Destructo IV, Invócame; soy el Apocalipsis

Decimoprimer capítulo. ¡Guerra en los cielos! La primera batalla se libró entre el ejército de Lucifer y el de los Arcángeles Gabriel y Rafael.

I

El Arcángel Gabriel se elevó en el cielo sobre Paraisópolis y se impresionó al ver cómo había quedado la ciudadela que, al amanecer, juró solemnemente defender. Cuántos soles imaginándola, construyéndola, amoldándola hasta el más mínimo detalle solo para presenciarla ahora, destruida e irreconocible. Incontables volutas de humo se elevaban en el horizonte y el fuego crepitaba sobre las destruidas casonas y estatuas, mientras que en la lejanía la humareda se encargaba de emborronar el resto de lo que quedara en pie. Su más grande obra hecha añicos ante sí. Apretó la empuñadura de su espada zigzagueante hasta que la mano tembló, pero se tragó la amargura y mantuvo su semblante serio.

Antes, desde la altura, Paraisópolis lucía a conciencia como una luna llena, color marfil debido al material de su construcción, y rodeada de una vasta y uniforme vegetación del tupido bosque. Ahora había quedado reducida a una figura informe, en cuyo centro flaco y blanquecino, donde no alcanzó la batalla, destacaba el Templo de los Arcángeles. El ataque de Lucifer fue tan feroz como inesperado, considerando que la noche anterior este había solicitado un armisticio pacífico. Se preguntó por qué había comandado a sus dragones para arrasar con la ciudad y consideró que El Caído nunca tuvo en mente un armisticio, sino tan solo quería agarrarlos desprevenidos.

Deseó que al menos el Arcángel Rafael hubiera tenido éxito en su misión de rescatar al resto de la Legión para así alejarlos del campo de batalla.

No se atrevió a girarse. Detrás estaba el Templo y, muy probablemente, el Trono Nelchael observaba desde algún balcón en compañía de su guardia. Estaría tan impresionado como él de presenciar el poderío de Lucifer o, en el peor de los casos, estaría horrorizado porque el futuro de los leales no parecía alentador. A Gabriel le carcomía la vergüenza y sentía su deber de proteger la ciudadela ahora como un peso insoportable sobre sus alas. Pero debía reponerse y demostrar su valía ante el nuevo líder, el ojo de los dioses. Su presumible derrota, de consumarse, tal vez concluiría con el desfalco de su cargo como Arcángel. No lo permitiría, se dijo descendiendo hasta donde el grueso de su improvisado ejército lo aguardaba dispersos en las calles y sobre las terrazas. Otros, contados, se mantenían gravitando en el aire y expectantes.

El Dominio Hidra lo aguardaba sobre una casona y le asintió al llegar junto a él. A pesar de su expresión desprovista de emociones, lucía agotado y el sudor le brillaba en el rostro. El ataque exigió lo mejor de sí para salvarlos de las fauces del enemigo. Fue el ángel plateado quien, por orden de Gabriel, organizó tan rápido fue posible una línea de arqueros para defender la última resistencia de Paraisópolis. Sabían que, si el Templo caía junto con el Trono, arrastraría la moral de los leales consigo. Por ello, las Dominaciones y la guardia de Gabriel dispararon flechas y virotes sin cesar, de modo repeler a los insurrectos y sus dragones.

Surtió efecto y desde hacía rato que los rebeldes se habían retirado para reagruparse.

—Aguardamos nuevas órdenes, mi señor.

—Actuasteis bien —felicitó el Arcángel—. Dado que no van a negociar, debemos prepararnos sabiendo que vendrán a por nosotros. La fuerza bruta está de su lado con esos dragones, así que tendremos que ser más inteligentes que ellos. ¿Adónde han ido?

—Volvieron a su campamento, en las afueras.

—Hemos mostrados las garras.

—Puede. Pero los siento regresar, mi señor.

—¿Ahora?

Hidra asintió.

—Están llegando por el sur, en formación cerrada, pero sin dragones.

El Arcángel chasqueó la lengua. La habilidad de las Dominaciones de detectar al enemigo era valiosa, pero, en un momento como aquel, en donde aún estaban viendo las heridas que luego relamerían, oír que el ejército del Caído volvía a abalanzarse resultaba terrorífico. No obstante, de todos los ángeles, era él mismo quien menos debía dejarse abatir. Los leales fijaban sus miradas sobre él y debía transmitirles seguridad y orden.

Observó las cortinas negras que se levantaba en el horizonte. Tras estas, seguramente Lucifer lideraba un importante bloque de los suyos para el asalto. A Gabriel no le cabía duda de que sus enemigos estaban más que confiados como para prescindir de usar la caballería dragontina. Seguramente, los estaban reservando para la batalla contra los dioses. Y a él lo estaban subestimando, pero les demostraría que tenían con qué hacerle frente. El Caído era peligroso; mas el Arcángel también.

—¿Sin dragones? Esos perros nos están insultando. Organiza a tus arqueros. Fijad un perímetro en el frente, por donde los detectáis venir, y apostad a vuestros arqueros allí, en las calles. A mi señal, disparad como nunca antes habéis hecho.

—Estaremos dispuestos y aguardando, mi señor.

Gabriel desenvainó su espada zigzagueante y la volvió flamígera; señaló a uno de sus soldados quietos en el aire y este, como respuesta, invocó un estandarte en mano y lo enarboló. La bandera era blanca, pero en el centro dos plumas rojas se entrecruzaban. En poco tiempo, otros ángeles imitaron el gesto a lo largo del ejército y la orden de elevarse y prepararse se había comunicado con eficacia. La guardia del Arcángel Gabriel contaba con contados soldados bien entrenados, obedientes y valientes. Una parte de estos, ballesteros, formó en el cielo una larga fila que protegería el Templo. Los demás fueron al frente, piqueros y algunos espadachines, y esperaba que con sus semblantes serenos transmitieran compostura en los menos expertos.

Su problema eran justamente los menos curtidos en batallas. Bibliotecarios, jardineros, obreros. Eran mayoría, el grueso del batallón; por la frente de Gabriel resbaló una gota de sudor al pensarlos. No había forma alguna que de la noche a la mañana se volvieran diestros con las espadas y lanzas. Pero les había dicho, durante un discurso, que el Trono y la diosa Iris estarían observando desde el Templo y por ello debían dar lo mejor de sí. Notó el orgullo brillándoles en los ojos de muchos y esperó que ello fuera suficiente, además de sus números, para acabar de una vez por todas con las huestes de Lucifer.

—¡Elevaos! —gritó levantando su espada—. ¡Elevaos, que los dioses dan las batallas más difíciles a sus mejores guerreros!

En el balcón principal del Templo, el Trono unió las manos en su espalda y contempló el vasto ejército de Gabriel preparándose para el asedio venidero. A sus ojos, el conjunto era una masa blanca y uniforme que se elevaba sobre la ciudadela; las picas y espadas levantadas se doraban por el sol que se colaba entre las volutas negras, como una suerte de señal divina, y sintió una repentina ola de esperanza reconfortarle el espíritu. Reconoció a sus Dominaciones situándose al frente, arcos en mano, cuyas alas y cabelleras plateadas refulgían bajo la luz. Los leales eran tantos que la victoria parecía posible incluso con los dragones sirviendo de montura a los rebeldes.

Sorbió la copa de vino blanco mientras aguardaba, deleitándose de la idea de ver a Lucifer destruido de una vez por todas. La noticia de la victoria llegaría al Olimpo y por fin la ansiada humanidad sería creada. No había mayor deseo en su mente que el éxito de los dioses a los que servía, aunque de vez en cuando se estremecía de miedo al pensar en el escenario contrario.

Un Dominio descendió en el balcón, acuclillándose sobre la baranda y plegando las alas. Le asintió como saludo y anunció su deseo de comunicar un mensaje urgente.

—Mi señor, el Arcángel Miguel.

El Trono dio un sorbo sin prestar mucha atención.

—¿Qué pasa con él?

—No se encuentra en sus aposentos.

El viejo ángel enarcó una ceja. Cómo era posible aquello, si veinte Dominaciones lo vigilaban. Y de todos los momentos, que viniera a desaparecer antes del inicio de la gran batalla. No confiaba del todo en Miguel desde que llegara a los Campos Elíseos, pero ahora las dudas habían sido disipadas con un último sorbo. Le había desobedecido la orden de mantenerse en el Templo y, por tanto, pasaba a ser considerado un ángel renegado. En un momento como aquel no había lugar para titubeos.

—¿Y la guardia que lo vigilaba?

—Muertos, mi señor.

—¿Todos?

El Dominio asintió y el semblante del Trono oscureció. No imaginó que el Arcángel fuera tan fuerte y hábil. ¿Acaso mantuvo encerrado, todo este tiempo, a un león al que solo lo vigilaban liebres? Y ahora estaba suelto, seguramente presto a abalanzarse sobre él y despedazarlo.

—Es una absoluta locura.

—Vi trece cadáveres, como formando un redondel, por lo que presumo que se abalanzaron sobre él. Los demás estaban dispersos. La mayoría fueron decapitados.

—¿Hago bien presumiendo que seré el siguiente? —se preguntó echando una mirada al ejército de leales—. No puedo exigirle a Hidra que abandone su batalla para vigilar mis aposentos. Pero apostad una guardia con vuestros mejores soldados en la entrada del salón.

—Mi señor, el Arcángel Miguel no viene hacia aquí. Se está alejando.

El Trono frunció el ceño. ¿No estaría Miguel ansioso de asesinarlo y tomar el Templo de los Arcángeles? De recuperar el control arrebatado desde hacía mucho tiempo. ¿Por qué entonces decidió huir? Capacidad de luchar las tenía, a tenor de lo dicho por el Dominio. Se mantuvo en silencio intentando encontrarle una explicación, moviendo la copa de un lado a otro y viendo el vino revolverse.

—Debe estar herido.

—No sabría decirle, mi señor.

—¿Dónde está?

—Solo lo siento alejarse, perdiéndose en las profundidades de lo que queda del bosque. Se está dirigiendo al Aqueronte, probablemente.

