero en impresionar a una diosa que, a pesar de lo visto, no parecía prestarles mayor atención.

Pero no debía bajar la guardia. Finalmente, tragó saliva y avanzó hasta donde la diosa y el Arcángel dialogaban sentados a una mesa al aire libre, en medio del campo de viñedos, solo protegidos del sol por una sombrilla de pajas.

La brisa fresca peinó suavemente las alas de Iris y aquello le agradó tanto que sonrió. El campo tenía un encanto que jamás encontraría en las ciudades construidas sobre piedras. Se acomodó en el asiento de madera y, cerrando los ojos, sorbió de la copa de vino recién servida. Le pareció exquisito, sin excesos, prolijo, delicioso, sedoso. Vino en mayúsculas. Miró a la hembra de larga cabellera dorada que, de pie frente a su mesa, sostenía la botella con semblante preocupado.

—¿Por qué así, niña? Deberías estar orgullosa. Dile a tu superior que, cuando informe al Olimpo sobre el viñedo, sin duda querrán visitar y probar de las delicias que sois capaces de crear.

El Arcángel no prestaba atención; intentó acomodarse en la silla en tanto la ahora sonriente camarera le servía una copa a él. Pensaba que un sitio al aire libre era el menos adecuado para charlar asuntos privados con una diosa como Iris, muy dada al escándalo si se ofuscaba. Y encima en aquellas sillas tan toscas que ni se comparaban a los asientos amplios y tapizados con los que contaba en el Templo. Para colmo, tener a cientos de Virtudes trabajando el campo como telón de fondo le parecía un elemento demasiado distractor; temía que la diosa no deseara hablar de asuntos secretos rodeado de tantos.

Sin embargo, al fijarse en ella, la notó extrañamente risueña.

—Ay, tú —sonrió Iris—. ¿Qué pasa? ¿No eres de los que disfruta de los encantos del campo?

—¿Te agrada?

—Pero, ¿qué clase de pregunta es esa? El clima es perfecto. Un sol ardiente, sí, pero apaciguado por una brisa fresca. Y el sonido, el aroma, ¡ah! No sabes cuánto odio esa cacofonía de martillazos y gritos que tenéis en vuestra ciudadela. Podríamos considerar el fastidio como una enfermedad y el vino que creáis aquí la cura perfecta para combatirlo. Vuestro campo, por tanto, el lugar de reposo ideal.

—No recuerdo haberte visto tan contenta.

—No te acostumbres. Ten seguro que rendiré un informe de lo más halagador a tu favor.

—Diosa mensajera, ¿y también veedora del Olimpo?

Iris rio e hizo un ademán. Asteri dejó la botella sobre la mesa y reverenció antes de retirarse junto a un grupo de sus amigas que la esperaban cerca de un lagar; la diosa notó las palmas y saltos de alegría de las hembras cuando la camarera les confesó todo. Las percibió nerviosas en un principio, mordiéndose las uñas y con las alas encorvadas, pero pareciera que las felicitaciones enviadas les subió el ánimo. No podría importarle menos, pero las necesitaba alejarlas cuanto antes y mejor tenerlas contentas. Por fin a solas con el Arcángel, sorbió de su copa una vez más y finalmente se inclinó hacia él.

—Al grano, perro. Dime lo que quieres a cambio de tu silencio.

—¿Perro?

—Un adjetivo de los varios que te mereces. La lista es larga, pero estoy apurada.

—Solo quiero la verdad.

—¿La verdad? Pero, ¡qué aburrido eres!

—¿Qué más podría exigirte?

—Tienes a una diosa a tu disposición, ¿y solo quieres palabras? Mis labios sirven para tantas cosas, Arcángel, más que para revelar secretos. Ofendes, pero pienso que no podría esperar menos de ti. ¡La verdad! ¿La verdad sobre qué?

—¿Y lo preguntas? Háblame de tu hermana.

—¡No dejas de ofenderme! Me tienes aquí y quieres saber sobre otra. ¿Qué quieres saber de ella que no te haya dicho ya?

—¿Por qué consideró que crear a la humanidad será un error?

—Habría que recapitular. ¿Por qué crees que los humanos serán creados?

