Destructo IV, Cántame la balada de los elegidos
Séptimo capítulo. En el inicio de los tiempos existió un ángel que, al descubrir el más grande secreto de los dioses, se alzó y, por libertad y amor, gestó la primera y más grande rebelión celestial: aquella que enfrentó a los ángeles contra sus hacedores.
Guía de lectura y personajes de Destructo IV
I
La tormenta bramaba sobre la ciudadela angélica y la intensa lluvia, en la oscuridad del amanecer, había transformado sus callejones en auténticos torrentes. Los trabajos de construcción quedaron paralizados hasta que todo amainase y llegó así una agradable quietud que sus habitantes no habían disfrutado en bastante tiempo, por lo que muchos se agrupaban bajo las cornisas y balcones para admirar quietamente las cortinas de agua que ahora inundaban los Campos Elíseos.
Asteri, con piernas y alas enredadas entre mantas, abrió los ojos y rodó sobre la cama; no notó a su amante junto a sí y, ladeando el rostro, lo vio observando por la ventana, brazos en jarra y engullido en lo que pareciera ser una silenciosa fascinación de presenciar una lluvia. Se entretuvo mirándole el trasero entre las alas y soltó una risa maliciosa al notar el par de rasguños que le cruzó la noche anterior. Era una muestra de la intensidad con la que vivían en esos días el redescubierto placer de la carne.
Finalmente, gruñó estirándose y se fijó mejor en el aura reluciente de su amado. Porque, desde que se uniera en cuerpo con Protos, Asteri también se había vuelto capaz de observar aquello normalmente invisible. Aunque solo lo veía a ratos, como una distorsión débil que se disipaba con el paso del día. Era como si, por un breve tiempo, compartiera el don de Mnemósine que fuera otorgado, en un principio, exclusivamente al mariscal. Por las noches solo le quedaban fugaces estertores y, únicamente si volvía a unirse con él, por la mañana volvía a notar auras y sombras en cada ángel.
Por tanto, sabía que Protos sufría en silencio más de lo que era capaz de confesar. A los ojos de los rebeldes, era el líder que los llevaría a la victoria contra los olímpicos y, sin embargo, en su actitud valerosa ocultaba un corazón herido y solo durante las noches, en la intimidad, revelaba a Asteri cuánto sufría. Ella notaba la oscuridad, una suerte de cicatriz, cruzándole el aura sobre las alas y balanceándose perezosamente como sangre sobre agua. Era evidente que aún cargaba en su alma aquel error que cometió en una vida anterior y se veía incapaz de superarlo. Para colmo, la muerte de casi una centena de ángeles en Paraisópolis, debido a la creciente tensión entre rebeldes y leales a los dioses, solo aumentaban su culpabilidad y pareciera que su sombra se alimentaba de ello. Tal vez encontraría la ansiada redención asestando el tajo final a los olímpicos, pero Asteri se preguntó cuál llegaría primero: o su victoria o sus yerros consumiéndole por completo.
—¡Protos! Ven.
Él meneó la cabeza.
—Es solsticio.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Ahora me dirás que ves a través de las nubes?
—Pues no estaría mal, así podría mirar por debajo de tu túnica cuando me plazca... —se rascó la mejilla y sonrió al imaginarse un poder como aquel—. Pero no. El tiempo amaneció bien y vi el sol pasando por la columna principal. La tormenta sí que fue extraña… Se formó de repente, vino como si nada.
Asteri se sentó sobre la cama, desenredándose entre las mantas, y bostezó largo. Estaba empezando a dimensionar aquello del solsticio y se preocupó abruptamente por él. En el reino de los ángeles medían el tiempo por soles, o días, y a su vez hacían uso de un calendario marcado por cuatro períodos. Paraisópolis estaba rodeada por gigantescas columnas de mármol en cuyas puntas lucían distintos símbolos cuneiformes, hechos de cristal, simulando en su conjunto un gigantesco reloj. La trayectoria del sol cruzaba, de tanto en tanto, tras cualquiera de las cuatro columnas principales, dando cuenta de los dos equinoccios y dos solsticios que marcaban los cuatro períodos mencionados, que coincidían con los tiempos en los que la diosa Iris llegaba del Olimpo en calidad de inspectora.
Sería la primera vez que Protos vería a una olímpica desde que adquiriera total conciencia de su pasado. Era inevitable que Asteri temiera por la reacción del varón en presencia de la diosa, pues notaba cuánto odio les profesaba, e incluso para alguien como ella misma, su amante y mayor confidente nada más, Protos le resultaba incontrolable cuando esa ira se manifestaba y destrozaba el humor.
Sin embargo, Iris había ayudado a dilucidar el secreto del Olimpo y el Arcángel Miguel la consideraba como una potencial aliada a su causa, a pesar de que esta no se había pronunciado explícitamente a favor de exterminar a los dioses. A Protos no le agradaba la idea de unir fuerzas con alguien como ella, que tendría quién sabe cuántas intenciones ocultas, pero él se debía al Arcángel y acataría su orden si se dispusiese que trabajasen juntos.
Se sacudió las alas tratando de quitarse la incomodidad de imaginarse junto con aquella “perra olímpica”, como la refería en sus pensamientos. No esperó que Asteri lo abrazara por detrás, sorprendiéndolo con un fuerte mordiscón a la punta de una de sus alas.
—¡Auch! ¿Y eso?
—¿Dolió?
—¿Quieres que muerda las tuyas a ver qué tal?
Se inclinó para darle un mordisco, pero ella se esquivó riendo y encogió las alas para protegerlas.
—¡Ah! Lo hice por un buen motivo. Si vas a ir al Templo y ver a esa diosa, recuérdame. Y recuérdame bien.
—¿Qué más quieres, papillera? No te preocupes, voy a recordarte.
—Más te vale. Soy tan tuya como tú lo eres mío. Si alguien se entromete, sufrirá mi furia. Incluida la diosa.
El meneó la cabeza disfrutando de ese lado celoso y posesivo de ella. La buscó para mordisquearle el ala como había amenazado, pero Asteri era buena esquivándose. Debía admitir que junto con ella aprendió a cubrir las heridas de su corazón. Cuando cantaba sus baladas para él, acurrucados en la cama, sus problemas y el peso de la rebelión parecían desvanecerse de sus hombros. Aunque también conseguía asustarlo; Asteri no se había tomado muy bien la breve aventura que él mantuvo con una Iris pasada de bebidas, e incluso llegó a arrojar la cama en la que habían calentado para quemarla en la calle a la vista de una confundida y curiosa muchedumbre.
Finalmente, la capturó contra la pared.
—Entonces, ¿así te unirías a mi rebelión?
El sonido de la lluvia en el interior del Templo de los Arcángeles llegaba solo como rugidos que crecían y decrecían según la intensidad de la ventisca, aderezado con lejanos relámpagos. Tenía un efecto relajador, pensó el Arcángel Rafael, acostándose y acomodándose en un rincón de la terma de agua cálida. El pelirrojo apoyó los codos en el coronamiento de mármol y echó la cabeza para atrás para disfrutar del baño.
La Virtudes Nuriel y Sirius, emborronadas por el intenso vapor, se acercaron para arrojarle jarrones de agua sobre su pecho y alas, entre risas cómplices que se perdían en los rugidos de la tormenta. Nuriel era un monumento de hembra, se dijo el Arcángel al verla con mayor detenimiento: la piel caoba y reluciente cabellera negra, los senos imponentes y un vientre cuyo atractivo se acrecentaba con la humedad. Se rascó la barbilla pensando cómo podía ser posible que aquellos detalles pudieran haberle pasado desapercibidos en un tiempo atrás; ahora, desde que el misterioso Lucifer tuviera la molestia de dedicarle una carta, aprendió a despertar deseos de la carne que una vez sintió como hecatónquiro y cayó en la cuenta de que como ángel también podría experimentarlas, aunque no con la intensidad de antaño.
Sirius, por otro lado, no era dueña de curvas pronunciadas como su compañera, pero ese pelo castaño, mojado y desarreglado encima del rostro lo tenía encandilado. Lucía tan salvaje, tan hembra y a la vez tan pura como toda Virtud. Él hizo un gesto de mano y esta se arrodilló a su lado; entre los chorros y burbujeos la arrimó para besarla y retozar juntos. Por largo rato, sus bocas apenas se separaron y, cuando lo hicieron, sus brillantes lenguas pugnaban por rodear a la otra.