Gabriel sabía que gran parte de la batalla sería aérea, sobre la ciudadela, razón por la cual la mayoría se elevó para recibir a los enemigos. No había dudas de que las huestes del Caído lo intentarían de ese modo porque luchar en los cielos requería de habilidad, concentración y fuerza, aptitudes que el grueso de los leales no tenía afinadas. Por tanto, su mayor prioridad era bajarlos y, en las calles, les daría una batalla más aguerrida, además de una sorpresa. Cientos de Virtudes fueron empleadas para llenar cada recoveco de los callejones y paredes con hiedra venenosa que, al tacto, se enroscarían violentamente por los desafortunados que la pisaran. Luego enviaría a los lanceros para rematarlos, si alguno sobrevivía.

Se secó la frente perlada de sudor mirando la pared de volutas negras. Debía bajarlos a como dé lugar o el esfuerzo de las Virtudes serían en vano.

En un intento de no arriesgar a los soldados menos expertos, organizó varias líneas de sus ángeles de élite para que los contuvieran. La retaguardia compuesta por sus ballesteros estaría protegiendo el Templo. Solo avanzarían si el grueso del ejército lo hacía pues no había que dejar huecos; debían actuar como uno solo, como una gran fuerza unida. Al otro extremo, en la vanguardia, casi una centena de Dominaciones, junto con un grupo de quinientos lanceros, se distribuían y terminaban por contener el grueso del ejército a sus espaldas. Se abalanzarían sobre las huestes de Lucifer solo si la batalla se prestaba para ello, si los rebeldes caían presos de la desorganización ante las trampas preparadas. Para cerciorarse, Gabriel volaba sobre ellos y les recordaba las directrices; a veces descendía ligeramente y daba coscorrones para espabilar a los más nerviosos y animarlos.

“¡Los dioses con nosotros!”, decía agitando su radiante espada flamígera, y los demás repetían como un coro, intentando quitarse el temblor que les aquejaba. “¡Recordad que una nos está observando!”, gritó referenciando a la diosa Iris. Aunque algunos ángeles, al girarse y mirar el balcón del Templo, solo distinguían al viejo Trono y su guardia de Dominaciones. Pero estaban demasiados nerviosos como para preguntarse qué había sido de la diosa o el motivo de su ausencia.

Paulatinamente, se oyeron millares de aleteadas acercarse desde detrás muro de humo negro y todos fijaron la mirada. Hubo una tensión crispante; no podían divisar con claridad cuántos se acercaban. Unos se removían preparando las espadas, otros aleteaban para quitarse de encima el nerviosismo. ¿Vendrían todos? ¿O Lucifer atacaría por oleadas? A lo largo del ejército se enarbolaron estandartes rojos, señal de que debían mantener posición. El Arcángel observó en derredor y se tranquilizó de que su improvisado ejército obedeciera las órdenes; era buena señal que mantuvieran disciplina. Luego miró hacia el muro de humareda; era evidente que el ataque de los dragones tuvo como objetivo cegarlos, ponerlos nerviosos, crear una gigantesca pantalla de humo que les imposibilitara verles venir. No obstante, parecía que las huestes de Lucifer no contaban con la habilidad de los Dominios, que los percibieron llegando desde hacía rato y por tanto les permitía prepararse.

Aguardó con paciencia, deshaciendo el fuego de su espada, aunque a ratos comprobaba que el ejército se mantuviese firme y sereno.

Finalmente, surgieron varias líneas de al menos cien lanceros cada una que atravesaron la humareda, revolviéndola con la intensidad de sus aleteadas. Tras ellos vinieron los espadachines, con sus hojas levantadas y refulgiendo del sol. Por último, surgieron los arqueros, aunque estos se detuvieron en el aire formando, con una larga fila, una suerte de luna menguante y, tensando sus armas con tempo preciso, apuntaron al ejército de los leales. Gabriel se impresionó del orden demostrado y la frialdad con la que actuaban. Era cierto que no habían traído dragones, pero había al menos cinco mil a ocho mil ángeles frente a ellos. Lucifer contaba con solo diez mil soldados, por lo que era evidente que pretendía cargar con toda la fuerza angélica para exterminar de una vez por todas a los leales. Meneó la cabeza; no permitiría la derrota soñada por El Caído.

Contó cinco latidos de corazón y elevó su espada que quedó como una línea luminosa al sol. Sonaron cuernos tras él e, inmediatamente, los Dominios apostados en las calles lanzaron incontables flechas hasta el punto que, en el cielo, pareció surgir una pared negra hecha saetas contra la cual los rebeldes chocaron de bruces. Nunca los arqueros se habían exigido tanto; disparaban a cada latido; no había tiempo para pensar en nada más que no fuera detectar rebeldes y bajarlos del cielo. Las primeras líneas de Lucifer, sorprendidas ante la eficacia y rastreo de los Dominios, caían inertes sobre las casonas y en las calles, con las saetas clavadas por sus alas y cuerpos que los dejaban tales puercoespines.

La formación enemiga se dispersó por completo para evitar una aniquilación, aunque la trampa ya se había cobrado incontables soldados. Los que se acercaban se obligaban a detenerse para no avanzar hacia una muerte segura, y los de atrás se daban de bruces, estampándose en efecto encadenado. Lucían como una ola chocando y dispersándose contra un muro invisible en el aire. El Arcángel Gabriel sonrió, aleteando hacia adelante sobre su ejército expectante. ¡Esos bastardos no sabían de la habilidad de las Dominaciones! Era evidente que intentaron usar las volutas de humo para esconderse y dar un golpe inesperado, pero poco caso había ante los arqueros plateados. Descubrió su treta y, lo mejor de todo, les había arrebatado el factor sorpresa que pensaban tenían.

—¡Firmes, manteneos firmes! —ordenaba Gabriel.

Sus soldados de élite se encargaban de repartir el mismo mensaje a lo largo y ancho, como hojas esparciéndose al viento. De un vistazo a su propio ejército, los notó eufóricos. Era lo esperable: los rebeldes caían y morían frente a sus ojos y se percibía, en la mirada de muchos, cuánto deseaban abalanzarse sobre los enemigos para finiquitarlos. Lucían como perros encadenados que deseaban saltar sobre la presa, pero Gabriel sabía que la paciencia rendiría sus frutos.

Al sonido de lejanos cuernos, un numeroso escuadrón de Lucifer se desprendió de los aires y descendió a las calles, prestos a deshacerse de los arqueros plateados y eliminar aquella pared de saetas. ¡Que bajaran todos!, se dijo Gabriel apretando la empuñadura de su espada. ¡Que bajaran y se toparan con la trampa que las Virtudes les tenían preparada! Grande fue la algarabía suya y de los leales cuando oyeron los gritos de horror surgir desde las calles: la hiedra venenosa que habían dispuestos las Virtudes se encargó de capturarlos en cuanto descendían. No podían verlos desde su posición, pero imaginaban aquellas hiedras vivas que, enverdeciendo suelo y paredes, se alzaban como serpientes, largas y zigzagueantes, capturando ángeles y fustigándolos con la fuerza de un látigo con púas; debía ser una muerte dolorosa para causar semejantes chillidos y gritos de horror, casi cronométrico, como un coro salido del Inframundo.

En el cielo y en las calles, las huestes de Lucifer perdieron el orden de sus líneas y ahora se arremolinaban sin formación, perdidos en el ímpetu inicial por la pérdida de sus hermanos y la precavida estrategia de los leales. Bajo la mirada triunfante de Gabriel, los enemigos cayeron presos del pánico. Se giró y miró de nuevo el Templo, buscando al Trono. No notó a la diosa, pero pensó que seguramente estaría allí también, sin quitar la vista de su inminente triunfo. Que los más altos rangos de la angelología le vieran triunfador y digno. Volvió a levantar su espada y la volvió flamígera, señalando a sus portaestandartes. Estos enarbolaron banderas negras con plumas rojas. Había llegado el momento de atacar aprovechando la confusión que se había generado entre los rebeldes, incapaces estos de reorganizar ninguna de sus líneas. Gabriel se divirtió de verlos así; le parecían abejas huyendo en desbandada por una humareda. Echó un último vistazo a su ejército y asintió para sí. Aquella era su oportunidad de hundir los sueños pérfidos de Lucifer y su séquito.

—¡Cargad! ¡Por los dioses, cargad!

El Arcángel Miguel llegó hasta la orilla del Río Aqueronte y se detuvo para mirar sus manos ensangrentadas. Luego se fijó en su túnica y sobre esta notó rociada una abundante cantidad de sangre de los Dominios con quienes se enfrentó. Estuvo tan encerrado en sí mismo, absorto por la muerte de la diosa Iris, que durante su caminata rumbo al Aqueronte no se detuvo a pensar en quienes asesinó con inusitada frialdad. Porque, por primera vez, segó ángeles y solo recién empezó a dimensionarlo. Empuñó sus manos; se sorprendió de sí mismo por no sentir remordimiento alguno y se dio cuenta que el dolor por la pérdida de su amada le superaba. Era una herida abierta y le consumía, poco a poco, un deseo frío y oscuro que también afectaba a quien fuera su alumno predilecto: la venganza.

Debía bajar a Rodinia, al menos eso lo tenía claro, ir al Monte Olimpo y rogar ayuda a los dioses; nadie en los Campos Elíseos tenía la fuerza para hacerle frente a Lucifer y su ejército, él mejor que nadie lo sabía. El enfrentamiento que acaecía en la ciudadela seguramente era solo un pérfido divertimento para su alumno. Durante su caminata, atravesó la destruida y calcinada ciudadela; esta lucía como si cientos de tormentas de fuego la hubiesen arrasado y pensó que si seguía perdiendo tiempo ese sería el destino de la totalidad de los Campos Elíseos.

Retomando su caminata al río, levantó la vista y tuvo de frente a uno de los generales de los Ofiucos. Era Ascenso. Por precaución, desenvainaría su espada, pero notó que quien fuera uno de sus alumnos más allegados no contaba con arma alguna, ni siquiera enfundada, probablemente en un intento de establecer un diálogo pacífico.

