Desnúdese, señorita.

La muchacha de la limpieza me acaba de contar que a su novio le gustaría hacer un trío.

Aún resollaba cuando Alba me dijo que quería contarme una cosa. Era curioso que hablara en voz baja después de la escandalosa manera con que había gritado unos minutos antes.

Ya no había forma de hacer el amor con ella, por más que lo intentaba, siempre acabábamos follando. En una ocasión, mi reloj Garmin estimó que había quemado unas 1000 calorías en la cama. Cierto que aquella vez yo había tratado de aguantar lo más posible, pero aún así, lo cierto era que el sexo con aquella treintañera salvaje se había vuelto sudoroso y extenuante, algo así como sexo deportivo.

No había ocurrido así tres meses atrás, al comienzo de aquella relación clandestina. Las primeras veces Alba se había mostrado muy prudente, lo cual, por otra parte, suele ser lo habitual. Ninguna mujer que esté medianamente interesada en un hombre querrá que éste la tome por una guarra nada más conocerse. De ahí que la mayoría de mujeres se cohíban para hacerse respetar al principio de una relación seria.

Lo nuestro era algo más que una aventura, al menos esa era la sensación que yo tenía. Más allá de que Alba estuviera viviendo con otro hombre, su novio desde hacía seis años, yo sentía su aprecio, su respeto hacia mí, la admiración que traslucían sus preciosos ojos azules cuando me miraba. En fin, todas esas señales indicaban que Alba se estaba enamorando de mí de la misma estúpida manera en que yo lo estaba de ella.

Ciertamente yo creí que aquel restringido repertorio sexual por parte de Alba tenía que deberse a un exceso de recato, al recelo que algunas mujeres tienen a mostrarse como hembras insaciables al comienzo de una relación. Sin embargo, el primer mes pasó y, aunque muy cálidos y gratificantes, nuestros encuentros seguían siendo bastante convencionales.

Por nimia que fuera, Alba se resistía con encono a cada novedad. Lo primero que me resultó extraño fueron sus reticencias a practicarme sexo oral. Nunca antes me había pasado. Hasta donde yo sabía, las mujeres se postraban de rodillas en cuanto tenían una buena erección a la vista. Jugar entre sus labios con una fiera así, les resulta casi tan irresistible como domarla entre sus piernas. Sin embargo, a Alba mi erección parecía causarle cierta inquietud, hecho que yo achacaba a mi tamaño.

Otra cosa que no le gustaba era que yo me colocara detrás de ella. De modo que no hubo forma de que quisiera hacerlo a lo perrito, ni tampoco de que me dejara empotrarla de cara a la pared.

A mí aquello me empezó a mosquear, hasta que una tarde que jamás podré olvidar, intenté meterle un dedo en el ano sin previo aviso. Alba se revolvió instintivamente, como un animal salvaje y me atizó una bofetada que me dejó sin respiración.

— ¡DE QUÉ VAS, GILIPOLLAS! —chilló como loca.

Me quedé con la boca abierta, sin poder articular palabra. El rostro de la mujer más fascinante que yo hubiera conocido se acababa de transformar en una espeluznante máscara de furia.

No sabía qué decir, de modo que no contesté. Me dejé caer en la cama y me quedé mirando al techo.

Jamás olvidaré aquella noche de viernes, y no sólo por aquella dolorosa bofetada, sino porque después de hacer las paces como es debido, Alba y yo salimos juntos a cenar en el puerto y a pasear junto a la costa. Fui yo quién se lo pidió y, por extraño que parezca, Paula apenas sí dudó antes de sacar el teléfono y llamar a su novio para avisarle de que iría a cenar con unas amigas.

Don Manuel, el patrón, solía decir que una casa solamente era mejor que un piso si estaba en el centro de la ciudad, por eso la suya estaba justo al lado de la Subdelegación del Gobierno. No dejaba de asombrarme que los guardias civiles patrullaran la misma acera que la seguridad privada de Don Manuel. La fortaleza, como yo llamaba a la casa del patrón, era una vivienda de lujo, con jardín y la seguridad que un banco no se podría permitir.

Siempre me ponía un poco de Boss Bottle cuando Don Manuel me mandaba llamar. No lo hacía para quebrar la odiosa arrogancia de Lucía, su esposa, sino para que aquella vieja leona no olfateara mi inquietud. Aunque de camino a la fortaleza me hubiera mentalizado, no pude evitar fruncir el entrecejo cuando salí a la terraza, pues tal como esperaba, allí estaba la única mujer a la que había que temer y respetar. Si el alto muro que rodeaba el jardín y la piscina daba al conjunto el aspecto de una lujosa jaula, Lucía sería sin duda la fiera allí encerrada.