—Queréis repartid vuestros dones. Queréis ser adorados.

—Es una forma de verlo. Pero para ser adorados ya creamos a las ninfas. La realidad que se oculta es mucho más difícil de aceptar. Puedo contártela, ¿acaso tengo otra opción? Pero déjame advertirte, Arcángel, con solo mover un dedo en dirección contraria a los designios para los que fuiste creado, toda la furia del Olimpo caerá sobre ti y tu Legión. Recuerda que sois libres, sí, pero también sois nuestras creaciones. Existís, respiráis y vivís porque así lo dispusimos. No hagas algo de lo que luego pudieras arrepentirte.

Iris esperaba ver un mínimo cambio en su semblante, asustarlo y regodearse de su superioridad con una sonrisa amenazante, controlarlo con miedo, pero se sorprendió al notar que no pudo robarle el más mínimo gesto. En cambio, sí percibió que le había capturado la atención como no creía posible. Él también se inclinó hacia ella, mirándola fijamente como si no quisiera perderse detalle de la revelación que parecía venirse.

—No te preocupes por mí —susurró él—. Cada paso que doy pienso en mi Legión.

—¡No, no lo haces! Entraste al Inframundo y expusiste a toda tu raza, y a mí misma, a un exterminio por un impulso infantil de querer descubrir la verdad. Mide tus pasos a partir de ahora porque no habrá segundas oportunidades como esta.

Se enfureció recordando que, efectivamente, ella misma peligró su vida con aquella incursión en el Inframundo. Se levantó y desperezó para quitarse el mal humor; parecía un buen día para caminar y despejar la mente pues el sitio, a su juicio, era lo mejor que podía ofrecer los Campos Elíseos. Decidió incursionar por los campos de viñedos, perderse entre sus largas y altas filas moradas; notó que las Virtudes, fuera por miedo o respeto, se alejaban sutilmente de ella de manera darle espacio y privacidad para charlar con el líder. Sin miedo de ser espiados, caminó entre las parcelas, palpando con la yema de los dedos los rosales plantados entre las vides. El Arcángel no tardó en caminar a su lado, silencioso y atento, con las manos unidas tras la espalda.

—Lo gracioso de todo este asunto es que, antes de la muerte de Arce, yo no bebía. Eso llegó después. Hablé del fastidio como una enfermedad. Lo mismo podría decirse de la tristeza, porque Arce podría ser toda una traidora de los intereses del Olimpo, pero era mi hermana al fin y al cabo y una tiene un corazón. Hubo un dios que me hizo descubrir cómo paliar el dolor con alcohol. El vino no es la cura que busco, pero hace que el dolor sea más llevadero. Con los dioses sucede algo similar. Para explicarte la situación, deberías pensar en este viñedo como el reino de Rodinia. Un terreno amplio y fértil que dará fruto para satisfacer una necesidad. Los dioses seríamos los jardineros que recogen la vid para trabajarla… Y vosotros, ¿qué seríais? Seríais los rosales. ¿Sabes que estas flores no están de adorno? La fruta de la vid es muy sensible, Arcángel, y los rosales previenen que enfermen con hongos. ¿Entendéis vuestro cometido, entonces? Sois los guardianes de la vid.

El Arcángel la miró enarcando una ceja.

—Eres toda una diosa de campo.

—Con todas las letras.

—Entonces, los dioses desean deleitarse del fruto de la vid.

—Deleitarse, puede. Pero, como te dije, el vino ofrece paliar una pena. Curar, tal vez, un dolor.

—¿Los Olímpicos estáis enfermos?

Iris se detuvo y acarició los rosales. Meneó la cabeza y prosiguió sin mirarlo.

—No todos. Solo los varones.

—¿Qué sucede con ellos?

—Es ahí donde se vuelve complicado de explicar. Necesitas comprender algo mucho más grande que tú y yo —la diosa levantó la mirada hacia ese cielo azul despejado de nubes—. El reino de las estrellas es tan grande que ni siquiera nosotros conocemos toda su extensión. Pero, en el afán de querer conocerlo, nos topamos con sus secretos. Allá afuera existen tantas razas a los que tú podrías considerar dioses sin pensarlo dos veces, capaces de hitos que nos dejarían ridículos a los Olímpicos. Oh, no somos los más poderosos, Arcángel. Por suerte, el desarrollo de poder implica tener cierto grado de madurez, lo que se traduce en razas pacíficas y dispuestas a ayudar, a abrirte el paso en tu camino, incluso a compartir conocimiento. Pero no todo es bonanza. Los hay de razas que piensan distinto. Y una de ellas, Arcángel, nos declaró la guerra nada más entrar en su territorio.

