Despedida de soltero

Un grupo de amigos acude a una despedida de solteros. Dos de ellos acabarán descubriendo, sumergidos en la absenta, que la vida se cambia con hechos y no con palabras.

DESPEDIDA DE SOLTERO

1 – Aquel extraño conocido

Me encontré con mis amigos Julián y Ciro, que me esperaban en la esquina por donde salía del trabajo. Desde que los vi, supe que querían darme alguna noticia. Cuando Inma tuvo el desgraciado accidente que la apartó para siempre de nuestro lado, no mucho tiempo antes, allí me esperaron para darme la mala nueva.

Observé enseguida una amplia sonrisa en sus rostros y ninguna preocupación. Parecía que, si venían a avisarme de algo, no se trataba de un acontecimiento que me fuera a amargar el día. Me apresuré para acercarme a ellos:

―¿Novedades? ―pregunté con cierto temor sin dejar ver mi incertidumbre.

―¡Eh, Dani! ―exclamó Julián bajo la mirada sorpresiva de Ciro―. Qué bien nos conoces. Ni tenemos tu nuevo número de teléfono ni había tiempo, así que este es el sitio seguro para encontrarte.

―¡Vamos, larga! ―inquirí―. ¿Algún mal rollo?

―Que yo sepa no ―intervino Ciro―. Una invitación a una fiesta es una buena sorpresa, ¿no?

―Depende ―farfulló Julián conociéndome mejor―. Hay fiestas… y fiestas. ¿No has hablado con Marcos?

―No. Sabes que, aparentemente, me rehúye.

―Sé de sobra lo que pasa entre vosotros ―musitó acercándose―. No me vengas ahora con el cuento de que no puede verte.

―¿Qué coño le pasa a Marcos ahora?

―Hmmm… ―pensó un poco y Ciro nos miró confuso―. Te dije que se va a casar, ¿no? Pues, como es viernes, ha organizado esta noche una despedida de soltero.

―No pensarás que, estando el día como está, me vaya con vosotros a una fiesta que no me seduce nada…

―No seas así, Dani ―interrumpió Ciro―. Que esté lloviendo y haga frío no es un impedimento para hacer una fiesta, porque será en su casa.

―¡Encima, en su casa! ―gruñí―. ¿Alguien le ha preguntado si le hace mucha ilusión que yo aparezca en su fiesta? ¡Tengo mejores cosas que hacer!

―¡Espera! ―protestó Julián agarrándome del brazo al ver mis intenciones de irme―. Me ha pedido a mí, personalmente, que… te ruegue que asistas.

Me paré en seco. Marcos, desde que supo por Julián que yo estaba enamorado de él, se había comportado como un cerdo conmigo y, como las cosas del amor son tan irracionales, seguía perdidamente loco por él, eludiéndolo tanto como me eludía a mí. Había una diferencia sustancial entre decirle a Julián, quizá por compromiso, que me invitara, a que le dijera que me rogara que asistiera.

Le pedí permiso a Ciro para hablar con Julián en privado, aunque sabía algo; nos alejamos un poco de él y quise aclarar la situación:

―Vamos a ver, capullo ―le susurré tras el grueso tronco de un árbol―. Eso de que te ha rogado que asista es de tu cosecha, ¿verdad?

―No, Dani, créeme. Me ha llamado por teléfono para decírmelo sin que lo sepa nadie. Bueno… Ciro sabe algo; poca cosa. ¿Sabes lo que es rogar, no? No me dijo que te invitara; me dijo que te convenciera, y me lo pidió por favor. Lo que os traéis entre manos me importa un carajo, pero insistió en que fuera yo el que te lo dijera. ¡Me ha pedido que se lo prometa!

Me retiré del lugar para acercarme a Ciro y Julián me siguió angustiado. Quizá pensó que iba a decirle cuatro cosas que, con seguridad, iban a crear un mal rollo entre nosotros. Durante los pocos pasos que di hasta él, tuve tiempo de sobra para recapacitar. Ese tipo de llamadas de Marcos, que ya las había hecho aunque con otras intenciones, eran bastantes claras. Pedirle a Julián, por favor, prometiéndoselo, que yo asistiese a su despedida de soltero, era un mensaje muy claro, tal vez, de reconciliación. No iba a perder nada por tomarme unas copas con ellos si pensaba casarse en pocos días y desaparecer del mapa con su flamante esposa; de esa manera, iba a ser más fácil para mí olvidarlo de una vez.

―¡Yo no sé nada! ―prorrumpió César dando pasos hacia atrás sin dejar de mirarme―. No me meto en la vida de los demás. Tus motivos tendrás…

―¿Piensas que la culpa de todo esto es mía? ―me serené antes de seguir hablando―. Marcos tiene su vida y yo tampoco me meto en ella. Él es el que no quiere verme ni en pintura… ¡Sus motivos tendrá!

―No me lo parece… ―tartamudeó inmóvil―. Tú tienes una buena amistad con Julián; Marcos y yo también. Me lo cuentan todo. Te juro que Marcos quiere que vayas, pero no me preguntes por qué.

