Después del orgasmo, silencio
A veces se agradece un poquito de paz después de un polvo.
Mario no experimentaba el habitual estado de relajación que sucede al orgasmo. La incesante cháchara de su compañera de cama se lo impedía. En lugar de dejarse caer rendido entre las sábanas, Mario permanecía en una incómoda posición, semitumbado, con la espalda arqueada y los brazos rendidos a cada lado del cuerpo.
-¿Ya está? ¿Esto es todo lo que sabes hacer? Pues menuda mierda, chico, perdona que te diga. Creía que te ibas a esforzar un poco más por ponerme cachonda. Eres un egoísta como todos los hombres.
Mario frunció el ceño, con la mirada acumulando rabia sorda y fija en la pared de enfrente. No quería volverse a mirarla, a pesar de todo, era tan tentadora...
-Claro, al caballero le da igual con quién esté. Le da lo mismo. Tú llegas, te bajas la bragueta, empujas cuatro o cinco veces, me pones perdida y sanseacabó, ¿no? ¡Ah! Y todavía tendré que darte las gracias por estrujarme las tetas de vez en cuando.
Mario crispó los dedos formando una garra, y respiró hondo, mientras sus ojos seguían cargándose de ira.
-Si es que estáis todos cortados por el mismo patrón. No te importa nada si yo disfruto o no, si me haces gemir o no, qué va, a ti todo eso te resbala. Pretenderás encima que sonría y que ahora mismo esté dispuesta de nuevo. Lo que hay que ver.
Mario cerró el puño y cerró los ojos, suspirando lentamente, con toda la concentración de la que era capaz, cualquier cosa con tal de dominarse.
-Apuesto a que no podrías encontrarme el clítoris ni aunque te diera un mapa. Pero qué digo, me juego el cuello a que no sabes siquiera lo que es.
Mario se levantó de la cama y, tras ponerse los boxers, abrió la ventana y se asomó en busca de una bofetada de aire fresco que le enfriara la cabeza.
-Yo valgo mucho. Desde luego me merezco algo más que unos cuantos caderazos desconsiderados y una descarga de semen sin sentimientos.
El aire no había hecho el efecto que Mario habría deseado. No podía seguir escuchándola. Fue hacia ella y la sacó de la cama en brazos; menos de dos segundos después la estaba lanzando por la ventana. No se asomó para ver su caída de siete pisos.
Mario se dirigió a la cocina a buscar una cerveza, y luego se sentó frente al televisor para ver el canal de deportes, ya que sabía que eso siempre le tranquilizaba. Aún así, tuvieron que pasar dos días antes de que él dejara de maldecir al japonés que había inventado las muñecas hinchables parlantes.