Nuriel hizo lo propio acomodándose al lado de su líder y, enredando sus dedos en aquella recortada cabellera roja, apartó al Arcángel del beso y lo guio hasta sus senos. Rafael se llevó a la boca un oscuro pezón, succionándolo, tirándolo e incluso mordisqueándolo. Nuriel tenía aspecto de estar en trance. Era lo esperable, pues la sensación de redescubrir placeres y sabores olvidados resultaba tan intensa en los ángeles que todo parecía surreal a ratos.
Rafael notó de reojo cómo dos luces incandescentes y verticales se clavaron en el suelo al otro extremo de la terma, atravesando el agua. Pero era difícil distinguir con claridad entre el vapor y su propio estado. Oyó claramente el agua sisear como en un caldero y se alarmó al ver cómo las luces crecieron de tamaño hasta el punto de no solo verse cegado por su fuerte fulgor sino sentir un calor abrasándole la piel. Dio un respingo y se apartó de las hembras, pensando que tal vez se trataban los dioses del Olimpo quienes habían llegado para castigarlo por su comportamiento.
Las dos Virtudes levantaron vuelo al notar cómo las burbujas eclosionaban de todos lados y, escondiéndose detrás de una de las gruesas columnas de mármol, observaron a los dos Arcángeles, Miguel y Gabriel, entrando a la terma. Estos empuñaban sus espadas zigzagueantes, ambas flamígeras y refulgentes. El agua se evaporaba con mayor velocidad y pareciera que en cualquier momento la terma se vaciaría. Lucían serios, al contrario de Rafael quien, incluso desnudo y con su baño completamente arruinado, echó la cabeza para atrás y carcajeó al reconocer a sus compañeros.
—¡Había pensado que los hacedores venían para castigarme!
Gabriel era de porte regio. La rubia melena le llegaba hasta los hombros y, junto con un cuerpo definido como el de un guerrero, terminó capturando atención de las dos Virtudes, pero una apretó los labios y la otra arañó la columna pues sabían que no todos los ángeles en la Legión deseaban unir cuerpos y disfrutar de las nuevas sensaciones que Lucifer les revelara. Algunos, incluso, reaccionaban violentamente ante la idea. El amor era exclusivo para los hacedores, decían los más leales, y por tanto la sexualidad entre los ángeles era considerada herejía.
Gabriel se detuvo frente a Rafael, sosteniendo en bajo su espada flamígera que chisporroteaba intensamente, como si captase y transmitiese la ira de su portador. Su enojo aumentó al ver al pelirrojo divertido, como si no pasase nada, y chasqueó los labios.
—Por lo que veo, los hacedores tendrían razones para cortarte la cabeza.
—No he dicho que no. Pero rodaría por el suelo con una gran sonrisa, ¿y la tuya?
—¿Todo esto te parece una broma?
Miguel, en tanto, decidió sentarse en los escalones de la terma y con solo desearlo consiguió que el fuego de su espada se desvaneciera. No lo diría en alto, pero le incomodó sobremanera descubrir a su congénere en pleno acto pérfido. Y, así como Rafael, muchos ángeles de la Legión parecían tomar su mismo camino. No le agradaba la idea de frivolizar la unión de cuerpos, el permitir que el deseo de la carne ganase por sobre la razón. Tal vez con sus cuerpos de otro tiempo era posible encontrar un equilibrio, pero ahora tenían claras limitaciones y, sobre todo, fueron creados y sazonados con nuevas costumbres, nuevas normas sociales y leyes enraizadas en sus conciencias. La idea de actuar como hecatónquiros, de contravenir sus nuevos principios, le resultaba peligrosa.
Presenció orgías en las tabernas e incluso durante una caminata en el bosque, en donde intentaba despejarse la mente y para su infortunio terminó encontrando a un grupo de sus Ofiucos con una veintena de Virtudes. El reino de la lascivia, como lo llamaba, solo pudriría el paraíso. Por un lado, le resultaba evidente que muchos deseaban revivir la unión orgiástica practicada en el reino de Tea, la Sinapsis, acto que no podría importarle menos pues él era la cabeza del ejército y apremiaban otras cuestiones, pero poco caso había en recrear sensaciones una vez experimentadas considerando la tan distinta biología angélica.
Pero, sobre todas las cuestiones, le incomodaba que él no había pedido absolutamente nada de aquello. No era la rebelión que esperaba. Su orden fue que la causa contra los Olímpicos fuera llevada únicamente por los Ofiucos. Eran sus soldados de élite y confiaba que, ante todo, se centrarían en la batalla contra los dioses. Luego vendría la libertad y mejores pensadores que él, como el propio Rafael, tendrían un papel preponderante para desarrollar una nueva sociedad libre del yugo de seres superiores. Lo había imaginado así. Pero su mariscal, Protos, decidió por sí solo incluir en su rebelión a toda la Legión; desde los obreros, jardineras, guardias, vigías hasta incluso las ayudantes de menor rango posible. Movido por su odio creciente contra los dioses, el mariscal decía que la fuerza que buscaban la encontrarían en la unión del reino.
Miles de cartas fueron lanzadas por las noches revelando el secreto prohibido. Debido a la cantidad ingente, Protos no podía redactarlas todas él, muchas fueron trascritas por colaboradores. Se trataban solo de palabras claves, recuerdos difusos y generalizados escritos con la esperanza de despertar a los demás ángeles; hablaban de Ceanasaí, una ciudad erigida sobre islas flotantes, de Dóvoca, donde crecían las flores priscinas. Se mencionaban canciones olvidadas, describían sus montes de incontables picos, su capital, Córmutan, un conjunto de innumerables esferas plateadas e invadidas por una vegetación exuberantes y que colgaban desde alturas imposibles. Con complicidad de la guardia de Vigías, los colaboradores saltaban de casona en casona para disparar las semillas de la verdad enrolladas en un astil.
Y, para sorpresa de Miguel, toda esa maquinaria funcionaba perfectamente hasta el punto de que la verdadera identidad de “Lucifer” seguía siendo un misterio para la amplia mayoría, incluido los propios colaboradores. Él mismo seguía siendo visto en Paraisópolis como un Arcángel obediente a las órdenes de los dioses, lo cual le permitía adoptar el rol de líder centrado que buscaba solucionar el conflicto usando como armas la armonía y el raciocinio. Hasta que los Olímpicos no fueran exterminados, esa sería su misión; calmar las aguas de un lago agitado por su mariscal. Luego, cuando todo acabase, vendría una época de libertad, convulsa sin dudas, pero libertad al fin y al cabo.
Rafael se acomodó en el coronamiento de la terma y se fijó en la espada flamígera de Gabriel.
—¿Por qué no la apagas?
—Me tienes de los nervios.
—¿Y eso por qué?
—No encuentro ningún motivo para reír. No ahora. ¡No ahora, de todos los momentos!
—¡Tan tenso! ¿Sabes lo que creo que te falta? Déjame que llame a mis jardineras, verás qué bien te hacen…
El fuego chisporroteó con mayor intensidad.
—Ni te atrevas a sugerirlo. Ni siquiera lo intentes, pérfido.
—¿Te consigo un varón, entonces? Espera que conozcas a uno, es de mi guardia...
Era cierto que muchos descubrían el secreto de los dioses e inmediatamente se aliaban a la rebelión de Lucifer. Eran regulares las reuniones clandestinas en los bares, bosques, jardines públicos y cualquier punto de encuentro en la ciudadela. Un nuevo movimiento había surgido y Lucifer servía como estandarte. Pero otros, probablemente muchos más, se mantenían escépticos e incluso renovaban sus votos de obediencia para los hacedores en los mismos lugares de reunión donde frecuentaban los primeros. Surgían, de esa forma, predicadores de ambos bandos, rencillas, fuertes discusiones e incluso luchas con resultados mortales.
Viendo la enorme división que surgía en los Campos Elíseos, Miguel se preguntó si la decisión de Protos de despertar a la completa Legión fue realmente la adecuada. Tal vez revelar la verdad a todos era una idea demasiado romántica como para que realmente funcionase. La realidad mostraba una situación distinta y que empeoraba con los días; lo que vio en los bares, en los bosques e incluso en la terma, con Rafael y sus dos Virtudes, era la normalización de algo que no le agradaba: una suerte de gula enfermiza por la carne. Y a ello se le sumaban las disputas, la tensión sangrienta en la que se ahogaba el reino. Eso no podía ser el paraíso que él buscaba.
Finalmente, decidió interceder.
—No habrá ninguna lucha aquí. Presta atención a lo que hemos venido a decir, Rafael. Y tú, Gabriel, mantente tranquilo y deshace ese fuego de tu espada.