Me vi en un dilema. En otras circunstancias hubiera bastado con declinar la oferta, sin embargo, si me lo pedía Julián porque se lo había rogado Marcos, cambiaba todo. Era como una cadena de intermediarios. Uno se había comprometido con otro y el otro me pedía un compromiso. Bien. A fin de cuentas, lo más malo que podría pasar era que tuviera que dar media vuelta e irme a dormir a casa. Lo iba a pasar mal de todas formas; por una cosa o por otra:

―¿A qué hora empieza la fiesta?

―Te recogeremos esta tarde, Dani. Iremos los tres en mi coche.

2 - En casa del enemigo

A las ocho de la noche, lloviendo bastante, al final de una jornada muy desapacible, les esperaba en la puerta de casa, no muy lejos de donde íbamos a reunirnos.

En poco tiempo vi las luces de un coche haciéndome señales. Julián, con su flamante Quashqai, paró justo delante de mí, de tal forma, que sólo tuve que tirar de la puerta para no seguir mojándome. En la parte trasera viajaba Ciro, que me saludó efusivamente, vestido con el buen gusto que le caracterizaba. Comenzamos a movernos lentamente. No había demasiado tráfico para ser un viernes. Ya lo había imaginado porque hacía una noche de perros. Si se trataba de quedarse en la lujosa casa de Marcos, sin salir a ningún sitio a cenar, todo iba a ser bastante más cómodo de lo que imaginé en un principio.

Marcos, un jovencísimo arquitecto ejemplar desde hacía poco más de dos años, estaba siguiendo los pasos de su padre, que tenía por costumbre diseñar complejos urbanísticos de última generación. En el solar de una antigua fábrica que no muchos años antes había dejado de estar a las afueras de la ciudad, tenía uno de esos apartamentos. Estuve allí con Julián el mismo día que se habló de mi pasión por él. No me echó de su casa; nos invitó a los dos, «amablemente», a que la abandonásemos.

Bajo un enorme voladizo de hormigón muy iluminado, estaba el aparcamiento de la urbanización cerrada. No nos haría falta usar el paraguas hasta llegar a su casa porque todos los paseos y pasillos que deberíamos recorrer tras cruzar la portería, estaban cubiertos en invierno por marquesinas que se plegaban automáticamente. Las luces se iban encendiendo a nuestro paso y las indiscretas cámaras de vigilancia rotaban inapreciablemente para seguir nuestro camino. Los árboles de los alrededores, entre los distantes edificios, estaban iluminados desde el césped dejando ver una fina neblina producida por la lluvia. Finalmente, subiendo en aquel ascensor de alta velocidad que tan poco me había gustado la otra vez, llegamos a su planta, frente a su puerta.

Se oyeron risas y golpes al abrirse la entrada, cuando sólo unos segundos antes nos pareció que no había nadie en aquel lugar. Dos amigos suyos, a los que no tenía el gusto de conocer, salieron dispuestos a ir a comprar algo que faltaba.

Julián se acercó, miró adentro y nos hizo señas para que le siguiéramos.

―¡Cerrad la puerta, que se oye todo! ―gritó desde dentro una voz lejana.

Al pasar el ancho e iluminado recibidor, abrimos más la puerta al salón y observé atolondrado que no había más de cinco amigos; ocho en total, contándonos a nosotros, y si no iba a aparecer nadie más.

Marcos se nos acercó sonriente saliendo de la cocina. Me miró como si mi presencia allí fuera todo un deseo cumplido, se arrimó a Julián para darle disimuladamente las gracias, estrechó el brazo de Ciro con amabilidad y se paró ante mí con su característico movimiento de ojos bajos, como si se sintiera arrepentido de algo.

En tan solo un segundo, reviví el momento primero en que lo conocí. El mismo Julián me lo presentó en una fiesta de fin de curso y creí que aquella misma mirada que estaba viendo era el signo de algo más que la alegría de conocer a alguien que le gustaba. Me equivoqué, por supuesto. Marcos reaccionó siempre así conmigo, sólo conmigo, pero no era lo que yo había imaginado y deseado porque, cuando le comenté a Julián mis sentimientos por él y se enteró, una sensación de pánico le invadió, hasta el punto de huir de mi presencia en cuanto me veía; sin entrar en detalles de las lindezas que me dijo.

Seguía siendo el chico de mis sueños y, una rarísima mezcla de amor y repulsa que me asaltó otras veces, volvió a apoderarse de mí. Su mano, en un movimiento muy lento, se levantó para estrechar la mía. Seguía conservando el mismo corte de pelo elegante, sus ademanes refinados, misteriosos y encantadores, y su voz grave y masculina. Como si no hubiera pasado el tiempo ni hubiese habido choques entre nosotros:

―¿Qué tal? ―preguntó como si nada―. Te agradezco que hayas venido. Es una noche importante para mí.

Contesté con un leve gesto, dejándole ver que no había trazas de rencor y, al momento, me tomó del brazo y se dirigió a Julián:

―Vamos a abrir boca ―nos dijo―. ¿Qué os apetece tomar para empezar? ¡Hay de todo! Mene y Vito han ido a por pizza; parece que no pueden pasar sin ella.

