Después de la primera mentira (Parte 1ª)
Después de la primera mentira, toda verdad se convierte en duda.
“Después de la primera mentira, toda verdad se convierte en duda”. Parte 1ª.
31 de agosto.
Alfredo podía respirar tranquilo. Por fin habían acabado las vacaciones estivales. Al menos este año, la relación de Marta y su madre, aunque tensa, no había sido explosiva. Tenía la certidumbre de que tanto su mujer como su progenitora, Sonia, habían realizado grandes esfuerzos, en algunas ocasiones, para evitar situaciones desagradables.
Su madre no soportaba a su esposa. Eso le constaba a Alfredo desde el principio de su relación con Marta. Y aunque adoraba a su madre, cuando vio a Marta por primera vez presintió que era la mujer de su vida y nadie se podría interponer en su camino para conseguirla.
Marta era simplemente espectacular. La típica chica que ves por la calle y te esfuerzas para no volverte. Alta, escultural, de formas sensuales, de espeso cabello negro y unos enigmáticos ojos verdes. Su presencia en cualquier reunión hacía que todos los hombres quedasen prendados de su belleza, elegancia, inteligencia y de su exquisita educación. Aunque en un primer momento Marta no le prestó especial atención, luchó hasta la extenuación por conseguirla.
Él era inteligente, ambicioso, astuto y hábil en sus relaciones personales. Pronto se convirtió en el socio fundador de uno de los muchos despachos de abogados de Madrid, pero redobló sus esfuerzos hasta transformarlo en un bufete de prestigio, tanto a nivel nacional como internacional. Sabía que por su físico no podría competir con otros (no era particularmente desagradable ni mucho menos, pero tampoco era un Adonis) y tenía muy claro que el único medio de llegar a su corazón era apabullarla con un alto nivel de vida. Y lo logró, aun conociendo los riesgos de unir su existencia a la de ella. Pues frente a las virtudes que adornaban la personalidad de Marta también había aristas que eran indudables. Su inestabilidad emocional, su indomable independencia, su primitivo egoísmo, su consumismo voraz…Pero el premio era demasiado goloso para renunciar a él y apostó todo por conseguirlo.
Alfredo estaba locamente enamorado de ella y no comprendía cómo su madre a duras penas la aceptaba como nuera. Al morir su padre, tuvo que afrontar el dilema de qué hacer con Sonia. Era hijo único, la idolatraba, pero era consciente de que invitarla a convivir con ellos, supondría tensar excesivamente unas relaciones no demasiado boyantes. La solución fue meter a Sonia en una residencia de ancianos con toda la carga emocional que ello suponía. Cada vez que visitaba a su madre debía afrontar su mirada llena de reproches. Pero no había vuelta atrás. Marta sólo le concedió la posibilidad de que pudiese estar con ellos algunos días de sus vacaciones de verano porque (¿para qué negarlo?) ella correspondía a su suegra con la misma moneda de desdén y desprecio, sabiendo, anticipadamente, que iba a ser la triunfadora de aquella guerra soterrada.
Al embocar el coche por las estrechas calles de la ciudad, Marta quiso disipar definitivamente el recuerdo de su suegra, preguntando a su marido si quería que fuesen a cenar esa noche, recién recuperada su libertad. Alfredo, aun con la imagen de su madre grabada en su cabeza, asintió y Marta empezó a buscar por su móvil, restaurantes adónde ir.
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Sentado en el sillón del salón, vestido con una camisa de seda y unos pantalones blancos que resaltaban su tez morena, Alfredo esperaba pacientemente a que Marta bajase. Estaba distraído mirando como el anochecer se apoderaba del cielo cuando el ruido de unos tacones, descendiendo las escaleras, le hizo girarse. Y la imagen que vio, le cautivó.
Marta envolvía su cuerpo con un corto y ajustado vestido blanco de una sola pieza tan vaporoso que se traslucía su silueta, permitiendo ver su ropa interior cuando pasaba al trasluz. Sus pezones se marcaban claramente en la fina tela, la cual se adaptaba como una segunda piel a sus macizos pechos. Sus cabellos negros estaban recogidos en una graciosa coleta y sus ojos verdes miraban risueños a su marido. Sus labios rojos, gruesos y sensuales, esbozaron una sonrisa traviesa que encandiló a Alfredo. Su figura voluptuosa era aún más poderosa debido a unos zapatos de aguja de color dorado que hacían su cuerpo más estilizado. Su piel dorada por el sol era un reclamo para los sentidos.
- ¿Tenemos que cenar fuera obligatoriamente? - inquirió él con cierta sorna.
- Ja, ja, ja…por supuesto. Tengo un hambre terrible y quiero disfrutar Madrid de noche que se me va a olvidar - contestó con intención.
- Pues nada…lo que quiera la reina - replicó él obviando el comentario mordaz de su mujer.
Salieron del edificio, subieron en su auto deportivo y se dirigieron a un local renombrado de la capital. Comieron en un ambiente íntimo y relajado que contrastaba con las noches anteriores donde la tirantez era la tónica dominante. Conforme avanzaba la noche y los efectos del vino empezaron a hacer mella, Alfredo se sintió más tranquilo y sosegado y rogó que aquellos momentos durasen para siempre. Cuando Marta se levantó para ir al reservado, Alfredo no pudo reprimir una mirada al trasero de su mujer. El vestido le hacía un culo firme, tentador, repleto de curvas. Sin embargo, lo que más le perturbó fue distinguir, someramente, un tanga blanco que ofrecía a la vista su precioso culo. Alfredo notó como su polla palpitaba bajo sus calzoncillos, altanera y combativa. Sorprendió la mirada lasciva de algunos comensales que no pudieron reprimir un escaneo breve y lascivo al cuerpo espléndido de Marta. Se sonrió interiormente. Esas reacciones se producían con relativa frecuencia y complacían el ego de Alfredo. Por eso había luchado tan intensamente en su vida, para que esa mujer tan especial, codiciada por todos, fuese únicamente suya. Más de una vez pensó que si ella no se hubiera interpuesto en su existencia, muy otro hubiera sido su discurrir vital. Llegar a la cima era, hasta cierto punto, sencillo. Lo complicado era mantenerse arriba. El acicate que le espoleaba para continuar batallando, era ella. Por ella su vida tenía sentido.