—Reino de las estrellas —repitió él mirando el cielo. No había imaginado que, allá afuera, entre la vasta oscuridad y esferas de luz que se revelaban durante las noches, existiera todo un reino.

—Se los llamaba Hecatónquiros. Y entre ellos no gustaban nuestras maneras. Nosotros creamos vida: Vosotros, por ejemplo, o los Titanes, las ninfas, incluso Rodinia la puedes considerar como un ente vivo. Creábamos y deshacíamos tanto y tantas formas que a los Hecatónquiros no les agradaba. Consideraban que frivolizábamos la vida. Entonces estalló una guerra librada en las oscuridades del reino de las estrellas. En resumidas cuentas, los olímpicos vencieron, pero a un precio muy caro. ¿Cómo explicártelo de manera que tu mente pueda comprenderlo? Cuando hablo de guerra, no hablo de lanzas ni flechas. Me pregunto qué opinarías si vieras lo que realmente es un auténtico arsenal bélico. Te podría hablar incluso de armamentos vivos, orgánicos, creados para destruir a los seres vivos desde la base, en sus formas más pequeñas, de modo que se extiendan por el cuerpo como una enfermedad, pero creo que mejor será referirme simplemente como “maldición”. Sí. Los Hecatónquiros lanzaron una maldición sobre los Olímpicos antes de extinguirse.

Asteri se agachó y abrazó las rodillas cuando oyó aquella palabra venida de la boca de la diosa. “Hecatónquiros”. Había seguido al peculiar dúo para ofrecerles un paseo por la bodega, alargarles una invitación proveniente de la líder de las Virtudes, pero en tanto se adentraba por las filas paralelas del viñedo fue absorbida paulatinamente por las palabras de la diosa. Entonces prefirió seguirlos sin ser vista, midiendo sus pasos para no ser oída.

“Esa palabra”, pensó clavando las uñas en el vientre. “¿Por qué…? ¿Por qué duele aquí…?”.

—Infertilidad, Arcángel. Es la maldición del Olimpo. Si no hacemos algo, estamos condenados a extinguirnos. Por ello necesitamos de la vid. Rodinia no será sino un campo de cultivo para buscar una cura. ¿Conoces el concepto de experimentación? Porque déjame decirte que, cuando se encuentre una cura, cuando el “viñedo” ya no sea necesario, ¿qué crees que sucederá?

Ella prosiguió su camino por las plantaciones. Él, por primera vez, se mostró sorprendido. Abatido y sin fuerzas. El mismísimo Arcángel se quedó congelado de miedo. No obstante, recapacitó todo cuanto pudo. Entendió que el plan de creación de la humanidad no fue aceptado por Arce y por ello se reveló a su propia raza. Tal vez aquella diosa se negó a seguir frivolizando con la vida, tal vez aceptaba la maldición o sencillamente deseaba buscar otra manera. Pero, más importante aún, ¿qué pensaba Iris de todo aquello? Le parecía tan misteriosa porque pareciera, muy en lo profundo, rogarle al Arcángel que tomara partido, que hiciera lo suyo. Que sintiera miedo y que se rebelara contra los hacedores, no porque fuera alguien misericordiosa que deseaba salvar la vida de los ángeles y humanos de un dominio superior; conociéndola, pareciera que Iris se movía por egoísmo; quería encontrar la cura de su propio dolor, vengar el asesinato de su hermana.

Él se había mostrado como alguien capaz. Incisivo. Inteligente. Tal vez la diosa vio en él un deje de esperanza. Tal vez le solicitaba, sin comprometerse del todo, que se hiciera cargo de algo que ella, como diosa solitaria, no podría consumar por sí sola. Iris hablaba en voz alta de que protegía los intereses de los olímpicos puesto que, naturalmente, pertenecía a esa raza. Pero, en su actuar, pareciera que en realidad no podría importarle menos. Pareciera que su dolor por la pérdida estaba por encima del propio Olimpo; sencillamente, no tenía el valor para confrontarlos porque sola no obtendría resultados.