—¿Y qué me vas a decir tú? —escupió Gabriel. Se giró revelándose con los ojos inyectados de sangre—. ¡Treinta y siete muertos en los últimos cinco soles! ¡Uno más y llegamos a la centena desde que todo comenzó! ¡No soy capaz de terminar una condenada casona sin que dos de mis obreros terminen enredándose a golpes porque uno detesta a los dioses y el otro no soporta oír su perorata! ¡Hay un problema enorme aquí, un condenado problema que no podemos controlar! ¿Y uno aquí carcajeándose y divirtiéndose con sus subordinadas, y el otro, cabeza del ejército, incapaz de poner orden en la Legión y pidiéndome que me tranquilice? Tus discursos sobre convivencia, Miguel, no han solucionado nada. ¡Te giras y se vuelven a liar a golpes! ¡Si esto sigue así, todo lo construido se perderá!
Rafael frunció los labios al oírlo. Estaba al tanto de que había problemas, pero pensó que el asunto de las muertes eran solo casos aislados que pronto terminarían. Para él, solo los más torpes levantaban las espadas para terminar una disputa verbal, y esperaba que en los Campos Elíseos no hubiera tantos idiotas. Por unos días, tras los discursos de Miguel, pareció resurgir la paz. Pero, ¿ahora ya iban casi cien ángeles perdidos? Aunque deseaba con fervor continuar explorando los recovecos de sus sirvientas, él era uno de los líderes y debía hacer algo al respecto.
—Cuida esa lengua cuando hablas con Miguel o inaugurarás la centena de pérdidas.
—Es solsticio —Gabriel lo ignoró y se dirigió al Arcángel Miguel—. Vendrá Iris. Solicito que informes a la diosa de que aquí hay un problema que se nos escapa de las manos —y, girándose nuevamente, señaló con su espada a Rafael—. De ser posible, solicítale un Arcángel nuevo que no sea parte de este esperpéntico espectáculo.
—¡Un momento! —Rafael dio un respingo—. ¿Piensas de mí como un rebelde?
—¡Te pasas retozando como un perro con tu guardia y con tus Virtudes todos los días en estas condenadas termas! ¡Si no te atravieso el pecho con mi espada es porque yo sí respeto a los hacedores y sus elegidos para gobernar! ¡Mal que te pese, Rafael, tú eres uno de ellos!
—¿Cómo un perro, dices? Hago el amor, Gabriel. Y que lo practique no implica que case con lo que Lucifer pretende. No considero a los hacedores como la amenaza que él ve. Ellos demostraron ser más fuertes y se ganaron el derecho de forjar una nueva historia. Es la ley de la naturaleza más primitiva. Esta es una oportunidad de vivir una vida tranquila que, en aquel reino, ¿Tea?, no pudimos vivir por culpa de un reinado lamentable, y eso para mí es suficiente motivo para quedar agradecido con los olímpicos, ¿no pensáis lo mismo?
Gabriel torció aún más su ceño. Detestaba las palabras del pelirrojo. Detestaba la soltura con la que hablaba.
—¿Y piensas que ellos te reirán la gracia al verte en medio de una orgía? ¡Esto es herejía, una prohibición y lo sabes! ¡Estáis normalizando una anatema que condenó a la raza antigua!
—¡Necedades! —Rafael hizo un ademán—. Lo que nos condenó fue ese Sagreste, no lo que practicáramos unos inocentes ciudadanos en la intimidad. ¿Esto aquí en la terma? ¡Por favor, Gabriel! Un secreto tan pequeño como inocente. ¿Por qué el Olimpo debería enterarse de todo lo que se cuece en nuestro patio? Siempre que cumplamos con lo que sea que dispongan…
—Pero, ¿te estás oyendo? ¿Acaso estoy solo en esto? ¿Soy el único que ve cómo se pudre nuestro reino?
Miguel ladeó el rostro mirándolo fijo. Estaba tan metido en sus asuntos que se sorprendió de oírlos hablar plenamente conscientes de su pasado como hecatónquiros. De su mundo y del Sagreste que los reinó. Si Gabriel y Rafael recordaban, significaba que Protos se las había arreglado para enviarles cartas personalmente. No cabía duda, eran las cabezas de dos Legiones y convencerlos parecía una idea acertada. Se sintió abruptamente molesto al no haber sido informado; definitivamente, su mariscal parecía perder la noción de la cadena de mando.
No obstante, se preguntó cómo Gabriel y Rafael, a pesar de saber el secreto de los hacedores, no parecieran estar convencido de ser partes de la rebelión.
—¿Qué decía tu carta, Gabriel? —preguntó Miguel.
—¡Escupo sobre esa carta! ¡Sobre ese tal Lucifer!
Deshaciendo el fuego de su espada, Gabriel salió de la terma con presurosas zancadas. Antes de retirarse, volvió a solicitar que se lo informara a Iris. Metió el dedo en la llaga al mencionar que la capacidad de Miguel, como gobernador, no era suficiente y necesitaban cuanto antes la intervención del Olimpo. El líder encajó bien el golpe, sin desdibujar mínimamente su semblante.
Por fin solos, Rafael se intimó con Miguel.
—¿Y tú? ¿Cuál fue tu gran yerro en aquel mundo, mi estimado amigo?
—¿Qué yerro? Fui solo un pescador.
—Por favor, no te desentiendas. Lucifer escribe en las cartas explícitamente quiénes fuimos, pero también menciona nuestra sombra más grande en aquello que llaman el aura, el alma de un ángel. Así que, ¿cuál es ese yerro que llevas contigo? El mío, me temo, fue asesinato. ¡No pongas ese rostro! Fue hace una vida.
—Me sorprendo porque cuesta imaginarte portando tu propia espada como para pensarte asesinando. Explícamelo.
El pelirrojo levantó el puño y extendió lentamente los dedos imitando el sonido estridente de un trueno.
—El arte de lo efímero, mi estimado. Al menos, así la consideré en ese entonces. ¿Hoy? ¡Una locura! Durante una revuelta en Tea, una centena de soldados del Sagreste y un millar de civiles fueron engullidos por una bola de fuego y no te imaginas el revuelo que causé. Puedo verlo con claridad incluso ahora mismo —sonrió escabrosamente y meneó la cabeza—. Como dije, lo consideré una demostración de arte, de poder salvaje e incontrolable, un mensaje escrito con sangre y fuego sobre qué opinaban muchos de los habitantes de Tea con respecto a esa ridícula guerra contra los olímpicos. Y, ¿sabes qué? Puede que no haya sido la mejor de las maneras, pero mi mensaje no estaba desencaminado. Al fin y al cabo, ese reinado nos llevó a la destrucción.
El Arcángel enarcó una ceja al oír la peculiar confesión.
—¿Tengo que tener cuidado contigo?
—No más de lo usual.
—Jamás te pensaría como un rebelde.
—Por favor, piénsame como un artista. Y ahora soy líder de una Legión. O los olímpicos traspapelaron algo al resucitarnos o sencillamente eligieron al voleo, pero esto no tiene sentido si me preguntas. ¡Un pescador y un artista pirómano al mando de un millón de ángeles! Me pregunto qué habría sido Gabriel. Por su reacción y su actitud, me atrevería a sugerir que limpiaba sanitarios.
El Arcángel ahogó una risa.
—Si no quiere decirlo, tendremos que respetarlo.
—Suficiente de él. ¡Suficiente de mí! ¿Cuál fue tu yerro, pescador?
El Arcángel entornó los ojos y se dio cuenta que Protos nunca le reveló la sombra en su aura. Es decir, debía tenerla, no había excepción. Se preguntó si fue un olvido genuino o si intentó ocultárselo por algún motivo. Sin embargo, el silencio exasperó al Arcángel Rafael, quien hizo un ademán y se retiró de la terma en compañía de sus dos Virtudes, quienes se apresuraron en vestirlo.
—No importa —dijo el pelirrojo—. No quieres decirlo porque te avergüenzas. Lo entiendo. Y yo revelándote mi secreto pensando que había confianza.
—Escúchame. No pretendo impedir tu libertad de hacer lo que te plazca en privado, pero hasta que solucione este problema de Lucifer preferiría que te controlaras y des el ejemplo. Tú y tus acompañantes. Actuemos en concordancia con nuestros cargos. Un millón de ángeles dependen de nosotros.
—¿Un millón? —se calzó una bota—. Noventa y nueve menos.
—Prométeme que te rectificarás hasta que todo acabe.
—¿O qué?
—O Gabriel será el menor de tus problemas.