Al regresar a la mesa, él le comentó:
- Me gusta mucha tu ropa sexy de hoy-
- Es así el vestido, tonto. Y tampoco voy enseñando tanto, ¿no? Insinúo mis formas, simplemente-
- No sé, no sé. El camarero de nuestra mesa apenas se separa de nosotros y te mira con ojos de psicópata sexual. Aunque tampoco le culpo, la verdad…
Marta rió de buena gana la broma de su esposo y le propuso ir a un local de moda para pasar el resto de la velada. Alfredo accedió, pagó la cuenta y se marcharon hasta allí.
El establecimiento era una discoteca abarrotada de jóvenes y algún que otro maduro rijoso. Desde el primer momento Alfredo se sintió fuera de lugar en aquel sitio, pero la reacción de Marta fue la contraria. Fue directa a la barra, pidió unas consumiciones para ambos y se dispuso a bailar en la pista. Siempre se comportaba de la misma forma. Sola, olvidándose del mundo, empezaba a cimbrear su escultural cuerpo al ritmo de la música (en este caso, latina) y en pocos instantes un grupo de babosos se abatía sobre ella. Le gustaba llamar la atención, era algo superior a su voluntad, era algo instintivo. Al principio, Alfredo le chocó esa conducta y se la echó en cara a Marta. Su respuesta fue inmediata. “ Es mi forma de ser. No intentes cambiar lo que no puedes ”. Con el paso del tiempo, él se resignó a esa situación. “ Haz lo mismo que yo, tontuelo. Pásatelo bien y disfruta ”. Pero claro, cuando una mujer de bandera baila sola, lo más habitual es que una banda de buitres sobrevuele la zona como carroñeros que escudriñan a su presa mientras que un hombre normal que se mueve como alma en pena, lo único que inspira es lástima y compasión. En definitiva, el grado de diversión no es equivalente.
Así, desde que Alfredo asumió estas situaciones, él se retiraba estratégicamente a un sitio donde poder controlar a su esposa. De cuando en cuando, ella iba hacia donde estaba él, le decía que se lo estaba pasando genial, pedía una nueva consumición y vuelta a la pista. Verla bailar con desconocidos era para él bastante humillante, pero guardaba silencio al respecto. ¿Por qué no podía ser como el resto de las personas y bailar tranquilamente con su pareja? Y, sin embargo, y, al mismo tiempo, observarla desde lejos le excitaba sobremanera, aunque nunca se lo había confesado a Marta. Era como si el poder que ella ejercía frente a terceros, se lo transmitiese indirectamente a él, pues, al fin y al cabo, era él el único que se la follaba. “ Podéis reír, bailar o beber con ella. Pero el que se la va a beneficiar esta noche seré yo, cabronazos ”, sentenciaba Alfredo como si aquella conclusión fuese una compensación a ese sentimiento de frustración que le oprimía.
Esa noche, con su vestidito blanco y escueto, parecía una llama de luz que hipnotizaba a multitud de moscones. Danzaba con unos y con otros sin prestarles mucha atención, como si no fuese consciente de las pasiones que despertaba con sus movimientos lúbricos. Alfredo no veía la hora de salir de allí y llevarse a Marta. Cerca de las cuatro de la mañana, ella abandonó la pista y dirigiéndose donde estaba su marido, le abrazó y le musitó en su oído:
- Eres un encanto, me lo he pasado muy bien. Voy al baño y nos vamos a casa, ¿de acuerdo?
- De acuerdo- suspiró aliviado.
Por fin, había llegado la hora de levantar los manteles y marcharse. Dejó la copa que, aburrida le había acompañado durante una buena parte de la noche, y se incorporó de su asiento. Tras un buen rato, regresó Marta que, en un rápido movimiento, le pasó algo a Alfredo y recogiendo su bolso, abrió camino hasta la puerta del local. Él, intrigado, no sabía lo que tenía en su mano, quizá, un pañuelo. La oscuridad y los breves haces de luz le impedían adivinar qué era. Por su tacto, era sedoso y suave y olía francamente bien, algo familiar a su olfato, aunque no podía acertar qué era en realidad. Se lo guardó en el bolsillo del pantalón y ganó la puerta de salida con cierta dificultad. Marta le estaba aguardando en la penumbra de la esquina junto al aparcamiento. Cuando Alfredo llegó a su altura, Marta se abrazó a él y, melosa, depositó su cabeza en el hombro de su marido. Emprendieron el camino hasta su coche:
- ¿Por qué me habré enamorado de un hombre al que no le gusta bailar?
- ¿Por qué me habré enamorado de una mujer que no es del Atlético de Madrid?