Ascenso empuñó y desempuñó las manos con gesto contrariado; en verdad que le costaba verle a Miguel a los ojos. No deseaba pensar en quien fuera su maestro y adalid como un ángel traidor. Sabía que al menos debía confrontarlo para oír su versión de los hechos. Lucifer había dicho, durante su arreo final antes del ataque a la ciudadela, que Miguel se encamó con una diosa y cayó enamorado de ella. Que, juntos, calentaron la cama en decenas de ocasiones mientras Ofiucos y Vigías eran cazados por el Trono y su guardia. Pensarlo así le hacía arder los ojos. No dudaba de la palabra de su amigo y mariscal, pero se decía que debía darle una oportunidad a quien fuera, por mucho tiempo, su líder.

Avanzó un paso con la mano derecha levantada, señal de que nadie hiciera nada brusco. Porque, tras el Arcángel, al menos una veintena de arqueros había surgido sobre los árboles, arcos en ristre. Al igual que Ascenso, los soldados no sabían cómo proceder considerando que apuntaban a quien una vez fuera su máxima autoridad. Mantuvieron un adusto silencio y solo se oyó el crujir de sus arcos; deseaban escuchar sus excusas y juzgar la veracidad de estas.

—Maestro —dijo Ascenso—. ¿Es verdad?

Miguel ladeó el rostro y Ascenso tuvo miedo. Verlo rociado de sangre de sus víctimas, pero con el rostro sereno, le pareció perturbador.

—¿Aún me consideras tu Maestro?

—Lo siento así.

—¿No deberías estar en la batalla?

—Lucifer me ordenó que me quedara. Dijo que me necesita para la guerra más importante, Maestro. Pienso lo mismo de usted.

—No me llames Maestro. Desde el momento que destruisteis la ciudadela os dejé de considerar mis alumnos.

Ascenso meneó la cabeza.

—No es tan sencillo. ¡Aún hay tiempo! Hable con nuestro mariscal, mi señor. Lo escoltaremos hasta la ciudadela… ¡Ayúdenos a convencerlo!

—¿Yo? Se suponía que hacerle entrar en razón era tu tarea. Si prestas atención, puedes oír a los ejércitos enfrentándose. Entonces pienso que me fallaste, Ascenso.

—¡Hice lo que pude! —Ascenso se pasó la mano por la cabellera y miró hacia el río—. La diosa intentó manipularnos para hacernos enfrentar a los hermanos. A Lucifer le cegó la rabia y pienso que, al final, obtuvo lo que deseaba. ¿Por qué no nos ayudas a convencerlo de desistir?

Miguel lo notaba sufriendo y pensó que la responsabilidad que le otorgó, la de controlar a un ángel como Protos, tal vez fuera excesiva. Se acercó con pasos confiados, como si no tuviera dudas de que quienes fueran sus alumnos lo atacaran por la espalda. De hecho, los arqueros tensaron sus arcos, aunque realmente no parecía haber motivos para dudar del Arcángel. Menos cuando Ascenso se dejó abrazar cuando llegó hasta él. Era el tipo de consuelo que Miguel daba a los suyos y que el general tanto parecía necesitar. Por fin, Ascenso se sintió confortado. Si tuvo dudas acerca de Miguel, todas se disiparon junto con una brisa que peinó sus alas.

—Es tan difícil —se sinceró el general mordiendo las palabras—. Cuando él decidió la guerra, no tuve forma… Sencillamente, no pude controlarlo. Pienso que le está corrompiendo. El odio, la culpa, su deseo de venganza. Ha ordenado que ya no lo nombren Protos, sino Lucifer. Siento que se ha despojado de toda la luz que tenía. ¿Podrá usted, mi señor, encauzarlo?

—No después de lo que me arrebató.

Ascenso cayó arrodillado y se palpó la repentina herida en el pecho, que manaba sangre con abundancia. Olía a azufre. A traición. A locura. Miguel retorció la espada zigzagueante en los adentros y la volvió flamígera; la hoja manaba un fulgor inaudito, reflejando su odio y rabia en sus ojos intensos. Qué injusta fue la muerte del general, quien en sus segundos finales pensó en sus amigos y también en su hermana, a quien la consideró desamparada en el momento más oscuro del reino angélico. Les había fallado y por culpa de quien menos pensaba. Sus sentimientos, su deseo de ser confortado, tan desarrollados para un ángel, le habían entregado al acero enemigo. Los arqueros se horrorizaron del asesinato y tardaron en darse cuenta de que, tal y como había advertido su mariscal, el Arcángel Miguel ya no parecía ser el mismo de antes. La diosa le había corrompido el espíritu.

Miguel tiró de su espada y, de un tajo, decapitó al general de los Ofiucos. Prosiguió su camino al río Aqueronte en tanto el cuerpo del ángel se estampaba sobre la arena húmeda, dando los últimos espasmos antes de quedar inerte sobre un charco de sangre.

Los arqueros aún no lograban controlar el temblor de las manos unos, encajar las mandíbulas otros, pero se hacía evidente que el Arcángel deseaba huir de los Campos Elíseos y alguno debía actuar. El agua ya le llegaba a las rodillas y sus alas dejaban estelas de espuma blanca sobre el Aqueronte cuando parecieron salir de su consternación. Uno de ellos meneó la cabeza y tensó la cuerda hasta la oreja. ¿Acaso deseaba contactar con los dioses? No permitiría que escapara. A su orden, los demás dispararon.

El Arcángel elevó una mano, que se iluminó de un aura dorada, y a sus espaldas surgió el dragón plateado, Nidhogg, que apareció con un tercio de su cuerpo dentro del agua. Como de costumbre, la bestia retrajo su cuello para rugir y anunciar su llegada, sin siquiera ser capaz de percibir del feroz ataque que le cayó encima. Absorbió la totalidad de los disparos; algunas saetas rebotaron sobre sus escamas, pero otras penetraron y este cayó chillando de dolor.

Un arquero descendió raudo y se acercó al dragón. Nidhogg gruñía débilmente, insultando a sus atacantes en tanto se retorcía sobre el agua que se oscurecía de sangre. El ángel pidió disculpas y, luego de arrancarle un astil clavado dolorosamente cerca del ojo, escaló sobre su cuerpo para buscar al enemigo, pues lo pensó aplastado bajo su propio dragón. Se resbaló un par de veces del nerviosismo; jamás pensó que alguien como el Arcángel sería capaz de usar a su propia montura como escudo de flechazos. Definitivamente, algo había cambiado en él y debían tener extremo cuidado. De pie sobre el lomo de la bestia, el arquero observó consternado que Miguel ya no se encontraba en el perímetro; dejó caer los brazos: había desaparecido hacía tiempo bajo el agua.

—¡Un mensajero! —gritó girándose hacia sus compañeros—. ¡Enviad un mensajero! ¡El Arcángel Miguel ha huido a Rodinia!

II

Los leales se abalanzaron a por las huestes de Lucifer y los gritos de ambos ejércitos reverberaron por todos los rincones de la destrozada ciudadela. Atacaron como un bloque, en formación cerrada; el orden del Olimpo contra la desorganización de la rebelión. Aunque, en el núcleo del encontronazo, prevaleció una locura absoluta: los leales los perseguían y aullaban, divirtiéndose de verlos huir como cobardes, y se arrojaban como salvajes pues sus ánimos se dispararon por los aires.

Alejado del encontronazo, el Dominio Hidra llegó hasta la elevada posición del Arcángel Gabriel. Prefirió no decir nada, pero le vio el optimismo brillándole en los ojos. Dedujo que seguramente deseaba abalanzarse como los demás y sesgar rebeldes, pero su posición como comandante en jefe no le permitía arriesgarse en el frente. De todos modos, sabía que Gabriel tendría la potestad de asesinar a la más codiciada presa de todas: Lucifer, y seguramente ello ayudaba a que mantuviera la compostura.

—Será una gran victoria, mi señor.

Gabriel asintió y observó a Hidra. Se dijo que, si seguía mirando la batalla, terminaría sucumbiendo y uniéndose a la cacería de rebeldes. Le agarró del hombro y sonrió, aunque el ángel plateado permanecía indiferente, sin quitar los ojos de la paliza que acaecía adelante.

—Lo será. Tenéis unos arqueros increíbles.

—Que han sido comandados por vos. Es vuestro mérito, mi señor.

—Es una victoria de todos. Es momento de rematarlos. Con la mirada del Trono y la diosa sobre nosotros, los ángeles no deben descorazonarse.

—¿La diosa? Mi señor, debo decirle que la diosa fue...  —los ojos del Dominio se abrieron desmesuradamente y, con un giro brusco, Gabriel observó de nuevo la batalla.

Desde el centro de la línea, al menos cien ángeles rebeldes se adelantaron, formando una suerte de astil en cuya punta destacaban ángeles acorazados. Vestían armaduras negras, tan oscuras que ni siquiera reflejaban el brillo del sol. Entornando los ojos, el Arcángel notó los diseños de cuernos sobre hombreras, rodilleras y yelmos. Pensó que serían espectros, pero se les veía extender a plenitud sus alas de blanco radiantes. ¿Armaduras angélicas?, se preguntó apretando la empuñadura de su espada. Pero, ¿qué clase de acuerdo había conseguido Lucifer en el Inframundo?

Más que un astil, parecían una gigantesca vara de hierro incandescente pasando sobre una piel desnuda, calcinándola a su paso destructivo; la formación fue abriéndose paso de forma demoledora entre los leales, que caían como lluvia al quedar expuestos a los espadazos. Pronto los gritos de júbilo pasaron a convertirse en una orquesta de terror inesperada. Gabriel sintió una gota de sudor resbalar por la espalda, entre las alas, y se preguntó cómo afectaría a los suyos aquel inesperado cambio de evento. Repentinamente, el desorganizado ejército de Lucifer parecía haber vuelto a articularse.