Se trataba de una señora más estirada que distinguida, con buen tipo, eso sí. Hermosa a pesar de la edad y de su nariz aguileña, tenía el cabello negro y brillante como si lo lavara a diario con agua de lluvia. Reclinada en una tumbona, la soberbia mujer se limitó a levantar la mano por todo saludo, ocultando casi completamente su rostro afilado bajo una gran pamela. Lucía era una hembra de curvas generosas y boca turgente cuya alma parecía estar a punto de salirse por el escote de su vestido, una bahía de bellas redondeces. Ciertamente, la esposa del viejo mercader poseía un escote peligroso, del cual resultaba difícil apartar los ojos. Con todo, más de un necio hubiera estado dispuesto a que lo crucificaran en la cruz de oro que Julia lucía entre los senos. Sin embargo, cualquier hombre con dos dedos de frente sabía que cuanto mayor es el busto de una mujer, ésta menos quiere que se lo miren. Al menos, sin disimulo.

Todo el mundo sabía que Lucía no heredaría los negocios de su marido, pues algunos de ellos ya estaban a cargo del Yayo, un joven pendenciero que ya tenía aspecto de viejo en los retratos de su Primera Comunión. El Yayo había pasado los últimos años siendo la sombra de su padre, y todo señalaba que estaba preparado para contener el avance de los fríos rusos, los cutres árabes y los viles latinos.

— ¿Cómo va, patrón?

— Cada vez más viejo, Alberto, cada vez más viejo —repitió alzando su fino bastón de caña— Si no es por esto, ya no podría llegar muy lejos.

— Al final se tendrá que operar.

Durante sesenta y tres años, el sobrepeso había castigado sus articulaciones, de modo que ahora ya la única solución para sus rodillas estaba en el quirófano.

— Agh —gruñó— Con lo poco que me gustan los médicos…

— Entonces cámbiese con una doctora.

— Sí, eso tendría que hacer. Así si no me apaña, al menos me alegrará la vista, y seguro que tú me puedes recomendar una, ¿verdad?

— Claro que sí, Don Manuel —dije deteniéndome un momento— Lo malo es que la más bonita que conozco es pediatra.

— No, esa ya no me sirve —rió el patrón de buena gana.

A continuación, mientras paseábamos alrededor de la piscina tal como su médico le había ordenado, el patrón me encomendó reunirme con los rusos para hacerles saber que habíamos sorprendido a otro tipo moviendo su mercancía fuera de los burdeles. Era algo que ocurría de vez en cuando, por lo general un idiota que se pasaba de listo. Lo realmente importante era recalcar lo que todo el mundo sabía, que el clan de los Mudos dominaba en esa zona y vigilaba con celo las fronteras.

Era una cruel ironía que el novio de Alba siempre la hubiese animado a desinhibirse, a gritar y llevar la iniciativa en la cama, y que ahora que por fin lo había hecho, ella siguiera comportándose recatadamente con él. Resultaba irónico, pero lo contrario hubiera resultado sospechoso.

Alba se empeñaba en que lo nuestro sólo era sexo, aunque el último mes habíamos cenado juntos dos veces más y que ahora charlábamos e intercambiábamos mensajes a cada rato. La explicación era muy sencilla, y es que Alba se negaba a reconocer que sus planes de boda ya no tenían sentido, que el lazo más fuerte que la unía a Alfonso era la hipoteca que ambos habían suscrito con el banco.

A mí me molestaba que Alba se empeñara en comparar lo diferentes que éramos, aunque la mayoría de las veces yo saliera mejor parado. No era que me sintiera celoso, sino que no me parecía correcto. Además, la mayor parte de las veces aquello no acababa bien.

Hubo un día que incluso nos quedamos a medio follar porque ella me pidió que la llamara “puta” como hacía su novio. A mí se me calentó la sangre del modo más inapropiado en ese momento y, furioso, le dije a Alba que si alguien la llamaba eso delante de mí le daría una paliza. Eso me parecía sumamente vulgar, una falta de educación además de una falta de cultura. Una puta no es una mujer que folla por placer, sino una que folla para obtener cualquier cosa menos placer. No obstante, al final solucionamos aquel malentendido de un modo bastante sencillo y positivo. Acordamos que la llamaría golfa, y sólo cuando se lo ganase.

No voy a negar que, hasta cierto punto, a mí me calmaba saber que Alba seguía comportándose de forma decente con su presunto prometido. Lo malo era que, conforme pasaba el tiempo, éste se iba impacientando y cometiendo cada vez más desatinos. Alfonso llegó a darme lástima cuando, por pura desesperación, le sugirió a Alba ver porno, que es lo menos excitante que puede haber para una mujer.

