Desórdenes

La naturaleza, pese a ser sabia -o eso dicen-, de vez en cuando se descuelga con algún que otro desorden.

A los trece años, en el colegio, los compañeros me llamaban Toulouse. Por Toulouse Lautrec, el pintor, que padecía elefantiasis en el miembro. Tenía veintidós centímetros de pene, y aún no había dado el estirón. Me lo llamaban porque tras las clases de gimnasia acudíamos a las duchas y yo no sabía cómo esconder aquello. Se reían de mí. Al principio me daban pena, por lo pequeñas que eran sus pollas. Después descubrí que el problema no eran las suyas, sino la mía.

En las vacaciones entre octavo de EGB y BUP di finalmente el estirón de marras. Mi madre consiguió un certificado médico que me dejaba exento de hacer gimnasia. Me cambiaron de colegio para evitar las burlas de mis compañeros y andaba siempre con una cinta que me sujetaba el miembro a la pierna, con pantalones anchos. Aparte del roce en los muslos, conseguí adaptarme bastante bien. No dejó de crecer y cuando intenté masturbarme por primera vez, con quince años, los treinta y dos centímetros de erección que alcancé me provocaron un desvanecimiento.

Lo peor no fue que me encontrara mi madre tirado en mi cuarto sujetándome aquello: lo peor fue el tener que explicar qué había pasado y su porqué. No podía masturbarme y, obviamente, ni hablar de andar con chicas. No se puede decir que tuviese una adolescencia muy feliz. Quizá el sexo no sea lo más importante en la vida, pero cuando estás incapacitado para ello -y justamente por exceso- adquiere una importancia mayúscula. En la época en que todos mis amigos hablaban de lo largas que tenían las pollas y organizaban concursos de pajas, yo me sonrojaba y me quedaba al margen. Más de una vez pensaron que era un residuo de mi anterior colegio, pues era religioso. Pasé de ser conocido como Toulouse a ser conocido como Curilla.

Cuando cumplí los veintitrés años cambió mi vida. Conseguí un buen empleo porque, dado que poco entretenimiento tenía que me separase de los estudios -mi dificultad con las amistades, mi carencia de ningún tipo de atadijo sentimental que me restara tiempo...-, mis notas en la carrera fueron excelentes. Como economista, se me rifaban. Pude emanciparme. Lo mejor de todo: los médicos dijeron que comenzaba a estabilizarse mi problema y que, quizá, podría llevar una vida normal. Tenía ya cuarenta y cinco centímetros sin erección.

Iba a revisiones todas las semanas, los jueves. Naturalmente, no iba al seguro. La Seguridad Social no paga este tipo de cosas. Iba a una clínica de enfermedades venéreas -aunque la mía no lo era- y disfunciones sexuales -aunque yo no tenía porque, sencillamente, no podía funcionar en absoluto.

Un jueves llegó Eva. Coincidimos allí y se sentó a mi lado. No pasamos del "buenas", porque casi todos los que íbamos a aquella consulta teníamos algo que ocultar. Aquélla era frígida, aquel otro, adicto a la masturbación, el de más allá no podía mantener una erección más de dos minutos... Estaba el que por una noche de putas se pasaba tres meses con penicilina, el que nada más penetrar a su mujer ya la había llenado de leche... Yo no le pregunté a Eva qué la llevaba por allí ni ella me lo preguntó a mí.

Casualmente empezamos a vernos todos los jueves. Ella tendría veintialgunos, como yo. Éramos los únicos de esa edad: había adolescentes con sus madres y adultos quizá felizmente casados y casadas. Comenzamos a hablar, puesto que las revistas tampoco nos interesaban demasiado. Al final, cogimos confianza. La suficiente como para saber yo que Eva tenía problemas para ser penetrada y ella que yo tenía problemas de erección. Le dije eso porque, sin ser toda la verdad, tampoco era mentira. Para mí, una erección suponía un serio problema, al perder riego cerebral a una velocidad espantosa... casi tan espantosa como espantoso era el monstruo que nacía entre mis piernas.