―Nada de comer, de momento, ¿no? ―le contestó mirándonos―. ¿Os apetece una cerveza?

―Un buen vino, mejor ―me dijo Marcos entusiasmado―. No es época de cerveza fría. Tengo un exquisito reserva de 2007. ¿Apetece?

―¡Claro! ¡Apetece! ―contestó Ciro, que cataba esos caldos tan poco como yo.

Sin soltar mi brazo, cruzamos el espacioso salón del apartamento hasta una mesa preparada para vinos, cervezas y refrescos. Un camarero de mediana edad, experto en bebidas según pude comprobar, nos sirvió un vino suave y afrutado que podía beberse sin que uno se diera cuenta de que tendría sus efectos más tarde.

―Poneos cómodos ―comentó Marcos cuando tuvimos llenas unas lujosas copas―. No habéis venido aquí para lucir los trajes, sino a pasarlo lo mejor posible. Podéis dejar los abrigos, las chaquetas, la corbata y todo lo que os estorbe, encima de la cama. Sentíos como en vuestra casa.

Julián hizo señas a Ciro y se dirigieron al dormitorio. Me quedé a solas con mi curioso enemigo observando cómo cuchicheaban los demás sentados cómodamente en el salón.

―¿No vas a quitarte esto? ―preguntó sacudiendo el nudo de mi corbata―. Vas a tener calor dentro de unos minutos.

―¿Es lo único que se te ocurre decirme? ―pregunté con buen humor y sin querer míralo a los ojos.

―No es eso, Dani. Acabamos de encontrarnos después de algún tiempo y estoy seguro de que te sientes incómodo. Es lo primero que deberíamos evitar. Cuando nos adentremos en la noche, poco a poco, nos iremos contando todo eso que no nos hemos dicho en mucho tiempo. No quiero que te sientas mal, porque yo me siento feliz de que hayas aparecido por esa puerta. ¿Te cuesta olvidar lo malo vivido?

―¡No, no! No es eso, Marcos. Sé que haces lo que puedes para romper el hielo. Ahora debes darme tiempo a mí para reaccionar, ¿vale?

―¡Claro que vale! ―soltó unas risitas mientras golpeaba mi espalda ligeramente―. No creas que esto va a ser tan fácil para mí. Al menos… he derribado la barrera que construí entre nosotros, por eso deberíamos ir retomando nuestra amistad poco a poco. ¿No crees?

Asentí. No vi ningún asomo de resentimiento en sus gestos ni en sus palabras. Tenía que esperar, tal como dijo, a que la noche me fuera dejando ver por qué, de pronto, había decidido romper esas barreras.

―¡Ven! ―susurró tirando de mí―. Ya han salido esos dos del dormitorio. Vamos a quitarnos lo que sobra…

3 - Las incómodas compañías

Me hizo pasar al dormitorio, el único del apartamento aunque de tamaño desproporcionado, para que me quitara todo lo que pudiera impedirme disfrutar de una agradable velada. Mis amigos ya habían salido de allí dejando sus prendas de abrigo. No esperaba que cerrara la puerta y, ese gesto, además, me hizo ponerme en guardia. Retiró un poco la ropa que ya había sobre su enorme cama, tan ancha como larga, y me mostró el sitio para dejar las mías:

―No vamos a salir a la calle ―dijo indiferente―, así que puedes quedarte en mangas de camisa… Como si quieres ponerte un pijama.

―¡No, no tanto! ―tuve que interrumpir unas risas―. No has preparado un pijama party , ¿verdad? No me imagino de tal guisa delante de tus amigos.

―A esos les da todo igual ―respondió con cierto misterio―. No creo que debamos asustarnos de nada que pueda ocurrir en una fiesta de este tipo. Hay gente que hace locuras; y eso ya no me gusta demasiado.

―Lo sé. Siempre has sido poco tolerante, incluso contigo mismo.

―Sí ―asestó dejándome desarmado―, pero ahora no es «siempre».

―¡Comprendo! Voy a quedarme en mangas de camisa. No tengo calor.

―No tienes calor, de momento, Dani. La calefacción está bastante fuerte y, en cuanto bebas unas copas…

―Sabes que no bebo mucho, Marcos. ¿Cuándo me has visto borracho?

―Nunca, es cierto ―insistió―, pero hoy tampoco es… «nunca».

Me era imposible colegir las intenciones del temido amigo, así que decidí guardar las distancias:

―¡Ya está! Me quedo así. Vamos afuera.

Nos reunimos en el salón, donde se contaron todo tipo de anécdotas, hasta que llegaron los de la pizza. Marcos había preparado una cena excelente ―la había encargado a una empresa de catering― en una mesa de lujo. Aquellos dos parecían preferir algo más… corriente.

Hizo todo lo posible para que no pudiera eludir sentarme a su lado y, como si todo fuese un plan bien trazado, Julián quedó frente a nosotros: el irremediable intermediario que no dejó de llenarme la copa cada vez que bebía un trago.

El camarero de las bebidas y dos camareras que sirvieron la cena, se acercaron a pedir permiso a Marcos para retirarse:

―¿Necesita alguna cosa más el señor? ―preguntó la mayor de ellas.