Marta rió maliciosamente entonces y tomando la mano de Alfredo la llevó hasta su cintura. Alfredo, aventurero, desplazó su palma hasta zonas más bajas y al rozar el vestido se percató de algo que hizo estallar en una carcajada a su mujer que desprendiéndose de él, se colocó bajo una farola. Lo que reveló la luz fue una imagen que hizo que Alfredo se excitase sobremanera. Su polla cabeceó contra su slip de manera casi automática queriendo liberarse de su opresiva prisión. El vestido de Marta no podía ocultar su desnudez de cintura para abajo. Su coñito rasurado, impúber, adolescente, le miraba descarado. Cuando Marta volteó sobre su propio eje, su culo voluptuoso era fácilmente perceptible a través de la tela. Entonces, Alfredo sacó de su bolsillo, la “cosa” que le había dado su esposa en la discoteca y la extendió en el aire. Apareció un tanga blanco en cuyo frontal se leía en letras pequeñas y doradas la palabra “Love”. El lado más primario de Alfredo emergió a la superficie y echó a correr detrás de Marta, la cual, tras lanzar un chillido jovial, con sus zapatos de aguja, emprendió una huida más aparatosa que efectiva. Logró alcanzar su automóvil, pero ya no le dio tiempo a más. Ebrio de lujuria, encendido su ánimo, sobrexcitado por la imagen impactante de Marta, asiendo a su mujer por las axilas, la tendió a lo largo del capó, la desgarró el vestido y le comió los pechos cubiertos por un mínimo sujetador que a duras penas contenía sus turgentes senos. Sus nervudas manos, intrépidas, las amasaban con delectación, jugueteando con sus grandes y oscuros pezones a través de la fina tela de su sostén. Después, inclinándose sobre ellos, su boca los prendió y rompiendo la sensual prenda, se introdujo sus areolas que como pitones orgullosos le amenazaban. Se deleitó en tan delicioso manjar durante un buen rato mientras sus dedos descendían por su suave torso llegando hasta su depilado coño. Estaba totalmente empapado. Fácilmente sus dedos índice y corazón accedieron a él e iniciaron un rápido metesaca. Los gemidos de placer de Marta eran cada vez más audibles lo que provocaba en Alfredo una sofocante y lujuriosa agitación. ¡Ya no podía más! Volteó el cuerpo sudoroso de su mujer contra el capó, levantó, acto seguido, la escueta faldita de Marta y al descubrir su apetitoso culo, se agachó para beber sus líquidos más íntimos que se escurrían de su húmeda entrepierna. Su lengua martirizó su cueva más secreta y ardiente, separando sus labios vaginales para acceder mejor a su intimidad. Al incorporarse, Alfredo creyó adivinar una silueta que, subrepticiamente, pretendía ocultarse entre las sombras de un callejón. Quizás, en otras circunstancias, su lado racional le hubiera aconsejado detenerse y rematar la faena en la tranquilidad de su hogar. Pero en ese momento, donde su piel era puro fuego y donde su hombría quería derretirse dentro de las entrañas de su esposa, era pedir un imposible. Dominado por la concupiscencia, se bajó sus pantalones y calzoncillos y con suma desenvoltura, introdujo su miembro dentro de su mujer. Nunca había visto su polla tan gruesa y poderosa como en aquella ocasión. Era como un martillo golpeando sañudamente el cuerpo de Marta que subyugada por la barra de hierro que incendiaba su interior sólo podía emitir sordos gemidos. Raramente había visto tan excitada a Marta y eso complacía su ego. Agarró los ijares de su compañera y con fuerza hacía golpear su pelvis contra el cuerpo de Marta cuyas nalgas carnosas y prietas se estremecían a cada sacudida. “¡Me estás matando, cabrón!”, susurró Marta. Esa frase grosera, impropia de su mujer, enardeció más los ánimos de Alfredo que, espoleado por ello, aceleró sus movimientos. Voluminosas gotas de sudor recorrían su piel y sus músculos se tensaban intentando dilatar lo inevitable. Cuando estaba a punto de correrse, Marta se separó de él, se incorporó y tomando el pene entre sus manos, se arrodilló, lo llevó a sus labios y succionó como una verdadera profesional. Cuando sintió como su semen corría velozmente buscando una salida, Marta se distanció un tanto. Apuntó el falo hacia sus pechos que, erguidos, entre la ropa rasgada, esperaban ansiosos la leche de la vida. Tres, cuatro disparos se proyectaron contra sus orgullosas tetas. Una quinta ráfaga cayó al suelo, desnortada. Con agilidad felina Marta, se levantó y clavando su mirada en los ojos de su marido, le besó con pasión en sus labios.
- Me has dejado sin vestido y sin sujetador, capullo. Tendré que pedir en la puerta de la iglesia para cubrir mi desnudez- rió satisfecha.
- Me has sacado a la bestia que llevo dentro y pasa lo que pasa. Esta noche has conocido a Tarzán - respondió él devolviendo el beso.
A la vuelta de su casa, todavía aturdido por lo vivido, sonrió para sus adentros: “¡ Vaya polvazo! ”. Sólo una cosa empañaba su felicidad. La tenacidad de Marta en evitar un embarazo se estaba convirtiendo en obcecación.
19 de noviembre
Eran las diez de la mañana de un lunes otoñal y ventoso cuando Irene, la atractiva secretaria de Alfredo, dispuso toda la documentación en la mesa. Estaba principiando una de las operaciones más importantes a nivel bursátil en suelo español y su despacho había sido elegido como el director de una operación de compra que iba a afectar al ámbito farmacéutico.
El ruido de la puerta de la sala de reuniones distrajo la atención de Irene que levantó la vista para averiguar quién entraba. Era Javier, socio de Alfredo y su amigo y más fiel consejero. Un agradable treinteañero con pronunciadas entradas en su pelo.
- Buenos días, Irene. ¿Aún no ha llegado nadie?
- No, Javier. Aún no ha llegado nadie.
Javier se sentó en el asiento más cercano que halló y se fijó en la silueta curvilínea y sugerente de Irene. Vestía una camisa de seda malva muy ajustada a su talle que realzaban unos senos contundentes y una minifalda de color gris que revelaban unas piernas ebúrneas y hechiceras, sin medias, que remataban unos zapatos negros de tacones vertiginosos.
Javier siempre se sentía tentado de soltar alguna procacidad delante de Irene, cuya simple vista le provocaba.
- ¿No quieres ser mi secretaria, Irene? Mira que soy más atractivo y joven que tu jefe.
- Pero tienes menos dinero. Además, tú ya tienes a Rosa.
- ¡Jesús! ¿Rosa? Pero si puede ser mi madre. Y está felizmente casada y es madre de 50 churumbeles y creo que es abuela y todo.
- Yo puedo ser tu hermana. Y estoy felizmente ennoviada y quiero ser madre de 51 churumbeles.
- ¿Ya estás fuera de la circulación? Cómo sois las nuevas generaciones…¿Cuántos años tienes? Disculpa mi indiscreción, pero mi interés por ti es más fuerte que mi educación.
- La curiosidad mató al gato, caballero. 28 años para 29.
- Una adolescente en la flor de la vida.
- ¿Ya estás martirizando a Irene? ¿Quieres que la santifiquen?- en ese momento Alfredo irrumpió en la sala.
- Si por mí fuera, la convertiría en todo menos en santa- contestó riendo Javier.
- Muchas gracias, Irene.Por favor, llame al resto de los interesados para iniciar la reunión. – rogó Alfredo a su secretaria.
Cuando Irene salió de la estancia, Javier acertó a decir:
- La mataba a polvos.
- Mira que eres animal. Y ten cuidado que ahora estas cosas pueden traer cola. Contenta debes tener a María…
- Ya…como tú tienes a la mujer perfecta no piensas en otras opciones.