Se decidió a ir al médico cuando el novio la dejó, al intentar hacer el amor con ella y no conseguirlo.

  • Vaya un amor que te tenía, ¿no?
  • Yo sí que le amaba.
  • Era un imbécil, Eva. No sientas que te haya dejado, porque te mereces algo mejor.

Comencé a salir con ella, en plan amistad. Llevábamos varios meses de tratamiento, cada uno de lo nuestro y, la verdad, veía que no superaba lo del novio. Yo tenía un buen trabajo y, estando soltero -y lo que me quedaba de soltería- y célibe (aunque no voluntariamente), tenía dinero para gastar. Así que decidí gastarlo en ella: la llevaba a cenar a buenos restaurantes, nuestras copas raramente nos las sirvieron de garrafón... Digamos que llevábamos un tren de vida envidiable. Por otro lado, ella también trabajaba y, aunque su sueldo era más modesto que el mío, le daba para mantener un piso, comer todos los días, ir bien vestida, fumar Marlboro... Que tampoco podía quejarse, vaya...

Una noche, mientras apuraba mi segundo vaso de Lagavulin y ella daba cuenta del suyo de Glennfarclas, me propuso conocer su piso. Eva me gustaba, a esas alturas. Era simpática, tenía buena conversación y un paladar envidiable para el whisky. Lo único malo era que fumaba rubio. Intenté pasarle a mis Gitanes sin filtro, pero nunca superó la primera calada.

  • Hay que ser muy hombre para fumar esto -me dijo-. Aunque por tu problema igual pienses que no lo eres, lo eres: te lo digo yo.

"Si tú supieras mi problema... No soy muy hombre... Soy muchos hombres, si nos atenemos al tamaño", pensé. Normalmente no hablábamos de nuestros problemas sexuales, pero a veces caía algún comentario. Sin malicia. Es normal, porque era lo que realmente nos había llevado a estar juntos. Acepté ir a su piso.

Tenía una botella de Glennfiddich, y decidimos darle unos cuantos viajes. Estábamos en el sofá, charlando despreocupadamente con nuestros vasos en la mano, y entonces lo dijo:

  • Me estoy dejando una pasta en las consultas y no avanzo nada.
  • ¿Cómo?
  • Que no me arreglan el problema. A veces pienso que tiene que haber alguna otra solución, aunque no sea tan científica, aunque sea un poco más...
  • Un poco más, ¿qué?
  • ... no sé... Más racial, quizá.
  • ¿Racial? Vaya... Curioso término...
  • ¿Sabes? Había pensado...
  • ¿El qué?
  • No, mejor no te lo digo. Vas a pensar que soy una...
  • ¿Qué voy a pensar que eres?

Se le notaba nerviosa. Supongo que también me había cogido aprecio, y por eso le costaba hablar de ese tipo de intimidades, porque no quería perderme, no sé si como amigo o como algo más.

  • Vas a pensar que soy una guarra - dijo casi en un susurro, bajando los ojos hacia su vaso.
  • Nunca pensaría eso de ti, Eva. Eres una mujer fantástica y lo sabes -la reconforté pasando un brazo por sus hombros, estrechándola contra mí. Un abrazo siempre viene bien, y más si viene de un amigo-. Puedes decirme sin temores qué has pensado, que no pasará nada.
  • Bueno... Había pensado que quizá tú y yo podríamos curarnos juntos...
  • ¿Curarnos juntos?
  • Escucha: a ti no se te pone dura... -eso es lo que ella había pensado cuando le dije que tenía problemas de erección- ... y a mí me cuesta que me follen... Pero lo cierto es que mi novio no perdió ni diez minutos en excitarme para que lubricase, y que desde que voy al médico he hecho muchos avances excitándome con un consolador... Lo que pasa es que... Bueno, igual me pongo nerviosa o algo, y me cierro. Tú me haces sentir muy bien, contigo estoy tranquila y, si tú quieres, yo podría intentar que se te pusiera dura y después...
  • Ojalá fuera verdad y pudieras curarme... -pensé en voz alta.
  • Claro que sí.

