Despidiendo al oscuro pasajero.

...los dos viejos camaradas se despedirían cansados, orgullosos de todo lo que habían compartido y guardando entre ambos aquella ingente cantidad de oscuros secretos.

LA PRIMERA C.

Por fin lo había decidido. Este que lees sería su último relato. Había llegado el momento de despedirse "del oscuro pasajero".

"Oscuro Pasajero"; simpático pero efectivo término para referirse a algo tan complejo. Tiempo atrás se habría referido a él como "el lado oscuro", pero tras haber oído esta otra expresión en una conocida serie de televisión, se permitió la licencia de adoptar el término pues sin duda resultaba más preciso. Se sentía más identificado.

Un oscuro pasajero que acompañaba a M. a lo largo de su vida. Un acompañante perpetuo, por el discurrir de la vida, que enriquecía a su otro yo, su parte luminosa, la que todos conocían. El yin y el yang; la noche y el día; el frío y el calor. Conceptos antagónicos que formaban parte de un todo, de una profunda personalidad que se mostraba al mundo como uno más de ellos, pero que se alimentaba de todo esto que le aportaba su otra faceta más sombría.

Era consciente de que todo el mundo tenía su zona de luz y de sombra, pero en el caso de M. esta dicotomía estaba perfectamente acotada, aceptada incluso, y dedicaba por igual su energía a desarrollar ambas parcelas de su vida. M. reflexionaba sobre su otro yo, se esmeraba en su cuidado, no se molestaba en reprimirlo, lo entrenaba. Hacerlo lo enriquecía como persona. En parte, era lo que era en esta vida, gracias a lo que su oscuro pasajero le había ido aportando a lo largo de tantos años. Ahora, cerca de cumplir los 40, había llegado a un punto de inflexión. Hacía tiempo que se sentía distanciado de su otro lado. No conseguía darle todo aquello que le demandaba. Probablemente había llegado la hora de despedirse.

Muchos años atrás, en el despertar de la adolescencia, M. comenzó a darse cuenta de que aquello se le daba bien. Nunca había destacado en él una desaforada pasión por la literatura, ni mucho menos, pero sabía que sus palabras sonaban con una contundencia muy diferente a lo que era habitual en la gente de su edad.

Descubriendo y cultivando nuevas aficiones, medio en broma medio en serio, sin entrar en detalles que ahora mismo no tienen relevancia, se encontró entablando lo que podríamos llamar "amistad" al amparo de un anuncio en la sección de clasificados de una revista para adolescentes de aquella época. Tal vez los más jóvenes lectores piensen que antes de las redes sociales no había nada, pero vaya si había. Todo un mundo de anuncios clasificados, de gente que buscaba amistad, relaciones, intercambio de cromos... en fin… todo tenía cabida en aquellas últimas páginas de revistas como SuperPop, Vale o incluso en la Cosmopolitan.

M. disfrutaba con aquel ritual de dedicar un ratito a la semana a cartearse con alguna de sus amigas. Esperaba con ansia la llegada del cartero para ver si traía novedades de alguna de ellas.

Con el devenir de las semanas aquellas relaciones epistolares se iban aposentando. Algunas, las más, se enfriaban hasta que de manera tediosa terminaban marchitándose. Algunas otras, las menos, despertaban mayor afinidad y se iban convirtiendo cada vez en algo más íntimo, más mágico, algo más profundo. Ese fue el despertar del oscuro pasajero.

M. fue profundizando en su relación postal con una, dos, tal vez tres chicas un poco más especiales. Inocentes juegos de adolescentes que en el despertar de su sexualidad recurrían al erotismo de la palabra escrita. Al cibersexo por correo postal.

Aún hoy recuerda con una sonrisa en los labios aquellos jueguecitos en los que M. arrancaba morbosas confesiones de sus partenaires , aquellos épicos actos onanistas en la soledad de su cuarto, con un par de folios escritos como único y necesario aliciente. A los trofeos que guardaba con cautela procurando que su madre no los descubriese: que si un mechón de vello púbico; que si unas braguitas usadas. Especial orgullo sintió siempre por una maquinilla Gillete –Sensor Excell para más señas- que S. le había mandado dentro de un sobre. El cabezal de una maquinilla de afeitar usada, con la que ella se había rasurado integralmente, por primera vez, única y expresamente para él. Hoy en día es moda de lo más habitual, pero en aquellos años, un pubis rasurado era algo al alcance de muy pocos.

M. -técnicamente hablando- no es que hubiese tenido acceso a él, pero sí sabía que a kilómetros de distancia, una chica, a la que nunca había visto en persona, había querido darle placer, encerrándose en el baño de su casa, sentándose en el bidet con las piernas abiertas para él, despejando su sexo de todo resto de vello, masturbándose tal y como en aquella carta le había reconocido, y enviándole el arma del delito para que él también fantasease con aquel platónico encuentro. Aquella cajita de reliquias permaneció guardada por muchos años hasta que, por circunstancias naturales de la vida, M. tuvo que deshacerse de ellas.

Quiso el destino que la relación con una de aquellas chicas, llamémosle C, fuese afianzándose más y más en el tiempo. Tanto que por el camino se extinguieron las demás. Con C las cosas siempre habían sido un poco distintas. Aunque prácticamente de la misma edad, C. siempre había sido un poco más madura que M., más experimentada podríamos decir. Dado que ambos ya comenzaban también a superar la etapa de mayor efervescencia de la adolescencia, y se adentraban a los 17, 18 años, era lógico que su relación fuese un poco menos fantasiosa y más cercana a la realidad. Ahí comenzó el enamoramiento.

Un viaje relámpago un fin de semana cualquiera, acercó a C. a la ciudad donde M. vivía. Por fin un cara a cara. Por fin frente a frente.

