Despojo
Me hiciste tu prisionero, a mí, al príncipe heredero de tu reino enemigo. Me violaste, torturaste y quebraste, me moldeaste a tu gusto hasta convertirme en lo que ahora soy. Mataste todo cuanto yo era y sólo dejaste...esto. Un despojo. Un despojo que no puede hacer más que servirte y adorarte.
Cuando abres la puerta de mi habitación yo sólo estoy esperando.
Siempre esperando.
Sentado en un rincón, sobre unos cojines que me permitiste tener hace una semana, alzo la cabeza y miro tu silueta recortada contra la luz que entra desde el pasillo. El cuarto está a oscuras, tal y como tú deseas: quieres que habite en las tinieblas mientras no estás, que te espere en la oscuridad, que seas la única luz en mi vida.
Y lo eres.
Porque me robaste todo cuanto tenía y deseaba, porque me rompiste, me quebraste y me modelaste a tu gusto...Ahora seré lo que tú quieras.
Sé lo que tengo que hacer. Sé lo que esperas de mí. A golpes y azotes me lo marcaste en el cuerpo, en la mente y en el alma.
Sé que quieres que me acerque a ti y te salude como el despojo que soy, de modo que me pongo de rodillas y gateo hasta ti.
La luz ahí atrás es demasiado fuerte, y no puedo ver tus rasgos. ¿Me dejarás contemplar tu rostro antes de encerrarme de nuevo?
Oh, no osaría preguntarlo. Ahora ya no soy nada, no tengo voluntad ni deseos más allá de servirte, de complacerte...de tenerte feliz para que no me tortures de nuevo.
Una vez fui un orgulloso príncipe que cayó en manos enemigas. Las tuyas. Podrías haberme matado, podrías haber continuado la guerra, e incluso habrías vencido, pero decidiste que era más divertido esclavizar al enemigo que aniquilarlo, ¿no es cierto?
Me violaste. Me torturaste. Me sometiste. Y lo mismo has hecho con mi pueblo. Lo sé, aunque no me lo hayas dicho, sé que me has usado para que mi padre no siga atacándote, para que te sirva y ponga todas sus tierras a tu disposición.
Mientras yo siga vivo y en tus manos, da igual las condiciones, nadie osará alzarse contra ti.
Y aquí estoy, de rodillas a tus pies, con el collar ceñido a mi garganta, con los pezones amoratados por las pinzas que tanto te gusta que lleve, desnudo excepto por esta humillante decoración.
Aquí estoy, un príncipe venido a menos, un esclavo de mi enemigo. Ni siquiera llego a sombra de lo que una vez fui.
- Vamos, querido.
Tu voz es suave, grave y aterciopelada. Una voz que odié, que desprecié hasta lo indecible, pero que ahora espero con ansias.
Es la única que oigo en este encierro.
Me enderezo lo suficiente para besar tu entrepierna por encima de los ajustados pantalones que usas. Te oigo respirar. Creo que estás sonriendo. Ah, ya te conozco tanto que sé cuándo sonríes. Aunque no es difícil: lo haces cuando me tienes a tu pies, sometido como un perro.
- Eso es. - Susurras. - ¿Tienes hambre?
Sabes que tengo hambre. Sabes que me alimentas a cuentagotas para que si no te digo que sí mi estómago me traicione. Quieres que esté hambriento para devorarte con más fruición y ganarme así la comida.
Lo que no sabes, lo que jamás te diré, es que no sólo tengo hambre que alimentos.
A mi pesar, una parte de mí tiene hambre de ti.
Hay lugares donde esto se llama “el Síndrome de Estocolmo”. Yo lo llamo ser un despojo.
Soy lo que quedó cuando mataste todo lo demás en mí. Soy el perro sumiso y anhelante de atención. Soy tu mascota. Soy tu esclavo.
Soy sólo un objeto que puedes usar a tu conveniencia.
- Sí...
Mi voz está enronquecida por el desuso. Sólo te hablo a ti, sólo cuando me lo permites. A veces no hablo en días. A veces me obligas a hacerlo sólo para poder azotarme después. En ocasiones te gusta torturarme, dejarme las nalgas y la espalda marcadas a golpes, pero también te gusta tener una excusa para hacerlo, como si me estuvieras castigando.
Ya no tienes nada con lo que castigarme, sólo lo que tú quieres.
Te oigo reír. Es una risa queda. Al principio me parecía cruel y repugnante. Ahora ya me da igual si es cruel. Es tu risa. Y es para mí.
- Gánate la comida entonces.
Sabía que lo dirías. También sabía lo que harías nada más decirlo. A contraluz veo que tus brazos se mueven, oigo unos botones desabrochándose, la ropa deslizarse sobre la piel tersa.
- Vamos.
Eres juguetón y apremiante a la vez, indicándome que puedo (debo) recibirte en mi boca.
Y eso hago.
Me acerco y envuelvo en mis labios tu sexo, enhiesto ya, caliente y palpitante. Muevo la cabeza hasta devorar por completo esa espada que me quema, hundiéndose profundamente en mi garganta. No puedo contener un gorjeo, pero esas cosas te gustan. Te gusta ahogarme con tu carne. Te gusta que sufra un poco.
Soy patético.