- Sí, claro.
- ¿Nunca has pensado en otras posibilidades?
- Pues, no. Sólo pienso en OPS y OPVs, OPAS, adquisiciones y fusiones- respondió Alfredo abriendo el portafolios que había delante de él y concentrándose en su contenido.
- ¡Afortunado, tú, tontorrón! Cambiando de tema. Quisiera ir este fin de semana con María y los niños a Santander…
Alfredo alzó su vista.
- ¿No puede ser otro fin de semana? No quisiera dejar sin mercantilistas al despacho este fin de semana, precisamente ahora que…
- Voy a estar conectado todo el día al móvil y al ordenador. Si se da alguna contingencia estaré al tanto, no te preocupes.
- Bueno, como quieras, pero como ocurra algo, te corto los huevos - zanjó Alfredo.
En ese preciso instante, entraron en tropel un buen número de asesores y ayudantes, en ruidoso bullicio. Javier saludó a todos y se marchó dejando a Alfredo con el morlaco.
Cuando todos se sentaron, Alfredo tomó la palabra y adoptando un aire profesoral, anunció:
- Un cliente extranjero quiere hacer compras en España en el sector químico-farmacéutico. Hemos firmado ya con ellos el contrato de diseño y dirección. Quiero que todo el departamento se ponga en marcha y controle esta operación desde cualquier punto de vista: competencia, normativa de OPAS, CNMV, fiscal, etc. La adquisición se va a hacer por un monto muy elevado y…aún estamos en los primeros estadios. No tengo que recordarles que deben guardar la máxima discreción sobre esta operación, pues su éxito futuro depende de nuestra habilidad en trabajar y permanecer callados. Estudien el asunto en profundidad y en próximas reuniones, analizaremos el tema desde todas las perspectivas posibles. Buenos días.
22 de noviembre
El día había sido satisfactorio, pero extraordinariamente duro. Horas y horas, analizando la operación con inversores americanos para una oferta de venta de una compañía aseguradora hispano-francesa.
Alfredo, descorbatado y sin su elegante chaqueta, con la camisa abierta, repasaba papeles encima del escritorio de la habitación de su hotel. Junto a Irene buscaba unos datos que serían transcendentales para unos fondos ingleses con cuyos responsables se debía reunir al día siguiente. Por un momento, se sorprendió fijándose en su secretaria, con su pelo rubio recogido, con sus gafas de pasta, enmarcando más sus profundos ojos negros. Su camisa blanca, sedosa, ajustada, algo desabotonada, mostraba el inicio de unos pechos generosos. Quizás no llevaba sujetador, pues sus pezones se adivinaban ligeramente a través de la blusa. Era una buena colaboradora. Siempre al pie del cañón. Eficiente, activa, ordenada...y atractiva. En aquellos días tan tumultuosos, ella estaba pendiente de sus más mínimos deseos para que no se descentrase en su labor. De repente, ella alzó la vista y extrañada por aquella mirada, se sonrojó.
- Días duros, ¿verdad? - suspiró Alfredo desentumeciendo sus miembros algo abotargados.
- Un poco, sí. Pero también emocionantes . - corroboró ella.
Un zumbido sordo procedente de su móvil devolvió a Alfredo a la realidad:
- ¿Son ya las doce?
- Las once, hora británica.
- Dios mío, llama al servicio de habitaciones y que nos suban algo de cena. Tú elijes.
Era algo paradójico. Cuando había terceras personas Alfredo, invariablemente, la llamaba de usted, pero al estar solos, la tuteaba.
Se apartó un tanto de la mesa de trabajo y comprobó los mensajes que le habían llegado a su teléfono. Dos de Marta donde le preguntaba cómo estaba y otro deseándole buenas noches. Otro mensaje de Javier que le hizo sonreír:
“ Sin novedades por aquí. Todo bajo control, excepto mi suegra que está desatada. Qué leches comería ayer que hoy padece una colitis de impresión. He comprado trajes NBQ para protegernos de agentes químicos indeseados. Por cierto, esta mañana paseando con Mari por el Paseo Pereda me he topado con la amiga de tu mujer, Susana, creo recordar. La hija de su madre tiene un polvo que te pasas. La he saludado y hemos hablado del tiempo y… de la colitis de mi suegra- emoticonos de una cara riendo -. Me dice que estará unos días por esta encantadora ciudad. Dichosa ella ”.
Susana era una amiga íntima de Marta, muy guapa y simpática, pero con mil pájaros en la sesera. Habían estado trabajando como azafatas de tierra para una compañía aérea y cuando abandonaron ese trabajo siguieron cultivando su amistad. En algunas ocasiones, en fiestas celebradas en su casa, Alfredo y Marta habían hecho coincidir a sus respectivos amigos en celebraciones comunes. De ahí que Javier conociera a Susana.
Comprobó algunos mensajes más y dejó su teléfono sobre la mesa. Irene estaba recogiendo determinados documentos de la mesa para dejar espacio libre para cenar.
- ¿Hace cuánto que no pisas Galicia?
Irene contestó que unos quince meses y, sin proponérselo, confesó que ya tenía morriña de su tierra. Durante la comida ambos rememoraron sus respectivas infancias y se contaron anécdotas que les provocaron risa y algo de nostalgia.