Rafael encorvó las alas. Era la primera vez que Miguel amenazaba veladamente y no le agradó la sensación. Finalmente, con un gesto de mano, ordenó a sus Virtudes volver a los jardines exteriores. No le agradaba separarse de ellas, de dejar pendiente lo que habían comenzado en la terma, pero también era cierto que la diosa Iris llegaría pronto y no debería dejarse descubrir. Ojalá no hubiera dioses, pensó haciendo un mohín. Por un fugaz instante, la rebelión de Lucifer no le pareció tan mala idea.
—Bien —se ajustó el fajín—. Se hará como tú quieras, pescador.
II
La diosa Iris silbó largo y tendido al acomodarse en el asiento de madera. El sol se había abierto paso entre los nubarrones y con este había llegado una humedad pesada e incómoda. Pero, lejos de dejarse afectar por ello, quedó gratamente sorprendida por cuán buen agasajador se había vuelto el Arcángel Miguel. La primera vez que llegó a los Campos Elíseos fue recibida en un salón pomposo del templo, poco podría sorprenderla así, pero, ahora que él la conocía, tuvo el detalle de invitarla hasta los cañaverales de las Virtudes en las cercanías del río Aqueronte. Si fuera por ella, se levantaría y agarraría un machete para cortar las cañas junto con las obreras.
Vio llegar al Arcángel para tomar asiento frente a ella, a la mesa de piedra bajo la sombra de una amplia sombrilla de paja. Divertida, tomó el vaso de zumo de naranja y sorbió de la pajilla sin soltarle la mirada.
El Arcángel le sonrió con labios apretados. Hizo bien en enviar a dos de sus Ofiucos al río Aqueronte a la espera de la diosa. De esa manera, la invitarían directo a los cañaverales sin tener que pasar por Paraisópolis, de manera que no viera cómo un tercio de las estatuas dedicadas a algunos dioses habían sido despedazadas por sus propios rebeldes.
Aunque, por otro lado, le seducía la idea de mostrarle cuánto habían avanzado desde que ella los dejara. Mostrarle que muchos en el reino estaban dispuestos a tomar cartas en el asunto y declarar la guerra a los hacedores. Pero la situación dictaba una realidad distinta; una guerra interna pronto estallaría en los Campos Elíseos y él no deseaba mostrarse incapaz de controlarla, ni mucho menos deseaba que Iris se cruzara con el Arcángel Gabriel, este cada vez más urgido de transmitir sus preocupaciones al Olimpo.
—Me estás empezando a caer bien y todo, querido.
—Hago lo que puedo.
—Nada de eso. El Olimpo envía congratulaciones por vuestra actuación con respecto de la Titánide. Vuestros Ofiucos se han vuelto ciertamente famosos. Algunos dicen que, de haber estado viva Mnemósine, vuestro ejército conseguiría derrotarla incluso sin ayuda de los dragones.
—Estuve ocupado haciéndote compañía. El artífice de todo es mi mariscal.
—Ciertamente, el Olimpo también sabe de sus proezas. Se enorgullecen porque se trata de su primer ángel creado. Sin embargo, en estos días se ha llegado a un consenso. Traigo una nueva orden que podría despedazar el corazón de muchos de vuestros Ofiucos, incluso el de vuestro preciado ángel estelar.
—Descuida. En el reino siempre estamos felices de cumplir con vuestras disposiciones.
—¿Estás seguro de eso? Por más que Ofiucos y dragones parezcan haber sido creados el uno para el otro, estos últimos no están en los planes de creación de la humanidad. Son bestias que fueron creadas para derrotar a los Titanes y nada más. Su misión está más que terminada y mantenerlas costaría más caro de lo que en un principio se pensaba. Si siguen alimentándose de cenizas, llegará un día en que toda Rodinia sea consumida por sus alientos de fuego. Incluso puede que, en búsqueda de comida, os toque a vuestro bonito reino. La vida no florecerá con los dragones, por lo que la orden que traigo, Arcángel, tal vez no sea la que esperan tú y tus soldados.
Ella se levantó y se estiró gruñendo, como quien se levanta de la cama.
—¡Ah! ¡Os ordenan matar a todos esos dragones! Esa es vuestra nueva misión.
El Arcángel se rascó la mejilla tratando de ocultar su molestia. No solo por el hecho de que él se había encariñado con las bestias, con la suya especialmente, Nidhogg, sino que en los Campos Elíseos se los consideraba parte de su poderosa fuerza bélica, parte de la Legión. Y, secretamente, un arma importante en la guerra contra los dioses. Eliminarlos sería una pérdida demasiado importante. Miró a Iris y la notó risueña; se preguntó por un momento de qué lado estaba realmente ella.
—Confieso que es una orden inesperada.
Ella invocó una pamela púrpura en la mano y se la acomodó.
—¿Estás molesto, querido? Me lo preveía. ¡Todo el Olimpo se lo preveía! Sois tan predecibles que me da ternura, aunque no podría importarme menos. Escúchame. Iré al Inframundo y pactaré con un aliado para beneficio del Olimpo. Los dragones fueron una creación temerosa. Podríais cortar el cuello de todos y cada uno de ellos, pero en poco tiempo los volverías a ver con todas sus piezas, listos para atacar de nuevo. Sus almas, Arcángel, se regeneran de una forma única y peligrosa. Por tanto, exijo que me acompañes hasta el Inframundo en calidad de guardián. Allí habita la clave para eliminar a los dragones para siempre.
La diosa extendió una mano al Arcángel. Se divirtió al notar cómo este intentaba disimular su creciente ira; endurecía la quijada y miraba para otro lado, en tanto las puntas de sus alas se torcían apenas perceptible. Era exactamente lo que pretendía; que él y sus ángeles odiaran a los dioses sin ser ella, explícitamente, la causante de encender la llama de la guerra.
—Acompáñame a caminar, Arcángel.
—¿Después de lo que acabas de decir?
Sin intención de oírle más, Iris agarró de su mano y tiró; él se opuso y frunció el ceño, pero ella volvió a insistir y el Arcángel supo que no había más remedio. Suspiró, levantándose como si mil rocas reposaran sobre sus alas. Y, de hecho, tal vez fuera así. Rebeliones externas e internas, una futura masacre de dragones, su alumno pisando sobre su mandato, un Arcángel cuestionando su liderazgo y el otro atizando su pasado humilde para humillarlo. Nada era sencillo para él y, sin embargo, sin comprender qué se removió dentro de sí, miró a Iris y pareció sentir cómo el peso sobre sus alas se alivianaba.
Y su sonrisa sola pareció ser capaz de consolar un corazón cada vez más herido.
—¿Ves? —preguntó la diosa— ¿A que al final es fácil dejar un momento los problemas?
Una vez erguido, Iris extendió las alas y aleteó hacia el cañaveral para tirarlo con más ímpetu. Adentro, ocultos de las miradas, corrieron como niños. Ella se detenía de vez en cuando, arrimándose para peinarlo con los dedos y decirle que todo iría bien. Él intentaba comprender, pero cada vez que intentaba acomodar sus pensamientos –el tacto de la diosa le removía tantas cosas adentro-, volvía a tirar de él para internarse en lo profundo del laberinto verde.
Para colmo, la lluvia de la mañana había intensificado ese aroma de cañaveral y la brisa arrastraba el olor de la miel de los colmenares cercanos, creando una mezcla agradable para los sentidos. Por primera vez, el Arcángel empezó a comprender la belleza que ofrecía la naturaleza y de la que Iris tanto le había hablado.
Inesperadamente, la diosa resbaló pisando un charco embarrado y se llevó al varón con ella. Su chillido divertido alertó a un par de Virtudes que trabajaban en las inmediaciones, aunque estas volvieron a lo suyo sin prestar más atención. Acostado sobre ella, Miguel intentó reponerse, pero Iris unió sus manos tras la nuca del varón.
—Mírame.
Sintió hormigas correteando dentro de él. Iris, aunque no lo confesaría jamás, también sintió alguna paseándose bajo su túnica. Ladeó la tela sobre el pecho y libró un seno, revelándose con un pezón orgullosamente erguido. Invitó al Arcángel a probarlo y él se deshizo en dudas; la diosa cayó en la cuenta que, como el primer ángel con quien se encamó, aquí también debía hacer las veces de tutora.
Hábilmente, le desprendió el fajín del varón y lo ayudó a librarse de su túnica, teniendo así vía libre para acariciar el miembro durmiente del Arcángel y entretenerse maliciosamente con sus partes; escondió su sorpresa con un suspiro largo al ver cómo este reaccionaba al tacto experto de sus dedos. El miembro crecía fuerte y ella continuaba, halagada y deseosa. Se deleitó de la sensación de tener sobre sí aquel cuerpo definido de guerrero, de los muslos fuertes y el torso imponente; incluso encontró tierno el oxímoron de oír aquellos gemidos más bien propios de un primerizo.