Curiosamente, fue aquel vil juego de dárselas de mojigata lo que finalmente hizo que se precipitasen los acontecimientos. Una tarde de domingo, Alfonso se empeñó en que Alba viera un vídeo donde una rubia con cara de buena compartía escena con dos hombres a la vez. Aquel vídeo supuso una inesperada revelación para ella. Si hasta ese momento Alba había asistido con sorna a todas esas sobreactuaciones femeninas y ridículas megapollas, aquel vídeo no sólo logró captar su atención, sino ponerla “jodidamente cachonda”, según sus propias palabras.

— Espera un momento —le rogué estupefacto— ¡Cómo se te ocurre decirle que sí!

— Alberto… —dijo Alba con arrogancia, sin molestarse en ocultar su decepción.

— ¡Olvídalo! No cuentes conmigo, ¿has oído?.

— Alberto…

— ¡He dicho que no!

— No te pongas así —dijo Alba con exasperación, haciendo una pausa antes de volver a hablar, ahora con voz dócil— Será la última vez que me acueste con él.

Aquella frase hizo que me pasmara por segunda vez.

— No te lo iba a decir. Se suponía que iba a ser una sorpresa —rezongó— Claro que tampoco pensaba que te negarías.

— Estás diciendo que vas a romper con él.

Alba soltó el aire con un sonoro suspiro

— Estoy diciendo que me casaré contigo. Si me lo pides, claro —puntualizó con desaire.

— ¡Claro que te lo pediré! —protesté— ¡Pero entonces para qué quieres hacer un trío! Si ni siquiera puedo pensar que duermes a su lado…

— Alberto, estoy enamorada de ti, pero siempre he soñado con hacerlo con dos hombres a la vez, y ésta es la oportunidad perfecta.

Por la insólita precisión con que Alba comenzó a justificar aquella retorcida maniobra , resultó obvio que había meditado largo y tendido sobre ello. De manera asertiva, Alba empezó a enumerar cada una de las ventajas, irrepetibles a su entender. La primera fue que por fin estaríamos juntos. La segunda, que como había sido su novio quien se lo había propuesto, él cargaría con la responsabilidad de la ruptura. Por último, la tercera y más importante ventaja para Alba era que tanto Alfonso como yo éramos los candidatos idóneos para hacer realidad ese soñado trío, dos hombres que la amaban, respetaban y que jamás le harían daño intencionadamente.

Así, con la fuerza de la lógica y la lógica del deseo, fue como Alba logró embaucarme en aquel malvado plan. Mi mayor reticencia era verla entregarse a otro hombre en mis narices, de modo que Alba me prometió que su novio se mantendría como un mero observador a no ser que yo dijera otra cosa. A mí algo así me resultaba inaudito, pero Alba se mostró tan convincente que fue inútil oponerse a sus intenciones.

Lo tenía todo pensado. Utilizamos mi ordenador portátil para abrir un perfil en dos de las webs más populares para conocer gente y buscar pareja, Meetic y Badoo. También valoramos otras páginas de internet, pero unas las descartamos por ser demasiado frívolas y otras demasiado serias.

Obviamente, a la hora de rellenar los cuestionarios debíamos guiarnos por las preferencias de Alfonso, ya que él sería el encargado de hacer una primera criba entre los posibles candidatos. El novio de Alba le había comentado al respecto que, dado que iba a ser su primer trío, lo lógico sería elegir a alguien que ya contara con cierta experiencia en esas cosas. Así pues, creamos al candidato ideal para su novio, alguien joven pero con la suficiente experiencia.

Cuando Alba, que era quien estaba sentada al teclado, me pidió que me inventase un pseudónimo. En ese momento había encima de la mesa un sobre de la gestoría que me llevaba el papeleo, de modo que dije “Pancox” y le mostré el nombre que aparecía rotulado en la solapa del sobre. Sin embargo, aunque a Alba le gustó ese pseudónimo, a la hora de escribir un nombre “real” ni siquiera se dignó a preguntar.

— Fernando… —leí con extrañeza.

— Siempre me ha gustado ese nombre —se justificó— Así se llamaba el primer chico que me besó.

— Un poco cursi, ¿no?

— ¡Cursi! —rezongó mirándome como a un idiota.