―¡No, no, gracias! Pueden marcharse.

A partir de ese momento, y ya pasadas las doce de la noche, la fiesta fue cambiando a pasos acelerados hasta cerca de las tres de la madrugada. Me sentí algo mareado cuando acabó la cena, lo suficiente como para tomar medidas. Como ellos sí estaban bebiendo bastante y yo esquivé casi todas las copas que cayeron en mis manos, pude apreciar, con total claridad, cómo iban cambiando de carácter todos los invitados… Marcos no tanto.

―¿Lo pasas bien? ―me preguntó en cierto momento de barullo.

―¡Mucho, mucho! ―fingí haber bebido algo más―. No sabía que te montabas estos jolgorios tan interesantes.

―No suelo montarlos ―respondió levemente tocado, aunque no mucho, por el vino reserva y por el enésimo whisky con cola que se estaba tomando―. Estas fiestas son cosa de estos tíos. ¡Qué le vamos a hacer! Ellos las montan con tías y otros lujos.

―Bueno ―quise mostrarme frío―, cada uno se divierte como puede, ¿no? En una despedida de soltero, que yo sepa, no entran las mujeres…

―¡Exacto! ―habló con misterio y cierta intriga―. Al menos en esta no entran. Por eso he preparado esta fiesta. Creo que la vida me va a cambiar.

―Espero que a mejor, Marcos. Te lo deseo en serio. ¡De verdad!

Cerró la conversación con una mueca y se acercó a uno de los amigos que, de tanto beber, empezaba a ser un tanto molesto. Se dirigió al que estaba a su lado, que se levantó deprisa para ir al dormitorio y, volviendo conmigo, hizo un comentario suelto:

―¿Ves? Empieza a funcionar el alcohol, precisamente, de la forma que menos me gusta. El amigo se lo va a llevar a casa antes de que caiga en coma etílico.

Me quedé donde estaba, de pie en una esquina, oyendo la música que inundaba aquel ambiente. Estuve conversando un rato con Julián y otro rato con Ciro, que no habían bebido demasiado tampoco y estaban pensando en retirarse ya a sus casas.

―Cuando queráis ―les dije―. Me voy con vosotros porque ya se espera poco de esta fiesta.

―Habrá que ir poniéndose la ropa ―apuntó Ciro―. En la calle no se está tan bien como aquí.

Cayó entonces uno de los que se había comido pizza. El otro, con la cara blanca como el mármol, lo cogió casi a hombros para llevarlo a vomitar al baño y, al salir, lo dejó en el sofá como dormido y fue a por la ropa.

4 ― Una luz detrás de la puerta

Marcos volvió a acercarse a mí con una bandeja de pequeños pastelillos de muchos colores:

―¿No te apetece uno? ¡Habrá que endulzarse la noche…! ¡Digo yo! ¡Ven, ven! ―Hizo gestos con la mano libre―. Vamos a la cocina, que quiero que veas algo.

Le seguí la corriente. Tampoco era el momento más apropiado para evitar estar a solas con él. En todo lo que habíamos hablado aquella noche, no apareció la más mínima señal de rechazo hacia mí. Creí ver que había olvidado lo que supo sobre mis sentimientos hacia él y la seguridad que le daba tener a la vista una boda en toda regla.

―Abre el frigorífico ―balbuceó señalándome la puerta de arriba, desde la entrada a la cocina―. Busca una botella de agua con una etiqueta verde. ¡Allí, allí!

No me pareció nada extraño, así que me acerqué al frigorífico, abrí la puerta que me dijo y busqué la etiqueta verde. Sí, allí había una botella con una etiqueta de color oscuro, pero no era de agua porque, entre otras cosas, tenía dibujado un curioso letrero donde ponía «extra liquor».

―¿Esta? ―me volví a preguntarle justo cuando cerró la puerta de la cocina.

―¡Esa! ―masculló―. Ponla ahí en la mesa. He cerrado, ¿sabes? Esta gente ha dejado la música demasiado fuerte.

―Por lo que veo ―seguí hablando como si hubiera bebido algo―, estos apartamentos están muy bien aislados acústicamente. Has cerrado la puerta, y parece que ya no hay nadie ahí afuera. ¿A que sí?

―¡Pillín! ―bromeó acercándose a mí señalándome con el dedo―. Los materiales de ahora hacen maravillas. Estas paredes no son de pladur ni de ladrillo rasilla. Están hechas a mala leche. ¡Ops! No me gusta decir palabrotas.

―Aquí está la botella ―La volví para viese claramente la etiqueta―. Me parece que no es de agua.

―No ―se colocó a mi lado hablando en voz baja y pausadamente―. No, no, no, señor. No es agua. Es un licor fuerte. Absenta. ¿Sabes un secreto? ―Lo miré con cierta desconfianza y bastante temor―. El vino que has estado bebiendo, no tiene alcohol. Si se bebe fresco, no se puede distinguir de otro, a no ser, claro está, que seas un experto enólogo o un sumiller.

―Y eso significa…

―Significa simplemente que estás fingiendo estar borracho. No has bebido otro vino más que ese después de la cena… Y yo también.