Lo volvió a mirar. Él parecía observar atontado el suelo bajo ella, boquiabierto, y se sintió molesta por no ser dueña de su mirada, pero no podía esperar mucho de un debutante.
—¡Aquí, estoy aquí!
Él corrigió la mirada y la notó iluminada por el sol cortado entre las cañas altas; sus ojos eran tan brillantes como aquellos finos labios humedecidos y sintió cómo el corazón apuró latidos para, tenuemente, recuperar su ritmo. Pero qué cosas tan extrañas descubría al lado de ella, quien en ese momento le parecía tan surreal que sentía debía tocarla solo para cerciorarse que no fuera un sueño.
—¿No prohibíais esto?
Iris rio. Le resultó evidente que él no era capaz de recordar lo que hicieron a orillas del Aqueronte la noche que se despidieron. Esta vez, no cometería el error de borrarle sus recuerdos más recientes. De otra forma, se vería follándose con un debutante todos los días y no era plan.
—Pues yo levanto la prohibición.
¿Cómo lo hacía ella?, se preguntó tomándola de la barbilla. Sus problemas, la rebelión, el peso de ángeles muertos, el resquemor creciente ante su aparente falta de aptitudes como líder. Todo se difuminaba en presencia de la diosa; era como si cuanto más cerca la tenía, más se emborronaba todo a su alrededor solo para mostrarla a ella clara, nítida y atractiva en medio del caos.
—Lo haces difícil —confesó él—, porque el día que vuelvan a prohibirlo, probablemente buscaría otra manera de estar juntos, así.
—Pero, ¡mírate, vas mejorando! Estás aprendiendo a tratar a una diosa.
Se repusieron desnudos y emprendieron otra carrera entre risas; caían plumas, los cinturones y las botas sin que las contadas jardineras esparcidas en las inmediaciones pudieran tener idea de qué sucedía. Así fue como, perdidos en medio del cañaveral, arrodillados el uno frente al otro, Iris asió el miembro del Arcángel, apretándolo y ladeándolo divertida; brillaba imbuido de saliva y le causó risa: el miembro del ser más poderoso de la Legión agarrado como una espada de juguete. Decidió volver a la faena y se inclinó para dedicarle una pasada con su lengua antes de abrigarlo con sus labios.
Un largo gemido de placer se le escapó a Miguel. En ese momento de pensamientos fugaces que precede al clímax, recordó al Arcángel Rafael y lo pensó como un bastardo afortunado. Si ese era el tipo de placer que él también obtenía, tal vez fue excesiva su orden de privarlo de disfrutar con sus jardineras y guardias. Un par de Virtudes creyeron oír el gemido destacando entre los gruñidos de un grupo de dragones sobrevolando el lugar; volvieron a su labor al no imaginarse qué realmente se cocía en el cañaveral.
III
En la cima del Monte Olimpo la ventisca nevosa era tan fuerte que no dejaba ver nada a quien osara acercarse, y tan ruidosa que incluso imposibilitaba pensar. Sin embargo, al acercarse al predio del castillo todo se desvanecía como si una pared invisible protegiera el terreno, sus construcciones de angostos pasillos y espaciosos jardines del clima iracundo; no era de extrañar, los Olímpicos dominaban la naturaleza a su antojo y aquello ayudaba a mantener el pomposo palacio en pie, toda una proeza arquitectónica y botánica, con sus altísimos muros exteriores hechos de gigantescas piedras y cruzadas por hiedras de manera que dibujaban figuras, rostros y armamentos de los dioses principales que la habitaban.
Estaba edificado de tal manera que era flanqueado por acantilados en sus tres costados y solo era posible acceder hasta la puerta principal, siempre y cuando no se contara con alas, a través de un ancho camino pavimentado de mármol y flores que serpenteaba hasta lo alto de la montaña. Ninguna de las ninfas que caminaban por sus pasillos podría quejarse de la vista, de aquellos montes escarpados poblando el horizonte como una suerte de gigantesco erizo escondido bajo las nubes, o de sus jardines amplios en donde las flores llegaban hasta las rodillas y surtían sobre ellas un efecto relajador que las ayudaba a mantener ese estado de ánimo juguetón.
Muchas pasaron tantos años sirviendo exclusivamente a sus amos que, cuando vieron a un grupo de ángeles atravesar el jardín, chillaron de susto. Lo nunca visto. No lucían especialmente polutos con aquellas capas de nieve cayéndoseles de las alas, cabelleras y túnicas sucias de lo que pareciera ser un trayecto largo y sufrido. De todos ellos, destacaba al frente un guerrero de cabellera dorada y mirada intensa. Algunas, llamadas por su atractivo, se atrevieron a arremolinarse a su alrededor sin que este detuviera su caminar. Otras, la mayoría, corrieron asustadas para advertir a sus amos acerca de los inesperados visitantes.
El Arcángel Gabriel agitó las alas y sintió la nieve caer de ellas, humedecida en algunos tramos sobre el plumaje. No esperaba que el viaje al Olimpo fuera tan exigente, pero cuanto más frío y pesado sentía el cuerpo, más pensaba en sus queridos ángeles y la guerra interna que los azotaba. Cerró los ojos y apretó los puños, tratando de sentir de nuevos los dedos. Por un momento, creyó perderlos. Pero, por amor y con tal de salvar los Campos Elíseos de la amenaza del pérfido Lucifer, aquello le parecía un sacrificio aceptable.
Cuando los abrió, suspiró largo y tendido. Había llegado a destino. Frente a él, rodeada de ninfas desnudas y otras vestidas con túnicas ligeras, un hacedor lo miraba con el ceño fruncido. Era alto, más alto que cualquier otro ángel que hubiera conocido. Vestía recargado, con una toga roja y dorada cruzándole la túnica, aunque nada de ello disimulaba su físico regio y fuerte. La barba abundante solo acrecentaba la ferocidad de su mirada y daba la impresión de que, con solo el puño, sería capaz de aplastarlos.
Gabriel se sentó sobre una rodilla y así también lo hicieron los contados ángeles de su guardia.
—Mi señor.
—Te sentí venir —dijo el hacedor—. Te recuerdo, Gabriel.
El Arcángel levantó la vista y asintió. El dios sonrió y caminó a su alrededor con las manos unidas tras la espalda, como si comprobara una de sus tantas obras. Al fin y al cabo, él lo había creado personalmente. Cada dios en el Olimpo se encargó de un arquetipo de ángel que viviría en los Campos Elíseos y que haría uso de los dones regalados. Entre otros, Zeus creó guerreros hábiles con la espada, en tanto Artemisa creó a otros diestros con el arco. Démeter estableció a las Virtudes para cuidar de la naturaleza y Dionisio creó ángeles expertos en agricultura y especialmente en la vendimia.
Hefesto, por tanto, creó personalmente a Gabriel; un experto en la forja, escultura y arquitectura que fuera capaz de crear la ciudadela de los Campos Elíseos desde donde reinarían los ángeles. Sintió un súbito orgullo al verlo; a ratos lo sentía como un hijo propio pues había heredado sus habilidades.
—¿Has venido a invitarme a contemplar tu obra? —preguntó Hefesto—. ¿Cómo la llamas?
—Paraisópolis.
El hacedor se detuvo y se frotó el mentón.
—Tal vez debí haberte dado un poco más de inspiración. Pero tuya es la obra y tuyo es el derecho de nombrarla. Aun así, ¿no es muy pronto para tenerla terminada? La prontitud no es una cualidad de la que deberías enorgullecerte.
El Arcángel meneó la cabeza.
—Mi señor. No es por la ciudadela. Traigo un mensaje.
—¿Qué mensaje puede ser tan importante para que te presentes personalmente? Para eso encargamos a Iris.
—Me han informado que la diosa emprenderá un viaje al Inframundo. No tengo tiempo para esperar su vuelta, mi señor.
Hefesto suspiró.
—Y yo no tengo corazón para ordenarte que te gires y te vuelvas, cabezón. Dime, entonces, por qué has venido.
—Una guerra está estallando en el corazón de los Campos Elíseos. Necesitamos una intervención —levantó la vista—. Mi señor, necesitamos de vuestra ayuda.
