Despidiéndome de un amigo
Miguel era uno de mis más viejos amigos. Hacía años que no nos veíamos, pero todavía nos escribíamos de vez en cuando. Ahora me voy a casar con Juan. Y sin embargo, aquí estoy, en un pueblo perdido de Galicia, llamando a la puerta de Miguel.
Miguel era uno de mis más viejos amigos. Hacía años que no nos veíamos, pero todavía nos escribíamos de vez en cuando. Algo quedaba de aquellas juergas de juventud. Alcohol y besos. Alguna vez algo más, pero nada serio. Nunca lo habría habido, los dos los sabíamos. Él era demasiado macarra, demasiado irresponsable. Guapo, perfecto para un rollo de una noche o para hablar hasta la madrugada. O para hacer locuras. Pero no lo que quiero para mi vida.
Ahora me voy a casar con Juan. El novio que todas querrían: alto, responsable y con dinero. Serio, sí, pero me quiere y le quiero. No necesito mucho más.
Y sin embargo, aquí estoy, en un pueblo perdido de Galicia, llamando a la puerta de Miguel. “¿Te casas? ¡Ven aquí a despedirte!”. Ese fue el sucinto mensaje que recibí cuando le di la noticia. A mi novio se lo llevaban a Granada de fiesta ese fin de semana. ¿Por qué no pasar un buen rato con un viejo amigo?
- ¡Hola, María!
Había engordado un poco. Es lo primero que pensé cuando abrió la puerta del viejo caserón que heredó de su abuela. Se había dejado barba. Me recibió con unos pantalones cortos, sandalias y camiseta. Igual de descuidado de siempre. Aún así, sus ojos azules seguían resultando igual de amistosos. Le abracé largo tiempo. Le echaba de menos.
- Hola… - dije, conteniendo las lágrimas de la emoción.
La tarde del viernes transcurrió poniéndonos al día. Seguía sin novia. “Muchas amigas”, decía, riendo. Estaba “entre trabajos”, pero seguía igual de despreocupado y feliz. Yo le conté que me iba bien, y que me gustaba mi vida. No el sueño perfecto, pero estaba satisfecha.
Me dio de cenar unos riquísimos calamares. Había aprendido a cocinar desde la muerte de su abuela. “A la fuerza ahorcan”, dijo. El ribeiro, barato y abundante, nos llevó a reír al sofá. Al insistirle si ahora andaba con alguna me repitió que “nada serio”.
Seguro que tienes fotos en el móvil - dije, abalanzándome sobre el suyo torpemente, algo borracha.
¡Ni se te ocurra! -contestó, riéndose y lanzándose sobre mí para quitármelo. Forcejeamos un poco. Notaba todo su peso sobre mi, pero se apañaba para jugar sin hacerme daño. Conseguí abrir la galería de fotos y ver a una rubia.
Qué mona…
¡Suelta! - apretó más, algo habría. Deslicé la foto.
¡Joder, qué tetas! - la rubia salía en sujetador, y tenía un pecho precioso. Volví a deslizar.
¡Joder, qué…! - no la recordaba así. En la siguente foto, ella estaba haciendo una mamada a un pene enorme. El de Miguel, asumo…
Bueno, vale ya - dijo, quitándomelo. Seguía sobre mi. Nos miramos. El roce y la situación le había gustado, notaba una ligera erección sobre mi abdomen. Estuve a punto de besarlo, por los viejos tiempos...
Hueles a ajo - le dijo el vino que había bebido.
Nunca me habían dicho eso. - Rodó al suelo, cayendo desde el sofá, descojonándose.
Seguimos de cháchara y ribeiro. A las cuatro de la mañana su cerebro desconectó. A veces le pasaba, se quedaba dormido vencido por el agotamiento y el alcohol.
No pude evitarlo, y cogí el móvil. Me senté en el sillón. Sí, no eran fotos de alguna página porno. Eran suyas, como lo era su polla. Tenía muchísimas fotos de ella chupándole. Algunas en la casa, otras en el campo… Ella conseguía metérsela toda en la boca, menuda artista… No se la recordaba tan grande. En unas fiestas le hice una mamada. Los pueblos, ya se sabe, no hay mucho más que hacer… Nos fuimos a las afueras y, en las sombras, frente al ambulatorio, le empecé a masturbar. Empujó mi cabeza hacia su sexo. No tuvo que insistir demasiado.
En una de las siguientes se les veía a los dos follando entre los árboles, a cuatro patas. En la siguiente había un primer plano de la cara de ella, y se veía a Miguel detrás. Demasiadas fotos para estar solos. En la siguiente, que realmente era la anterior, se veía a otra persona. Más concretamente, la polla de otra persona. La larga, negra y gorda polla de otra persona entre los labios de ella, mientras Miguel la follaba por detrás.
Noté sus ojos mirándome desde el sofá. No sé cuándo se había despertado. Serio, se levantó hacia mi. No hizo amago de coger su teléfono. Símplemente me acarició el pelo. Seguí mirando. Se la follaban entre los árboles. Por turnos, a la vez… A ella se la veía exultante. Sus dedos se perdían en mi melena, como aquella noche frente al ambulatorio.
Había muchas más fotos. Otras personas, otras posturas, otras combinaciones… El ribeiro me impide recordar más escenas. Sólo sé que estaba muy húmeda, y que todo empezó con sus preguntas y mis respuestas.
En el fondo has venido porque quieres una despedida de soltera, ¿verdad?
Sí.
¿Lo dejas en mis manos?
Sí.
Eso sería mañana. Ahora, mis manos bajaron su pantalón. No llevaba calzoncillos. Ante mi, su enorme polla. Como muchos años atrás, la cogí de la base, cerré los ojos y comencé a lamer.
- Mírame.
Fijé mi mirada en sus ojos azules. Le acaricié los huevos.
- Te voy a preparar un día inolvidable, pero tendrás que ser tú la que digas hasta dónde quieres llegar.
Casi me atraganto al intentar introducirla entera en mi boca.
- “Rojo”. Esa será la palabra mañana cuando quieras parar. Parpadea si me has entendido, pero no pares.
Parpadeé, y no paré. Seguí comiéndole, como cuando éramos adolescentes. Pero esta vez no paré cuando me avisó que me corría. Ni mi futuro marido lo tenía permitido, pero aquella noche deseé su semen en mi garganta.
Al acabar, me levantó y me besó. Le abracé.
- Sólo te pido que no me hagas daño.
Me cogió en brazos, y me subió a su dormitorio. Me sentó en el borde de su enorme cama, y me fue quitando la ropa hasta quedar desnuda.
- Eres preciosa.
Al acercarme a él me rechazó.
- No. Mañana.
Se tumbó en la cama y me invitó a dormir a su lado. Yo me tumbé, pero no podía dormir. Mis manos fueron a mi coño. Mi clítoris iba a estallar. Gemí al notar el primer contacto. Él se giró para mirarme, y nuestros ojos quedaron fijos.
- Cariño, mañana te voy a hacer gozar como nunca lo has hecho.
Me metí dos dedos y me masturbé con violencia, como nunca. Él me abrazó mientras lo hacía.
- Grita, aquí nadie te va a oír. - me susurró.
Lo hice. Grité como nunca. Me corrí viendo su polla desnuda y pensando en que mañana me follaría.
Nos quedamos dormidos. Abajo, en mi maleta, vibraba el móvil con un mensaje de mi prometido.