―Está claro ―acababa de descubrir su trampa―. No estoy borracho. Nada en absoluto. Tú sí llevas ya unos cuantos whiskies con cola y se te nota.

―¿De verdad? ―cambió inmediatamente el tono de su voz―. ¿Quién te asegura que le he echado whisky a este vaso de cola? ―Me mostró el vaso lleno con hielo y refresco, poniéndolo un poco en alto y girándolo bajo la luz.

―¿Esto va a ser una broma de mal gusto? ―respondí erguido haciendo intención de salir al salón―. Espero que no te columpies conmigo a estas alturas.

No se movió del sitio donde estaba y, al salir al salón, vi la misma luz encendida que se veía por la ventanilla de la puerta de la cocina. Pero ni había nadie, ni había música:

―Marcos, por favor ―balbuceé―. No sé cuáles son tus intenciones, pero me estás asustando. Si es eso lo que pretendes… ―Miré alrededor―. ¿Dónde… dónde están estos?

―Supongo… que cada uno estará ya en su casa. No temas ―Soltó el vaso en la mesa―. ¿Quieres café o prefieres una copa de licor? Los dos estamos completamente sobrios. Nos vamos a sentar un rato a charlar. ¿Te importa?

―¿Tengo otra salida? ―no quise parecer disgustado―. No puedo irme a casa andando estando la noche así. Hablemos, si es eso lo que quieres.

―Primero, siempre que te apetezca, claro, vamos a brindar con una copa de esto ―Me mostró la botella de la etiqueta verde―. Puede que la primera copa te sepa rara. Luego saborearemos otra, ¿de acuerdo?

―Me apetece. Echa un par de ellas. Creo que voy a necesitarlas.

―Yo también.

El licor, preparado en unas copas especiales y con un curioso ritual, bebido casi de un trago la primera vez, era de color lechoso y sabor algo amargo y anisado, muy fuerte. Sabía de sobra que la absenta estaba prohibida en algunos países al ser considerada una droga alucinógena y, sin embargo, la bebí con él. Sentí sudores y seguridad al ver que la tomábamos los dos.

―¿Otra? ―me preguntó al acabarla―. La he traído en exclusiva de Alemania. Yo también la bebo, no te preocupes…

―Me preocupa, sinceramente. ¡Échala!

―Si lo prefieres ―insistió―. Aviso a la portería para que te llamen un taxi. Yo lo pago.

No respondí. En el fondo, me apetecía tomar aquello y hablar a solas con él y conocer de primera mano cuáles eran sus intenciones.

Luego, se acercó lentamente a la cafetera y buscó unas cápsulas para mostrármelas, cuando empezaba a notar una extraña sensación agradable. Me acerqué a él ―que estaba encantador como pocas veces―, y le pedí que me pusiera algún café poco cargado. Colocó las tazas, pulsó el botón y se volvió hacia mí apoyándose en la encimera y cruzando los brazos:

―¿Sabes? ―comenzó a hablar como si diera una clase magistral―. Pienso que a estas alturas ya deberías saber qué locura está ocurriendo. Julián es un buen amigo pero también un buen mensajero. Siempre que he querido que supieras algo, se lo he contado a él. Por ejemplo, cuando me interesaba que supieras cómo me iba con Teresa o que ya tenía planes para la boda.

―Sí. Sé todo eso…

―¡Por supuesto! Lo sabes porque yo se lo he dicho, no porque sea cierto.

Lo miré casi con espanto. Posiblemente, por lo que decía, había estado usando a nuestro amigo con algún fin que estaba a punto de conocer.

―¡Ts, ts, ts, ts, ts! ―negó rotundamente lo que sabía que estaba pensando―. No es lo que piensas. No me gusta engañar a nadie, Dani. Él sabe perfectamente por qué hemos venido hoy aquí, a esta fiesta, y por qué le insistí en que tenías que venir. Si hubieras decidido no acudir, no habría habido reunión. Me explicaré… ―Se volvió a tomar las tazas de café y me entregó una bien caliente―. Durante la cena, para animar un poco el ambiente, se ha servido vino con alcohol, por supuesto. Pensaba que Julián no iba a intentar que bebieras tanto. Quizá pensó que eso ayudaría a que habláramos. Lo del vino y la cerveza sin alcohol también lo sabía, es más, tanto él como Ciro han estado bebiendo lo mismo que tú. Bastaría, como ellos mismos me sugirieron, que hiciera algo que les diera una pista para dejarnos solos…

―¿Estaba todo planeado?

―No soy un buen planificador, si no hablamos de arquitectura. Fue Julián el que sugirió que, cuando te ofreciera unos dulces, ya al final de la fiesta, te trajera a la cocina con alguna escusa. No ha sido mala idea lo de la absenta, ¿no crees? ―seguí oyendo sin abrir la boca como si flotara en el aire―. Ahora toca ya hablar en serio sobre lo que nos ha traído aquí. ¿Nos sentamos en el salón?