Aquel fin de semana M. perdió la virginidad en una modesta habitación de hostal del casco histórico de su ciudad. Todavía hoy en día, muchísimos años después, cada vez que pasa por delante de aquella ventana lo recuerda como si fuese ayer. M. siempre se sintió un privilegiado por haber tenido su primer encuentro sexual en unas circunstancias tan mágicas como aquellas. Siempre recordará la dulzura con la que C. lo trató en aquella primera ocasión, la sensación de aquella primera vez entrando en una mujer, el erotismo de sus palabras cuando le susurró al oído... "Ven, córrete en mi boca". El intensísimo desahogo mientras a horcajadas sobre su rostro, se derretía sobre su lengua. Por que aún sin haberse visto antes, C. lo conocía mejor que nadie, sabía que eso le agradaría. Había viajado hasta allí con el firme propósito de hacerle saber lo mucho que lo apreciaba.

Algunos meses más tarde, a principio del verano, M. hizo el mismo viaje en sentido contrario. Una semana inolvidable descubriendo Granada, la ciudad donde ella estudiaba, cayendo en el más profundo enamoramiento con cada paseo por las callejuelas del barrio judío; ahogándose a besos mientras pasaban la tarde en alguna de sus clásicas teterías, abrazados el uno al otro mientras desde el mirador de San Nicolás se hacían promesas de amor a los pies de la majestuosa Alhambra.

Sintiéndose crecidos en aquellos días de plácida convivencia, en el piso de estudiantes que ella compartía con 2 amigas más. Descubriéndose sexualmente el uno ante el otro, compartiendo mil y un momentos íntimos, desfogándose ambos de aquellos calores juveniles.

El oscuro pasajero de M. se manifestaba cada vez con más insistencia. Proponiéndole a C. compartir ciertos fetiches, tal vez poco previsibles en alguien que recién comenzaba a disfrutar del sexo, pero que habían permanecido ahí latentes, a lo largo de aquellos primeros años púberes, esperando ser materializados algún día. C. asentía complacida a aquellos juegos de adultos que tan deseada la hacían sentir.

Recreando la fantasía tantas veces soñada, emulando a Francesca Neri en Las edades de Lulú, C. dejó que su amado le rasurara lo más intimo. Disfrutando del ritual, cuidando hasta el más mínimo detalle, estremeciéndose cada vez que la jabonosa brocha acariciaba su piel, expuesta, sumisa, entregada, ofrecida física y mentalmente a M. Sintiendo aquella íntima conexión, que lo decía todo sin que ninguno de los dos dijese nada, cada vez que salían a pasear al anochecer, ella con sus vestiditos de verano, de tirantes, vaporosos, cortitos, sin bragas -tal y como él le había pedido- sintiendo el frescor nocturno acariciándole el sexo, notándose húmeda, disfrutando de caricias prohibidas, temiendo ser víctima de alguna mirada indiscreta. Dispuesta a dárselo todo a él, a él y a su lado oscuro, sin ponerle objeciones, sorprendiéndose a si misma encontrando morbo y placer en prácticas que nunca ni tan siquiera se hubiese imaginado, como aquella última noche antes de la despedida, cuando en aquel último paseo tras una romántica cena, ella con ganas de hacer pis, se vio invitada a mear allí mismo, en aquel parque, de pie, abrazada a él, besándose apoyados en aquel árbol, aceptando la invitación, perdiendo el último resquicio de pudor que le pudiese quedar, disfrutando de aquel increíble beso mientras se relajaba, se olvidaba de todo lo demás, y dejaba fluir su orina entre sus muslos, abrazada a él, sintiéndose uno sólo, mientras él acariciaba sus desnudas nalgas bajo el vestido, mientras él le impidió sacar un pañuelo de papel de su bolso, mientras él prefirió secarle las últimas gotas con su propia mano, mano de largos y estilizados dedos que acercó a su boca, para embriagados de su salinidad, terminar compartiendo con ella en el último coletazo de aquel mágico beso.

Ya de vuelta en casa, la espera se hizo eterna. Espera de no más que un par de meses hasta que comenzase el nuevo curso universitario para el que C. se había matriculado en la misma ciudad que M. Aquello sería el comienzo de su primer noviazgo. Un noviazgo que se extendió durante algo más de un maravilloso año. 1 año y pico que dio mucho de sí, pero que por circunstancias lógicas de la vida, se vieron abocados a un punto y final.

Un final que una vez superada la primera etapa de duelo, dejó tras de sí un poso en forma de inmejorable recuerdo. Un primer amor maravilloso, al alcance de muy pocos privilegiados, digno de ser recordado con el más profundo y sincero de los cariños, aún hoy, casi 20 años después, 20 años en los que no volvieron a saber nada el uno del otro.

LA SEGUNDA C

Por aquella misma época, comenzaba a popularizarse el acceso a Internet. Llegaban las primeras conexiones de red a velocidades que hoy nos parecerían ridículas, con disponibilidad limitada en franjas horarias, y con ello toda la revolución que supuso en aquel entonces.

La afición de M. a las relaciones epistolares había quedado en el olvido. En parte porque había sido C. la que hasta ese entonces le había colmado de plenitud; en parte porque era este ya un medio condenado casi al olvido.

Cambiaba la forma pero no el fondo. Los anuncios "chica busca…", "chico ofrece..." habían casi desparecido de las revistas pero en su lugar había aparecido algo mucho más práctico. Internet y con ello las salas de Chat. ¡Que fantástica evolución!

Los cibers proliferaban por todas las ciudades, y con ellos, se estandarizó el hábito social de conocer gente en las distintas salas de temáticas más o menos específicas. M. no tardó mucho en convertirse en un asiduo a estos locales, insistiéndole también a sus padres para que contratase conexión en casa. Era práctica común, tanto en M. como en la gente de su edad, pasarse horas y horas ante la pantalla del ordenador. De hecho, poco ha cambiado el mundo en este sentido.