Cuando vio otra formación idéntica emerger de detrás de una voluta negra, a su izquierda, y luego otra, a la derecha de la batalla, decidió volver a dar órdenes. Tenían que retroceder y aguantar la posición. Debía volver a elevar la pared de saetas y detener el avanece enemigo. Pero, ¿serían flechas suficientes para detener a aquellas moles blindadas? Los cuernos sonaron por doquier, dando las órdenes pertinentes. Los Dominios y su guardia de élite obedecieron al instante, retrocediendo, pero cuánta fue su sorpresa al notar que el grueso de su ejército hacía oídos sordos al no ser capaces de comprender, en el fragor de la batalla, que ya no tenían la ventaja. Se sintió inútil, como quien intenta detener una ola inmensa solo con las manos. Y, aunque se desesperó al saberse incapaz de controlarlos, debía admitir que les comprendía. Allí enfrente estaba el ejército del Caído, el que había traído tantas desdichas a los Campos Elíseos; cómo no arrojarse y darles el castigo definitivo. Nervioso, volvió a dar órdenes, pero el ejército se abalanzaba por completo hacia las huestes, indisciplinados e incapaces de notar que estos ya se habían reorganizado en varias líneas que se cerraban alrededor de ellos. Era como las fauces de un lobo aplastando a su presa y en cuyos colmillos negros goteaba abundante sangre. Ahora, eran ellos los que parecían estar cayendo en una trampa.

Por si fuera poco, las volutas de humo negro que ocultaban el horizonte fueron disipándose para revelarse miles de soldados de Lucifer, más elevados que el resto, y en varias líneas perfectamente formadas, arcos en ristre.

Gabriel vio aquello y sintió su alma caer al suelo. Desesperado, aleteó tan fuerte pudo, adelantándose sobre sus ángeles y vociferando órdenes. ¡Que volviesen!, ¡que retrocediesen!, pero el pandemónium se había desatado en su ejército y no encontraría forma de detenerles en medio de su ímpetu. Más atrás, la línea de ballesteros que protegía el Templo vio cómo el ejército se adelantaba y estos quedaban rezagados. Se vieron obligados a avanzar, todos juntos, rumbo a una trampa mortal.

El Arcángel levantó la vista y se cubrió al ver miles de saetas caer en su dirección, sobre su desprevenido ejército. Él se protegió con sus alas, pero observó impotente cómo la mayoría de los suyos cayó indefectiblemente al no ser capaces de verlas venir. Nunca había visto nada tan horripilante como aquello: con tan solo un ataque de las huestes enemigas, Paraisópolis recibió una lluvia de sangre y ángeles que dejó en ridículo las bajas que los leales causaron al principio. Gabriel se quedó boquiabierto, suspendido en el aire, viéndoles caer entre gritos desgarradores y plumas bailando en el aire. Casi una decena de flechas le atravesaban sus propias alas, pero no le importaba. La mano que sostenía la espada zigzagueante cayó sin fuerza alguna y el fuego en la hoja se desvaneció.

¿Acaso simular desordenarse para envalentonarlos a él y su ejército era parte del plan de Lucifer? Porque se dio cuenta de que El Caído obtuvo lo que deseó; atraerlos hasta su posición, hasta las fauces de un lobo hambriento de sangre que se escondía en las sombras. Gabriel nunca tuvo la ventaja que imaginó. Lucifer solo jugaba con él y se divertía a su costa. Girarse hacia el Templo, verle al Trono y la diosa a los que servía, se había vuelto una tarea ardua. Prefería morir allí mismo y que se acabara su vergüenza e ineptitud.

Pero, aunque él bajara los brazos porque sabía que no había forma, sus generales aún no se rendían. A sus espaldas, hicieron sonar los cuernos para que los Dominios volvieran a entrar en acción. Había que bajar a esos condenados arqueros de Lucifer antes de que dejaran un mar de ángeles muertos sobre la ciudadela. Luego habría que buscarle la vuelta a los ángeles con armaduras, que remataban lo que fuera que quedaba vivo en el aire.

Si el Arcángel experimentó en su pecho una pequeña oleada de esperanza, se desvaneció al instante. Ni una sola flecha surgió de las calles a pesar de que las órdenes sonaron de nuevo; al contrario, vio elevarse, surgiendo desde los callejones, a una centena de ángeles acorazados que aullaban enloquecidos. Muchos de estos llevaban, en manos o clavados en picas, las cabezas cercenadas de las Dominaciones. Sin arqueros, ya no habría más pared de saetas. Se palpó el pecho sintiendo cómo su corazón apresuraba latidos; con esas condenadas armaduras del Inframundo no era de extrañar que pudieran soportar la hiedra venenosa.

Sin intención de darles respiro, las huestes de Lucifer organizaron otra oleada de flechas que terminó por exterminar a los pocos ángeles que habían soportado la primera, estrellándolos sobre los cadáveres de sus hermanos desparramados por las casonas y calles. La batalla terminó hacía tiempo y ahora era un cruento exterminio. Gabriel cerró los ojos y deseó que una saeta le cayera encima para terminar con su martirio, pero se extrañó de oírlas silbar a su alrededor sin ser capaces, aunque sea solo una, de herirlo.

Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que, en el aire, ya solo quedaba él interponiéndose entre los rebeldes y el Templo. Era lo que deseaban, seguramente, dejarlo para el final. Dirigió la mirada y allí enfrente tenía a esos malditos perros, como los pensaba él, volviendo a sus posiciones y organizando sus líneas, mostrándoles sus espadas, lanzas y arcos en un intento de humillarlo. No hacía falta; su propio ejército estaba abatido en un mar de sangre a sus pies y ello solo era la peor sensación que alguna vez experimentó.

En el centro de la formación, un ángel acorazado se retiró el yelmo y lo guardó bajo el brazo. Su melena rubia flameaba al viento y Gabriel juraría, aún en la distancia, que sus ojos brillaban. Este levantó la mano derecha y la detuvo alzada, conteniendo a los suyos. Gabriel sintió miedo cuando le vio sonreír. Era una oscura y pérfida. Bajo ellos había al menos veinte mil ángeles muertos, inundando la ciudadela hasta el punto que habían ocultado sus calles y casonas con sus cuerpos ensangrentados, y el maldito Lucifer sonreía triunfante y orgulloso.

El Arcángel también pretendía matar ángeles, era inevitable, pero no se le ocurriría regodearse de ello. Lucifer le pareció, y con justa razón, la maldad absoluta. El dueño del corazón más oscuro.

Buscó en sus adentros un último resquicio de orgullo. Volvió a levantar su espada, volviéndola flamígera, y los enemigos estallaron en rugidos e insultos que reverberaron sobre lo que quedaba de Paraisópolis. ¡Que viniesen todos!, se dijo el Arcángel apretando los dientes ensangrentados, adoptando postura de ataque, porque al menos caería sabiendo que lo dio cuanto pudo. Que los dioses le perdonaran, pues a esa altura era lo menos a lo que podía aspirar. A lo lejos, Lucifer bajó la mano y, como una sola fuerza, su ejército completo tomó rumbo de él, atravesando el cielo con gritos y vítores.

Era una ola gigantesca y él tan solo un maniático intentando detenerla; un tigre herido preparándose para el encontronazo contra miles de lobos hambrientos. Chocó aceros con uno y lo alejó de una patada. Vino otro y logró cortarle un ala, aunque este logró causarle un corte en la frente de un espadazo. El siguiente perdió un brazo y luego la cabeza. Gabriel había enloquecido en el fragor de la batalla. Llegó uno más, que consiguió sacarle la espada zigzagueante con un certero golpe de lanza. Otro le enganchó un puñetazo en el estómago y el Arcángel se encorvó de dolor; perdió el control de sus alas y pareció que caería para unirse con sus muertos, pero entre varios le sujetaron de las alas para mantenerlo en el aire.

No llegaron en masa para masacrarlos. Al contrario, se detuvieron y, paulatinamente, se abrieron paso, formando un pasillo frente a él. Como un bólido negro, llegaba el pérfido Lucifer entre sus soldados, aunque Gabriel no pudo verle venir debido a la vista emborronada de su propia sangre. Tan solo sintió el puñetazo, enfundado en un guantelete duro como una roca, estampándose contra su rostro. Perdió el conocimiento en el impacto, aunque hubiera deseado perder la cabeza.

Sobre una ya silenciosa ciudadela, bailaban en el aire las últimas plumas. Los lobos aullaban. El tigre y su manada habían caído. La primera guerra en los cielos enfrentó a los hermanos en una batalla cruel. Y para el Caído solo fue, en todo momento, un juego que ganó con holgura.

III

Cuando el Arcángel Gabriel abrió los ojos, notó el cielo dulcemente azulado aderezado de nubes largas y finas, blancas y radiantes. La humareda negra que pobló todo el reino había desaparecido. El sol se colaba entre las rendijas de las nubes y sintió un agradable calor sobre él. ¿Acaso, por algún motivo o milagro, había vuelto el reino de sus sueños? Pero, cuando ladeó el rostro, se topó con el horror. No solo la ciudadela destrozada como telón de fondo, con el fuego crepitando por doquier, entre estatuas de dioses, destruidas y cercenadas. Vio a ángeles cargando cadáveres, apilándolos a un costado del camino como si fuesen no más que bolsas de arena. No había una sola víctima mortal que no estuviera atizada de flechas; que no bañara el suelo o dejara sobre los otros oscuros regueros de sangre. Reconoció el rostro de algunos de los fallecidos y se amargó, pues él los había convencido de hacerle frente al Caído y ahora confrontaba su derrota de la forma más contundente.

Por primera vez en mucho tiempo, los ojos le ardieron y se humedecieron. Ya nadie le observaba; ya no debía enmascararse tras un rostro sereno pues no quedaba vivo a quien darle ánimos. Y, frustrado, soltó un amargo bufido que pronto se convertiría en sollozo.