Repentinamente y sin previo aviso, Alfredo, sintió una fuerte punzada en su espalda que arrancaba de sus hombros. Demasiada tensión acumulada. Con cara de fastidio alejó el plato de sí y se llevó su mano derecha a la zona dolorida. Necesitaba descanso ya, pero aún faltaban varias reuniones trascendentales que requerían toda su atención y esfuerzo. Irene, al ver la expresión afligida de Alfredo, se incorporó y preguntó qué le ocurría. No sería el primer profesional que le fallase el corazón en pleno trabajo. Alfredo la tranquilizó respondiendo que era su espalda la que le había propinado un buen latigazo. Al conocer la razón, ella, solícita, se puso tras él, le desabotonó su camisa, la desprendió de su cuerpo y comenzó a masajear sus hombros. Como comprobó que sus músculos estaban tensos como el acero, le ordenó acostarse sobre su cama, boca abajo, y sentándose sobre él (encima de su trasero para ser más específicos), amasó sus músculos hasta que éstos empezaron a doblegarse ante la presión que ejercían sus manos. Manos que recorrían su espalda, dominantes y autoritarias, pero que sabían muy lo que hacían. Alfredo, cuando percibió que el dolor se alejaba paulatinamente, imaginó a su secretaria con su minifalda levantada, encima de él, con su blusa entreabierta, sus senos turgentes y bamboleantes y no pudo evitar una inadecuada y poderosa erección. Respiró profundamente y sin ser muy consciente de lo que hacía, sus manos buscaron las piernas de su secretaria que estaban enfundadas en medias de seda. Irene detuvo momentáneamente su masaje, pero no impidió las caricias de Alfredo. Así permanecieron unos largos instantes hasta que Irene detuvo la frotación. Se oyó el sonido sordo de algo que caía al suelo. De repente, Alfredo percibió que una corriente eléctrica, inesperada, recorría su organismo al notar como los pechos desnudos de Irene rozaban suavemente su piel. Acariciaban dulcemente su espalda mientras las manos de su secretaria, cada vez más atrevidas, desabrochaban su pantalón y se internaban en sus calzoncillos topándose con un pene rígido y poderoso. Ese contacto hizo gemir a Alfredo que sentía como unos dedos delicados rodeaban su tallo, agitándolo con primorosa pericia. Sus pantalones y su slip iban, poco a poco, siendo retirados, dejando expuesto su culo a la vista de Irene, cuya mano derecha hacía auténticos prodigios con su falo, cuyo glande, amoratado, asomaba con audacia al exterior.
Sin embargo, súbitamente, la imagen de Marta emergió en su cabeza con gesto serio y severo. Esto le hizo sentir mal, bochornosamente culpable, aunque nada había pasado… aún. El recuerdo de Marta le sorprendió con increíble crudeza y apagó el incendio que había provocado el incidente de su espalda.
- Muchas gracias, Irene. No sabe cuánto te lo agradezco. Ahora me encuentro mucho mejor - susurró a duras penas Alfredo.- Permíteme unos instantes y continuamos con nuestro trabajo.
Sintió como el cuerpo de Irene se separaba de él y descendía de la cama. Permaneció unos instantes más en el lecho hasta que notó como su pene recuperaba su estado normal y con sumo cuidado, para impedir que su parte dorsal le jugase otra mala pasada, se levantó y recompuso su estampa. Contempló que el rostro de Irene estaba arrebolado y sus pezones, sensibles y excitados, se marcaban más acusadamente que antes en su blusa. Desvió la mirada, confundido.
Se concentraron en el trabajo hasta las tres de la mañana.
Al día siguiente, todo marchó sobre ruedas.
15 de enero
Angelines, la entrañable y anciana doméstica de Alfredo, le estaba sirviendo el desayuno al señor cuando éste se disponía a revisar su correspondencia antes de irse a trabajar. Cartas de bancos, facturas, domiciliaciones, recibos y una notificación certificada de la Dirección General de Tráfico. Alfredo, conforme repasaba el correo notaba como el malhumor se apoderaba de él.
Las facturas y las disposiciones de dinero en los cajeros por parte de su mujer se iban haciendo cada vez más frecuentes y cuantiosas. Lo había hablado mil veces con ella, pero no había manera. Su carácter impulsivo formaba parte de su personalidad y por mucho que se le amonestase al respecto, nada cortaba su consumismo feroz. Se veía trabajando hasta los noventa años como una mula para seguir el ritmo consuntivo de Marta. Suspiró resignado. Cogió la notificación de la DGT con cierta abulia. Era una multa a su coche por velocidad excesiva. Iba a 130 en un tramo que debería circular a 100. 200 euros de multa. “ Pues vale. Empiezo el día con energía, qué duda cabe ”. Por la E-6, leía con desgana. Fotografía de su automóvil. “ Preciosa la foto ”. Día 22 de noviembre…Hora 4:21 am. La mirada de Alfredo se centró en la hora, 4:21 am., y en el día, 22. La tostada que estaba ingiriendo se le atragantó y empezó a toser. Tuvo que beber un poco de café para calmarse. Angelines le observaba atónita aguardando alguna indicación de Alfredo. ¿22 de noviembre? ¡Imposible! Él estaba en Londres en aquel momento. Haciendo un esfuerzo memorístico, recordó que Marta le había pedido el auto por aquellos días pues el suyo estaba en el taller y el coche de sustitución que le ofrecieron, lo declinó por considerarlo “ un tanque ”. Bien. La primera incógnita estaba resuelta. Pero, ¿y la hora? ¿Qué hacía Marta a una hora tan intempestiva un sábado por la noche? No recordaba que su cónyuge le hubiese comentado nada en particular acerca de ese día. Que él supiese no había quedado con nadie. Y Angelines nada podía decirle pues los sábados por la tarde y los domingos eran sus días de descanso.
Cuando bajó su esposa a desayunar, después de que Angelines se retirase con el servicio, le mostró la notificación de la DGT y le preguntó qué era.
- Mea culpa- confesó Marta -. Esa noche celebró Susana una fiesta en su casa y se me hizo tarde. Creo que tuve que apretar el acelerador más de la cuenta. Pero, vamos, no recuerdo ir a una velocidad excesiva…¡Qué ansias de recaudación por Dios!
- ¿Con Susana? ¿Tu amiga Susana?
- Con mi amiga Susana, la de toda la vida. La excéntrica, como tú la llamas, la que vive en Las Rozas.
Alfredo percibió que un leve temblor se apoderaba de sus manos.
“ Susana estaba esos días en Santander, querida. Imposible”. -pensó.- Si no hubiese sido porque Javier coincidió con tu amiga, si no hubiese sido por el azar, no me habría enterado de nada. Pero, ¿de qué no me he enterado? ¿Qué es lo que me ocultas, Marta?”
Inspiró profundamente y guardó silencio. Después, con naturalidad, se levantó y dejando la servilleta sobre la mesa, besó la frente de su mujer y marchó a trabajar. Por primera vez en su vida había sorprendido en un embuste a Marta. Lo que desconocía en aquel momento era la razón de aquel engaño y si la mentira escondía algo más grave y perturbador para sus vidas.