—¿Querrás luchar contra tus hacedores, Arcángel? —preguntó ella en un inusual tono triste—. No sois ni por asomo un tercio de lo que fueron los Titanes, ni qué decir de los Hecatónquiros. Fuisteis creados con limitaciones por una simple razón y es evitar una rebelión. Tal vez tú seas distinto, pero solo no puedes detener una ola.

Y siguió adentrándose en el viñedo, solitaria, engullida en su cada vez más notoria tristeza por recordar a su pérdida. El Arcángel se cruzó de brazos viéndola alejarse y pensó una y otra vez todo lo dicho. Hecatónquiros, maldiciones y razas de dioses enfrentándose en las oscuridades del reino de las estrellas. Demasiada información que asimilar. Y, lo que era peor, Rodinia y tal vez los Campos Elíseos serían desechados por los dioses una vez encontrada la cura para la infertilidad. ¿Acaso ellos, simples ángeles, podrían hacer algo para cambiar el curso inexorable del destino? Finalmente, suspiró y miró hacia un sector del viñedo detrás de él.

—Te llamas Asteri, ¿no?

Asteri habría chillado del susto, pero también estaba abatida tras la revelación y, sentada sobre la tierra, se había encogido aún más. Se preguntó, eso sí, cómo el Arcángel conocía su nombre si ni siquiera pertenecía a su Legión. Pero él los conocía a todos. Aunque la diosa pensase lo contrario, el líder guardaba a todos sus ángeles en cada paso que daba. Finalmente, Asteri emitió un gemido de confirmación y le habló sin mirarse, separados por la gruesa fila de vid como estaban.

—¿Le crees, Arcángel?

Silencio. Asteri se abrazó las rodillas e insistió.

—¿Qué harás?

—¿Piensas en un ángel que pueda vencer al Olimpo?

—Sí. Tú.

—Solo soy un simple inquisidor. Al final, quien deberá levantar la espada, si es que algo así puede hacerse, será otro. ¿Se te ocurre alguien?

Protos escupió varias hojas de la boca, gruñendo asqueado por el sabor amargo. Leviatán se elevó sobre el bosque, arrojando árboles y rocas por los aires como si no pesasen nada; pensó que el Ofiuco estaría lo suficientemente debilitado y que solo sería cuestión de sacudirse un par de veces para, finalmente, sacárselo de encima. Luego, lo remataría con un certero coletazo como prueba de ferocidad para sus soldados, que observaban el duelo con curiosidad. Sin embargo, el ángel, herido y con las alas habiendo perdido casi un tercio de las plumas, siguió escalando rumbo al lomo sin mostrar atisbo de cansancio, aunque realmente sentía que estaba en sus últimas.

Pero era lo que seducía en la legión dragontina; aparentar dureza, por más que por dentro se estuviera destruyendo en incontables pedazos.

—¿¡Esto es…!? ¿¡Esto es lo mejor que puedes hacer, cornamentas!? ¡Serás mío!

Leviatán, cada vez más harto, volvió a zambullirse en el bosque. Creyó oír algún rugido de sus propios soldados alentando al ángel, pero debió haberlo imaginado. Sus dragones lo seguían, eso sí, para no perderse detalle. Podían perseguirlo detectando el surco de árboles que tumbaba en su rasante vuelo, aunque cuando se adentraba en las zonas más tupidas solo lo detectaban gracias a los gritos del ángel enloquecido que rebotaba por el bosque.

Gran parte del ejército dragontino se sorprendió cuando Leviatán volvió a surgir, pero con Protos terminando su periplo hasta el lomo. Incluso sacrificó su espada, que cayó perdiéndose sobre algún pequeño lago, de modo poder ganar mayor agilidad. Más de un dragón perdió la vergüenza y rugió a favor de Protos pues se trataba del primer ángel que montaba a su líder, aunque otros aún gruñían y chillaban desesperados para que Leviatán espabilase.