A continuación, la web solicitó que añadiéramos una imagen al perfil. Alba abrió la carpeta de imágenes sin molestarse a pedirme permiso, hizo doble clic en la primera imagen para que ésta se desplegara en la pantalla y se puso a pasar fotos a toda velocidad. A mí apenas me daba tiempo a verlas, pero en cuanto apareció la primera chica en una de las fotografías, Alba dejó de accionar el cursor y me miró de soslayo.

— Es una compañera de trabajo —aclaré.

Alba continuó pasando, pero diez o doce imágenes después se desplegó un selfie en el que Montse y yo nos estábamos besando en la playa.

— Es una compañera de trabajo —reiteré, totalmente en serio.

Alba abrió la boca con indignación al tiempo que negaba con la cabeza. Intentaba decir algo, pero no le salían las palabras. Entonces se puso en pie de forma tan enérgica que la silla salió disparada hacia atrás.

— ¡Imbécil! —gritó, al dar súbitamente con la palabra adecuada.

Si Alba me lo hubiera pedido desde el principio habría sido mucho mejor, yo tenía claro qué foto elegir.

Una vez me regalaron un reportaje fotográfico con ocasión de un “amigo invisible” que organizamos en la empresa por Navidad. Casualmente, el estudio pertenecía a la esposa del gerente, de modo que deduje que el muy tacaño se había inventado ese obsequio para ahorrarse los cincuenta euros del regalo. El caso fue que saqué de aquel reportaje las mejores instantáneas que me han tomado nunca. Entre ellas, una en la que parece que acabo de salir de una piscina, que es mi favorita.

No fue necesario que nos inventásemos nada más. Se trataba de que ese perfil resultara convincente, y qué mejor modo de serlo que fuera real:

Soy un hombre de 28 años con buena planta. Tengo estudios universitarios y trabajo bien remunerado. Es decir, poseo la educación, el estilo y la verga que deseas. Dieciocho centímetros de dura masculinidad capaz de enardecer a una mujer exigente como tú. Me ofrezco a mujeres solteras y casadas intrépidas de edad similar, también a parejas que deseen divertirse y follar.”

Lo único que tuvimos que cambiar de mi perfil fue mi lugar de residencia, ya que Alfonso le había contado a Alba que no sería buena idea elegir a alguien de su propia ciudad.

El éxito me pilló por sorpresa, pues durante aquellas dos semanas recibí una inaudita cantidad de proposiciones. Rehusé educadamente cada una de ellas. No mentí a nadie, ya que aduje que agradecía el interés, pero que ya había hecho mi elección.

Después de que Alba hiciera el paripé simulando una selección, una noche recibí por fin su mensaje. Tras su somera presentación en la que Alba se describía físicamente, ésta decía que, aunque nunca había sido muy innovadora, ahora deseaba probar a hacer un trío junto con su novio.

Inmediatamente, yo respondí que llevaba un par de años en esto de las citas on-line. Le dije que había dado con mujeres que deseaban que les hicieran el amor y mujeres que necesitaban que un hombre las follara. En cualquier caso, le prometí que haría todo lo que ella me pidiera y que respetaría los límites que impusiera. Eso sí, le aclaré que yo no era bisex, y que si su novio deseaba hacer algo más a parte de mirar, debería ser respetuoso y preguntar primero.

Antes de despedirme, y fingiendo no tener ni idea de quién era, le pedí educadamente a Alba que me enviase una fotografía de ese culito tan bonito del que acababa de alardear.

Quedamos al fin de semana siguiente en una cafetería justo debajo de su casa. Alfonso era un hombre de una altura similar a la mía, pero algo enjuto. Vestía bien y era simpático. De hecho, para mi sorpresa, el novio de Alba tenía un sentido del humor tan similar al mío que pronto se creó un clima amistoso y distendido entre ambos.

En un momento dado, saqué del bolsillo de mi chaqueta una cajita con un pequeño regalo para Alba. Cuando ésta lo desenvolvió, descubrió con pasmo que se trataba de un pequeño estimulador anal enteramente cromado y con un gran brillante rojo a modo de pomo. Ruborizada, Alba cerró la caja e hizo ademán de guardarla en su bolso.

— No —le advertí, cogiendo su mano— Tienes que ponértelo.

— ¡Aquí!

— Aquí o en el baño, donde tú prefieras —respondí con firmeza.

Alfonso se quedó casi tan pasmado, como su novia. La atmósfera entre nosotros se tornó repentinamente densa, como densos fueron los segundos que permanecimos mirándonos unos a otros sin decir ni una palabra. En aquel instante todos nos jugábamos algo, había llegado el momento de tomar decisiones.