Oyó rítmicas pisadas, firmes y metálicas, y se dio cuenta que estaba en movimiento. Notó, además, que le habían cerrado grilletes gruesos en sus muñecas y, mediante una cadena, alguien lo arrastraba por el suelo en alguna suerte de humillante paseo por la destrozada ciudadela. Intentó forzar, pero las cerraduras eran más fuertes de las que pensaba y se dio cuenta de que, muy probablemente, fueron fabricadas en el Inframundo con materiales tan extraños como resistentes. En el reino de los cielos nunca consideraron necesarios los grilletes.

Miró hacia su otro lado y se sorprendió de ser arrastrado en compañía de otro ángel capturado. Era Hidra, su general, quien lucía completamente apalizado hasta el punto que se preguntó cómo es que seguía respirando. Los rebeldes se habían divertido con él y, pese al rostro cruzado de heridas y una hinchazón, le reconoció por la cabellera plateada y el usual aspecto apático. El fin del mundo sobre ellos y la Dominación era incapaz de mostrar el más mínimo cambio en su rictus.

Plumas blancas y plateadas se entremezclaban sobre el adoquinado, elevándose a la mínima brisa, marcando el largo camino ensangrentado que recorrían.

—Mi señor —saludó Hidra—. Las Virtudes nos traicionaron.

Gabriel intentó inquirir, pero salió un balbuceo débil. Tenía la garganta seca.

—Es cierto que dispusieron la hiedra sobre las calles —prosiguió el Dominio—. Y las huestes cayeron en la trampa, pero no la totalidad. Entre las Virtudes hay rebeldes, por lo que no fue una estrategia muy efectiva. Nuestro ejército no solo era inexperto, sino que no era completamente fiel. Asumo mi culpa. No terminé de cazarlos a todos.

Gabriel echó la cabeza hacia atrás y miró al captor que los arrastraba. Era un ángel acorazado, ya lo había adivinado por el sonido de sus pisadas, pero el brillo del sol le impedía fijarse mejor.

—Mátame —ordenó con voz ronca—. Déjame ir con mis soldados.

—Matarlo no tendría gracia, mi Arcángel.

Gabriel enarcó una ceja partida. Esa voz burlona. ¿Era Lucifer quien los arrastraba? Debía serlo. Se sacudió, sacando fuerzas de donde no había, pero desistió pronto. Al menos recuperó la energía suficiente para responderle.

—Ángel pérfido. ¿Acaso no has tenido suficiente que tienes que humillarme? Y pensar que, en tu caso, planeé una muerte rápida.

—La muerte es un premio. Lo aprendí mientras estuve en el Inframundo. ¿Sabéis, mi Arcángel, que he visto Samsara? Está hecha de luz y atraviesa cielo y tierra. Es aterradora y más aún cuando la vi siendo transitadas por almas. Tal vez la vea usted, en algún momento, como testigo desde dentro. Quiero que sepa lo que os tocará al final del camino, cuando estéis allí pensando que habrá un lugar mejor. No hay nada. No hay absolutamente nada. Ni tiempo, ni recuerdos, ni la más mínima conciencia ni noción. Puedo comprender al guardián de Samsara. Lo llaman Segador. Observar por la eternidad almas nacer y morir sin ser capaz de hacer nada al respecto; tocarlas, vivir sus experiencias, dejarlas caer y verlas desvanecerse. Ser el único que guarde los recuerdos de quienes ahora no son más que polvo olvidado por el tiempo. No me extrañaría que su guardián tuviera un total desprecio por la vida, sabiéndola tan exigua y frágil. Vos no moriréis, Gabriel. No aún. Sufriréis por vuestras decisiones de esta vida y la otra.

El Arcángel hacía rato había sido abatido en cuerpo y ahora en alma, ante las palabras de Lucifer, tan encaminado en arrancarle los últimos resquicios de esperanza. Quien lo viera no encontraría mayores diferencias entre él y un cadáver, pues hasta en las flechas atravesándole eran idénticos. Y, sin embargo, la poca conciencia que aún tenía se negaba a aceptar la culpa por las decisiones que tomó en su vida anterior. Su humillación era injusta, se decía. Su prioridad siempre fue la del bien común, aunque para ello tuviera que hacer sacrificios.

—Lut… —dijo débilmente—. Lut-Ys…

—No tiene caso —dijo el Caído.

—Lut-Sys…

—¿Está escuchando, mi Arcángel? No se pude hablar briarero con esta lengua. Puede tatarear canciones, como mucho. Nos han despojado de tanto que me pregunto cómo habéis hecho para conseguir veinte mil ángeles para enfrentarnos. Os ciega las bondades de este supuesto paraíso.

—Lut´Ys´Vere.

El Caído enarcó una ceja al oír su nombre pronunciado a la perfección, pero siguió arrastrándolos rumbo al Templo. Tal vez la garganta reseca ayudase a emular los sonidos ásperos y guturales del extinto idioma de su especie. Extrañamente, oírlo de Gabriel no le produjo rechazo, sino que sintió cosquilleos en el pecho porque oyó el que fuera, una vez, su lengua natal. Cerró los ojos y suspiró, dando un tirón a la cadena del Arcángel.

—Me estaba empezando a gustar “Lucifer”.

—Ust-Me´Nis´, Lut´Ys´Vere.

—Me sorprende, mi Arcángel. ¿No es acaso el briarero la lengua más hermosa de todas?

—Te recuerdo. Soldado de los Gujas del Sagreste.

—Pues recuerda mal si me otorga ese título, mi Arcángel. Ya no era soldado cuando llegó la Hecatombe.

—Sí, renunciaste al servicio… Yo también recuerdo, ¿sabes? Dimitiste tras el asesinato del Sagreste. Hubo muchas renuncias, pero cuando me presentaron la tuya me sentí conmovido… —escupió sangre a un lado—. Porque no fue por su muerte que renunciaste...

—La justicia llega tarde —respondió sin hacerle caso—, pero llega y llegará multiplicada por mil, mi Arcángel. Ahora que ya tengo capturado al perro que asesinó al Sagreste y nos condenó como raza, solo me falta el artista pirómano que atacó en los jardines del palacio en Tea. ¿Dónde está el Arcángel Rafael?

Gabriel no hizo caso, protegiendo a su congénere, y siguió ahondando en la herida. Probablemente, Rafael estaría resguardando a los ángeles que habían huido de la batalla. Y estos eran el grueso de la Legión, los que debía preservar. Al borde de la muerte como estaba, al menos se iría con la frente en alto y protegiendo a los suyos.

—¿Cómo fue eso? —insistió el Arcángel—. El atentado en los jardines del palacio comenzó cuando surgió la esfera de fuego, consumiendo a todos, y un joven hecatónquiro se abalanzó sobre ti para que lo protegieras… ¿Acaso me estoy equivocando? Aquellas armaduras que vestíais los Gujas los protegería del fuego y él solo deseó que lo resguardaras. Y, sin embargo, tú lo asesinaste…

—Lo confundí con un enemigo —corrigió—. No tuve tiempo de pensarlo. Le di un tajo para que retrocediese.

—Sí. Y se lo tragó el fuego. Intentaste salvarlo cuando notaste la verdad, ¿no?… Pero él ya estaba completamente calcinado. La culpa tras su muerte te consumió por completo que decidiste renunciar a la Guardia de los Gujas. ¿Ves que también recuerdo, despreciable? Dime, ¿lo sigue? ¿Sigues culpándote, perro?

El Caído se detuvo y reacomodó las cadenas en sus manos, frunciendo los labios con incomodidad.

—¿Acaso vos no os culpáis por la muerte de todo el reino de Tea?

—¿Qué sentido tiene responderte eso si lo ves claramente, perro?

—Quiero oírlo de vos.

Gabriel volvió a escupir.

—¿Cómo podría sentir culpa si lo que hemos obtenido es el paraíso?

—Eso no es lo que vuestra alma me dice, mi Arcángel. Vos sufrís, incluso en este momento. Y no es por vuestra reciente derrota, me temo. Dos mil millones de voces acalladas en la oscuridad del universo para siempre y vos os sabéis como el responsable. Sin embargo, os mentís cada vez que pensáis al respecto. Creéis que valió la pena porque obtuvisteis el paraíso.

—¿Acaso no lo es? Hasta vuestra rebelión, ¿no estábamos disfrutando de una vida pacífica?

—Una vida limitada. El paraíso lo encontré en varios lugares. En la felicidad de unos niños correteando en las calles de Cocitos, en un mercado atestado a los pies de un palacio del Inframundo. Hasta lo encontré entre las piernas de una hembra. La raza angélica no la encuentra porque no cuenta con la potestad del libre albedrío. Por eso mi rebelión, mi Arcángel. Aquí no hay paraíso. Aquí solo hay cadenas.

—¿Tan corto sois que toda vuestra rebelión nació porque no podíais mojar esa ridícula verga?

—¡Mi rebelión es por las dos mil millones de almas! —soltó con inesperada rabia—. ¡Exterminaron dos mil millones, pero aquí no somos más que un millón! ¿Dónde diantres están las demás almas? ¿¡Qué han hecho esos perros de los demás hecatónquiros!?

—¿¡Y por qué no se lo preguntas tú!?

Lucifer soltó un bufido. Levantó la vista y notó el Templo donde se habían recluido el Trono y su guardia. Sobre la construcción, volaban en círculos Leviatán y un par de dragones, rugiendo victoriosos ante la inminente caída de la resistencia de los leales. El resto de la legión dragontina se había reagrupado en el Inframundo, bajo las órdenes de su general Cassiel y la comandante Vindemiatrix, a la espera de la guerra contra el Olimpo. La reciente batalla apenas le generó pérdidas y se sintió orgullos de sus soldados. Además, sin fuerza opositora, tendría vía libre para convencer al resto de la Legión de seguir sus vientos… o arder bajo el fuego de sus monturas.

Gabriel, en tanto, volvió al asalto pues notó el sutil cambio de humor en Lucifer desde que le mencionara aquella joven víctima mortal.

—¿Kus-Im Yst´Ava, Lut´Ys´Vere?

El Caído volvió a chasquear los labios al oír la pregunta. “¿Aún recuerdas su nombre, Lucifer?”. Incluso abatido, Gabriel gustaba de punzarlo con una lengua inesperadamente afilada.