El ángel se sostuvo del cuerno más grueso que encontró cerca del cuello. Apretando los dientes, se levantó y elevó un puño al aire para romper el cielo con su grito emocionado:

—¡Eres mío! ¡Mío, mío, mío! ¡Yo te comando, Leviatán!

La victoria se había consumado para humillación del dragón y jolgorio de parte de su ejército, que lo seguía a la estela. Inesperadamente, Protos cerró los ojos y sintió los remanentes de sus fuerzas agotarse. La mano se soltó del cuerno y sus pies resbalaron al no poder seguir apoyándose. En verdad que ningún ángel había sido exigido de aquella manera tan feroz. Una pena, pensó él, que tanto esfuerzo terminaría sin rendir frutos.

Cassiel y Ascenso lo sujetaron por detrás, no fuera que cayese, cada uno haciendo un esfuerzo postrero en mantener equilibrio sobre una bestia tan agitada como Leviatán. Aunque, para sorpresa de los dos generales, el dragón se había calmado paulatinamente y ahora volaba suavemente y en silencio sobre el bosque negro de Rodinia.

Al abrir los ojos, Protos oyó las carcajadas de sus amigos y se sintió confundido. Notó el cielo negro perlado de estrellas sobre su cabeza y levantó la mano, como si estuviese acariciándolas. Recordó la canción olvidada de Asteri y esbozó una sonrisa bobalicona. “Surcando los cielos y pintando las estrellas”, musitó. Volaban alto. Más rápido de lo que jamás había creído posible, tanto que la luna lucía más grande y dolía respirar del frío. Se inclinó y se sostuvo de un cuerno, expulsando todo el aire de sus pulmones en un largo vaho.

—Eres mío —susurró cansado.

Ascenso le palmeó el hombro.

—Realmente, fue la peor idea que se te pudo haber ocurrido. Sin embargo, déjame ser el primero en darte mi enhorabuena.

—Una buena pesca —asintió Cassiel—. Un pez con pinta de jefe, mira tú.

Miles de Ofiucos se arremolinaban alrededor de fogatas dispuestas a orillas del mar Egeo desde que los oscuros nubarrones se abrieran paso para revelar poco a poco una intensa luna llena que plateaba el agua. Sonó un cuerno a lo lejos: notas largas de algún vigía alertando de algo peligroso acercándose y que sacudió el campamento; todos se levantaron para suspender los diálogos distendidos y hacerse con sus espadas y arcos.

No esperaban, ni uno solo de ellos, ser testigos de lo que acaecía en el cielo.

Cruzando la Luna, Leviatán rompía el cielo con su rugido atronador y cargando tres ángeles. Uno de ellos, de pie sobre su lomo, levantó una mano e invocó una espada de blanco fulgor para dar aviso a los Ofiucos de que lo tenía domado. Y, revelado por el resplandor plateado de la Luna, vieron a toda una legión de dragones siguiendo su estela; tan larga y numerosa que todavía surgían desde los lejanos montes del horizonte. Tierra y cielo parecían temblar al paso del ejército más salvaje y poderoso que alguna vez cruzó Rodinia; una auténtica caballería de guerra que agitaba el espíritu de los miles de Ofiucos que, con la mandíbula desencajada, trataban de comprender qué sucedía.

Uno de los vigías suspendido sobre el Egeo vio pasar a Leviatán cerca y confirmó lo que solo eran fuertes sospechas: el mariscal de los Ofiucos había domado al líder de los dragones y consiguió que todo su ejército lo siguiese. Oyó a Protos carcajeando sobre el lomo, mostrando su espada convertida en una línea vertical, luminosa, con vida propia.

Protos se ganó aquella noche la fama del portador de una nueva alianza. Del ángel que, con una espada hecha luz en medio de la oscuridad, guiaba a los dragones a donde él lo dispusiese. El vigía respondió soplando su cuerno al paso de los demás dragones, avisando luego a todo pulmón.

—¡El portador de la luz es nuestro mariscal! ¡Seguid la estela, Legión, de Protos de los Ofiucos!