Evidentemente, Alba sabía que si accedía a ponerse aquel juguete, antes o después la penetraría analmente. Aunque extraño, puede que Alba no hubiese contado con dicha posibilidad, ni tampoco con que ambos deseáramos penetrarla al mismo tiempo. La partida de póquer había comenzado, y ahora las cartas estaban boca arriba. Era hora de que Alba decidiera hasta donde estaba dispuesta a apostar.

— No me lo creo —dijo Alfonso con cara de idiota mientras veía a su chica alejarse en dirección al baño.

— ¿Por qué no?

— Verás, una vez le pedí a Alba que me dejara follarla por atrás y ya no se me ocurrió volver a pedírselo —confesó Alfonso— ¡No veas como se puso!

— Bueno… Quizá era demasiado joven, o no sería el momento apropiado —traté de hacer suposiciones— Lo que sí te digo es que cuando lleve media hora con eso en el culo, estará como loca de ganas de que se lo folles.

A continuación le advertí a Alfonso que debíamos dejar que Alba se fuera cociendo a fuego lento. Para ello, no debíamos mencionar el juguete, ni hablar de sexo, sino seguir charlando y pasarlo bien.

Entre cerveza y cerveza, ellos, pues yo me decanté por el vino blanco, nos dieron las nueve de la tarde casi sin darnos cuenta. Habían elegido un bar fantástico, al menos yo consideraba que ya había cenado suficiente con las tapas que nos habían puesto. Da gusto encontrar un sitio agradable para charlar donde, además, te sirvan sabrosos bocados llenos de matices. Allí advertí que Alfonso era de los que se venían arriba con la cerveza, de lo cual no pude hacer sino alegrarme, ya que todo lo que bebiera de más, lo follaría de menos.

Con total naturalidad, Alfonso me preguntó si me apetecía subir a su casa, invitación que yo acepté encantado.

También se empeñó en pagar la cuenta ya que, de algún modo, ellos eran los anfitriones ese día. En la calle, Alba tomó mi brazo y me reprendió por no haberla avisado de lo del regalo, a lo que yo respondí que habría unas cuantas sorpresas más esa noche.

Cuando Alfonso salió del bar, Alba también lo agarró del brazo como a mí. Estaba exultante, alardeó descaradamente de nosotros ante todas las mujeres con quienes nos cruzamos. Menos mal que su piso no quedaba lejos, si bien a todos nos vino bien el pequeño paseo para despejarnos un poco.

Una vez dentro del ascensor, Alba, bastante achispada, quiso hacer una confesión.

— Tengo unas ganas de polla que no puedo con ellas —reveló y, acto seguido, llevó una mano a nuestras entrepiernas, mordiéndose el labio inferior con frenesí.

— Pues yo no te voy a hacer esperar —dije al tiempo que me bajaba la cremallera del pantalón y extraía mi miembro.

Alba se quedó de piedra, pero entonces el ascensor se detuvo, la puerta se abrió, y casi les da un infarto. No, no había nadie. ¿Quién iba a haber a esas horas? Lo que pasó fue que ni Alba ni su novio esperaban que yo la agarrara del pelo y la forzara a ponerse en cuclillas.

— Ve abriendo —le indiqué a Alfonso— Enseguida vamos.

Al pobre le costó dejar de mirar como su novia devoraba mi miembro, y no me extraña. Alba no había mentido, tenía unas ganas de polla que no podía con ellas.

— ¿Qué tal? ¿Mejor? —inquirí en cuanto dejó escapar mi miembro de su boca.

— Sinvergüenza —dijo, al tiempo que se pasaba el dorso de la mano sobre los labios.

Cuando se incorporó, puse el brazo impidiéndole la salida y, entonces le pasé la mano con suavidad sobre el culo. Alba me miró impávida. Allí estaba, inconfundible en el surco entre sus nalgas, el pequeño pomo del estimulador.

— ¿Tu culito también tiene ganas?

— Tú qué crees —dijo sin perder ni un ápice de aplomo.

“¡Cómo me gustaba esa condenada mujer!”

Alfonso había dejado la puerta entornada. Alba entró delante de mí, su novio había dejado el abrigo en el perchero, pero no se le veía por ningún lado. Cuando nos vio entrar en el salón, se giró. Aunque el mueble de las bebidas estaba abierto, no había tenido tiempo de sacar nada.

— ¿Una copa?

— Me temo que la señorita está algo impaciente —advertí.

— Por supuesto —reconoció mirando a su novia.

Sonreí al ver que delante de los sofás estaba la alfombra Shaggy de IKEA que yo le había recomendado comprar a Alba. En color beige y de hilos largos, tenía todo el aspecto de ser lo bastante suave como para que no se le rompieran las medias.