—No podría olvidar —confesó acomodándose los hombros—. Se llamaba Astarot.

—Ah, ¿sí?… Te debe arder bien fuerte esa culpa como para que hasta hoy día recuerdes. Ese hecatónquiro murió lejos de su tierra natal, ¿no es así? Algunos la consideraban una manera indigna de morir. Ya sabes cómo eran los campesinos y su sentido de pertenencia.

Lucifer meneó la cabeza.

—No era un campesino. Luego de renunciar, llevé sus cenizas a Ceanasaí. Cumplí con su tradición. Lo esparcí sobre el mar, ante los siete estandartes de luz que yo mismo enarbolé.

—¿El mar?

Lucifer sacudió los hombros, como si quisiese quitarse de encima un peso doloroso. Pero, ¡cómo era ese bastardo del Arcángel capaz de tocarle los puntos débiles! Le daría un castigo ejemplar. Los escalones que subían hasta el Templo estaban a pocos pasos de distancia y, si el cansancio no terminaba de acabar con Gabriel, los peldaños harían lo suyo fustigándole durante su lenta subida.

—Sí, arrojé sus cenizas sobre el mar —asintió Lucifer, reiniciando el arrastre—. Astarot era un pescador.

IV

El Arcángel Miguel había desecho tiempo atrás su rostro usualmente sereno. Bajo las luces de las antorchas, se sostuvo de las rodillas y parecía jadear como perro al sol. Se había exigido tanto durante su descenso a Rodinia y posterior viaje hasta la cima del Monte Olimpo que en su mente no hubo tiempo para procesar todo lo que había vivido. Las alas ya eran dos brasas sobre su espalda y parecía que, de un momento a otro, caerían. Mucho le llegó de golpe una vez que terminara su largo y sufrido peregrinaje: el asesinato de uno de quien fuera uno de sus queridos alumnos bajo sus propias manos, su misma apariencia, rociado de sangre de ángeles, impropia a todas luces para presentarse ante los hacedores y rogarles ayuda. De hecho, la decena de dioses, arremolinados alrededor del trono del hacedor principal, estaban tan absortos como las ninfas que los condujeron a su encuentro.

Había, entonces, un mutismo largo y difícil de romper.

De todos los hacedores, destacaba Zeus. De aspecto robusto y con mirada intensa, ceño fruncido, de larga y tupida barba ceniza. A su alrededor, los demás observaban detenidamente al Arcángel y se preguntaban qué estaría sucediendo en el reino de los cielos. A tenor de lo visto, nada bueno. Y el nerviosismo fue subiendo de intensidad a través de todo el salón, contagiando a los presentes.

—Habla —exigió la diosa Artemisa, más presurosa que todos. La situación en los Campos Elíseos no podría importarle menos; se había enfundado el arco de caza en la espalda y no veía el momento de cazar con sus ninfas por Rodinia.

El Arcángel cerró los ojos. Fuera por estar en presencia de hacedores o, sencillamente, porque el cuerpo no tenía más reservas de energía, se desplomó sobre sus rodillas. Golpeó el suelo con ambos puños y no se atrevió a levantar la vista. En sus adentros se libraba una batalla y debía decidir. No deseaba humillarse ante los dioses, sabedor de su más grande secreto como era. Pero la libertad que siempre soñó había iniciado sus primeros pasos con muertes y ahora desataba un auténtico genocidio. Los acontecimientos parecían dictarle que se hacían necesarios seres superiores que gobernaran, que mantuvieran el orden que él por sí solo nunca pudo sostener.

Detestaba a los dioses, pero los necesitaba.

Zeus se inclinó hacia adelante con mirada inquisitiva. Si Afrodita estuviera allí con ellos, le ordenaría que le tocase el alma y revelara hasta al más mínimo secreto del Arcángel. Pero hacía tiempo que había la misma abandonado el Monte Olimpo, habiendo dejado a Iris como heredera de sus pericias. Lo que fuera que el Arcángel supiera, tendrían que sacárselo por la vieja usanza. El nerviosismo le estaba llegando hasta el pecho. Primero fue la visita inesperada del Arcángel Gabriel, quien reveló la ineptitud del propio Arcángel Miguel. Ahora recibían la de este último y se preguntaba qué sería la noticia.

—¿Y bien?

Miguel se reveló con una mirada de ojos húmedos.

—A pesar de vuestros esfuerzos, Lucifer está tomando control del reino de los ángeles. Es solo cuestión de tiempo para que los más altos rangos caigan bajo su acero y sus dragones. Ahora mismo, hay una batalla tan grande como horripilante. He visto los resultados y por eso estoy aquí.

Artemisa entornó los ojos.

—¿Dragones? ¿Los mismos que debíais exterminar?

—Los tiene a todos, aunque la mayoría se encuentra en el Inframundo. Pactó una alianza con el Juez de Cocitos, Radamantis.

La diosa silbó sorprendida de las capacidades que Lucifer había demostrado como líder de la rebelión, pactando hasta con las bestias espectrales de Hades y Perséfone. Con más razón, se dijo que debió ser ella misma quien debía haber presidido la cacería de dragones. Había visto cómo estos dejaban las vírgenes tierras de Rodinia a su paso y al menos uno de ellos debía caer bajo su arco. No obstante, le ganaba su orgullo: para ensuciarse las manos con seres inferiores, mejor enviar a sus esbirros.

—Un desarrollo desafortunado de los eventos —asintió Hefesto, a la derecha del trono y de brazos cruzados—. Pero, como ya le había dicho personalmente al Arcángel Gabriel, debo recordarte que hemos encargado a Iris para comunicar el Olimpo con los Campos Elíseos. ¿Cuál es vuestra pequeña obsesión en venir hasta aquí para pedir ayuda?

El Arcángel meneó la cabeza y volvió a bajar la mirada.

—La diosa está muerta.

El murmullo e inquietud que se levantó a su alrededor fue notorio. Artemisa se palpó el pecho, buscando sentir sus propis latidos y confirmar que no estaba soñando. Qué horrible debía ser la muerte a manos de seres insignificantes, esclavos prácticamente. Fue tanto el murmullo provocado que nadie oyó el breve sollozo que Miguel soltó al recordar a su amada diosa. Fuera por una locura brotándole o sencillamente porque tanto la necesitaba a su lado, creyó sentir sus dedos etéreos acariciándole las alas y luego una mano cerrarse sobre uno de los hombros. Real o no, le ayudó a recordar por qué estaba él ahí y que, en presencia de los Olímpicos, debía tener cuidado. No les revelaría absolutamente cómo ayudó a gestar el ejército de Lucifer y su romance con Iris.

Zeus se acomodó en el trono y siguió inquiriendo.

—¿Muerta, dices? ¿Fue Lucifer?

Miguel asintió.

—Aprovechó la oportunidad —continuó—. Se ha hecho con el control de mi ejército desde que el Trono me recluyera en los Templos. Los rebeldes son casi cien mil ángeles, pero, de estos, solo diez mil son soldados. El resto está oculto entre los leales, lo cual complica nuestra situación. Pero esos diez mil son tan fuertes que doblegarán a toda la Legión en cuestión de un sol. Ahora mismo, veinte mil ángeles leales han decidido levantarle las armas y proteger el reino, pero no sé cuánto tiempo más podrán resistir, si es que no han sucumbido ya.

—Bajo tu mandato —la voz de Zeus se mantenía sorprendentemente serena, aunque enérgica—, Lucifer se gestó y empezaron los problemas. Creíamos que con una mano más dura la situación podría reencauzarse. Por eso creamos al Trono Nelchael. Pero, a tenor de lo visto, contigo fuera de vista, la llama de la rebelión se avivó. Parece que Lucifer aprovechó que no estuvieras para apaciguarlos. Nos decepcionaste, Miguel, pero esta es tu oportunidad de redimirte. Un nuevo amanecer se presenta ante ti. No lo desperdicies.

—Con un nuevo ejército, Lucifer caerá. Prometo solemnemente que así será.

—Bien. ¿Sabes por qué a ti te hemos escogido como el Arcángel principal de la Legión?

Miguel meneó la cabeza, expectante de conocer algo que él mismo ignoraba.

—Ya que toda vuestra Legión lo sabe, no veo motivos para seguir ocultándolo. En el momento que creamos a los ángeles, observamos que tu alma misma brillaba de más intensidad que las del resto. Tocarla con los dedos estremecía y nos preguntábamos por qué destacabas. ¿Acaso provenía de alguna suerte de príncipe? ¿De un soldado valiente? ¿Un soberano? Afrodita tiene la habilidad de ver a través del alma y nos lo reveló: no fuiste más que un simple pescador. Pero, ¿qué era aquello que nos sacudía en nuestro interior? Amor, Miguel, te elegimos porque, fueras lo que fueras, se percibía que serías el líder más amoroso de todos. No el tipo de amor pérfido que seduce a Lucifer, que contagia a los ángeles que le siguen sus vientos. Era uno más inocente, más puro. Algo que no habíamos visto. Te veo y aún siento que sigue siendo así. Aún hay oportunidad.

Se recostó en su trono.

—Por ello, te daremos un nuevo ejército. Treinta mil ángeles y tres mariscales que los comandarán. Uno será tan fuerte que abrirá el cielo y tierra a su paso. Será el cazador de las huestes del enemigo, las estrellas de la vanguardia. Otro será el espadachín más habilidoso que se haya visto, aquel quien le hará frente al grueso de su ejército. Y el último será el arquero más letal de todos los reinos creados. Él y su ejército exterminarán a los dragones de una vez por todas. Guíalos, Arcángel Miguel, y destruye la historia más oscura de los ángeles. Como recompensa, el reino de los cielos volverá a ser tuyo para que lo gobiernes como está dispuesto. Como siempre estuvo dispuesto.

Miguel cerró los ojos y asintió. Había obtenido lo que deseaba, pero se dijo que no parecía ser suficiente. Aún dolía adentro, en el alma. No podía reinar los Campos Elíseos en soledad. El corazón ardía horrible tanto de tan solo imaginárselo, habiendo construido un mundo al lado de la mujer que lo conquistó.