Con solo la Luna y las estrellas de testigos, los ángeles se unieron al vuelo sobre el mar plateado coreando el nombre de su mariscal, uniéndose y mezclándose entre las filas de dragones como si ambos perteneciesen de toda la vida a un mismo ejército. Y el coro, rítmico y atronador como rugidos, parecía llegar a todos los rincones de Rodinia: “¡Protos, Protos, Protos!”. Pero este, lejos de disfrutar del momento, apuntó con su espada en la tumba de Mnemósine y ordenó a su radiante y nueva montura.

—¡No nos detendremos hasta llegar al fondo!

Al rugido de Leviatán, los dragones siguiendo su estela cayeron en picado en el mar en grupos de diez, en tanto los que llegaban desde las colinas esperarían su turno trazando círculos en el cielo. Los primeros emergieron no mucho tiempo después con varias alimañas muertas entre los colmillos y otras más enroscadas por sus alas y patas, vivas, pero eran inmediatamente despachadas por los Ofiucos, que se habían arremolinado también sobre la tumba de la Titánide para apoyar como fuera a la legión dragontina.

Una vez que llegara el completo ejército de Leviatán, a una nueva orden de Protos y el correspondiente rugido del líder, cayó una auténtica lluvia de dragones en el Egeo; un aluvión de lanzas que, con el correr de la noche, dejaba sobre la agitada superficie a todas las serpientes de Mnemósine flotando inertes y erráticas, entrelazadas entre sí y dibujando figuras informes sobre el agua teñida de sangre oscura.

Protos se sentó sobre el lomo y se inclinó hacia adelante para comprobar todo lo que había conseguido. Lo nunca creído posible: Ángeles y dragones trabajando juntos. Sonrió pensando en el rostro que pondría el Arcángel cuando lo viese con sus propios ojos. Con la estrenada caballería, la caza de alimañas sería mucho más corta, sin dudas, y tal vez conseguiría llegar hasta Mnemósine incluso antes de que el sol volviese a salir.

IV

Al amanecer, miles de Ofiucos se elevaban sobre el Egeo, cada uno tirando una gruesa cuerda que nacía en las profundidades del mar. Al igual que ellos, otros Ofiucos montados sobre dragones procedían a lo mismo. Un auténtico trabajo en conjunto entre dos razas tan dispares que ni los dioses sospecharían que fuera posible. No tardó en emerger bajo la burbujeante agua los brazos y piernas de la Titánide, luego su propio cuerpo, todo un gigantesco cadáver pedregoso blanquecino y gris, sostenida por las cuerdas enroscadas.

Sentados en la orilla del Egeo, los tres amigos observaban fascinados. Cassiel era un compendio de arañazos, Ascenso veía doble, Protos no podría volar por un tiempo hasta volver a tener más plumas, pero esa sensación de conseguir el objetivo propuesto lo compensaba todo. ¿

Ascenso se frotó el mentón al notar el rostro de la titánide, que cayó de lado sobre uno de los hombros. Las facciones finas delataban la feminidad. Se dio cuenta que Protos no mintió; murió en el fondo del mar con una sonrisa. Parecía tan pacífica y, sin esperárselo, cayó sobre sus alas una tristeza inesperada. Como si conociese a Mnemósine y se apenase amargamente de su pérdida.

—Dime —dijo él—. Ahora que ves a Mnemósine…

—Sigo tan convencido como siempre, Ascenso.

Cassiel, sin dejar de mirar el mar, respondió con voz quieta.

—Cuando la noche es oscura, es cuando se pueden ver las estrellas. Esa fue la frase exacta que te dije, amigo.

Protos enarcó una ceja.

—Dime que no estoy loco, Cassiel.

Inesperadamente, el jovial general echó la cabeza hacia atrás y carcajeó estruendosamente. Le costó recuperarse del ataque ante la interrogativa mirada de sus dos amigos, pero finalmente expulsó todo el aire de un golpe y reguló la respiración; miró a Protos, rojo de reír, meneando la cabeza.

—¿Cómo…? Protos, ¿cómo diantres lo haces?

—¿Qué te hace pensar que hice algo?

—Es tal como lo dices —Cassiel volvió la mirada al Egeo que resplandecía del sol, incapaz de quitarse la sonrisa esbozada—. Espejos de luz. Son como espejos de luz que brillan cuando cierro los ojos.