Aquella forma de comunicación permitía a M. dar rienda suelta a la libidinosidad de su oscuro pasajero; a desarrollar aquellos juegos que tanto le gustaban, ahora de una manera mucho más cómoda, rápida e inmediata. Amistades más o menos fugaces con almas afines -algunas más afines que otras- en las que M, o más bien su lado oscuro, desplegaba todo su carisma y se entregaba al noble arte de la seducción. A seducir con sus palabras, con sus jueguecitos, con ese morbo sostenido a lo largo de días, semanas, meses incluso, en el que establecía íntimos vínculos con aquellas desconocidas. Confesiones que conseguía arrancarles donde ellas, cobijadas por la sensación de seguridad que les daba el anonimato, se abrían a él, eran cómplices de la fantasía, eran confidentes de sus más íntimas pasiones.

En alguna ocasión había puesto en práctica sus artes en salas de chat orientadas a la gente de su misma ciudad. En alguna ocasión aquellos encuentros virtuales habían terminado en un encuentro físico, en la parte trasera del coche de su padre, convirtiendo en algo físico lo que hasta aquel entonces simplemente había sido onírico. Sin desmerecer ni generalizar, pero M. no podía afirmar que lo primero siempre fuese mejor que lo segundo.

Fruto de uno de aquellos encuentros, M. conoció a otra C. La 2ª gran C de su vida. Muy lejos de la inmensa huella que dejó aquel primer amor, pero igualmente merecedora de una muesca privilegiada en su cinturón.

C; una aparentemente joven, pero en el fondo ya madurita mujer; mucho más dada la diferencia de edad entre ambos.

M. a sus recién cumplidos 19, y C. -no lo recuerda bien- tal vez con 37,38,39. Ella divorciada; él con todo por aprender.

Obviamente aquello no podía salir bien en modo alguno, pero durante los meses que duró, lo pasaron muy bien juntos. ¡Vaya si lo pasaron bien!.

A, Y CON ELLA S.

En los últimos estertores de aquella relación, cuando ya ambos sabían y a ninguno de los dos parecía importarle, cuando ambos eran ya capaces de ponerse el punto final sin reproches, prometiéndose continuar como amigos aquello que no habían podido llevar adelante como pareja, cuando ambos terminaron incumpliendo su promesa, M. conoció a A. A la manera tradicional, podríamos decir. Conociéndose cara a cara, en un escenario real, en la oficina donde M. comenzaba a trabajar y donde A. llevaba ya algunas semanas de becaria.

La chispa entre ellos surgió como suelen surgir en estos casos. Coincidiendo en la sala del café, compartiendo un minuto junto a la fotocopiadora. Tópico y típico.

Con A. las cosas eran distintas. Aquello era la vida real. Ahí el oscuro pasajero no marcaba las pautas. Tal vez, en cierto modo, ejercía una mínima influencia sobre M, pues al fin y al cabo ambos eran parte del mismo, pero aquella relación fue consolidándose sobre unos pilares muy distintos.

No es que A. no terminase igualmente satisfaciendo algunos de los deseos de aquel oscuro pasajero. También ella terminó estrameciéndose de placer cuando la húmeda lengua de M. acariciaba su sexo recién depilado; también ella descubrió lo increíblemente íntimo y mágico que resultaba masturbarse desnuda delante de él. Sentada en una silla, de noche, en medio de una habitación a oscuras, iluminada tan solo por el flexo que la encaraba, como en una tópica escena de interrogatorio policial, con las cortinas de la ventana abiertas a su espalda, simulando el riesgo de poder ser vista aunque ello fuese altamente improbable a aquellas horas de la madrugada, acariciándose el sexo en un ejercicio primitivamente animal, en un silencio roto tan solo por sus jadeos y el chof,chof de sus dedos al entrar en su humedad, mientras él, impávido, tremendamente excitado, simplemente miraba. Miraba desde la penumbra como su chica se masturbaba para él, saboreando la esencia voyeur de aquel acto tan premeditadamente dispuesto. Lleno de orgullo y satisfacción cuando ella, irremediablemente, terminaba estallando en un sudoroso y húmedo orgasmo, momento en el cual, M. se levantaba, y sin decir nada, se marchaba.

La vida siguió su curso natural; la relación continuó afianzándose y terminó acabando donde justamente hoy está. En un espléndido matrimonio, con A., quien finalmente se convirtió en la mujer de su vida, y que junto a sus dos hijos, una niña que hoy tiene 5 y un pequeño de 3, lo son todo en su vida.

Muchas cosas se sucedieron a lo largo de todos esos años de noviazgo y matrimonio, pero la sombra del oscuro pasajero de él siempre los acompañó, sin ser conocedora de ello A, pero luchando por mantener el equilibrio M. Nunca él quiso presentarle formalmente a su otro yo.

Con 25 años más o menos, cansados del crispado ambiente que ambos respiraban en la oficina en la que trabajaban, en la que se habían conocido, decidieron embarcarse a la aventura y juntos montaron su propia agencia inmobiliaria. Eran años de bonanza económica, en pleno boom del ladrillo, y los vientos parecían serle favorables. No fue tan sencillo como al principio se habían imaginado, pero afortunadamente habían conseguido irse consolidando y podían sentirse orgullosos de su próspero negocio.

Al año de comenzar con su negocio, decidieron incorporar a la plantilla a S, la nueva incógnita de esta ecuación, la hermana pequeña de A. La cuñada -aunque por aquel entonces todavía no estaban casados - de M.

Ya el trato entre ellos era muy cordial y cercano entonces, y el hecho de que se fuese a trabajar con ellos era casi la consecuencia de algo inevitable. Ese contacto tan directo, esa proximidad en el día a día, avivaba al oscuro pasajero y le suponía a M. un mayor esfuerzo el mantenerlo controlado.