Como Alba dijo que tenía que ir un momento al baño, Alfonso y yo retiramos la mesa a un lado. Así que cuando ella regresó, encontró el terreno de juego despejado y a sus dos contrincantes esperándola hombro con hombro. Lo primero que hizo al acercarse a nosotros fue besar a su novio y comenzar a sobar nuestras pollas por encima del pantalón.

A continuación, Alba se volvió hacia mí y repitió lo mismo que había hecho con Alfonso. Al verse libre, su novio se bajó la cremallera y extrajo su verga del interior. Alba miró hacia abajo y sonriendo, agarró la verga de su chico y la meneó arriba y abajo media docena de veces. No obstante, pronto la tuvo que soltar para liberar mi miembro.

— Ummm —ronroneó— Me fastidia reconocerlo, cari, pero creo que al final esto me va a gustar —añadió agarrando mi herramienta con ambas manos y mirando boquiabierta como aún sobresalían el glande y un par de centímetros de mi rabo.

— Sí, parece que hemos acertado con Fernando —reconoció Alfonso.

Vestida como estaba, Alba se puso de rodillas y me la empezó a mamar allí mismo, delante de su novio. Yo jamás había hecho nada semejante, reconozco que fue tremendamente turbador.

— ¡Caray, Alfonso! ¡Mira tu novia! —dije, gozando de cada palabra.

Alba pareció haberme escuchado, pues redobló la pasión de aquel ahogado murmullo.

— ¡Como mueve la lengua! —alabé maravillado.

La expresión de su novio era aún más elocuente que la mía. Alfonso estaba observando a su novia con tanta incredulidad como admiración cuando ésta, por fin, se volvió hacia él y comenzó a comerle la polla.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

La verdad era que Alba estaba arrebatadora lidiando con dos vergas a la vez. Mamaba con arrojo, dando una buena tanda de chupadas a una antes de cambiar a la otra. Lamiendo sin distinción tanto la una como la otra. Las dos parecían cautivarla a pesar de sus diferencias. Las dos parecían aumentar de tamaño cada vez que salían de entre sus labios.

— ¡Ay, qué ricas! —comentó fuera de sí— ¡Qué suerte! ¡Cuanta lechita…!

En un trance en el que me vi libre de las demandantes atenciones de Alba, saqué de mi bolsillo el pañuelo que había llevado pensando en vendarle los ojos y jugar a que adivinara de quién era la polla que tenía en la boca. Aunque me hubiera acordado a tiempo, el juego habría carecido de dificultad a tenor de la diferencia que había entre nosotros.

Con todo, se me había ocurrido otra utilidad para aquel pañuelo. Hice pues que Alba cruzara las muñecas detrás de la espalda y se las até sin excesiva fuerza. El objetivo no era inmovilizarla, sino simplemente que Alba se olvidara de las manos y se centrara en utilizar la boca.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

Hasta su novio se dio cuenta del cambio. Ahora Alba se desvivía en cada chupada. Dentro de la boca, la lengua de su novia sacaba lustre a su hinchado glande de un modo tan intenso que casi se hacía insoportable. El gesto de Alfonso se crispó cuando, repentinamente, Alba emprendió un furibundo vaivén, succionando con fuerza arriba y abajo.

¡OOOOOOGGGH!

Alfonso no estaba preparado para algo así y lo pagó del único modo que cabía esperar, con una anticipada corrida. En contra de lo que él pensó que sucedería, la única reacción de su novia fue emitir un gruñido cuando el primer trallazo de esperma salpicó su paladar. Para más inri, Alba continuó mamando mientras el eyaculaba más y más en la boca de la que hasta ese momento había sido una mujer decente.

También yo me equivoqué. Di por sentado que Alba estaría tragando todo aquel mejunje sin protestar, pero no fue así. Una inaudita cantidad de líquido se derramó de pronto por las comisuras de su boca y chorreó de blanco el blanco lino de su blusa.

Con la mirada perdida, Alfonso cayó a plomo sobre el sillón. Aunque estuviese a un metro de nosotros, no creo que viera realmente como desnudaba a su novia. Su pasmo era absoluto, no sólo había sido eliminado de la Champios League en la primera fase, sino que además no podía dejar de mirar la carita de su chica.

Alba no se había limpiado el lamparón de semen que pendía de su barbilla. Continuaba además de rodillas, como una alumna que hubiera sido castigada. Claro que esa apariencia no era fruto de la casualidad. Las gruesas medias negras de algodón que le había comprado para la ocasión le llegaban justo por encima de la rodilla, de manera que entre éstas y la minifalda podía verse buena parte de sus muslos.

