Despedida de soltera

Dos meses antes de mi boda descubro por fin a la puta que hay en mí.

Recuerdo que fue el mismo año de mi boda. Supongo que a mucha gente le asaltan las lógicas dudas antes de contraer matrimonio. Al fin y al cabo, estás a punto de unirte a una persona de por vida, a compartirlo casi todo, sentimientos, intimidad... y creo que es algo de lo que tienes que estar bien segura.

Tengo que reconocer que yo no lo estaba. No es que no quisiera a Andrés, el que hoy es mi marido, estoy convencida de que es el hombre de mi vida, pero en aquel momento me asaltaban serias dudas, producto de la lógica incertidumbre de la que os he hablado.

Como digo, aquel año, el nerviosismo y las vacilaciones propias de mi inminente boda, jugaron un papel primordial en todo lo que ocurrió. Andrés había sido mi único novio y también mi único amante. En el fondo, creo que la perspectiva de esta monogamia de por vida, me parecía una situación excesiva. Era como si mi subconsciente me estuviera alertando de la larga lista de placeres que me estaba negando por el paso que iba dar. En cualquier caso, yo no me hacía esta reflexión conscientemente. Eso fue algo que surgió después, mucho después.

Los meses previos a la boda había como un pacto implícito según el cual nos dábamos un poco más de libertad el uno al otro. Como si quisiéramos gozar más libremente de los últimos momentos de independencia. Yo salía mucho más con mis amigas de toda la vida y, la verdad, fueron momentos de diversión intensa.

En unas fiestas de un pueblo de la costa que ahora mismo no recuerdo cuál era, conocimos a unos chicos de Barcelona. Era en Semana Santa. Pasamos juntos gran parte de la noche sin que ocurriera nada. Tan sólo unos besos y algún magreo inocente. Sin embargo, aquello fue suficiente para despertar en mí un deseo, más bien una curiosidad, que no había sentido nunca hasta entonces. Insisto en que ahora veo claro que mis dudas ante la boda tuvieron mucho que ver en todo ello. Begoña, mi mejor amiga, se encaprichó con uno de aquellos chicos y no descansó hasta que me convenció para que les devolviéramos la visita aprovechando un fin de semana largo.

Como soy incapaz de negarle nada, nos metimos un montón de kilómetros para visitar a unos chicos que eran casi unos desconocidos para nosotras. Recuerdo que llegamos a Barcelona un viernes por la noche. Ya nos estaban esperando y después de dejar nuestras cosas en el hotel y arreglarnos un poco, salimos de marcha con ellos.

En el caso de Begoña la situación estaba más que clara. Había venido a lo que había venido y no tardó mucho en desaparecer de mi vista. Así que yo me quedé sola con uno de aquellos chicos, que no era precisamente el más guapo de todos ellos y que, tras un par de copas, (yo apenas bebo alcohol) debió de decidir por su cuenta que una chica con novio formal que hace tantos kilómetros ha de tener un punto de niña mala, o de puta como supongo que él estaba pensando, que no podía dejar de aprovechar. Así que dejó los preámbulos a un lado y en una de las ocasiones en que íbamos en su coche a otro pub se dedicó a meterme mano con el mayor descaro. Lo más sorprendente no fue que se tomara esa libertad. Lo más sorprendente fue que yo no hice nada por evitarlo, y como estaba un poco bebida le facilité la labor abriendo un poco las piernas.

Estaba claro que esta situación no hizo sino alimentar su idea de que yo era lo que él pensaba, es decir, una putita. Recuerdo que incluso me lo llegó a llamar, a lo que yo me limité a responder con una risita tonta. Al comprobar mi actitud decidió que lo mejor era no perder más el tiempo y puso rumbo al hotel.

Jamás en toda mi vida me habían tratado así. Era una mezcla entre asco y desprecio. Realmente me estaba tratando como algo sucio, como una auténtica puta. Yo no estaba acostumbrada a ese tipo de trato. Soy lo que se dice una niña bien, como ya os he dicho, no había estado con otro hombre más que con mi novio y con él el sexo había sido siempre una experiencia dulce y muy delicada.

Pero aquel chico había decidido que yo era una cualquiera. Al menos tuvo el detalle de definirme como puta de lujo, porque según él tenía un tipo estupendo y vestía con mucho estilo. Qué sabría él, él sí que era todo un patán. Bueno, pues aquel patán ordenó, y digo bien, porque su tono no dejaba lugar a dudas, ordenó a esta putita de lujo que era yo, que le chupara el pene nada más entrar a la habitación del hotel. Aquello fue el remate de toda una noche de trato despectivo. Ahí es donde yo debía haber reaccionado y tenía que haber puesto a aquel patán en su sitio. Sin embargo recuerdo que sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo y se centró precisamente entre mis piernas. Sin decir nada, me arrodillé y me apliqué a la labor de chupársela con todo el esmero con que fui capaz, puesto que aquella era la primera polla que me metía en la boca. A Andrés nunca se la había chupado.

Cuando estaba a punto de correrse hice amago de retirarme, pero entonces él me agarró firmemente con ambas manos y me obligó a tragarme todo su esperma. Cuando vio mi mueca de asco me hizo un gesto de reprobación, dándome a entender que tenía que ser más obediente. Tonta de mí, le sonreí. Entonces se tumbó un rato, encendió un cigarrillo y yo me acurruqué en su regazo como si aquel patán fuera el hombre de mi vida. Pasados veinte minutos, sin moverse de donde estaba me dijo: "desnúdate". Yo obedecí. Luego me obligó a que le desnudara a él y entonces me folló. No volvió a decir ni una palabra.

Cuando terminó empezó a vestirse y al ver que yo iba a hacer lo mismo me dijo: "no, tú no". Obedecí y me quedé tumbada desnuda. En aquel momento llamó por teléfono, pero yo estaba demasiado aturdida como para enterarme de con quién hablaba. Al rato llamaron a la puerta. Él fue abrir y reconocí a otro de sus amigos. Entonces me dijo: "ahora vas a ser una putita obediente y vas a hacerle otro trabajito a mi amigo". No recuerdo lo que dije, pero les quedó claro que iba a ser su putita obediente. Aquella noche pasaron seis patanes por mi cama y con todos tuve una actitud sumisa y amable. Ni uno solo se preocupó por mí o de preguntarme cómo estaba. Estoy segura de que la mayor parte de ellos estaban convencidos de que yo era una auténtica puta. Ahora estoy segura de que fue aquella sensación, la de la humillación de ser tratada como una puta, la causante del estado de excitación en el que me encontraba al final de la noche. Jamás en toda mi vida he vuelto a tener una sensación parecida.

Me casé con Andrés dos meses después. Él nunca supo nada de aquello. En la cama siguió siendo el amante atento y delicado que siempre había sido, pero cuando necesito buscar algo que realmente me encienda de deseo, cierro los ojos y transporto mi mente a aquella noche. No he vuelto a ser la misma desde entonces.