M. estaba enamorado de A. Eso estaba fuera de toda discusión, pero era innegable también que nunca había podido acallar totalmente a su otro yo, quien de cuando en vez requería ciertas atenciones, y que con la llegada de S. estas atenciones comenzaban a ser más intensas. Días y días trabajando juntos, compartiendo espacio, compartiendo vida en definitiva.

M. comenzó a pensar en su cuñada de un modo muy diferente. Tal vez por comenzar a tenerla cerca, tal vez porque S. ya no era la niña de siempre, y se había comenzado a convertir en toda una mujer.

En el día a día eran multitud de ocasiones aquellas en las que el oscuro pasajero hacía acto de presencia. Miradillas indiscretas en su escote cuando se acercaba para acercarle algún contrato, escrutinio visual a su trasero, intentando descubrir tras la fina tela del pantalón la silueta de la braguita o el tanga cuando había más suerte, prácticas en cierto modo inocentes, que estaba claro nunca irían más allá de la fantasía, y que -no vayáis a pensar queridos lectores- eran correspondidos en modo alguno por S.

Eran ya muchos años trabajando juntos, y durante todo ese tiempo S. siempre fue el prohibido objeto de deseo para M., para su lado oscuro más bien. Como si de una relación de dobles parejas se tratase. M. amaba a A. y su lado oscuro deseaba a S.

Inconfesables secretos atesora M. en su saber, acerca del morboso deseo hacia su cuñada. No es de recibo detallarlos todos aquí, pero podríamos destacar su afición a realizar fotomontajes con Photoshop, trucando fotos de cuerpos desnudos sobre los que hábilmente sobreponía rostros reales de su cuñada obtenidos de cualquiera de las múltiples fotos familiares que compartían. Poco a poco había ido confeccionando toda una colección, con decenas y decenas de fotos trucadas, de esas denominadas en el argot "fakes" de su cuñada, en las más variadas y escenas eróticas. Sabía que no eran reales, pero era tal su pericia y paciencia en aquellos trabajos digitales que el resultado era increíble. Cualquiera pensaría que efectivamente era su cuñada la que posaba desnuda para él.

Destacaba también cierta fijación por imaginarla sentada en el inodoro cada vez que entraba a hacer pis cerrando la puerta tras de sí.

A determinadas horas del día, en la oficina reinaba el silencio, y eran muchas las ocasiones en las que ellos dos estaban solos. En más de una ocasión M. se había acercado sigilosamente a la puerta, para deleitarse con los tenues sonidos del otro lado. Se excitaba oyendo el métálico cinturón desabrocharse, imaginando aquellos carnosos glúteos sentándose sobre la porcelana, y recreándose con el sonido de su chorrito cayendo desde lo alto. El sonido del portarollos del papel higiénico rodando, definía una clara imagen en su calenturienta mente. Pensaba en S. limpiándose con él, acariciando su tal vez depilado sexo, y el corazón parecía salírsele del pecho.

En alguna que otra ocasión como esas, S. ni tan siquiera se molestaba en atravesar el pestillo de la puerta. Había confianza, no había nadie en la oficina, sabía que nadie iba a entrar y nunca hubiese sospechado así de su cuñado. Simplemente empujaba la puerta hasta encajarla y M. disfrutaba todavía más en su acecho, sabiendo que si quisiera, si se atreviese, no tendría más que hacer girar el pomo y descubrirla en tan fetichista situación.

Su atrevimiento le llevó a colocar una pequeña cámara escondida en el pequeño cuarto de descanso de la oficina. Una pequeña estancia donde tomarse un café a media mañana, con un sofá barato donde recostarse, y donde acostumbraban a dejar sus pertenencias al comenzar la jornada. Allí, en alguna que otra ocasión, S. se cambiaba de ropa, al acecho de la cámara que discretamente la grababa. En el archivo de videos furtivos que M. guardaba en una carpeta oculta de su ordenador, había tenido ocasión de verla en las más diversas situaciones, fruto de días y días de paciente observación, anticipándose a sus movimientos, intuyendo cuando la presa estaría lista para ser cazada.

Celebraba cuando la veía entrar por la mañana con su bolsa de la playa. Ello significaba que al mediodía, aprovecharía el descanso del almuerzo para irse a pegar un chapúzón. Activar la grabación de la cámara, despedirse de ella hasta después de comer, y marcharse a comer a casa dejándola sóla, poniéndose el bikini, totalmente ajena a ese oscuro deseo.

Regresar nuevamente a la tarde, sin casi haber podido probar bocado por la excitación, intentando buscar un momento tranquilo en su despacho para revisar lo grabado aquel día. Descubrir 2 nuevos vídeos, uno antes de salir y otro al volver, poco antes de abrir la puerta de nuevo, poniendo y quitándose el bikini, descubriendo sus encantos, alimentando el lado más voyeur del oscuro acompañante de M.

A lo largo de todo aquel tiempo había conseguido acumular una considerable cantidad de material prohibido. Que si un día cambiándose de pantalón porque con la lluvia había llegado empapada; que si otro día cambiándose al salir para irse a tomar unas copas con sus amigas; incluso en una ocasión, una única ocasión en los prácticamente 12 años que llevaban trabajando juntos, acechándola él, consiguió descubrirla en pleno acto onanista allí tumbada, en aquel desvencijado sillón. Lamentablemente aquel irrepetible video se había perdido junto a algún que otro archivo por un fallo del disco duro. Desde aquel día M. tuvo cuidado de hacer copias de seguridad con cierta periodicidad. Aún así, él tenía aquellas escenas grabadas a fuego en su retina, sin duda por la ingente cantidad de veces que las había visto mientras se masturbaba viéndola, acompañándola, compartiendo el encuentro desde dos planos totalmente distintos. Seguramente ella se habría quedado un rato al mediodía, para comer algo rápido allí mismo y aprovechar e irse de tiendas. Tal vez estuviese enfadada aquellos días con su chico y echase de menos un buen polvo; tal vez simplemente estuviese excitada y necesitara atender sus necesidades de mujer. Fuese como fuese, M. pudo descubrir como era su rutina; como le había bastado con bajarse los pantalones y la braguita amarilla hasta los tobillos, y tras tumbarse en el sofá, dedicarse no más de 3 minutos de caricias, mirando al techo, buscándose el placer en sus adentros, saboreando en sus dedos sus propios flujos, hasta estallar en un necesitado orgasmo. Se levantó, se limpió la entrepierna con una servilleta de papel, se acomodó la ropa, y salió por la puerta rejuvenecida y aliviada.