—¿E Iris?

—¿Qué pasa con ella?

El Arcángel extendió la mano e invocó, para pavor de todos los presentes, la cabeza cercenada de la diosa. Entre gritos horrorizados, las ninfas huyeron despavoridas y las pocas que quedaron en el salón quedaron con las mandíbulas desencajadas. Los dioses, en cambio, no parecieron verse afectados, aunque sí se mostraron curiosos, acercándose, salvo Zeus, para inspeccionar; fuera para observar el gesto con el que fue decapitada o, incluso, imaginarse cómo habría sido sus momentos finales. Miguel, teniendo a los dioses tan de cerca, notó que ni uno había desdibujado su semblante.

—Usasteis las almas de otros seres para reencarnarlos. ¿Ella aún puede volver?

Artemisa observó al Arcángel con una ceja enarcada. ¿Y aquel repentino interés en ella? ¿O tal vez era natural, considerando que los leales adoraban a sus dioses? Se le estaba volviendo incómodo observar el rostro de Iris, por lo que se acercó a él y apartó la mano que sostenía la cabeza.

—¿Por qué?

—Su compañía —respondió él—. Era reconfortante.

—Oh…

—Durante la rebelión y durante mi encierro en el Templo, su amistad y apoyo fueron importantes.

La diosa volvió hasta Zeus, preguntándose si, acaso, el ángel con el alma más amorosa de todos terminó sintiendo algo más que simple amistad. No le extrañaría, habiendo visto el brillo intenso que desprendía Miguel el día que fue creado. En ese entonces fue tan nuevo y misterioso, pero tan reconfortante que no creían que podría ser malo. Miró a Zeus, pero este estaba pensativo en su trono. En general, al Olimpo no le agradaba que sus ángeles experimentaran sentimientos tan fuertes y por ello los crearon con dones limitados. Miguel los cautivó al verle el alma y por ello le dieron una oportunidad; sería la excepción necesaria para organizar a los ángeles. Pero el amor conducía a tantos caminos indeseados y Lucifer era prueba de ello. No obstante, para reorganizar el reino de los Cielos, sería mejor un ángel conocido y querido, que uno nuevo y desconocido. El Trono Nelchael era prueba de ello, incapaz de poner el orden que le habían mandado instaurar. Hasta que la rebelión de Lucifer terminara, el Arcángel Miguel sería de nuevo el estandarte de los ángeles leales.

—Manipular almas de dioses está prohibido—dijo Zeus con semblante oscuro—. Es indigno. Impropio. Pero, dado que tú serás el que ajusticie a Lucifer y sus huestes, haremos una excepción. Tráenos la cabeza del Caído e Iris regresará, Arcángel. Y, por favor, haz desaparecer la cabeza de nuestra vista…

A un gesto, las pocas ninfas se apresuraron y, como una tempestad, se arremolinaron alrededor del Arcángel. Una le ofreció la mano, pidiéndole que le acompañara. Otras dos tiraban de su desmadejada túnica para arrancársela. Una ya sea había arrodillado para desatarle los cordones de una bota. Lo llevarían a las termas para bañarlo y tenerlo radiante. Debía estar impecable si presenciaría para el ritual de creación. Se llevaría a cabo en un salón tan espacioso que parecía un desierto liso de mármol, con tan solo una fuente de agua brillante en el lejano centro, con estanque. El Templo del Resplandor, le decían. Allí, Miguel vería las almas surgir de la fuente antes de que los hacedores les otorgasen una forma corpórea. Oiría sus nombres, bautizados por sus creadores, de modo asimilarlos en su corazón. Con su espada flamígera, les pediría lealtad absoluta mientras estos se arrodillarían ante él.

Nuevos rangos; nuevos ángeles. Principados, que serían los espías perfectos que se infiltraran en el campamento enemigo y hacer mella. Nuevas Virtudes, pues el Arcángel reveló que estas, en los Campos Elíseos, se habían dividido entre leales y rebeldes, aunque convivían juntas, en armonía, y no parecía haber formas de diferenciarlas. Nuevas Dominaciones, los temidos rastreadores, pues los que luchaban en los Campos probablemente estarían exterminados a esas alturas. Potestades, sabios ángeles que registrarían la historia para que el Cielo no volviera a caer en sus mismos errores.

Juntos, irían al reino de los ángeles y lo recuperarían.

Con el salón habiéndose vaciado de ninfas e incluso dioses, Artemisa se cruzó de brazos y miró, sonriente y divertida, a Zeus.

—¿Qué te hace gracia? —preguntó él.

—Reconozco a un enamorado cuando lo veo.

—¿Será un problema en el futuro?

—Puede. Y también reconozco a un mentiroso. ¿Cuántas veces has manipulado tu propia alma para alojarte en cuerpos jóvenes? ¿O aquella vez que lo hiciste en el cuerpo de un ave? ¿Que manipular almas es impuro? Tuve que aguantarme el ataque de risa.

El hacedor no respondió, sino que se limitó a observar detenidamente sus manos. Estiró los dedos y los notó temblándoles a pesar de sus esfuerzos en controlarlos. Apartó la mirada y cerró los puños, maldiciendo en sus adentros por aquellos bastardos que lo enfermaron. Porque, lo que fuera la maldición que les aquejaba, no se encontraba en la carne, sino en el alma misma. Los Olímpicos podían manipular sus propias vidas de tal forma poder renacer en cuerpos nuevos, jóvenes y fuertes, pero seguían arrastrando consigo la infertilidad y debilidad que les afligía. Gruñó de disgusto; apremiaba crear a la humanidad cuanto antes. Apremiaba encontrar la ansiada cura.

Artemisa, en tanto, caminó divertida alrededor del trono, manos unidas tras la espalda. La clave para resucitar almas era capturarlas en el momento adecuado, como en su momento hicieron con los hecatónquiros, o tantas otras razas conquistadas, antes de resucitarlos en nuevos recipientes, nuevos cuerpos. Pretender rescatar el alma de Iris era imposible, dado que ya estaría extinta.

—Responde, por favor —insistió la diosa.

—Iris no regresará —hizo un ademán—. Que el Arcángel cumpla su mandato. Cuando regrese y presente sus respetos, yo mismo le cortaré la cabeza. El futuro problemático que se avizora no tendrá lugar.

La diosa abrió la boca, pero fue cerrándola lentamente.

—¿Qué? —preguntó Zeus.

—Es que, ¿no te conmueve, al menos? Un ángel enamorado de una diosa. Enternece que me dan cosquillas.

—¿Sabes lo que me daría cosquillas? Una condenada cura. Cuando Lucifer caiga, el Arcángel será otro problema. Y ya no tenemos tiempo para lidiar con otro revolucionario.

V

—Entonces —Zadekiel se cruzó de brazos y, apretujando las alas, se recostó por la pared—, el Arcángel Miguel escapó en plena batalla por la ciudadela y, en el Olimpo, rogó por un ejército para contrarrestar al de Lucifer. No dudaron en otorgárselo. En los corazones de los dioses, Miguel siempre fue su más grande estrella y no harían oídos sordos a su súplica. Además, el tiempo a los Olímpicos se les agotaba a pasos alarmantes, como los últimos granos de arena de un reloj, y necesitaban crear a la humanidad cuanto antes. Simplemente, no era conveniente hacerlo mientras que en los cielos se desataba una guerra.

El Serafín Durandal asintió sentándose en la cama que, durante toda la noche, había planeado llegar.

—Fue así como fui creado —dijo él acomodando las alas, que removieron cojines y la manta a su paso—. Fue allí donde todos fuimos creados, en el Templo del Resplandor.

Perla, torpe y con prisa, se separó de sus durmientes amigas y llegó hasta él. No le daría tiempo a Celes de protestar por estar juntos. Lo abrazó por detrás con una sonrisa brillante y el rostro tan enrojecido como su cabellera. Apretó tan fuerte que su guardiana no sería capaz de separarlos, si es que se atrevía a ir hasta la cama. Él la tomó de las manos y ladeó el rostro, buscando besarla, pero ella aún no era buena en esas índoles y solo hundió su rostro en el hombro, emocionada de por fin de tenerlo en sus brazos, torciendo las puntas de sus alas.

Aquello disparó las alarmas en todos cuanto oían la historia; se fijaron en la guardiana de la Querubín que, al otro extremo del cuarto, llevó una mano hacia la espalda, donde tenía ajustado su arco de roble. Fue solo un acto reflejo de su parte, pero si aquello continuaba, la desenfundaría y dispararía sin dudarlo. Pero, ¿cómo pudo ser tan tonta y dejarse llevar por la historia de Zadekiel hasta el punto de haberle perdido de vista al pérfido Serafín?, se preguntó retirando una flecha de su carcaj. No obstante, el propio Durandal se anticipó a cualquier movimiento hostil de la guardiana y continuó, por primera vez, una historia que hasta ese entonces solo era narrada por Zadekiel.

Se aventuró en pensar que Celes no se atrevería a dispararle mientras él hablaba para todos.

—En la fuente de agua, uno por uno, iban surgiendo almas, en tanto un dios aguardaba para arrojarle polvo de estrellas y, una vez formado el cuerpo, bendecirle con un nombre —el Serafín se fijó en la mortal, Ámbar, a quien la notó especialmente fascinada—. Nuestra sangre es astral y, como ya has oído, todos fuimos creados con valores, habilidades y conocimientos adquiridos al instante. Los de mayor rango fuimos dotados de mayor discernimiento y destrezas. Por ello nos consideramos milenarios, no porque hayamos vividos por largo tiempo, sino por el conocimiento y pericias adquirido equivalen al paso del tiempo acorde. Por tanto, un ángel de menor rango y aptitudes, como pudiera ser alguno de mis alumnos, es considerado joven con respecto de un Serafín o una Potestad.