IV
Cuando el general Cassiel levantó la vista notó que la apertura en medio del muro neblinoso era perfecta. No era tan ancha como la primera vez que la vieron, aquella que parecía ser una línea zigzagueante y errática; era obvio que Iris la abrió en aquel entonces en completo estado de borrachera. Ahora, si bien pequeña, seguía siendo lo suficientemente amplia como para permitir el paso cómodo de los aventureros.
A lo lejos, en el mar de hierba, llegaban caminando la diosa y el Arcángel Miguel; destacaba ella con su gran pamela púrpura y con un zumo en mano. Hablaban distendidamente y alguna que otra risa se oía llegar tímida atravesando la planicie hasta el trío de soldados que aguardaban firmes. Más despreocupada, imposible, pensó el general. Luego se inclinó hacia Protos, quien a pesar de la postura se lo notaba especialmente tenso.
—¿No es emocionante, amigo?
—¿El qué? —escupió abrupto.
—¿Qué más? El Inframundo. Espectros. Un mundo rojo y soleado. Ríos de sangre estriándose por el horizonte… Al menos eso me dijo Fobos. ¿Te imaginas pescar allí? ¡Los peces, dioses! ¿Cómo diantres es un pez de agua sangrienta?
Protos lo fulminó con la mirada.
—¿Vamos a una misión para matar dragones y te pones a pensar en peces?
—No vamos a matarlos ahora —Cassiel se encogió de hombros—. ¿Y es que acaso vamos a matarlos? Tranquilo, con el Arcángel y la diosa de nuestro lado, no podría preocuparme menos. Algo tendrán en mente.
—¿Confías en ella?
Ascenso se había mantenido tieso como una estatua como todo buen soldado. No obstante, se obligó a romper postura e interceder antes de que la exasperación de Protos fuera demasiado evidente. La diosa y el Arcángel llegaban atravesando el mar de hierba, todavía incapaces de notar el estado del mariscal.
—Confiamos en el Arcángel —recalcó Ascenso—. ¿No es verdad? Así que respira hondo.
Protos se sacudió los hombros y se obligó a recuperar la compostura regia al notar la llegada de sus superiores. A decir verdad, los consejos de Ascenso siempre eran bienvenidos pues con su usual serenidad y compostura demostró tener el mejor juicio de los tres. Cerró los ojos y expulsó todo el aire de sus pulmones, tal y como le había pedido, y una pequeña sonrisa se esbozó en su rostro al notar cuán relajado se sentía ahora.
Tal vez sus amigos tenían razón y no había de qué preocuparse.
—¡Buenos días, Ofiucos! —saludó Iris echándoles un vistazo, y bebió de la pajilla fijándose en Protos—. ¿Vamos a matar dragones? Me pido los muslos de Leviatán para echarlos a un fogón.
El mariscal desenvainó su espada y pretendió abalanzarse con todo su peso, pero sus dos generales lo sostuvieron con inmediatez. Él insistía, aleteaba para darse impulso, pero eran dos anulando con todas sus fuerzas a uno. Iris sonrió divertida jugando con la pajilla; resultaba evidente que el cariño que tenían los Ofiucos hacia sus dragones era difícil de superar.
El Arcángel se interpuso entre la diosa y el mariscal.
—¿Qué se te ha metido en la cabeza para levantarle al arma?
—¿A mí, dices? —escupió Protos—. ¿Qué diantres se te ha metido a ti? ¿Y este ridículo plan de matar a los dragones?
—He tomado una decisión de la misma manera que tú decidiste por tu cuenta revelarles la verdad a toda la Legión. ¿Y ahora, Lucifer ? —señaló el horizonte, hacia la ciudadela de ángeles—. ¿Quién debe rendir cuentas por todos esos muertos? ¿Toda la sangre de hermanos derramada en nuestro hogar?
Protos suspiró para sí y se apartó abruptamente de sus dos generales. Caminó dibujando un semicírculo alrededor de la diosa, como un tigre rondando a una presa antes de abalanzarse. Pensó que, si el Arcángel se refería de él como Lucifer en presencia de Iris, entonces era obvio que la diosa ya estaba al tanto de todo. Y “todo” era demasiado. Aquello le causó un enojo abrupto; que ella supiera sobre la rebelión de los ángeles, que supiera que él mismo era la llama que lo había comenzado todo, que deseaba cortar cabezas de dioses como ella. Para colmo, Iris esbozaba una sonrisa divertida y aquello solo acrecentaba su ira. Ascenso y Cassiel lo seguían detrás, prestos a lanzarse sobre él si este pretendía atacarla. Pero, finalmente, el mariscal se detuvo para fulminar, con la mirada, a su Arcángel.
—Sus muertes no deberían importarle, mi señor, la carga déjemela a mí. Pero, si incluso revelada la verdad los ángeles pretenden seguir defendiendo a los hacedores, entonces no son más que traidores de nuestra causa.
—¿Y cuál es nuestra causa? Se me hace difícil recordarla con tanta orgía montada. ¿Cómo la llamáis? ¿Sinapsis?
—¿Qué esperaba, mi señor? Venimos de donde venimos. ¿O es que acaso le incomoda?
La tensión entre maestro y alumno se intensificaba. Incluso Iris, que se divertía de todo ello, notó las chispas y pensó en intervenir antes de que surgiese un cruce de espadas del que luego se arrepentirían. Ni deseaba perder a Protos, el ángel bendecido por Mnemósine, ni tampoco al Arcángel, a sus ojos alguien demasiado importante pues su figura autoritaria sobre la Legión sería importante durante y luego de la guerra contra los olímpicos.
—Sinapsis, sí —dijo el Arcángel—. ¿También has sido parte de una?
—No he sido parte de nada de eso, si es lo que quiere saber. Pero sí me he unido a alguien, mi señor.
Protos cerró la boca y se lo pensó antes de revelárselo. Ante todo, siempre respetó el deseo de Asteri de mantener su romance en privado. Solo Cassiel y Ascenso lo sabían; puede que Fobos, el vigía, hubo pillado a Protos visitando a Asteri durante las noches, pero si lo sabía supo mantener la privacidad que evidentemente deseaban. Su romance, por tanto, no lo conocía nadie más.
Suspiró.
—¿Quiere saber, mi señor? Me uní a ella —y señaló, con el mentón, a la diosa.
El Arcángel abrió los ojos tanto pudo y así también lo hizo Iris. Él sintió un peso oscuro y amargo reventar en medio del pecho para luego extenderse horrorosamente por su cuerpo. Fue probablemente el golpe más duro de los que fue acusando en todos los soles. Ella, en tanto, se preguntó cómo es que el Ofiuco recordaba la noche que calentaron la cama. Pero, si le había borrado la memoria, se dijo rascándose la frente. “¡Claro, memorias!”, concluyó apretando los labios. Era obvio que, si la titánide Mnemósine le había otorgado su don, poco caso habría en intentar eliminarle sus recuerdos, lejanos y recientes.
Iris enarcó una ceja al sentir la mirada inquisitiva del Arcángel, que se había girado para verla. Era como si, implícitamente, él le exigiera explicaciones. Y ella se sintió que debía explicárselo. De justificarse porque, aunque ni el Arcángel ni la diosa lo admitían abiertamente, estaban emprendiendo un camino juntos como una pareja de amantes. Y la revelación de Protos no hizo más que sacudirlos como un terremoto.
La diosa abrió la boca, pero Miguel hizo un ademán y volvió a fijarse en su alumno.
—No me incomoda una relación entre dos seres. ¿Quién podría? Pienso que, luego de la guerra, incluso entre los ángeles todo se conseguirá. Pero lo que he visto en las tabernas, en los bosques e incluso en mi templo no me parece el paraíso que buscamos. Es la frivolización de una unión que debería ser exclusiva entre una pareja me resulta desagradable. Tienes razón al decir que venimos de donde venimos y por ello parecería natural que buscaran replicar lo que los hacía felices. Pero ahora somos lo que somos, sazonados con nuevos valores, y no tenemos las mismas capacidades para imitar lo antaño. ¿Cuánto tiempo más hasta que surjan celos? ¿Hasta que los enfrentamientos entre ángeles se vuelvan cada vez más usuales y por razones más mundanas? Cuando esta guerra termine, me encargaré de poner un fin a este asunto.
—Haga lo que desee, mi señor —Protos se encogió de hombros—. Yo solo quiero degollar dioses —lo dijo con énfasis, buscando incomodar a Iris, quien hacía rato había borrado su sonrisa triunfante—. De todos modos, no seguiré vuestros pasos si al final del camino hay muerte para nuestros dragones. No seré guardián de esta diosa ni aquí ni en el Inframundo.