26 de enero
Una duda incipiente, apenas esbozada, había nacido en Alfredo. Porque tras la primera mentira, toda verdad se convierte en duda. Aunque intentaba borrar toda sospecha y creer que todo seguía igual, la cuestión radicaba precisamente en eso, en creer . Antes, no creía. Antes, simplemente , sabía que no había secretos ni misterios que desvelar.
La duda, siempre la duda…
Aunque trató de evitarlo, no pudo impedir que su comportamiento variase. Ahora, cualquier llamada que recibía Marta y que provocaba que ella, discretamente, se retirase a un espacio más tranquilo para conversar originaba sospechas en el ánimo de su marido. ¿Con quién hablaría? ¿De qué sonreía? ¿Por qué rehuía su mirada? Imperceptiblemente, Alfredo estaba cayendo en una especie de psicosis que afectaba su conducta. Nunca antes pensó que su mujer pudiese caer en los brazos de otra persona, aunque pretendientes osados no faltarían, desde luego. Creía, hasta ahora, que su esposa era un ser frío y pétreo frente a estímulos externos, que no tenía deseos que saciar ni curiosidades que satisfacer fuera de su casa. Pero esa maldita mentira que germinó en una duda avasalladora, hizo tambalear su mundo. No estaba seguro…ya no estaba seguro de nada.
Quizás esa mentira tuviera su origen en una circunstancia más liviana, más fútil.
Le avergonzaba expresar su desasosiego a otras personas incluso a sus amistades más íntimas. Le mortificaba pensar que se estaba convirtiendo en un ser celoso y suspicaz respecto a su mujer, la persona que más amaba en este mundo. Y esa inquietud, secreta y desdichada, se convirtió en morbosa. Un día se sorprendió a sí mismo cotilleando el móvil de Marta. La primera vez que lo hizo se sintió profundamente avergonzado, pero no pudo reprimir repetir ese comportamiento muchas veces más hasta convertirlo en una conducta natural. Pero el aparato no arrojaba ninguna luz al respecto. Las charlas en WhatsApp o Telegram eran, generalmente, superficiales y anodinas. Intrascendentes para lo que él quería saber.
Su desvarío llegó al punto de la desesperación por descubrir algo más, facetas de la vida de su esposa que permanecían vedadas a su conocimiento. Un sábado de cada mes era el día que ambos, de forma independiente, quedaban con sus amigos para divertirse y salir de su entorno rutinario. A esas salidas, Alfredo nunca les prestó mucha importancia… hasta ahora. Él se citaba con sus amigos del club y, normalmente, pasaba una velada masculina tratando de política, economía, deportes, etc. Lo mismo hacía su mujer con sus amigas que, habitualmente, se citaban en un restaurante caro para cenar y después acudían a algún local de moda para rematar la jornada.
El 26 de enero era sábado y fue la primera vez, en muchos años, que Alfredo no fue al club con sus amigos. Con un nudo en el estómago, en una noche fría y lluviosa, siguió los pasos de Marta y sus amigas enclaustrado en un taxi, a una prudencial distancia. Se citaron todas (Alfredo contó hasta seis) en la plaza del marqués de Salamanca (eran las 21:30) y subidas en dos autos, circularon por la ciudad hasta llegar al paseo de Rosales. En un aparcamiento público dejaron los vehículos y, por su propio pie, se metieron en un lujoso establecimiento. Alfredo, despidiendo al taxi, se limitó a esperar en la noche gélida, observando obsesivamente la puerta del restaurante. Tentado estuvo de entrar y echar una ojeada, pero conocía ese local y su último deseo era descubrirse.
Pasaron las horas hasta que a las 12:45, Alfredo advirtió que salían de allí. Alejándose de su puesto de observación, reclamó la atención de un taxi. Subió en él y tras unos minutos de espera, indicó al taxista que siguiese la estela de esos dos coches a una distancia suficiente.
Tras quince minutos de conducción, llegaron a las inmediaciones de una discoteca que Alfredo reconoció al instante. Era la misma en cuyo aparcamiento, Marta y él habían follado con auténtico frenesí. Ese simple recuerdo, provocó un torbellino de sentimientos encontrados. Las chicas enfilaron por el aparcamiento y Alfredo, tras pagar al taxista, descendió del vehículo con la máxima celeridad posible. En una esquina, en penumbra total, contempló que tanto Marta como sus amigas accedían a la discoteca sin problema alguno. Marta se veía imponente con unos pantalones negros de cuero, ajustadísimos y unos zapatos de tacón impresionantes del mismo color. Su espesa melena negra descansaba sobre un abrigo tres cuartos, rojo. La mayor parte de la parroquia que esperaba pacientemente su turno para entrar, la mayoría adolescentes, se volvieron para examinarla a discreción. Atisbó también la presencia de su amiga Susana, muy guapa, con el pelo teñido de naranja, vistiendo un atuendo peculiar, ochentero, conforme a su personalidad extravagante. Tras diez minutos, Alfredo se animó a entrar en el local. El portero, un hombre de raza negra, fornido como un armario de tres puertas, le miró suspicazmente hasta que le hizo una indicación con los dedos para que se metiese dentro. El porte distinguido y elegante de Alfredo desentonaba bastante con el resto de la gente, especialmente de los más jóvenes. Con el abrigo en su brazo y preocupado por si era descubierto, avanzó por un estrecho corredor hasta que, alcanzando una amplia sala de baile, se apartó de la riada humana, subió por unas escaleras que le condujeron a una gran balconada que se abría a la pista. Desde allí, con el ánimo en vilo, intentó divisar a su esposa y a sus amigas. Los flashes de luz y el ruido ensordecedor, le aturdían y confundían. Con la garganta seca, oteó la presencia de varias amigas de Marta, reunidas en un corro, bailando, casi en el centro de la sala. Sin embargo, no acertaba a ver a su mujer. “¿Dónde estará? ” Paciente, aguardó a que, en cualquier momento, su cónyuge se uniese a sus amigas, pero los minutos volaban y ella no aparecía. Distinguió como algunos hombres se aproximaron al grupo y empezaron a charlar y bailar con ellas. Dos de ellos, dos gigantes para ser más precisos, se centraron en Susana que no hizo ningún amago por rechazarlos.