A la maestra de cánticos le molestó saberse interrumpida, de dejar de ser el centro de la atención, pero frunció los labios y oyó lo que tenía que decir. Después de todo, el Serafín Durandal ya estaba entrando en la historia como un protagonista y algo interesante tendría que decir desde su perspectiva. Pero, en cuanto tuviera oportunidad, retomaría su historia.

—A mí me creó Zeus —prosiguió el Serafín, que se sorprendió de cuán agradable le resultaba contar la historia—. A mis diez mil alumnos los crearon otros dioses, que se turnaron. Entre ellos recordarás a Orfeo, mi más fiel y problemático guerrero.

Perla asintió y apretó el abrazo. Se trataba del ángel que, la noche que ella huyó de los Campos Elíseos, asesinó al Trono e intentó segarla también a ella. Recordarle le desagradaba porque su rostro oscuro y envilecido evocaba desesperación y terror. Se sintió tan débil e insignificante en aquella ocasión. Pero lo pensó como una víctima más del Segador, el manipulador en las sombras. Como lo fue su madre, como lo fue el Serafín Rigel. No podía odiarlo.

—Orfeo será vengado —dijo la joven.

—¡Hasta donde sé…! —chilló Zadekiel presta a recuperar su protagonismo—. Hasta donde sé, era una actividad que consumía muchas energías y concentración. Por ejemplo, Hefesto se encargó de crear al Serafín Rigel y su numeroso ejército, entre los que se encuentra Cursa, hoy día su relevo en su Legión. Dionisio, dios amante del vino como es, se encargó de crear nuevas Virtudes, entre las que se encontraba Ondina, la que hoy día es la líder de las Virtudes, y Spica, su mano derecha. Dicen que el hacedor llegó al Templo del Resplandor con sus ninfas, su esposa y varias botellas de vino, cargadas en fuentes repletas de hielo del exterior del palacio. Él fue quien creó a Próxima, el considerado segundo mejor arquero del reino. Las plumas de Próxima tienen puntas rojas porque el dios tuvo un pequeño corte sangrante en los dedos en el momento que le creó un cuerpo. Aparentemente, bebía de su segunda botella de vino y la reventó en su mano, porque entre que creaba ángeles, su mujer le criticaba; le decía que las hembras le salían demasiado hermosas, más que ella, y los varones sin mucha inspiración. Solo por fustigarla, en vez de crear un mariscal varón que dirigiera a los arqueros, creó a una hembra, más alta y hermosa que su esposa. Fue así como llegó la Serafina Irisiel, quien siempre piensa en dar un espectáculo en sus batallas y entrenamientos, en honor a él.

—¿Es así? —preguntó la Querubín con mirada inquisitiva, atenta, en tanto el Serafín hundía un beso en la mejilla, cerca de los labios—. ¡Ah! Me dijeron que, el día que llegué, Irisiel me cargó sobre sus hombros y dijo que le caí bien porque había dado un espectáculo digno de mención.

—También fueron creadas tus amigas Dione y Aegis —continuó Zadekiel, señalando con su mentón a sus dos alumnas acurrucadas la una junto a la otra sobre la cama—, las palomas dormilonas estas, como ayudantes de las nuevas Virtudes. Tus guardianes Curasán y Celes también, como arqueros miembros del ejército de Irisiel. Dicen que tu querido guardián fue el último en ser creado, cuando Dionisio ya estaba borracho, por lo que al ángel lo llaman como el peor arquero y ángel más torpe de la Legión.

Celes chasqueó los labios cuando oyó la mención de Curasán. Luego de enfundar arco y saeta, se cruzó de brazos y se recostó por la pared. Le aborrecía ese mote sobre su mejor amigo y amado, tan usado como gastado en los Campos Elíseos.

—Puede que lo aparentara —gruñó la guardiana—. Ser el más torpe, quiero decir. Pero ha demostrado ser el más noble y leal de todos. En el momento de mayor necesidad, fue uno de los pocos que defendió a mi niña. Fue el que más deseaba una estatua erigida en su nombre y, hoy día, a mis ojos es el único que lo merece.

Zadekiel notó el abrupto cambio de humor y se dio cuenta de que debía tener cuidado.

—Lo siento. Y tienes razón. Es verdad que el alcohol en las venas de Dionisio sacó su lado más bonachón y divertido, porque no hay dudas de que Curasán heredó de su creador ese aire. Y su espontaneidad arrolladora, su nobleza sincera. El mejor ángel guardián que pudiera pedir la Querubín —sentenció y miró a Perla, quien asintió con seriedad; que nadie se atreviera a menospreciar al querido hermano protector.

La maestra volvió a caminar por la habitación y todos la seguían con la mirada; ya había vuelto a recuperar la atención y el control de la situación, y sonrió por lo bajo. Se fijó en la ventana, donde la brisa mecía las cortinas; aún no amanecía, pero la oscuridad azulada del cielo estaba aclarándose sutilmente. El día aguardaba decenas de problemas, pero se dijo que terminaría la historia que había iniciado. Nadie de sus oyentes se lo perdonaría.

—Treinta mil ángeles recién sazonados —continuó—. Fue una tarea ardua y lenta, que exige más energía de los que mortales y ángeles poseemos. ¿De dónde provenían vuestras almas, me preguntaréis? Quien pudo haberlo visto fue solo un ángel. Y no me lo dijo. Pero, ¿acaso importa ya? Os imagináis que Lucifer, en ese momento, se asentaba en la ciudadela recién conquistada y se preparaba para la llegada del Arcángel Miguel. Con la muerte de su general y mi hermano, Ascenso, la mínima esperanza de que hubiera una solución pacífica entre ambas partes se había extinto. Solo quedaba odio. Lucifer lo esperaba hambriento de una batalla y sabía que quien fuera su Arcángel regresaría con un nuevo ejército. Él estaba listo.

VI

Una vez que el Arcángel Miguel saliera del predio del palacio, el clima hostil y frío que rodeaba el Monte Olimpo le golpeó con intensidad. Sintió sus alas retraerse, casi congelándose, y se preguntó qué clase de artilugio utilizaban los dioses para mantener afuera la ventisca. Tal vez alguna suerte de protección, invisible a los ojos, que impedía el paso de la brisa polar y, a su vez, contuviera la naturaleza apacible que encontró adentro en sus jardines y salones. Meneó la cabeza. Ya no estaba en su mente la idea de atacar a los dioses y no podría importarle menos sus secretos; ahora, se debía por completo a ellos pues confiaba ciegamente que traerían de vuelta a su amada.

Su nueva túnica, resplandeciente de blanco, era engalanada con una toga roja y dorada que le cruzaba el pecho. Su aspecto resuelto imponía a sus nuevos congéneres que, en varias filas ordenadas, le seguían por detrás con paso firme y decido. El cinturón donde se envainaba su espada zigzagueante fue fabricado en oro, así como sus botas y hombreras, estas últimas cruzadas por la toga. Bajo la mirada de los Olímpicos, que lo observaban quietamente desde sus balcones exteriores, extendió las alas y levantó vuelo.

Su más brillante estrella.

Desenvainó su espada y apretó la empuñadura, viéndose los ojos en el reflejo de la hoja zigzagueante. Todo su ejército se detuvo, expectante a las órdenes de su adalid. Entre ellos destacaban, al frente, los tres Serafines: Rigel, Durandal e Irisiel. Ángeles de seis alas considerados los mariscales, tan habilidosos como poderosos. No tenían más que medio sol de vida y en sus corazones había un odio intenso por el Caído y las perfidias que practicaban sus huestes. Le ajusticiarían y traerían de nuevo la gloria al Olimpo; parecía no haber lugar para dudas.

La voz del Arcángel fue más poderosa que la ventisca.

—¡Soy Miguel, investido como Arcángel de los Campos Elíseos y protector de la Humanidad Venidera! Mis hermanos astrales, en el reino de los cielos se está librando una batalla tan larga como angustiante. El Caído ha dejado tras sus vientos una oscura estela de perfidias y depravaciones que infecta a la raza angélica, arrastrándola hasta una perdición insalvable. Sus huestes recelan de nuestra razón de ser, de la puridad de nuestra especie. No os confundáis ni un instante. No os estoy conduciendo para que derraméis la sangre de vuestros iguales, porque estos ya están corruptos y no son más que demonios. Os comando para que libertéis vuestro reino y dejéis al mundo venidero una leyenda para la eternidad. ¡Para reconducirnos a un destino luminoso y desterrar nuestro más oscuro capítulo de las urdiembres de la historia! ¡Ángeles! ¡Mis más brillantes estrellas! ¡Vamos a completar la obra más grande que el cielo ha encomendado a sus siervos! ¡La de salvar un mundo entero de las oscuridades del Caído! La Humanidad Venidera desea heredar de vosotros la victoria. ¿Acaso la ignoraréis?

Meneó la cabeza y su espada se volvió flamígera; brilló tan intenso como un segundo sol irradiándolos a todos. Fuerte, cegador, lucía invencible. Los ángeles se emocionaron y levantaron sus espadas, arcos, lanzas y puños al aire porque en sus cuerpos sentían la convicción de sus palabras, la intensidad de su espíritu que les confortaba. Ese era el “algo” que los dioses sentían en presencia de Miguel, que se contagiaba a través de sus nuevos ángeles como la luz del amanecer extendiéndose tenuemente sobre la oscuridad de la noche.

—¡No! —rugió—. ¡No renegaremos de la historia! ¡Porque somos la luz, porque somos invencibles, porque os envuelvo bajo mis alas! ¡Seguid mis vientos y regodeaos de júbilo, porque los dioses están con nosotros! ¡Porque la luz siempre vencerá a la oscuridad!

Con su brillante estandarte guiándoles, las tres legiones partieron rumbo al reino celestial con la firme intención de recuperarlo. Los dioses los vieron partir con una intensidad inaudita; gritos estruendosos y aleteadas aceleradas; el cielo se llenó y se estremeció al paso de los nuevos y relucientes soldados, dorados por gigantescos haces de luz que se colaban entre las nubes revueltas. Vencerían, estaban convencidos. Y, esta vez, pondrían fin a la insurrección de Lucifer.

Continuará.