Todo lo que decía era muy coherente y serio. En ningún momento me pareció prepotente o que tuviera otras intenciones. Caminamos hasta el sofá y se sentó a mi lado clavando su mirada en mis ojos. Agachó la vista al darse cuenta:

―En el fondo soy un verdadero desastre, Dani. Lo primero que debería haber hecho era pedirte perdón. Cuando supe, aquí mismo, lo que sentías por mí, me sentí muy mal. Había estado demasiado tiempo lanzándote miradas a ver si tú me decías algo. ¡Nada! Cuando lo vine a saber, acababa de comprometerme con Teresa.

―Tuviste muy mala reacción. No me pidas ahora que me olvide de todo lo que has hecho y has dicho.

―Por supuesto que no. Eso no quiere decir que no me arrepienta. Me he equivocado desde el mismo instante en que te conocí. Al comprometerme y preparar la boda… tengo que despedirme de ti, ¿no?

Me puse de pie inmediatamente soltando la taza en la mesita y notando, aún más, el efecto del licor. Vi en sus palabras, sin ningún género de dudas, cuáles eran los siguientes planes. No era la primera vez que algún reprimido se casaba para esconder sus verdaderos sentimientos y los amigos le preparaban antes de la boda un polvo con otro amigo. Para eso, tenía que conseguir inhibirme. ¿Drogarme tal vez? No estaba dispuesto a pasar por aquella situación.

Me dirigí corriendo al dormitorio, guardé la corbata en un bolsillo y me puse la chaqueta y el abrigo antes de salir. Me detuve un instante al llegar a él. Quería observarlo sólo un segundo antes de desaparecer de su vida definitivamente:

―Pídeme un taxi, por favor ―le dije con amabilidad.

―Por supuesto ―Dejó la taza en la mesa, se levantó y se acercó a la salida.

Lo seguí en silencio y, cuando descolgó el teléfono que comunicaba con la portería, tiré de la puerta para salir al pasillo. Ya a allí, esperé a que hablara:

―Buenas noches. Necesito un taxi, por favor… Sí, para dentro de unos minutos.

Colgó, me miró en silencio como había hecho tantas veces y se llevó la mano a la boca aguantando el llanto. Tenía que saber qué le pasaba.

5 – Una mala compañía

Allí delante, en la tremenda soledad, estaba encorvado dando hipidos. No sabía bien si me había equivocado o era el licor y me acerqué a él:

―¡Vamos, Marcos! ―le susurré abrazándolo sin demasiado entusiasmo―. No eres el único que se ve en este tipo de compromisos. Ya verás como la vida te va bien. ¿No querías que cambiara?

―¿Qué es lo que hecho mal? ―balbuceó con dificultad y moqueando―. He sido sincero con ella. Jamás la he engañado y nunca lo voy a hacer. Hablamos hace ya algún tiempo y supo que yo no… ―Me miró de cerca con los ojos encharcados―. Llegamos a un acuerdo, Dani. No la engañé, te lo juro. Ella lo supo todo y lo aceptó. Suspendimos la boda.

―¡Espera, espera! ―hablé en voz baja para volverme a cerrar la puerta―. Vamos al sofá. Necesitas un trago de ese café caliente. No más licor. Quiero que me cuentes las cosas en su orden. Me estás confundiendo desde el principio, Marcos…

Lo ayudé a sentarse en el sofá, comprobé que su café seguía estando caliente y puse la taza entre sus manos:

―¡Anda! Bebe un poco y te sentirás mejor. No entiendo demasiado bien que un arquitecto sea alguien tan inmaduro como para no saber explicar, cronológicamente y sin mucha complicación, qué es lo que está pasando.

―Me bloqueo con estos temas ―se quejó tras tomar un sorbo.

―A ver si he entendido bien… ―me senté a su lado para hacer un resumen―. Le has dicho a Teresa que no quieres casarte, ¿es así? ―asintió―. Y esta fiesta de despedida de soltero no es más que un burdo paripé para no tener que decir que todo se acabó…

―No es así ―susurró―. No doy explicaciones de todo lo que hago a todos mis amigos. Julián sí lo sabe. Faltaban pocos días para esta celebración, que ya estaba preparada, y creí que podría convertirla en… una fiesta de bienvenida. Para ti. Julián me aseguró que, aunque estabas muy disgustado, seguías sintiendo lo mismo por mí. Le pedí que te convenciera para vinieras y… aquí estás. Lo siento. Me he equivocado.

―No del todo, amigo ―le susurré también mientras ponía mi brazo por encima de sus hombros―. Tal como dijiste antes, ahora hay que ir poco a poco. No se pueden cambiar los planes de un momento al otro. Tómate ese café. Te veo cansado, así que voy a desnudarte y a meterte en la cama. Mañana hablaremos.

―¿Te vas? ―exclamó con estupor― ¡No puedes dejarme solo!

―No voy a dejarte solo. Voy a acostarte. Dormiré en este sofá, que es bastante cómodo.

―¡Ni hablar! Yo dormiré aquí.

―Ni una cosa ni la otra, Marcos ―el licor me había inhibido―. Tienes una cama para un ejército. Tú te acuestas en un flanco y yo en el otro. ¡Vamos!