En primer lugar, y con cuidado de no mancharme, despojé a Alba de la blusa. Después hice lo mismo con la falda, ambas compradas en esa tienda de ropa de mujer con nombre de luthier. Aquel conjunto de lencería también merecía cada uno de los billetes que había pagado por él. De color negro con puntillas brillantes era el colmo de la exquisitez. Ciertamente, Alba estaba para comérsela, y eso era justo lo que pensaba hacer.

Me tumbé sobre la alfombra de manera que Alba quedase frente a su novio cuando formásemos el 69. Ladeé la braguita con cuidado, pues el cerco de humedad advertía del peligro de asfixia que corría en caso de que se vertiesen los fluidos íntimos de la joven. Mi idea era brindarle a Alfonso un buen espectáculo mientras ponía a punto a su chica, pero lo cierto fue que Alba apenas sí me la chupó un minuto antes de quedarse inmóvil para gozar de mi lengua.

Chapoteé entre sus muslos con más destreza que brío, mientras que los gemidos de la novia de Alfonso sonaban profundos con mi gruesa verga a modo de chupete. Con todo, cuando sentí que Alba se precipitaba hacia el orgasmo, hice el esfuerzo de follarle la boca al tiempo que titilaba presurosamente su clítoris.

¡UMMMM!

Siempre me ha apasionado el 69, ya que, por anatomía, es la mejor posición para adentrase en la garganta de una mujer, como fue el caso. Me hubiera encantado ver la cara de Alfonso los escasos dos segundos que Alba tardó en dar aquella arcada y sacar de su boca un palmo largo de verga o cuando, un momento después, se sacudió con la ferocidad propia del orgasmo y con mi verga de nuevo en su boquita.

Sin darle ni un respiro, salí de debajo y me detuve un segundo a mirarla. Alba estaba a cuatro patas y en ese instante me ofrecía una privilegiada panorámica de su trasero.

Deseé bajarle las bragas, y se las bajé, y el secreto que ocultaba entre sus nalgas quedó al descubierto. Un brillante de color rojo, y exactamente 25 milímetros de diámetro, adornaba el lugar donde debía hallarse su ano. Resistiendo las ganas de sacarlo, comencé a jugar con él, y con ella, claro.

Alfonso observaba con insano placer los gestos de Alba cada vez que yo tiraba del pomo, distendiendo ligeramente su ano, para soltarlo después y que éste volviera a su sitio.

Aquel juego hizo que Alba ronroneara como una gatita, y cuando el estimulador logró finalmente vencer la resistencia de su esfínter, un leve suspiro se le escapó de la garganta. Suspiro que se volvió a repetir un momento más tarde cuando, tras rebozarlo en los jugos de su sexo, volví a introducírselo de nuevo. Repetí esa misma secuencia en tres o cuatro ocasiones, punto en el que el pequeño estimulador dejó de serme útil. El culito de Alba requería mayores atenciones.

A la vista de lo mojadísima que estaba, tuve la certeza de que Alba no precisaría más lubricante que el que ella misma podía ofrecer. Naturalmente, sería necesario azuzar aquel manantial para que no dejara de verter sus resbaladizos fluidos, misión ésta de la que se encargaría la yema de uno de los dedos de mi mano libre.

Debidamente pringosos, índice y corazón se introdujeron no más en su trasero para, a continuación, proceder a un prudente vaivén imitando lo que aún estaba por llegar. La joven mostró enseguida evidentes síntomas de placer, de modo que me entretuve follándole el culo de aquella manera todo el tiempo que fue menester. No escatimé ni un solo beso mientras lo hacía. En sus nalgas, su espalda, detrás de las orejas, en las sienes… No olvidé ni un sólo rincón.

Sabía que tenía que ensanchar su esfínter un poquito más. Era imprescindible, Alba debía aguantar la entrada de tres dedos para que pudiera tolerar el grosor de mi miembro. Podría parecer demasiado, pero lo cierto era que Alba no sería la primera ni la segunda en lograrlo. No hay nada imposible si se tiene la paciencia y la lubricación necesarias.

¡OOOGH!

Los ojos de Alba se desorbitaron, si bien no en la medida en que hubo de hacerlo su ano. Cuatro centímetros y medio, ese era exactamente el diámetro del esfínter de Alba en ese preciso momento. Por mucho que anhelara sentirme dentro, aquello la dejó petrificada.

Mi miembro permaneció inmóvil entre sus nalgas, pero fue la única parte de mí que lo hizo. Una de mis manos comenzó a frotar los carnosos labios de su sexo, mientras que la otra asió uno de sus pequeños y redondos senos, y mi boca mordió su hombro derecho.