A Alfredo, por un lado, su voluntad le compelía a buscar a su cónyuge en otras partes, pues no podía haberse evaporado de buenas a primeras, y, por otro, no quería separarse de su puesto de observación privilegiado y perder de vista al grupo que, poco a poco, empezaba a disgregarse. Se fijó cómo Susana cimbreaba su cuerpo entre los dos hombres al ritmo de la música y tras un buen rato, rozándose y cuchicheando entre sí, los cogió a cada uno de una mano y desaparecieron tras una puerta disimulada por una cortina. Sorprendido, y después de unos largos instantes paralizado, Alfredo bajó con premura las escaleras, llegó a la pista de baile y, desabridamente, se abrió paso hasta llegar al punto donde los tres se habían desvanecido. Con el corazón latiéndole a mil, taquicárdico, abrió la puerta y se vio dentro de un lóbrego pasillo que conducía a unas escaleras iluminadas de un irreal azul celeste. Presentía que allí encontraría a Marta, no sabía con quién ni cómo. Sudoroso, con el ánimo suspendido, empezó a subir aquellas escaleras. Alcanzó un piso a través del cual se accedían a unos habitáculos, a izquierda y derecha, tenuemente iluminados de rojo, sin puerta. Gemidos inconfundibles, murmullos ahogados, palabras obscenas, revelaron que aquél no era un sitio inocente. Había algunos mirones diseminados a lo largo del corredor que observaban lo que sucedía dentro de cada habitación, pero ¿el qué? Con paso inseguro, con sus músculos en tensión, empezó a inspeccionar uno a uno los mismos, creyendo que en cualquier momento descubriría a su mujer en brazos de otro. En el primero, pudo adivinar la silueta de dos personas casi desnudas que se besaban, se tocaban toscamente en un acto que no tenía nada de romántico y mucho de sexual, de una sexualidad primitiva, animal, salvaje. Como una dolorosa penitencia, Alfredo fiscalizó toda y cada una de las dependencias con resultado negativo y en todas se repetían las mismas escenas que a Alfredo le herían más que excitaban. Sólo le faltaba una, la más retirada y, sin embargo, la que concitaba a los más pervertidos fisgones. ¿Qué encontraría en ella?
Trémulo de emoción se acercó sigilosamente y lo que vio, le impactó. Susana esnifaba coca de la polla desnuda de uno de los maromos que sujetaba su cabeza con cuidado. Tras aspirar la sustancia, acercó el grueso badajo a su boca y comenzó una espectacular felación. El otro hombre, tendido en el suelo, totalmente desnudo, en una posición ciertamente incómoda, le comía el coño con auténtico frenesí. Susana con el vestido enrollado en su cintura, sin ropa interior, exhibiendo impúdicamente su cuerpo, chupaba sable como una loba hambrienta mientras ofrecía su manjar más íntimo al otro. Estaba como ida, ausente, sólo concentrada en dar y recibir placer. El hombre que estaba tumbado, empachado de su sexo, se incorporó y, situándose a sus espaldas, bruscamente le ensartó un falo descomunalmente desproporcionado en el coño palpitante y húmedo de la estrafalaria joven, la cual dejó escapar un sonoro gemido al sentir como le rompían sus entrañas. Tras unos instantes de adaptación, impertérrita, retornó a sus quehaceres bucales iniciando los tres interesados un movimiento extraordinariamente sincronizado. La escena realmente parecía extraída de una peli porno de alto voltaje. Había espectadores que se limitaban a ver y otros que no podían reprimirse y se pajeaban desvergonzadamente delante de los demás. La fuerte complexión de los dos sujetos contrastaba con la más frágil de Susana que semejaba a una muñeca en brazos de aquellos colosos. Después de unos minutos de rítmico bombear, los titanes se cambiaron sus puestos y continuaron con sus actividades lúbricas hasta que el que estaba siendo felado consideró que ya era suficiente el chupeteo y colocándose bajo Susana la atrajo hacia sí invadiéndola vaginalmente mientras su compañero continuaba con sus labores de zapa. Una espectacular doble penetración trastornó a los concurrentes que gritaron al unísono poseídos por el mismo paroxismo. Susana semejaba un pelele aplastado entre aquellas formidables moles de carne, la expresión perdida, los ojos cerrados, los labios entreabiertos, la respiración agitada, muñeca entregada al placer.
Cuerpos sudorosos, berridos de placer, gritos entusiastas de los mirones, atmósfera acre y viciada, hicieron tambalearse a Alfredo que conmocionado por lo que presenciaba, se retiró silenciosamente. Por última vez, una vez más, buscó a su mujer en el resto de los antros sin resultados. Mareado, desconcertado por esas impactantes visiones a las que no estaba acostumbrado, acertó a descender las escaleras, ganar la salida y volver al ruido atronador de la pista de baile. Parecía como si viniese de otro planeta. No logró ver a ninguna de las amigas de su esposa por allí. Ofuscado, dio una vuelta más por el primer piso del establecimiento por si el azar le procuraba el consuelo de toparse con Marta, pero nada. Allí no estaba.
Derrotado, tras poner el pie en la calle, el frío de la noche le hizo estremecer. Se percató que su gabán pendía, grotesco y arrugado, de su brazo y se lo puso. Necesitaba pasear y refrescar su mente.
Voces de noctámbulos se oían a lo lejos ajenos a su dolor e inquietud. Después de un buen rato deambulando en soledad, agotado, llamó a un taxi y llegó a su casa, decepcionado y hundido. Al entrar en su alcoba, se sorprendió al ver la silueta de Marta que dormía, profundamente, en la cama. Se sentó a su lado y, afligido, le besó en su mejilla. Ella, somnolienta, le sonrió:
- ¿Ya estás aquí? Estaba preocupada-
- Lo siento. Me entretuve más de la cuenta. ¿Hace mucho tiempo que estás en casa?
- ¿Qué hora es?
- Las cinco y veinte.
- Pues hace un par de horas. Ya me contarás mañana lo que has hecho, gamberro. Vente a la cama, anda, que hace frío.
La pregunta que se ahogó en su garganta, aquella que nunca fue formulada por Alfredo era muy clara “ Y tú, ¿dónde has estado?”. Su dignidad en aquella ocasión pudo más que su curiosidad.
4 de abril.
