Despidiéndome en el desayuno

Me desperté en la cama de Miguel. La cabeza me martilleaba ligeramente por el vino. Estaba sola y desnuda, recordando cómo tuve que calmar mi calentura masturbándome a su lado, casi humillada, dominada por mi sexo.

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Me desperté en la cama de Miguel. La cabeza me martilleaba ligeramente por el vino. Estaba sola y desnuda, recordando cómo tuve que calmar mi calentura masturbándome a su lado, casi humillada, dominada por mi sexo. Él no estaba, pero había subido mi móvil y lo había dejado encima de la mesita de noche junto a una nota: “dile que no vas a hablar con él hasta mañana”. Le mandé un mensaje diciéndole eso, poniéndole la primera excusa que se me ocurrió.

Abrí su viejo armario. Había ropa militar. No se había molestado ni siquiera en retirar los recuerdos de su abuelo. Cogí una de sus camisas para taparme un poco, por no andar desnuda por la casa. Por las escaleras subía un agradable olor a café recién hecho, cubriendo el olor a madera que impregnaba la casa. El suelo crujía cuando avancé hacia la planta baja. Escalón a escalón me iba acercando a su prometida despedida.

Al poner el pie en el último escalón, vi que todo empezaría ya. De una viga del alto techo colgaba una cadena, quizá de una antigua lámpara. En su extremo, ligeramente por encima de mi cabeza, unas esposas, y, ensartada en ella, una nota manuscrita. Me acerqué para leerla.

“Espósate”

Noté un cosquilleo entre las piernas. Mi prometido probablemente yacía dormido, borracho, en algún hotel de Granada. Yo, su novia, dejaba caer al suelo un papel, mientras accedía sin condiciones a su mandato. Al hacerlo, la camisa de Miguel se levantó dejando mi culo y mi coño al aire. Las esposas se ajustaban a mis muñecas de forma que el frío metal se clavaba ligeramente en mi.

Él se acercó por detrás, y sin decir nada, me vendó los ojos. Noté algo duro en mis labios. Cerámica. Una mano guió mi cabeza. Con la otra, virtió algo de café con leche en mi boca. Parte cayó por la comisura de los labios. Noté la gota de leche tibia resbalar por mi cuello y llegar hasta mi pecho, donde empapó la blanca camisa. Del segundo trago no dejé escapar nada. Me ofreció también una tostada recién hecha. Siguió hasta que me hube acabado el desayuno. Sin decir una sola palabra.

  • Gracias - dije al acabar. Sus manos fueron a su camisa. Botón tras botón, fue desvelando mi cuerpo. Su boca se deleitó en mis pezones, haciéndome gemir. Me los apretaba con firmeza y me ponía cachonda como una puta perra esperando su macho. Me di cuenta de que estaba fuera de mi cuando su mano fue a mi coño y me dio a probar mis propios fluidos. Estaba empapada.

Se puso detrás de mi. Estaba desnudo. Su dura verga se acomodaba entre mis nalgas.

  • Fóllame - le pedí.

  • Fóllame - le imploré.

Separó mis labios con dos dedos, y me introdujo la punta de su dura, gorda, verga. Moví el culo hacia atrás para penetrarme, pero lo hice demasiado rápido. Demasiado grande, incluso me hice daño. Noté que contuvo una risa. Agarrándome por la cintura me separó, pero repetí el gesto.

  • Fóllame, cabrón.

Él me seguía separando, yo seguía buscándole. Colgada como un pedazo de carne puesta a secar, en un caserón perdido en el monte gallego, buscaba como una muerta de hambre la verga de mi amigo. Y lo conseguía. Cada vez me permitía avanzar un poco más. Cómo me llenaba. Más… Más… Gemí. Gemí hasta conseguir oír su respiración. De jóvenes nunca follamos, sólo se la chupé. Por fin hacía mio su gran sexo. Y lo hacía esposada y vendada, pero me daba igual.

Por fin empezó a hacer su trabajo. De mi cintura bajó a mis caderas. Sus pulgares se clavaron con fuerza en mis glúteos, y sus duras manos comenzaron a moverme con fuerza. Dentro, fuera, dentro, fuera.

  • Sigue, sigue…

“No pares nunca de follarme”, pensaba, mientras gritaba por sus embestidas. Su polla, empapada de mis flujos, me haría correr en escasos envites. Noté su pecho pegarse a mi espalda cuando me penetró hasta el fondo.

  • Me voy a correr….

Aceleró. Me folló frenéticamente. Noté su polla clavándose en mis entrañas cuando por fin estallé. Y él, conmigo. Descargó su semen dentro de mi al notar mis temblores.

Fue bajando la velocidad para recuperar la respiración. Yo todavía gemía, saboreando mi orgasmo. Había sido un polvo rápido. Un polvo con el que saldar viejas cuentas, con el que, en el momento más prohibido de mi vida, cerraba deseos pendientes.