No lo pensó dos veces y se puso de cuclillas delante de mí, llevando sus manos a mi cinturón.

  • Espera, Eva...
  • Si lo piensas mucho no vale... Seguro que lo logramos...

Me desabrochó el cinturón. Yo no sabía qué hacer. Decidí esperar.

Al bajarme los pantalones -seguían siendo anchos- descubrió mis calzoncillos, más largos de lo normal, anchos también.

  • Vaya, un chico clásico...

Me puso la mano en la entrepierna, encima del inicio de mi polla, y la siguió hacia abajo. No tardó en darse cuenta de que allí pasaba algo raro.

  • Dios... Pe... Pero...

Sus ojos se clavaron en los míos. La mirada que me lanzó transmitía sin palabras -ni falta que hacían- su asombro. Estaba a medio muslo y aún le quedaba un rato si quería llegar al final.

  • Dios... -repitió.

No llegó al final. Me quitó los calzoncillos y descubrió mi polla sujeta a la pierna por dos cintas.

  • Madre mía... Esto... Esto no es normal...

Las cintas estaban tirantes, porque había comenzado a llenar aquella cosa de sangre. Era la primera vez que una mujer me la tocaba, excepción hecha de mi madre y de alguna enfermera. Siempre elegí médicos hombres, para evitar desvanecimientos imprevisibles. Intentó soltar una cinta, pero la retuve.

  • Eva, cariño... -le dije. El "cariño" me salió sólo-. El problema de mis erecciones no es que no pueda tenerlas... Es que si las tengo pierdo riego cerebral y me desmayo...

Ella volvió a clavar sus ojos en los míos. Aparte del asombro, descubrí un cierto brillo que no había visto jamás en la mirada de una mujer.

  • Mira... -me dijo. Y poniéndose de pie y tomando mi mano, la llevó a su sexo-. Estoy absolutamente empapada. Creo que me puedes curar... Y respecto a lo tuyo...

Soltó mi mano y la llevó al final de mi polla. Descubrió el glande y paso su lengua por él. La presión en mis venas hizo que se soltara una de las cintas... Intenté pararla, pero con veinte centímetros de polla suelta comenzó a lamerla con más fuerza.

  • Está riquísima, mi amor -me dijo. No sé si el "mi amor" respondía al "cariño" mío anterior, o realmente me amaba. Sólo sé que era la primera vez que mi polla entraba en la boca de una mujer y que aquello era lo más placentero que me había pasado en la vida.
  • Mi vida... -seguíamos con el juego semántico- ... no sigas, por favor...

Supe que iba a seguir cuando se metió todo lo que pudo de mi polla en la boca, casi todo lo que estaba ya suelto. Comenzó a chuparla con fuerza, moviendo la piel arriba y abajo, jugando con su lengua en mi glande, que palpitaba de necesidad, púrpura y brillante.

  • Llevó mil años esperando estar tan mojada... y es la primera vez en mi vida que veo una polla así... mi amor... no sufras... esto va a ser fabuloso, y yo no pienso perdérmelo.

Se quitó su blusa y su sujetador para mí, y acerco sus pechos a mi boca. Nunca había comido una teta y fue una sensación extraña, con aquel pezón endurecido chocando con mi lengua. Me encantaba, pero sentía como la segunda de las cintas iba a saltar por los aires. Si seguía así, no tardaría en desmayarme. Se lo dije.

  • Ven -me contestó. Me levantó del sofá y me tumbó en el suelo. Puso unos almohadones al lado del sofá, de forma que hicieran una especie de rampa-. Túmbate aquí. Al estar inclinado hacia abajo, te será más fácil tener riego en el cerebro. Lo hice-. Ahora, el momento cumbre...

Se sentó sobre mi cara, ofreciéndome su sexo a través de unas preciosas bragas de encaje rojo. Veía una mancha de humedad justo donde tenía que estar ese coño que tanto costaba abrir del todo. Pasé mi lengua sobre su mancha y noté un sabor salado maravilloso, un olor muy intenso y muchísimo calor. Y eso era a través del tejido... Con las manos, aparté la tela, y quedó al aire un sexo rosado, con su monte de Venus maravilloso y un clítoris visiblemente erecto.