—Entonces, ¿recuerdas?

—Sí. La frase la dije la noche que perdiste a la que decías era la mujer de tus sueños.

Cassiel calló abruptamente. ¿Acabó de decir “mujer de los sueños”? Pero, si eran ángeles y no tenían “mujeres”. Ascenso se inclinó para inquirirle más sobre el asunto, pero también tuvo un destello fugaz en la cabeza, inesperado y estremecedor. Fue breve, repentino, pero suficiente para ver un pequeño punto de luz flotando en medio de la oscuridad de su mente. Un cabrilleo en el río. Un recuerdo.

—¿El Salón de las…? La noche… Aquella noche que fuimos… ¿Fuimos los tres? Al Salón de las Iriadas. Música, bebida, un lugar muy concurrido…

Protos tuvo otro destello y ahogó una risa.

—Me dijiste “¿Qué puede salir mal?”.

Fue cuando Cassiel se acostó de espaldas sobre la arena y volvió a sumirse en un largo ataque de risa que terminó en contagiar al grupo.

—¡Terminó peor! ¡Protos terminó prendado de tu hermana, Ascenso! ¡La que cantaba en el Salón!

Ascenso cortó con la risa y sus labios se convirtieron en una delgada línea recta en su rostro pálido. Era cierto. Había llevado a Protos a un salón para subirle en el ánimo, pero no esperaba que este terminara embelesado por su celada hermana, quien cantaba todas las noches en las Iriadas, un lugar de un reino olvidado por el tiempo. ¡Recordaba! ¡Sí! Y no eran ángeles. No había alas. No había dioses. Solo ellos. Entonces sintió un apretón en el pecho.

Protos se levantó con renovada energía; los miró y se sintió tan aliviado: el mundo repleto de locos se había vuelto más soportable. Se preguntó si el don que le otorgara la Titánide no fuera solo recordar. Viendo cómo había despertado del letargo a sus dos amigos, tal vez cupiera la posibilidad de que él tuviese otras habilidades. No solo de ver, sino de hacer que otros viesen. Si con Cassiel y Ascenso funcionó, tal vez, si insistía, con Asteri podría ser posible.

Y, luego, con la Legión…

Ascenso, abatido por la revelación, se inclinó hacia el agua y se palpó el rostro.

—¿Mi nombre…? ¡Protos! ¿Recuerdas mi nombre?

—Sí. Creo que sí…

—¿Y el mío? —preguntó Cassiel—. ¿Sabes el mío, amigo?

Protos asintió.

—Éramos otros. ¿Cómo puedo pensar en esto como una maldición de la Titánide? ¿Alucinaciones? Cuando lo que recuerdo se siente tan real y vosotros mismos lo comprobáis. Cuando os veo a los ojos y recuerdo nuestro mundo, nuestro reino, nuestra gente. Perdóname, Ascenso, incluso el tacto de tu hermana, sus besos y sus canciones son recordados. Pero, en un momento, los recuerdos se terminan. Alguien acabó con nuestro tiempo. ¿Por qué, después de todo, estamos justamente nosotros tres unidos luego de destruidos y esparcidos en polvo de estrellas? No sé todas las respuestas, pero no me queda duda de que los culpables son los dodecatones, la raza de los Olímpicos. Si aún tenía reticencias, las deseché después de lo que la diosa hizo de mí. Para ellos, no somos más que bienes desechables.

Caminó con las manos unidas tras la espalda, haciéndose notorio un cambio abrupto en el tono de su voz y su mirada, ahora cargándose de fuego. Ante las interrogantes de qué le había hecho Iris la noche anterior, Protos decidió que era el momento de revelárselos. La tristeza en sus palabras estaba quedando atrás para dar lugar a una fuerte convicción. No quedarían dudas que Mnemósine, la Titánide del arte del habla, otorgó de más de un don al mariscal de los Ofiucos en su lecho de muerte.

—No tengáis dudas, pretendo encontrar los motivos. Buscaremos a los demás olvidados. Y recordaremos. Exigiremos respuestas y la justicia que merecemos. ¡Levantaos, Belfegor y Asmodeo! Hoy, más que nunca, os necesito a mi lado, mis generales.

Continuará.