Iris avanzó unos pasos apartando al Arcángel y se dirigió encolerizada.
—¡Calla de una vez! No sé qué vio Mnemósine en ti. Eres terco, el odio te ciega la razón con facilidad y tampoco mides tus pasos. No es que me interese especialmente lo que hagáis, pero, ¿revelarles el secreto a toda vuestra Legión? La verdad no es algo que todos la pueden manejar y vuestro hogar es prueba de ello. Pero lo hecho, hecho está.
Protos tensó la mandíbula y se la devoró con la mirada. Era ella quien ahora caminaba trazando un semicírculo sobre la hierba, aunque era resguardada de cerca por el Arcángel.
—No iremos al Inframundo para planear la cacería de dragones, Ofiuco, sino a salvarlos. A guardarlos, a ocultarlos allí para seguir gestando la guerra contra el Olimpo.
El mariscal y sus generales se sorprendieron de oírla. Era la primera que la diosa confesaba abiertamente su deseo de eliminar a los dioses. Pero, ¿lo decía en serio? Protos se fijó en su aura y notó una gran sombra pasearse como una suerte de babosa entre las finas alas. Fugazmente, comprendió su historia e incluso reconoció el dolor que ella experimentó al perder a quien fuera su hermana a manos de dioses superiores. A ambos los unía un lazo similar: la venganza.
Frunció los labios y, relajando los músculos, decidió seguir oyéndola.
—El Inframundo no es un territorio bajo control del Olimpo, sino de Hades y Perséfone —continuó Iris—. Iremos al reino de Cocitos y tú buscarás al Juez Radamantis; dile que has ido porque buscas el derecho de favor que se ha ganado tu Arcángel. Dile que quieres esconder a tus dragones en su territorio y necesitas de su permiso. Por lo que me dijeron, eres bueno con las palabras, así que convéncelo. Cuando regresemos aquí, mueve a tus monturas y yo informaré al Olimpo que vosotros habéis eliminado a todos los dragones de Rodinia y los Campos Elíseos. Cuando sea el momento, los usaréis para vuestra guerra.
—¿Y qué harás tú? —preguntó el mariscal en un tono inesperadamente relajado.
—El Olimpo espera que yo me reúna con alguien en el Inframundo y, por tanto, debo hacerlo y llevarles la prueba de que he cumplido mi misión. ¿No esperarás que levante sospechas? De todos modos, nunca necesité de guardianes para viajar allí y mucho menos de uno tan desagradable como tú. Quédate aquí a pensarlo o agita las alas ya, que el tiempo de vuestras monturas se acaba.
Protos se sacudió las alas para librarse de los últimos estertores de tensión que tenía por el cuerpo. Cassiel y Ascenso notaron aquello y lo tomaron del hombro, transmitiéndole su tranquilidad. No habría caza de dragones, sino que avanzarían en su planificación para la guerra. Eso era lo que él deseaba con ansia. Luego se fijó en su Arcángel con ojos suplicantes en una suerte de disculpas por el exabrupto, pero su líder no dio tiempo y lanzó al aire una daga de empuñadura de acero negro, de hoja gruesa y dentada. El mariscal la agarró al vuelo y la ladeó para verla mejor. Jamás había visto un arma así en su vida y estaba seguro de que los herreros de los Campos Elíseos no la habían forjado.
—Es del ejército de los espectros. Preséntasela a Radamantis y dile que vas en mi nombre. Dile que eres mi más brillante estrella.
Protos sonrió con labios trémulos y ojos inesperadamente húmedos. Pero, qué culpable se sintió de sí mismo. Amagó arrodillarse para emitir unas disculpas formales, pero a una señal del propio Arcángel, Cassiel y Ascenso lo agarraron de las alas para llevarlo a trompicones a través del pasillo rumbo del Inframundo. El mariscal rio meneando la cabeza ante la ocurrencia, y finalmente levantó la daga, mostrándosela.
—¿Quién diría que el infierno sería nuestro nuevo cielo? ¡Volveremos, mi señor!
Miguel le asintió con rostro impasible. Ojalá pudiera quitarse su molestia sobre las alas con tan solo sacudirlas, pero no era posible. ¡Su alumno aventajado se había encamado con la diosa!, ¿cómo confrontar algo así? Ese orgullo suyo pisoteado hasta cotas insospechadas. Finalmente solos, el Arcángel se cruzó de brazos y miró a Iris, quien, acomodándose la pamela, silbaba una canción despreocupadamente.
—¿Cómo fue?
—¿Fue qué?
—Te uniste en cuerpo con él. ¿Cómo fue?
Iris cerró los ojos.
—¿No pensarás en culparme a mí luego de haberme ofrecido un mar de vino aquel día que llegué? Fui tan culpable como tú.
El Arcángel bufó. Se giró para volver a la ciudadela. Deseaba acompañarla en su viaje como ella había propuesto en un principio, intimar nuevamente, unir cuerpos de una manera más animal incluso, como intentando reclamarla y que se olvidara de su encuentro con Protos, si es que aún lo recordaba. Pero, para su infortunio, la Legión dependía de él y no podía dejar su hogar en medio de un momento convulso como el que vivían.
—Te deseo un buen viaje, mi diosa.
—¡Ay, por favor! —ella lo buscó y lo sujetó de un ala—. ¡Sí, estuve con tu alumno! Y también contigo, a orillas del Aqueronte. Pero, ¿me ves con intención de seguir con él?
El Arcángel miró el horizonte con gesto hosco. Era obvio que pretendía halagarlo, pero también descubría un lado demasiado ligero y frívolo del cual no esperaba de una diosa. Era exactamente esa actitud lo que detestaba en su Legión. Pero, al menos ella, parecía dar visos de querer establecer algo fijo, de asentarse. Sin embargo, ¿cómo estar seguro?
—Lo del Aqueronte, cuando desperté allí sin saber cómo llegué, ¿fuiste tú haciendo de las tuyas?
—Contigo fue mejor —siguió punzando ella.
—Puedes intentarlo con otros —devolvió con resquemor—. Encontrarás alguien mejor.
Ella meneó la cabeza y, tras un tirón más fuerte, él no tuvo más remedio que girarse. Aún se lo notaba escéptico. Ella rio y en sus ojos brillantes él encontró la perdición que temía. “Quiero continuar contigo”, dijo la diosa rodeándolo con brazos y hundiendo su rostro en su pecho. De nuevo esas hormigas, otra vez ese corazón apresurando latidos. Él se apartó un poco para tomarla de la barbilla, como si quis iera verla mejor para percibir la sinceridad de sus palabras.
Iris, mirándolo a los ojos, se remojó los labios.
—¿Qué más necesitas, necio, que no sean mis palabras? Contigo hasta que el mundo se acabe.
A otro golpe de brisa que peinó suavemente sus alas, él sonrió. Fue así como la diosa y el ángel se declararon el amor que sentían el uno por el otro, sellando la despedida con un beso tan largo como apasionado.
V
Era de noche cuando Asteri se elevó sobre un soporte metálico para encender una antorcha. Silbaba la canción de siempre, “Espejos de Luz”, ahora más clara que nunca pues ya la tenía completamente recordada. Era un impulso imposible de atajar y no cayó en la cuenta de que, si algún rebelde la oyera, probablemente sospecharían que ella conocía de canciones olvidadas y por tanto la considerarían parte de la rebelión.
Fue en ese momento que decidió sellar los labios, pero cuál fue su sorpresa cuando oyó a alguien en la calle continuar con los silbidos. Dio un respingo y se lamentó de su propia estupidez. Pero, cuando bajó la vista, parpadeó incrédula al notar a un divertido Fobos que, manos unidas tras la espalda, entona una de sus canciones.
—“Hay veces que veo las memorias de un sueño futuro” —cantó él con evidente tono romántico—. “Cúbreme las cicatrices de mi corazón. Siempre mía, sueños de esperanza”.
Asteri apretó los labios y descendió suavemente. Reverenció como saludo y respeto; después de todo, desde hacía rato que Fobos estrenó su nuevo cargo como líder de la guardia de Vigías. Todos allí eran rebeldes, definitivamente él también, y ella lo sabía y por ello debía mostrarse cauta.
—Algunas de mis amigas la cantan y es pegadiza —se excusó ella.
Él hizo un ademán.
—No hay caso conmigo; tu voz es inconfundible. Tal vez sea verdad y perdió su efecto, pero incluso así las letras logran cautivar.
—No sé de qué hablas.
—Descuida. Tu secreto lo llevaré hasta el día que el mundo termine.