Sabía cómo eran los genitales de una mujer porque los había estudiado. Pero, naturalmente, jamás tuve unos reales tan cerca. Alargué mi lengua hacia su clítoris y le arranqué un gemido que atravesó el silencio de la noche. Paré de golpe.

  • ¿Estás bien?
  • Sí, mi amor... Eres fantástico...

Repetí el movimiento de la lengua y obtuve un nuevo gemido. Se puso de pie y se quitó las bragas. No tardó nada en volver a sentarse, ya completamente desnuda, sobre mi cara. Jugué con mi lengua de nuevo en aquella pequeña prominencia, rosada y dura. Empezaba a cogerle el tranquillo al asunto, y apenas me di cuenta de que había soltado la segunda de las cintas. Al rato me miró a través de sus piernas. Me dijo:

  • ¿Ves? Cuando empezaste tenías toda la cara colorada: ahora que he liberado tu polla, ya tienes mejor color...

Posiblemente la sangre se estaba distribuyendo a lo largo de mi cuerpo y, al estar boca abajo, lo que a cualquiera le supondría un exceso de sangre en la cabeza, a mí -gracias al contrapeso vascular de mi entrepierna- no me sentaba nada mal.

Comencé a tocar aquel coño que se me ofrecía, pasando suavemente los dedos sobre él. Mientras, ella volvía a meterse en la boca todo el trozo que podía de mi miembro. Sentía cómo me lo masajeaba, como lo lamía, lo chupaba... Intentaba lamerlo entero, pero tenía que parar dos veces por el camino a humedecerse los labios, pues su longitud se los secaba.

Uno de mis dedos, al rato, casi sin presión, comenzó a hundirse en la cálida cueva. Sentí cómo ella se ponía tensa. Le besé su clítoris con suavidad y le dije:

  • Tranquila, no pasa nada... Soy yo...

Se relajó y pude meterle un entero dentro. Mi dedo índice de la mano derecha disfrutó de aquel baño de humedad y de calor. Su boca se centraba en mi glande y yo le lamía de nuevo el clítoris. Sería un 69 perfecto, si no fuera porque se parecía más a una especie de 41, con ella sentada sobre mí, llevándose sin esfuerzo mi polla a su boca: no necesitaba tumbarse.

  • Te quiero dentro, mi amor... -me dijo.
  • Ten cuidado...
  • No te preocupes...

Se levantó y buscó una silla. La puso justo detrás de mi cabeza, y apoyó las manos en ella. Se inclinó hacia delante y mis manos jugaron con sus pechos. Con una mano dirigió mi polla a su coño. Puso la punta en la entrada y creí que me iba a correr sólo de sentir su calor. Ella debió notar algo.

  • ¿Estás bien, mi vida?
  • Estoy nervioso... -creo que incluso me sonrojé-. Es mi primera vez...
  • No te preocupes, cielo... -sé que ella se sonrojó-. Realmente, también es la mía...

Comenzó a apretarse contra mi polla, sujetándola unos quince centímetros más abajo. Yo sentía en la punta su presión, como queriendo abrirse pero sin lograrlo. No conseguía hundirla en ella. Volví a acariciar sus pechos una vez más. Jugué con los pulgares en sus pezones... Sentía en el glande cada vez más calor y más humedad, así que no dejé de usar mis dedos en aquellas pequeñas piedras marrones que coronaban sus tetas. Por fin, entró.

Fue sólo el glande, sólo la punta, pero esa punta estaba bañada en ella. El grito de Eva fue casi brutal. Me asustó, pero su cara me decía que no había problema alguno. Hizo más presión sobre mi polla y comenzó a entrar en ella.

  • Ufff... Mi vida...
  • Es fantástico...
  • Sí...

Siguió haciendo presión hasta que mi punta hizo tope. Intenté mover las caderas, pero gritó de dolor. Me quedé quieto y decidí que ella mandase. Subía y bajaba muy despacio por los primeros veinticuatro centímetros de polla. Sentía cómo chorreaba su humedad hasta mojar mi vello púbico. Estaba realmente excitada, de eso no cabía duda. Era un inmenso lago lo que tenía allí dentro y yo estaba bañándome en él. Agarró mi polla unos centímetros más abajo del punto de máxima inserción.