Dada la considerable distancia desde que la cámara enfocaba la estancia, y dada la no demasiada calidad de aquella diminuta lente, ciertamente aquellos videos siempre le supieron a poco. Era habitual en alguien tan exigente como él esperar siempre más de todo, y aunque había intentando por todos los medios conseguir una cámara de mucha mejor resolución, ninguna podía ser ocultada con tanto esmero como aquella otra.

Era una pena que en aquellos videos no pudiese verla de un modo mucho más nítido, que no pudiese hacer zoom sobre la imagen sin que esta se distorsionase, para apreciar mucho más de cerca su cuerpo. Lamentablemente la prudencia no permitía arriesgar más de lo necesario, hasta que en una ocasión, hace no mucho tiempo, M. se atrevió a ir un paso más allá.

Hacía un par de semanas que S. había decidido apuntarse al gimnasio, y los Martes, tenía clase de spinning poco después de la hora de cierre, de modo, que llegaba siempre con el tiempo más que justo. Para ir adelantando, prefería traerse la ropa en una bolsa, cambiarse allí mismo, en el reservado de la oficina, y salir disparada nada más cerrar, o incluso unos minutos antes si el trabajo lo permitía.

Cuando oyó a ambas hermanas conversar sobre esta nueva actividad, M. comenzó a pensar en todas las oportunidades que se le iban a presentar.

Ya el primer día, M. aprovechó la escapadita del café de media mañana, para fisgonear en aquella bolsa y descubrir el atuendo que S. traía preparado. Delicadamente doblada en la bolsa, encontró una de esas mallas de licra con colores rellamantes, uno de esos sujetadores deportivos a juego, y en el fondo, dentro de una de las zapatillas de deporte, junto a unos calcetines limpios, un finísimo tanga negro, que intuyó M. evitaría marca alguna en tan ceñida malla. Por arriba de todo, como protegiendo, una sudadera de algodón para completar el conjunto.

Tras aquel primer día, donde obviamente la cámara oculta había conseguido confirmarle a M. el ritual del cambio de ropa, tras aquel primer orgasmo que experimentó al verla enfundándose en aquel atuendo, M. no quiso desaprovechar la ocasión.

Discurrió toda la semana acerca del mejor modo de captar mejor las imágenes de su fetiche, y al Martes siguiente, en un arrojo de atrevimiento y sin pararse demasiado a evaluar los posibles riesgos, procedió. Era frecuente que su esposa, A. se marchase un par de horas antes que ellos dos para ir adelantando la atención de los niños. Aquel día no fue diferente. Poco antes del cierre de la oficina, cuando S. apuraba los últimos papeles de su mesa, dispuesta a salir unos minutillos antes, como de costumbre, M. entró al cuarto de descanso, sacó su iPhone del bolsillo, tuvo la precaución de silenciarlo, y tras activar la cámara de video lo introdujo en la caja de galletas que estratégicamente había colocado encima de la mesa, no sin antes, claro está, haberle hecho un pequeño orificio, discreto, en la justa posición a la altura donde coincidía el objetivo del teléfono.

Aquella caja de galletas allí olvidada, en absoluto llamaba la atención. De hecho, era su ubicación más habitual.

Aunque la grabación ya estaba en marcha, M. consideró que sería más seguro supervisarlo todo en tiempo real. Gracias a una aplicación instalada en su terminal, podía controlarlo remotamente desde el ordenador del despacho, viendo en todo momento lo que la cámara enfocaba y grababa.

Volvió a su mesa, espero a que S. se marchase a cambiarse, y sudando presa de la excitación, abrió su móvil en la pantalla del ordenador.

S. entró en el cuarto, cerró la puerta como de costumbre -esta no tenía cerrojo-; no pasaba nada. Sabía que M. conocía que se estaba cambiando. Sabía que no entraría. No sabía todo lo demás.

Como era de esperar, se desvistió; primero la parte de abajo, despojándose del pantalón y las bragas. Se aseó con una toallita que para decepción de M. guardó nuevamente en su bolso, en lugar de tirarla a la papelera. Se vistió el tanga, azul marino en aquella ocasión. Se despojó de la camisa, del sostén y mientras se ponía un poco de desodorante M. permanecía extasiado por la nitidez de lo que estaba viendo. Su cuñada desnuda en alta resolución. Grabada a escasos centímetros de distancia.

Huelga contar nada más. Imaginaréis que este ritual se repitió semana tras semana, lamentablemente no por mucho tiempo, pues como era de esperar S. se cansó del deporte al poco tiempo, pero aquellas escenas alimentaban al oscuro pasajero del modo que él requería.

M. recurría a aquellos videos de cuando en vez, se masturbaba viéndolos, fantaseando, repasando hasta el más mínimo detalle de la anatomía de S. quien a esas alturas del partido, ya nada debía dejar a su imaginación.

Pensaréis amigas lectoras, e insisto en lo de lectoras porque seguramente cualquier varón que nos lea se reconocerá perfectamente en esto que estoy contando, que M. es un enfermo. Lo dudo. Que en absoluto quiere a su mujer si es capaz de todo esto. Rotundamente falso. Hacía tiempo que M. había aceptado a su oscuro pasajero. No lo juzgaba ni lo cuestionaba. Había aprendido a convivir con él. Simplemente era eso, o al menos era lo que él se repetía a fin de justificarse.