Lo levanté tirando de su brazo y lo tomé por la cintura para llevarlo a la cama. Se sentó en el lado que parecía preferir y, agachándome, desaté los cordones de sus zapatos y se los quité. Luego, sin mirarlo siquiera, tiré de sus calcetines:

―¡Venga, tío! Vete quitando los pantalones y lo demás.

Me acerqué al armario, lo abrí y me puse a rebuscar entre sus ropas:

―¿Dónde tienes el pijama?

―No ―respondió confuso―. Nunca uso pijama. Ahí hay uno azul por si quieres usarlo tú. Abajo.

―No. Tampoco uso pijama ―le fui hablando mientras daba la vuelta a la cama quitándome la ropa―. Ponte cómodo… y a dormir. Mañana podemos hablar de todo esto. A ver si consigo ponerme al día.

Observé que se había quedado sentado con los calzoncillos y la camiseta, tiré mi ropa sobre una silla y me acerqué a él para levantar la colcha, tomar sus pies y meterlo en la cama. Luego, quitándole importancia a la situación, volví a darle la vuelta al enorme lecho para acostarme en el otro extremo. Levanté la colcha y metí las piernas:

―¡Eooo! ―bromeé―. Vamos a tener que mandarnos a un mensajero para comunicarnos. ¡Qué lejos estás!

―Sí, es verdad ―respondió entre risas entrecortadas―. Es la primera vez que se mete alguien conmigo en esta cama.

―¿Qué me dices? ―me incorporé para mirarlo, allí al otro lado―. ¿Y Teresa? ¿Nunca os habéis acostado?

―Preferiría no hablar de eso, Dani. Digamos que… nunca se ha acostado en esta cama, ¿vale?

―Vale ―seguí hablando ya recostado―. Todas las luces se han quedado encendidas, Marcos. Si me dices cómo apagarlas…

―No hace falta ―contestó seguro―. Se apagarán solas en cuanto pasen unos minutos. Si no te importa, me gustaría dejar la lamparita para leer encendida.

―¡Claro! No me molesta la luz, es para… ahorrar energía. Como estamos en las antípodas vamos a tener que gritar ―aproveché aquella frase, el estado mental en que me hallaba y la coyuntura para ir reptando bajo las sábanas acercándome a él.

―¿Qué haces? ―preguntó enseguida.

―Me acerco a ti para hablar hasta que nos durmamos. Nada más. No me apetece hablar a voces.

―¡Espera! ―se asustó―. Debo oler a tigre. He sudado mucho esta tarde y esta noche.

―¿Te preocupa? ―inquirí con astucia―. Sólo me estoy acercando a ti para no gritar. Si lo prefieres, me vuelvo a mi esquina.

―¡No! ―contestó inmediatamente, mirándome y cogiendo mi mano por debajo de la cobertura.

―Voy a quedarme a tu lado de todas formas, así que ya puedes ir haciéndote a la idea. Yo también debo oler a tigre, supongo.

Nos miramos en silencio. Sus ojos volvieron a caerse al encontrarse con los míos, pero no soltó mi mano. Me incorporé un poco, lo miré fijamente y me dejé caer despacio para besarlo un solo instante en la mejilla:

―¿Es esto lo que te asusta?

―No me preocupa. Esperaba que hubiera podido pasar antes.

―¡Si no ha pasado nada! ―bromeé―. Sólo ha sido un beso de buenas noches.

―¿Y vas a esperar mucho para que pase algo?

―Tú dirás si quieres seguir esperando.

No. No quería esperar más. Tiró de mi mano, me volví hacia él y comenzamos nuestro primer y largo beso. La noche de despedida parecía comenzar a convertirse en una improvisada e inesperada luna de miel o una oscura aventura.

Sus manos se posaron en mi espalda y comenzó a gemir. Pensé que iba a ser yo el más sorprendido por lo que estaba pasando y no fue así. El dulce aroma de su piel, mezclado con el del licor, me estaba haciendo alucinar conforme iba aumentando la fuerza en sus movimientos.

No pensaba dejar que todo se quedase en unos besos y unas caricias, así que fui dejando caer mi mano por su espalda para acercarla hasta sus nalgas. Se me adelantó. Su mano se fue directamente a mi entrepierna, comprobó que estaba duro como el hormigón y tiré toda la cobertura al suelo para quedarnos al descubierto. Allí, ante mis ojos, en el momento en que todas las luces del apartamento se apagaban lentamente, observé incrédulo, por primera vez, el cuerpo con el que tantas veces había soñado.

Tiró de mis calzoncillos y me incorporé para quitármelos, quitarle los suyos y la camiseta, y arrojarlo todo al suelo para quedarnos completamente desnudos. Nos observamos con curiosidad, sonrió y me la cogió con cuidado para acariciarla sin dejar de mirarla:

―Pensé que esto nunca iba a pasar ―musitó―. Es lo mismo que ocurre cuando se empieza una casa sobre unos malos cimientos: cuanto antes se destruya, antes puede empezarse a construir firmemente. He perdido tanto tiempo por imbécil…

―Yo también, Marcos. No es que me hayas ayudado mucho, pero te podría haber forzado a aclararte. Llegué a creer que me temías por ser gay.