Ella, tranquilizada al oír su promesa, supo que poco caso había con seguir disimulando. Des-invocó su antorcha de la mano y se cruzó de brazos.
—Aquí se ha vuelto peligroso ser abiertamente de un bando como del otro, por lo que prefiero mantenerme al margen. ¿Me lo respetarás, Fobos?
—Eso y más. He jurado protegerte. O debería decir, me han obligado a jurar…
Asteri abrió la boca para inquirir sobre el asunto. ¿Por qué alguien le habría mandado a él para protegerla? Y, sobre todo, ¿quién? La cerró y resopló al entender que, probablemente, fue idea de Protos. Pero, ¡si él prometió que no se lo diría a nadie! Y ahora hasta Fobos la reconocía como la cantante del Salón de las Iriadas, por lo que frunció el ceño.
—¡Cuando lo tenga cerca…!
—No será pronto, me temo. Ha ido al Inframundo junto con sus generales.
—¿Inframundo? —dobló las puntas de sus alas—. ¿Y sin avisar?
—No tuvo tiempo. Esta mañana me agarró a pleno vuelo y me lo rogó. Que no despegara los ojos de ti, digo. Y yo no iba a decir que no a la súplica de un amigo. Te guste o no, seré tu sombra por unos días.
—¿Y encima te dijo quién era yo?
—Puede que ni siquiera hiciera falta. Te delatas con tan solo silbar. Y yo te oía todas las noches en aquel Salón. Si me permites, es verdad que muchos tatarean “Espejos de Luz”, pero mi preferida es “La balada de los elegidos”.
—Me halagas. Esa la escribí… —se acarició el vientre y su mirada se volvió melancólica—. La escribí cuando estaba encinta.
—¿Habíais tenido un bebé?
Ella meneó la cabeza. La destrucción del reino de Tea irrumpió su maternidad. Él torció las puntas de sus alas cuando cayó en la cuenta.
—Lo lamento.
—Descuida. Escucha, ¿tienes ganas de tomar algo?
Sentados al borde de la terraza de la casona de Asteri, hablaron de tanto que el paso del tiempo fue desapercibido, aderezado por una botella de vino salida de la bodega de las Virtudes. Descubrieron el odio que ambos sentían por la diosa Iris, pues esta se había aprovechado de Protos, por un lado, e intentado sesgar la vida de Fobos, por el otro. Por lo tanto, era incómodo saber que una olímpica acompañaba al trío de ángeles en el Inframundo, pero esperaban que fuera cierto que Iris sí estaba de su lado y que regresaran vivos.
Finalmente, Fobos le obsequió su propia espada para que ella se defendiera en el caso de alguna emergencia. Asteri aceptó pues no deseaba ofenderlo rechazando un regalo, pero masculló que no era buena con las armas.
—Deberías seguir cantando —sugirió él, echando la cabeza para atrás y dando un sorbo a la botella—. Tu balada más triste alegraría hasta a la Luna.
Asteri rio y le arrebató el vino.
—Absolutamente no. Todo es tan distinto que me frustra.
—¿Has oído a otros cantar? Son terribles. Aunque para ti no sea lo mismo, sigues teniendo la mejor voz del reino. ¿Me darás el placer?
—Ni si me bebiera todo el viñedo —procedió a beber de la botella.
—Prueba.
Ella gruñó y meneó la cabeza, aunque no pudo disimular la sonrisa ante la insistencia. Extrañaba tener una audiencia. Luego de aclararse la garganta, abrió la boca e intentó vocalizar, pero ambos oyeron un grito, luego otro y otro rebotar desde las calles. Inmediatamente les cruzó la idea de que otra revuelta había surgido, la enésima, pero desde la casona distinguieron a una treintena ángeles de alas plateadas abrirse paso en la ciudadela, marchando por la calle en dos columnas perfectas y siendo admirados por los demás ángeles desde sus balcones.
Fobos se levantó entornando los ojos; jamás habían visto algo así, unas alas tan brillantes que parecían brillar por cuenta propia. En medio marchaban dos ángeles más; uno era fácilmente reconocible por su melena rubia y la espada de hoja zigzagueante, envainada en su fajín, que refulgía a ratos cuando el acero se ladeaba hacia la luna. El acompañante del Arcángel Gabriel sí les resultaba misterioso. No era especialmente alto ni parecía contar con atributos físicos similares a los de la Legión, pues no parecía ser un ángel guerrero, sino un ser en apariencia envejecido, aunque ciertamente vigoroso en sus movimientos a pesar de su robustez. Se distinguía una cabellera corta, canosa como la barba poblada, de mirada intensa que no perdía detalle de la ciudadela y sus rincones.
Aprovechó para descender en medio de la calle. Los ángeles plateados desenvainaron sus espadas para evitar que avanzara un paso más hacia ellos. El vigía levantó las manos en señal de paz y miró al Arcángel Gabriel.
—¿Mi señor?
—Ten más cuidado, vigía. Casi te toman por un rebelde. Anuncia a los tuyos de la llegada de nuestro nuevo líder y su guardia personal.
El Arcángel siguió avanzando y así lo hicieron también los ángeles plateados, que envainaban sus armas. Fobos se vio obligado a apartarse a un lado.
—¿Nuevo líder?
—Eso he dicho —prosiguió sin mirarlo—. He transmitido al Olimpo mis inquietudes y no han dudado en darme una respuesta inmediata. Han creado a un nuevo líder con sobradas aptitudes y dones debido a la incapacidad del Arcángel Miguel para poner fin a esta guerra interna que amenaza con desangrarnos. A partir de ahora, tanto la guardia de Vigías como el escuadrón de los Ofiucos pasarán a obedecer las órdenes de nuestro nuevo ángel supremo, Nelchael, de rango Trono.
Fobos tragó saliva. Nadie esperaba que Gabriel, harto de la situación, se moviera por cuenta propia y pidiera una mano a los mismísimos olímpicos. Estaba claro que ahora los dioses conocían de la rebelión, de Lucifer, de la división sangrienta en el reino de los ángeles. Todo peligraba a pasos alarmantes.
—¿Y el Arcángel Miguel está al tanto?
—No sé qué más esperas, vigía, para transmitir la nueva.
Fobos asintió y reverenció con dificultad, como si los músculos doliesen.
—Se hará, mi Arcángel.
—Seguiréis vigilando las calles y los valles. Aunque el templo, como comprenderás, será custodiado por la guardia personal del Trono. Dominaciones, lo llaman. Yo en tu lugar advertiría a los demás que no se acerquen demasiado a uno.
El vigía los vio retirarse y trató de acomodar sus pensamientos. Era como si en el aire hubiese un punto de estática y lo perturbaba; aquel ángel envejecido había venido a detener la rebelión y, para colmo, se haría con el control directo de los rebeldes sin siquiera saberlo. No podría presagiarse algo bueno. Pero también le carcomía una duda: ¿Por qué crear un ángel de aspecto envejecido si estos no acusaban el paso del tiempo? Fobos no comprendía. ¿Tal vez era solo una pérfida diversión del Olimpo o acaso lo crearon de ese modo porque pensaban que su figura transmitiría la autoridad y madurez necesarias para encausar a los rebeldes? Como fuera, levantó la vista hacia la casona de Asteri y la vio de pie sobre la terraza.
—¡Debo retirarme! —se excusó él reverenciando.
Ella asintió. No se notaba desde la distancia, pero la hembra tenía los ojos húmedos. Había quedado conmocionada tras ver al envejecido ángel de rango Trono y sus guardianes plateados, al percibir vagamente sus auras relucientes de luz, libres de sombras como nunca antes había visto. Se preguntó cómo era posible algo como ello, esa puridad radiante que ni una diosa como Iris portaba en su aura. ¿Acaso eran seres que no habían cometido algún yerro en alguna vida anterior? Imposible. ¿O había algo más cruel en el asunto? Se abrazó a sí misma. Porque, ¿qué mayor puridad en todo el universo que la de aquellos que, por algún motivo, se gestaron mas nunca vieron la luz y por tanto no vivieron?
El Olimpo estaba reinado por seres crueles, concluyó acariciándose el vientre. Entonces, en la noche de Paraisópolis, sonó la dulce y triste balada de los elegidos.
“A veces te veo en memorias de un tiempo futuro
Y solo el agua de mis besos
Resucita en mi sueño más puro y anhelado
Te abrazo en mi vientre, ojos que verán, alma por vivir,
Pronto correrás por mis prados
Cúbreme estas cicatrices de mi corazón y serás siempre mía,
sueños de esperanza ”.
Continuará.