Había que reconocer también que el haber podido conocer esos aspectos tan íntimos de su cuñada, habían ido generando un nuevo tipo de sentimiento hacia ella. No os cofundáis, en absoluto hablo de amor, o deseo afectivo de ningún otro tipo. Simplemente ahora podía verla con mejores ojos, con más afecto si cabe, simple y llanamente le tenía más cariño. No vamos a decir que la atracción sexual por ella hubiese desaparecido, ni mucho menos, pero con el paso de los años, aquellos jueguecitos comenzaban ya a saberle a poco. Una vez más, la condición humana del que nunca termina de conformarse.

LA LLEGADA DE E.

Los años siguieron pasando, M. se casó con A, tuvieron a su primer hija, más tarde vino el segundo, el negocio seguía manteniéndolos... todo continuaba en una cotidiana normalidad, permitiéndose el oscuro pasajero alguna que otra licencia, luchando M. por mantenerlo a raya. Nada fuera lo que cabría esperar.

Hace ahora cosa de cuatro años más o menos, en una tarde de poco trabajo, sentando en su despacho, M. recordaba con cierta nostalgia aquellos tiempos de los contactos furtivos en las salas de chat. Pensó que aquello habría pasado de moda hasta el punto de desaparecer, pero una consulta rápida a Google le demostró lo contrario. El chat todavía tenía su público.

Aquella tarde pasó un buen rato recordando lo gratificante de aquel juego, rememorando como alguna de las salas que el frecuentaba hacía años todavía seguían activas. Tal vez con menos público que antes, pero seguían estando ahí.

A aquella tarde siguieron algunas que otras, y durante algún tiempo, el chat se convirtió nuevamente en el hábitat donde dar rienda suelta al oscuro pasajero. Las cosas eran algo distintas hoy en día, o tal vez el distinto fuese M. Obviamente no pretendía ningún encuentro real, pero a M. le costaba encontrar a alguien a la altura de lo que él esperaba.

Aquello comenzaba a resultar anodino. Había olvidado las horas de tedio antes de conseguir la ansiada pieza. Cuando por fin conseguía captar la atención de alguna chica en una sala privada, la mayoría de las ocasiones, tras la habitual pérdida de tiempo con preguntas triviales, todo terminaba en un "bueno, me tengo que ir... encantada de haber charlado contigo" y topicazos como "-¿Qué haces? - "Nada, aquí pasando el rato"-

La mayoría de los días M. volvía a casa pensando que aquello era una pérdida de tiempo. Tal vez todo fuese muy distinto hoy en día, o como antes decía, tal vez el distinto fuese él.

Cuando había suerte, terminaba congeniando un poco más. Celebraba emocionado cuando encontraba a alguien de conversación mínimamente inteligente, alguien capaz de articular frases de más de 4 o 5 palabras seguidas y que transmitiese un cierto interés en aquella conversación. Uno de aquellos días conoció a E.

En aquel primer encuentro, debieron pasarse un par de horas chateando. Desde el primer momento M. se dio cuenta de que ella era distinta.

Sin hablar de cosas mundanas, ambos empezaron a conocerse. Lo suficiente como para despertarse un interés mutuo.

El tiempo pasó volando y los compromisos aguardaban en casa. Llegaba el temido momento de la despedida, y el pensar que aquello no tendría continuidad.

Ella quiso ofrecerle su teléfono o e-mail, pero él, apostando fuerte, a sabiendas del riesgo que supondría, le aconsejó que no lo hiciese. Le propuso que confiase en que el destino volvería a hacerles coincidir en la sala de chat. No quedaron en día ni hora concreta, simplemente, esperaban volver a coincidir. Ella aceptó el reto.

A los dos días, ahí estaban nuevamente, uno enfrente al otro, celebrando el encuentro, como si realmente ninguno de los dos lo esperase ansioso. Aquel segundo día siguieron profundizando, el oscuro pasajero comenzaba a hacer acto de presencia, fue arrastrando a E. hacia su terreno, comenzaron a hacerse mutuas confidencias, le propuso que siguiesen con aquel juego, ella también lo deseaba. Llegada la hora de despedirse, M. le dio instrucciones concretas.

Ya habían dejado claro lo que ambos esperaban de aquello. Su "relación" estaría amparada bajo el total anonimato. En ningún caso intercambiarían información alguna que pudiese delatar aspectos de su vida real. Aquello era un juego, una relación de sus álter egos, un escarceo virtual que nunca delataría a sus dos protagonistas.

Él la advirtió de que no le facilitase su e-mail personal. Hubiese sido muy fácil seguir el rastro y terminar conociendo aspectos de su vida real. Le aconsejó crearse una nueva cuenta de e-mail, y desde ella escribirle a la dirección que previamente él había dispuesto para tal fin. Ella agradeció el consejo. Lo interpretó como una señal de confianza. Al día siguiente, ella le escribió un e-mail. Ahora ya podían quedar el uno con el otro sin tener que confiar en la casual coincidencia.

Aquello supuso el comienzo de un intercambio de e-mails. Una vuelta a los orígenes, pero ahora en formato digital. Nuevamente aquella adolescente ilusión, el recuerdo de aquellas morbosas confesiones, aquellas epístolas lujuriosas, fetichistas, apasionadas. M. y E. fueron afianzando el juego, ambos esperaban ansiosos el siguiente movimiento.

En ocasiones charlaban en directo en la sala de chat a la que ambos se conectaban a la hora previamente acordada. En ocasiones, cuando las agendas no permitían sincronizarse, se entregaban al otro en aquellos e-mails furtivos. Todo un ejercicio de descubrimiento, propio y recíproco, en el que se hablaban con franqueza, sin tapujos, sin reparos, sabiéndose seguros ante el anonimato que ofrecían aquellas reglas acordadas desde el principio.