―Nunca. Sabes que desde el principio te miraba con deseo. Lo malo es que yo no he nacido para esto.

―¿Ah, no? ―le fui hablando despacio mientras me dejaba caer sobre él―. Yo no sé si he nacido para esto y no me importa. Lo único que sé, seguro, es lo que siento. Y eso lo sabes.

―Me toca a mí, entonces, ¿no? En realidad, ya lo sabes. Es verdad que mañana podemos seguir aclarándolo todo. Ahora, tal como estamos… ―Miró disimuladamente nuestros cuerpos desnudos y unidos―, ¿tengo que decirte lo que pasa por mi cabeza?

―¡Deja, deja! No es el momento de hablar. Sé que no te gustan las palabrotas, así que mejor… usa las manos ―Apreté con fuerzas su cintura y lo besé.

6 - Encuentros

No entramos en una noche de sexo duro, aunque sí de euforia desbocada. Ninguno de los dos estábamos preparados para un encuentro así y, como dos imbéciles, nos limitamos a besarnos, acariciarnos y masturbarnos. Eso sí, nuestro primer asalto duró mucho.

Cuando desperté con la luz que entraba por la ventana, me encontré solo y desnudo en una parcela de aquel vasto campo de batallas. Me levanté por donde me había acostado y, al notar un cierto malestar por haber bebido, me acerqué a mirar por la ventana, que llegaba hasta el suelo. Oí su voz a mis espaldas desde la puerta:

―¿Sabes que si pasa alguien por la calle te va a ver así?

―¿Te preocupa eso?

―No. A mí no me preocupa.

Se me acercó secándose los cabellos con una toalla y rodeado por otra:

―No he querido despertarte, Dani. ¿Sabes que roncas?

―No ―me hizo sentirme algo incómodo―. Lo siento.

―Déjate de tonterías. Roncas suavemente y me he sentido muy acompañado. Ya que estabas aquí, no podía dejarte escapar. Al final fuiste tú el que diste el primer paso. Ahora, ya puedes pasar a la ducha. En el armarito hay toallas. Usa el gel que más te guste.

No me dio tiempo a contestarle con un beso, como deseaba, porque sonó su teléfono, que aún estaba en el bolsillo de la chaqueta.

―¡Vaya! ―exclamó―. ¿Qué querrá Julián a estas horas?

―¿Y cómo sabes que es él?

Se apresuró a contestar:

―Dime. ¿Llegasteis bien? […] ¡Claro! Ven cuando quieras… ―lo vi preocupado cuando cortó―. ¡Dice que viene! ¿Qué vamos a hacer?

―¿Tanto te importa? ―Me acerqué a él insinuante para tirar de su toalla y dejarla caer al suelo para que quedase desnudo―. No creo que se asuste porque me encuentre aquí contigo. Tonto no es…

―Me corta que sepa que te has quedado toda la noche ―farfulló―. Es como decirle claramente que… nos hemos acostado.

―Me parece que, aunque me fuera ahora mismo, no lo ibas a engañar. Se lo has ido diciendo tú mismo.

―¡Venga, dúchate ya! ―me dio prisas―. Tenemos que estar vestidos cuando llegue.

―Voy… ―Acaricié su miembro, fresco por el agua, que caía levemente, como aquellos que había visto tantas veces en las estatuas romanas, pero más suave y blandito.

Cuando salí de la ducha, liado en una toalla, oí el timbre de la puerta y me miró preocupado:

―¿Ves? Has tardado mucho. ¡Te va a ver así!

―Está bien… Me voy al dormitorio a ponerme algo. No creas que me voy a poner hasta la corbata, ¿eh?

Me estaba poniendo los calzoncillos limpios que me dejó, cuando oí hablar a Marcos con Julián y con Ciro. Esa visita no la esperaba. Corrí a ponerme la camiseta y me asomé a la puerta.

―¡Hola, Dani! ―me gritó Julián desde afuera―. Sal tal como estés que no somos gilipollas.

Me sentí un poco raro. Me miré de arriba abajo y decidí salir a saludarlos en calzoncillos y camiseta:

―¿Qué os trae por aquí?

―Venimos a echaros una mano para recoger todo este desastre.

―¡Qué tontería! ―exclamó Marcos―. El lunes viene la mujer a limpiar…

―¿Todo… bien, esta noche? ―inquirió Julián insinuante.

―Todo bien, gracias ―intervine―. Ya pasó la despedida de solteros que habíais preparado, ¿no? ¿Cuándo será la tuya?

―Quizá pronto ―respondió sonriente mirando a su acompañante―. Cuando Ciro se decida.

―¡Eh! ―gritó Marcos muy contento―. ¡Pasad! Esto hay que celebrarlo.

Julián, el pobre amigo que habíamos tenido de mensajero para nuestros insultos y otras delicadezas, le había estado contando a Ciro, para desahogarse, todo lo que nos iba pasando. En algún momento de aquella misma noche, cuando nos vieron juntos al fin, se confesaron el uno al otro que se gustaban. ¡Qué vida más difícil y cuánto rodeo!