— ¿De quién es este culo? —jadeé en su oreja cuando mi miembro ya entraba y salía con poderío de su trasero.

— ¡¡¡TUYO!!! —gruñó Alba, mirando a su novio con rabia.

Inauguramos aquel agujerito con la ceremoniosa cadencia que la ocasión merecía. Era su primera vez, así que no debía hacerla ver las estrellas, sino demostrarle que podía hacerle el amor analmente con idéntica pasión que en su sexo.

Mi polla desnuda debía arder como un tizón sobre su piel. Aún así, Alba llevó las manos hacia atrás y me clavó las uñas en el trasero, atrayéndome hacia ella.

— ¿De quién es este coño? —jadeé, hundiendo mis dedos en su sexo.

— ¡¡¡TUYO!!!

Sentí su orgasmo al alcance de la mano, al alcance de mis dedos.

— Y tú boca, también —añadí, haciéndola chupar mis dedos.

Alba no pudo responder, y no porque tuviera la boca tan ocupada como sus otros orificios, sino porque las embestidas de mi miembro y mis dedos lograron que alcanzara un súbito orgasmo y se estremeciera debajo de mí, arqueando el cuello de puro placer.

Me tragué su gemido de un solo bocado, sintiendo como sus nalgas se tensaban y relajaban a lo largo de mi dura polla, exigiendo esperma.

— ¡Estás imponente cuando te corres! —susurré, cogiéndola de la mandíbula y forzándola a alzar la cabeza.

— ¿Has visto, Alfonso? —inquirí— Tú novia acaba de correrse. Esto le está gustando.

La seguí sodomizando a pesar de que las sucesivas réplicas de aquel primer orgasmo la atravesaban a intervalos irregulares. Incluso me erguí sobre los pies dispuesto a hacer restallar mi pubis contra sus carnes y asestarle la estocada definitiva.

¡Agh! ¡Agh! ¡Agh! ¡Agh!

Aunque me encantaba escucharla jadear cada vez que mi polla se hundía en su recto, también deseaba que se me saliese “accidentalmente” para volvérsela a clavar sin contemplaciones. Era muy divertido verla dar aquellos respingos de mujer decente recibiendo por el culo. Como también fue divertido la vez que me quedé quieto y ella comenzó a moverse adelante y atrás, enculándose a sí misma con desesperación.

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

Fue al contemplar como la novia de aquel imbécil se ensartaba mi polla, cuando una perturbadora idea tomó forma en mi cabeza.

Acerqué mi nariz a la nuca de Alba e inhalé aquel olor tan característico de su piel.

— ¿Estás cómoda? —pregunté con algo más que un destello de malicia.

— No.

— ¿Nos sentamos? —sugerí.

— Sí, mejor.

Alba debió pensar que le sacaría mi verga del culo, pero yo tan sólo la saqué de su error. Pasando un brazo por debajo de su vientre, la arrastré conmigo hasta el sofá sin que mi polla saliese de su trasero en ningún momento, igual que si estuviéramos enganchados como perros tras el apareamiento.

De lo que vino después, sólo merece la pena recordar cuando Alba, sentada sobre mí, se despatarró y reclamó a su novio que le comiese el coñito. Fue bochornoso ver a aquel patán lamer el clítoris de Alba mientras yo la seguía empalando analmente.

Jamás había visto la vulva de una mujer tan inflamada. De hecho, Alba volvió a correrse antes que yo. Con todo, mi verga se hinchió más y más entre sus nalgas hasta que, con un grito de sorpresa, anuncié que me iba a correr.

Apenas sí tuve tiempo de tomarla por los hombros y enterrar toda mi polla en su recto antes de que se agarrotasen todos mis músculos.

Me corrí con fuerza, y Alba lo sintió todo, su recto completamente ocupado, las sacudidas de mi polla, los chorros de semen que la quemaban por dentro. Desesperada, la insaciable novia de Alfonso abrió los ojos de par en par y aguantó la respiración, pero al final un nuevo chispazo la recorrió de los pies a la cabeza.

— ¡Joder! —rezongué intentando que se estuviera quieta y me dejara terminar la que prometía iba a ser una copiosa inseminación anal.

La abracé y nos estremecimos. Mi corazón latía por ella. A sus treinta años, Alba me había concedido el honor de desflorar su precioso trasero a cuatro patas igual que habría hecho una briosa jaca.

Además de estar basado en “Descubriendo a la verdadera Alba”, escrito por “par”, este relato concluye la trilogía “Abra la boca, doctora” y “Separe las piernas, abogada”.