Actos onanistas al calor de aquellas palabras. Jueguecitos subidos de tono con los que el uno retaba al otro. Que sí me gustaría que hoy fueses a trabajar sin bragas, para que sintiéndote expuesta ante tus compañeros de oficina te acuerdes de mi; que si me gustaría que te hicieses una paja ahí en tu oficina, mientras tu mujer o tu cuñada están en el despacho de enfrente. Morbo, fantasías, el revoloteo de eso que llaman mariposas en el estómago.

E. había querido dejar clara una condición indispensable desde el principio. Nunca, bajo ningún concepto, aquello supondría el mostrarse físicamente al otro. Estaba dispuesta a ofrecerle su alma, pero no su cuerpo. A M. le pareció correcto. Ambos aceptaron los términos del acuerdo al comienzo de su relación, y desde aquel día, no se volvió a hablar del tema.

Durante el año largo que duró este affaire , M. fué leyendo entre líneas. En alguna que otra ocasión, E. había hecho mención a aspectos concretos de su anatomía. Él era un caballero, ella lo sabía y agradecía el gesto. No era necesario ponerlo encima de la mesa, pero estaba claro que E. no se sentía del todo a gusto consigo misma. Un cierto sobrepeso arrastrado desde la infancia habían hecho de E. una mujer un tanto insegura. Probablemente no había tenido una infancia fácil; M. imaginaba.

Sabían ambos que no era un caso extremo el de ella. En absoluto. E. era una chica atractiva. Tal vez no el canon de belleza que muchos esperarían de una mujer, pero sin duda atractiva. Era más bien un problema de falta de autoestima, de confianza herida. Ello le impedía a E. disfrutar más de su cuerpo.

Había tenido novios, había disfrutado del sexo en pareja, pero en sus palabras y en sus actos se respiraba siempre esa sensación de inseguridad. M. simplemente lo respetaba.

Encuentro tras encuentro, esos temores se fueron relajando, pero no en demasía. Ella siempre insistió, y él aceptaba resignado, en que nunca le enviaría ningún tipo de foto erótica, ni se prestaría a tener cibersexo con él delante de la webcam. Le abría eso sí, de par en mar su mente, su ingenio, su fantasía. Eso era lo que ambos compartían y a ambos les parecía bien.

Nunca habían hablado por teléfono, por aquello de la privacidad, ni habían conversado de viva voz. Solo la palabra escrita.

El día de su cumpleaños, M. quiso hacerle un regalo especial. El e-mail enviado aquella mañana, le daba instrucciones muy precisas. Cuando estuviese sola en casa, tranquila, con tiempo para dedicarse a ella misma, podría continuar leyendo aquel correo. Él se lo envió confiando en ella, sabiendo que tan solo leería hasta aquella primera estrofa, y que efectivamente aguardaría para leer el resto a poder hacerlo en las condiciones oportunas. Así lo hizo ella.

Cuando E. retomó la lectura de aquel correo, fue siguiendo las indicaciones que en él se detallaban. Se desnudó, se tumbó en su cama, comenzó a acariciarse tímidamente mientras se empapaba de las palabras de M. y bien entrada la conversación, cuando ella ya se sentía derretida de placer, M. le ordenaba abrir el archivo adjunto.

Una grabación de voz le presentaba a ella a su enigmático amante. Descubrió su timbre en aquel instante, su tono, su modulación, allí desnuda, mientras se masturbaba. Las palabras de él le susurraban al oído obscenidades, le invitaban a fantasear, le marcaban el tempo, le mandaban frenar, la apuraban y finalmente la acompañaron al orgasmo. Ella se corrió escuchándolo a él.

Aquello supuso un punto de inflexión. Ella seguía padeciendo aquella suerte de inseguridad y aunque la negativa a no mostrarse físicamente se mantenía vigente, sí se relajó un poco el nivel de cumplimiento. Quería complacer sus deseos de ver, no tan solo de imaginar; sin atreverse a mostrase sí aceptó enviarle alguna que otra fotografía que le ayudase a hacerse una imagen más real de todo aquello. En una primera ocasión le envió una foto de su rostro; simplemente de su rostro. Él correspondió de idéntico modo y por fin ambos se pusieron cara. Después vinieron algunas fotos más, discretas, sutiles. Una foto de sus manos, otra de su dormitorio en donde podía apreciarse el sillón de orejas, tapizado en terciopelo verde, junto a la ventana, donde más de una y más de dos ocasiones se había masturbado -tal y como le había confesado- leyendo sus escritos. Le envió también en una ocasión una foto de su vibrador pocos segundos después de haber sido empleado en darle placer, y -volviendo una vez más a los orígenes- una foto de una maquinilla de afeitar recién usada, todavía con restos de vellos y espuma, caída en el bidet donde poco antes ella había querido acicalarse para él.

No sin tener que hacer un gran esfuerzo por salir de su zona de confort, accedió a enviarle una foto de un conjunto, sujetador y braguita de ella, dispuestos con esmero encima de su cama. Faltaba el cuerpo de ella en su interior. Era lo máximo que estaba dispuesta a ofrecerle.

Ya más adentrada la relación, se atrevió a enviarle una foto suya de cuerpo entero, totalmente vestida -eso sí- posando junto a algún monumento que M. no supo reconocer en alguno de sus viajes por Europa. La foto, estratégicamente escogida, había sido tomada un frío día de Invierno, y en ella aparecía E. a lo lejos, predominando en la escena aquella especie de iglesia, ataviada con un cálido plumífero que difuminaba cualquier rastro de su silueta.