La preocupación de Alfredo se convirtió en alarma después de que asumiese racionalmente lo presenciado en la discoteca aquel nefasto día. Los “sábados de amigos” se transformaron en días horribles. Él, que era un tipo duro en el mundo profesional, no sabía qué hacer ante esa situación. No podía echarle en cara a Marta ningún comportamiento indecente ni afearle ninguna conducta. Alfredo, un día, se limitó a comentar de pasada que su amiga Susana, no le gustaba. Marta sonrió y le respondió que era buena gente, aunque reconocía que era muy inmadura. No se atrevió a espetarle que su amiga más que inmadura era una zorra de tomo y lomo. Pero no quería descubrirse. Deseaba que Marta por sí misma le contase las cosas sin trabas, sin secretos, iluminando aquellas zonas de penumbra que ensombrecían su relación. No obstante, Marta nunca dio ese paso. Y sus dudas crecían, se agigantaban.
Alfredo admitió que fue una temeridad por su parte seguir a su mujer y a sus amigas aquel día. Si lo hubiesen descubierto, se habría encontrado en el peor de los apuros. Decidió emplear otra táctica. Quizás contratar a un profesional. ¿Samuel, por ejemplo? Samuel era un detective privado que, ocasionalmente, contrataba su despacho para reunir pruebas, generalmente, en supuestos de espionaje industrial y otros asuntos más escabrosos. “ Pero no, aún no. No es el momento”, se repetía machaconamente. Había días en que sentía que toda su vida se derrumbaba estrepitosamente. En el trabajo hacía increíbles esfuerzos por sobreponerse a su situación personal y ello le consumía aún más.
Javier e Irene, se percataron de que había algo que no funcionaba. Irene enlazó el comportamiento de su jefe con el “suceso” de Londres y creyéndose responsable de la situación, se plantó ese día ante Alfredo:
- Discúlpeme, ¿puedo entrar, señor Piñeiro?
- Claro. Pasa. ¿Qué ocurre?
- Vengo a presentar mi dimisión irrevocable, señor Piñeiro .
La reacción de Alfredo fue inesperada para su secretaria. Se negó en redondo a aceptarla y preguntando la razón de su renuncia, Irene se sinceró declarando que su comportamiento distante, que se prolongaba ya varios meses, la estaba afectando, pues creía que ella era la causante. Alfredo suspiró, compungido, y negó que ella tuviera nada que ver. Entristecido confesó que lo estaba pasando mal por motivos familiares, pero le rogó encarecidamente que estuviese a su lado. El aura de desvalimiento que desprendía Alfredo, desarmó totalmente a Irene que retiró su dimisión, pero, a cambio, pidió que volviese a ser el de siempre. Sus grandes y bonitos ojos negros, tras sus sempiternas gafas de pasta, se nublaron un tanto, circunstancia que conmovió a Alfredo que se dio cuenta, en aquel preciso momento, que debía adoptar alguna decisión, pues su conducta estaba enrareciendo el ambiente en su trabajo.
Cuando Irene le dejó sólo en su despacho, descolgó su teléfono:
- Buenos días, Samuel. Necesito hablar contigo urgentemente.
6 de abril.
La tarde primaveral era fresca por lo que el sesentón decidió meterse en el bar y abandonar la terraza que el tibio sol era incapaz de calentar. Se acomodó en una de las mesitas redondas, pidió una cerveza y se limitó a mirar distraídamente la calle a través de las grandes cristaleras del local. A los diez minutos vio la inconfundible figura de Alfredo que accedía al establecimiento y con aire despistado inspeccionaba el lugar. Samuel alzó su mano llamando su atención.
- Buenas tardes, querido. ¿Qué tal estás?- le saludó Samuel.
- He conocido tiempos mejores, sin duda.
- ¿Qué os traéis entre manos ahora? ¿Por qué esta urgencia?
- No necesito recalcarte, Samuel, que de lo que hablemos de aquí en adelante es estrictamente confidencial…
- Como siempre - le interrumpió el sesentón de pelo cano.
- Más que nunca, pues no estamos tratando de un tema del despacho, sino que afecta a mi propia persona.
Samuel frunció el entrecejo.
- ¿Qué te pasa?- inquirió.
- Es sobre mi mujer - el silencio de Samuel hizo proseguir a Alfredo-. Está pasando algo y quiero saber qué es.
- Se más concreto te lo ruego.
Alfredo le explicó todos los hechos desde el 22 de noviembre en adelante, sin omitir detalle por muy escabroso que fuera.
- Si quieres divorciarte de tu esposa no necesitas alegar causas, eso supongo que lo sabes.
- Ya lo sé. Esto no tiene nada que ver con ninguna crisis matrimonial. Quiero a mi mujer y esta situación me está volviendo loco.
- Entiendo. San Juan Capítulo 8, versículo 31: “Y la verdad os hará libres”. A veces, la verdad simplemente nos hace desdichados.
- Puede ser. No te lo niego, pero esta inquietud me está matando.
- La vida es inquietud. De todas formas, si estás convencido, no seré yo quien te haga desistir de tu idea.
- Estoy convencido.
- Quiero todos los datos personales de tu mujer para empezar. Por cierto, ¿está dada de alta en alguna red social?
- Sí, en Facebook y en Instagram. Además, tiene WhatsApp y Telegram.
- Perfecto. Cuantos más medios electrónicos, mejor.
Alfredo apuntó en una hoja de papel los datos que le solicitaba su interlocutor y se lo entregó a Samuel.
- ¿Cuándo obtendrás tus primeros resultados?
- Depende de tu esposa. Sea lo que sea lo que oculta, si es discreta más nos costará tener esos resultados. Yo seré quien me ponga en contacto contigo.
- Toma aquí tienes la primera gratificación. Se hará más grande cuanto más pronto y más productivas sean tus pesquisas- Alfredo le extendió un cheque con una bonita cifra que hizo que Samuel sonriera.
Éste lo cogió con presteza, se levantó y dejando que su consumición la pagase Alfredo, se fue sin decir más. De aquella conversación sólo había sacado una conclusión: la amiga de Marta, la tal Susana, era una auténtica verrionda…ya se vería si Marta lo era también o su conducta extraña obedecía a otras circunstancias. El juego, la droga, un amante…podían ser tantas cosas.