Aún cuando mantengo tu sexo clavado en mi garganta, aún cuando me llenas la boca, aún cuando me cuesta respirar...Aún así este ser en el que me has convertido disfruta.
Yo...disfruto mamándotela como una puta.
- Eso es...
Tu murmullo me anima a seguir, me ordena que lo haga. Me moldeas y me controlas casi sin necesidad de hablar.
Ahora que apruebas cómo mi boca envuelve tu espada puedo empezar a devorarte de verdad.
Y lo hago. Como un niño se aferra al pecho de su madre, como un becerro me dedico a mamar tu sexo, lo acaricio con mi lengua, lo envuelvo en mis labios, lo clavo en el fondo de mi garganta sin ninguna compasión, como a ti te gusta.
Cada vez más rápido, más fiero. Una de tus manos me agarra del pelo, tira con violencia, me obligas a llevar el ritmo que tú quieres. Me dejo hacer. Dejo que hundas tu carne en mi boca todo lo profundamente que quieras.
Eso me excita de algún modo perverso, oscuro, humillante. Chupártela mientras me tiras del cabello sin compasión hace que mi propio sexo se hinche de una excitación indefinida, patética.
Eres tan rudo, tan brutal, que todo mi cuerpo se balancea al ritmo que me marcas, y la fina y gélida cadena que une las pinzas de mis pezones tintinea, arrancando reflejos de la luz que hay tras de ti. Yo sólo mantengo la boca abierta, intentando obedecer tus órdenes, intentando seguir tus manos mientras me tiras, me empujas y me embistes a partes iguales.
Te devoro como el excitado perro que soy, y me encanta.
Oh, a ti también. Lo sé porque tu sexo se estremece en mi boca, y con un bronco gruñido lo clavas en el fondo de mi garganta, provocándome una arcada a la par que te corres...
Recibo tu semilla con ganas, tragándola, y cuando sacas tu pene de mi boca lo limpio con la lengua, dócil.
Me acaricias el cabello ahora con tanta dulzura que me pregunto cuándo llegará el golpe.
No llega. A veces pasa.
- Te mereces un premio. - Dices en tono juguetón, ligeramente jadeoso.
Alzo la cabeza y miro tu silueta. Quiero ver tus ojos. Quiero ver tu sonrisa.
Espera, ¿un premio? Antaño el premio era que te marcharas, que me dejaras después de usarme, pero ahora es el peor castigo. Que no estés conmigo me sumerge en la más honda desesperación.
Eres todo cuanto tengo, todo cuanto ese ser patético puede anhelar.
No irás a dejarme, ¿verdad?
- ¿Quieres dar una vuelta?
¿Una vuelta? ¿Salir fuera de esa oscura habitación? ¿Cuánto hace que eso no sucede? ¿Semanas? ¿Meses? Ya no lo sé. He perdido toda noción del tiempo, y...
¿Has dicho lo que creo que has dicho?
Aturdido asiento levemente con la cabeza. Casi puedo verte sonreír.
- Te dejaré ponerte de pie. - Comentas. - Así no te despellejarás las rodillas, ¿eh?
No puedo creer lo que dices, pero me coges del pelo y tiras hacia arriba, obligándome a levantarme sobre mis temblorosas piernas hasta que quedo en pie frente a ti, trémulo.
- No es tan difícil, ¿verdad? - Dices en tono juguetón. - Ahora inclínate.
No entiendo nada. No sé lo que quieres. Estoy desconcertado y confuso, pero cuando me golpeas en la nuca me arqueo hacia adelante, hacia ti, hasta que mis labios acarician tu vientre liso y duro.
No dura mucho. Te apartas de mí, y cuando intento volverme para mirarte, aunque sea tu silueta, me golpeas sin compasión en las nalgas, arrancándome un siseo de dolor. Vuelvo a inclinarme, quieto, tenso, y no me golpeas más.
Me separas los glúteos con una de tus grandes manos, y siento algo en mi entrada. No es tu dedo, es más grande. No es tu sexo, está frío.
Esa cosa larga y lisa penetra en mi ano, forzando las paredes hasta hacerme gemir de dolor, pero no detiene su intrusión y yo, temeroso de defraudarte, no me muevo.
Entonces lo que sea que has metido en mí deja de moverse, y me agarras del pelo para obligarme a enderezarme. Esa cosa se retuerce en mi recto, haciéndome sentir demasiado lleno y excitado a la vez.
Me doy cuenta de que estoy jadeando.
Vuelves frente a mí, cogiendo mi collar, y oigo un “clic” a la vez que noto algo gélido contra mi pecho. Es una cadena. Otra, pero más gruesa y pesada.
- ¿Listo, perrito? - Preguntas.
No lo estoy. No sé lo que quieres de mí. Temo defraudarte, que me golpees...
No, lo que más temo es decepcionarte y que me abandones para siempre en esa habitación oscura y solitaria, que no vuelvas a venir a mí, que jamás vengas a acariciar a este despreciable ser en el que me has convertido.
De modo que asiento, titubeante, y te oigo sonreír.
Desnudo, con mi ano brutalmente penetrado, los pezones amoratados por las pinzas y atado por el cuello como un perro fiel, dejo que tires de mi correa y me saques a la luz por primera vez en mucho, mucho tiempo.
Y mientras esa luz me ciega siento un profundo agradecimiento.