No era necesario nada más. M. había sido capaz de formarse una imagen mental más o menos realista de ella. Por más que intentaba aportarle confianza, por mucho que decía que sí, se sentía atraído por ella, que disfrutaría enormemente perdiéndose en la voluptuosidad de sus formas, ella no terminaba de creerlo.

Tal vez fuese el haber llegado a ese punto insalvable, o tal vez fuese la consecuencia natural de algo que no podía ir más lejos, pero ambos comenzaron a percatarse de que aquello ya no era como al principio. Cada vez costaba más encontrar tiempo libre para dedicarle al otro, cada vez los correos eran más escuetos, más espaciados en el tiempo. Un día hablaron. Los dos eran conscientes de ello. Tuvieron una última y sincera charla, como las que hacía semanas que no tenían. Se reconocieron mutuamente lo bonito que había sido aquello, lo tan enriquecedor que había sido para ambos. Se desearon la mejor de las suertes y se despidieron sin mirar atrás.

LOS RELATOS.

Paralelamente a lo largo de todo aquel tiempo, M. había ido cultivando otra afición para satisfacer las necesidades de su oscuro pasajero. Le aburría el porno. Simplemente era eso. Le aburría. Lo que sí disfrutaba un poco más era de la lectura de alguno de los relatos eróticos que publicaban muchas webs de temática especializada. Todorelatos era una de sus favoritas.

Hacía ya algún tiempo que se había animado a escribir un relato, y tras leerlo para sí, se decidió a publicarlo. Las valoraciones tan positivas, y algún que otro comentario felicitándolo por su trabajo, le reconfortaban y enchían de satisfacción.

A aquel primero sucedió un segundo, y después un tercero. Aquella época era un no parar de ideas en su cabeza, una suerte de todo vale para dar espacio al oscuro pasajero que vivía en él. Con él.

Aquellos primeros escritos le servían para dar rienda suelta a su oscuro fetiche, a su platónico deseo, a su víctima voyeur. Su cuñada S. Intentando no resultar monotemático, exploró otras vías, otro tipo de deseos y anhelos. La dedicación que le requería el oficio de escribir era cada vez mayor. Su cabeza ardía en deseos de buscar tiempo para ello, su oscuro pasajero lo presionaba para hacerlo, el tiempo material para ello era escueto, sobre todo desde que había sido padre.

La presión autoimpuesta para cumplir con sus objetivos de escritura comenzaba a influir más negativamente que el placer que le brindaba el acto de escribir. El público, tampoco ayudaba demasiado.

Se decía para sí mismo que escribía para él, no para los demás. Que no le importaba que tras horas y horas, y más horas pensando en el relato, en escribirlo, en revisarlo, y volverlo a reescribir, miles y miles de personas terminasen leyéndolo, fantaseando con él, dándose placer incluso, y que fuesen contadísimas aquellas que se dignaban en dedicarle unas palabras de gratitud en forma de comentario añadido.

El sistema de valoraciones de aquella web tampoco era excesivamente justo ni eficaz, bastaba con que algún ingrato calificase como malo un relato, para que automáticamente bajase la puntuación media de este y por consiguiente, fuese condenado al ostracismo hasta el fin de los días. Una vez dejaba de aparecer en los primeros resultados del listado, si no mantenía una puntuación excelente, inevitablemente terminaría sus días como un simple legajo.

Nada de eso le importaba, o al menos se decía M. a sí mismo para consolarse, pero poco a poco comenzaba a cuestionarse si realmente valía la pena tanto esfuerzo. Disfrutaba escribiendo sí, pero habría preferido hacerlo empeñado en otra causa. Dirigiéndose a un objetivo más concreto, con el cual sentirse correspondido, con el cual hubiese algún tipo de interacción.

Fantaseaba con que alguna ávida lectora, asidua también de aquella web, terminase interesándose por M, queriendo saber algo más de él, presentándose, cayéndose bien el uno al otro.

Fantaseaba con encontrar en aquel foro un alma gemela, una nueva partenaire para aquellos juegos que tanto le gustaban. Sabía que tenía mucho que ofrecer. Sabía que podría valer la pena. Durante gran parte de su vida se había estado entrenando. Estaba en plena forma.

Las reglas del juego eran muy cómodas. Total anonimato y la aceptación de cualquier límite que se quisiese dejar establecido. Mucho placer, mínimo riesgo.

Quería pensar que si publicaba un relato sincero, ingenioso, donde contaba del mejor modo posible su historia, la de su oscuro pasajero, donde ponía las cartas encima de la mesa desde el primer momento todo podría ser más fácil. A estas alturas de la vida, ya no tenía ganas de perder el tiempo con tanteos previos. Sabía lo que quería, sabía lo que podía ofrecer y tan sólo esperaba que apareciese en escena la compañera de juegos apropiada. Entre los miles y miles de personas que seguramente acabarían leyendo aquel relato, era más que probable que estuviese ella. La nueva inicial que daría comienzo al nuevo capítulo.

Confiaba en recibir un mensaje a través del sistema de notificaciones de la propia web. En él, la hasta aquel entonces desconocida lectora se presentaría rápidamente, le dedicaría algunas palabras de introducción, y le invitaría a escribirle a esa dirección de e-mail anónima, que recién habría creado para él. M. estaba comprometido a intentarlo, a corresponder el gesto, a mover ficha.

Si aquel plan no daba el resultado esperado, lamentablemente sería el final. M. y su oscuro pasajero habían estado hablando largo y tendido sobre ello. Él ya no podía seguir proporcionándole todo aquello que le demandaba; no si no encontraba alguien que le ayudase.

Aquella podría ser su última aventura juntos. Si salía bien, volverían a casa con el ánimo renovado y dispuestos a seguir dando la batalla. En caso contrario, los dos viejos camaradas se despedirían cansados, orgullosos de todo lo que habían compartido y guardando entre ambos aquella ingente cantidad de oscuros secretos.