  • Eres un sueño, mi vida...

Aceleró. Subía y bajaba sobre mí. Sentía sus pechos balancearse en mis manos. Los apretaba, los pellizcaba suavemente... Comenzó a mover su mano hacia arriba, intentando meterse cada vez más cantidad de carne en el cuerpo. Yo creí que iba a explotar de placer.

Aceleró aún más. El sudor que le causaba el ejercicio me caía encima y me quemaba de tan excitado como estaba, pequeñas gotas calientes cayendo sobre mi piel. Aún intentaba meterse más de mí dentro. Casi se dejaba caer sobre mi polla, en un intento de clavársela entera...

Yo sentía un calor intenso corriendo por mi polla abajo. Aceleró aún más... Gimió, jadeó, aulló... Estaba corriéndose, y aún más calor por mi sexo, todo él empapado ya. Veía como temblaban sus brazos apoyados en la silla. Veía moverse sus pechos. Veía temblar sus muslos de placer. Sentí una llama enorme recorriendo mi miembro, pero esta vez no era por fuera, sino por dentro, y no era hacia abajo, sino hacía arriba.

Gritamos juntos cuando descargué mi semen dentro de ella, muy dentro, posiblemente más dentro de lo que nadie pueda hacerlo jamás. La oleada de placer salvaje, de calor sexual en estado puro la llevó a perder el apoyo de la silla y caer, empapada de sudor, al suelo. A mi lado. No sé hizo daño, pero se quedó mirándome como si estuviera yéndosele la vida. Había tenido un orgasmo absolutamente brutal y estaba reponiéndose. A mí me pasaba lo mismo.

  • Mi amor... Eres fantástico...
  • Tú sí que lo eres...
  • Nos hemos curado, ¿verdad?
  • Eva... Te amo...

Sacó mi polla, pringosa, empapada toda ella, de su cuerpo y se acercó a mí para besarme. Nos dimos cuenta cuando quiso acariciarme la cara.

  • Eva... ¿Qué es eso?
  • Dios... ¡Es sangre!

Me levanté a toda prisa. La erección aún no había pasado del todo y me mareé. Tuve suerte de caer, desvanecido, en el sofá. Cuando desperté, ella ya estaba vestida y me miraba con preocupación.

  • He intentado vestirte, pero no sé como te atas eso -dijo señalando mi polla-. Date prisa, por favor... Tienes que llevarme a un hospital.

Naturalmente, me vestí a toda prisa. Ella me había limpiado la polla con una esponja mientras estaba inconsciente, después de examinarla para ver que no era problema mío, sino suyo. Le salía sangre por el coño.

Supimos después que había sido un pequeño desgarro sin mayores problemas, que cicatrizaría sólo y que como mucho duraría un par de días la molestia, pero nada más. Ella quiso saber la causa. Le preguntaron si había mantenido relaciones sexuales. Como si no lo supieran después de examinarla. En fin, supongo que debe ser el procedimiento. Dijo que acababa de perder la virginidad, y si podía ser por eso.

  • Señorita -le dijo el médico-, en su próxima reencarnación pierda la virginidad con un hombre y no con un caballo o lo que sea que se haya metido dentro.

Después del susto que nos llevamos, aquello nos hizo mucha gracia. Al contármelo ella, yo relinché en el pasillo de urgencias. Lo último que vimos fue la cabeza del médico saliendo alarmada por una puerta.

Desde entonces, Eva y yo vivimos juntos. ¿Curados? No lo sé. Sólo sé que es una gran mujer a la que le encanta el sexo a lo grande.

¡Ah! Si queréis conocernos, vamos a las urgencias del Hospital del Río todos los miércoles y sábados del año, sobre una y media o dos de la mañana. Siempre es por lo mismo, pequeños desgarros... Pero es que Eva quiere quererme cada día un poco más.