Salió de mi. Noté el frescor de una herida abierta, y su semen resbalando por mis piernas. Se puso delante de mi, y me abrazó.

  • ¿Te hacen daño las esposas?

No, no me lo hacían. Pero eso era lo de menos.

  • Quiero más.

Un orgasmo no suele ser suficiente para saciar mi hambre, y esta vez no sería la excepción. Me besó.

  • “Rojo”, recuerda. - me dijo entre besos. Me recordó la palabra clave, la palabra que decir para detener mi despedida, mientras me volvió a besar. Noté su lengua sobre la mía, y su culo separando mis nalgas. No olvidaría esa palabra jamás, pero no la quería usar.

Ni siquiera ahora.

Ni siquiera ahora que, con nuestras lenguas entrelazadas, con sus manos en mi culo, noté un tercer cuerpo junto a nosotros. Pegado a mi.

Abrí los ojos, inútilmente por debajo de la venda, cuando noté la polla. No fue la palabra clave la que salió de mis labios.

  • Dios, es enorme.

Miguel me besó. Dos de sus dedos aprisionaron mi hinchado clítoris. Otra mano fue a mi pecho.

Otras dos manos separaron un poco mis piernas para facilitar la entrada a su invitado.

  • Dios.

Otra verga, otra polla monumental, me penetró, ayudada por el semen que seguía derramándose hasta el suelo. Él no dejó de besarme. Las manos de su amigo fueron a mis tetas. Era más tosco que Miguel. Más basto. Desde el primer segundo me folló como un animal. Como un semental. Le notaba bufir tras de mi. Y yo, gemí. Desde la primera embestida, gemí. En la boca de Miguel si me besaba, en su hombro cuando me abrazaba. Emparedada entre dos hombres. Notaba la polla de mi amigo en mi vientre, recuperándose del primer asalto, empapada de mi. Y la del gustoso invitado clavándose hasta mi útero.

  • Sigue…

Miguel se esmeró en mi clítoris. Me corrí por segunda vez sin que su amigo parase.

  • Más, más…

Las esposas se clavaban en mi hueso de la muñeca. No aguantaría mucho aquella fiera en mi coño. Pero mayor que el dolor era el jodido placer que me daban.

Una mano de Miguel se deslizó por mi piel. Pasó por mi cuello.

  • Más, más…

Pasó por mi pecho…

  • Más, más… fóllame…

Tras acariciarme un pezón, bajó por mi cintura.

  • Hacedme correr…

Fue a mi espalda, en busca de mi culo, entre su amigo y yo.

  • Hacedme correr…

Su dedo corazón se deslizó entre mis nalgas. La polla de su amigo daba sus últimas embestidas antes de acabar. La punta de su dedo se coló en mi ano.

  • Me corro…

Más semen en mi interior. Si amigo se vació en mi a la vez que su dedo entraba hasta los nudillos en mi culo. Mi esfínter se apretó alrededor de él mientras me corría por tercera vez. Mis rodillas flaquearon, y mi peso se aguantó sobre la verga que me empalaba y los cuerpos que me aprisionaban.

  • Joder…

Me corrí y casi noté mi vagina aprisionando sus hinchadas venas, y su dedo dentro de mi culo.

  • Joder…

Me abrazó delicadamente, para no dejarme caer, hasta que hube terminado de sacudirme.

Miguel soltó las esposas, y prácticamente caí en suelo, empapando mi culo de semen. Pasos alejándose.

Se sentó a mi lado, y me acarició el cuello. Me quitó la venda. Estábamos solos de nuevo. Me tumbé como una gatita en su regazo, con mi cabeza en su pierna. Le miré. Éramos la paz hecha carne. Ambos desnudos y sudorosos, mirándonos tranquilos.

  • ¿Te ha gustado que te preparase el desayuno?

  • Mucho.

  • ¿Demasiado ligero, quizá?

Miré su polla. Aún tras un polvo, flácida, era bien gorda. Y creo que la de su amigo era aún mayor.

  • ¿Ligero? - dije asombrada.

  • ¿Lo quieres más suave, entonces?

Me revolví y me lancé a él, haciéndole caer. Su brazo se pringó del semen del suelo. Le besé. Le miré, y sonreí.

  • Espero que tengas mucho más para el almuerzo, la comida, la merienda y la cena.

Nuestras lenguas se entrelazaron de nuevo. El ácido sabor de lo prohibido se mezcló con la sal de nuestro sudor y la dulzura del café con leche. Dejé que los minutos pasaran así, sobre él, cubiertos sólo por su camisa en el suelo del pasillo.

Y por un momento incluso fantaseé con que su amigo volviese a aparecer colándose en mi coño de nuevo mientras nos besábamos.

Arriba, mi móvil recibía un mensaje de mi prometido deseándome buenos días, y que no me aburriese demasiado.