Desinformación
El tiempo transcurre tan lentamente cuando no contamos con referencias que lo que dura un siglo nos puede parecer un segundo o viceversa y ya habían pasado muchos años desde la última vez que él había abierto sus ojos al mundo. Un nuevo despertar y la esperanza de una nueva vida, la número..., ya ni siquiera recordaba cuántas y cómo habían sido, pero estaba seguro que habían sido muy buenas.
Desinformación
© Oscar Salatino
El tiempo transcurre tan lentamente cuando no contamos con referencias que lo que dura un siglo nos puede parecer un segundo o viceversa y ya habían pasado muchos años desde la última vez que él había abierto sus ojos al mundo.
Un nuevo despertar y la esperanza de una nueva vida, la número..., ya ni siquiera recordaba cuántas y cómo habían sido, pero estaba seguro que habían sido muy buenas.
De repente sintió como si en su cerebro quisiera encenderse una pequeña luz y sonrió marcando en su ajado rostro un rictus que parecía de disgusto.
Una vez más recorrió sus resecos labios con la punta de la lengua con la secreta esperanza de encontrar algún resabio de... algo que ni siquiera recordaba pero que instintivamente le hacía salivar, como si fuera un manjar tanto tiempo deseado. Su estómago gruñó como uno de aquellos mastines que supo tener cuando ya ni siquiera podía recordarlo. Tanto era su apetito que borraba de su memoria recuerdos que tendrían que resultar imborrables, por lo menos para alguien de su especie, una especie destinada a tampoco recordaba eso.
La acuciante necesidad lo obligó a levantarse casi con desesperación. Su osamenta, tan vieja casi como la ciudad en la que se encontraba, crujió cuando trató de mantenerse erguido. Los síntomas de la descalcificación eran inconfundibles y se estremeció al sentir el escalofrío corriéndole por la huesuda y encorvada espalda.
Los sordos crujidos de sus articulaciones mientras trataba de enderezarse le hicieron recordar que una fractura significaría el fin, un fin que parecía no llegar nunca, y que inconscientemente, era tan temido como deseado.
Un rato más tarde conseguía recuperar el control de su cuerpo. Un suspiro de alivio escapó de su boca y junto con el sonido llegó hasta sus fosas nasales la fetidez de su aliento. Aunque acostumbrado a ella su huesuda nariz se arrugó en muestra de disgusto.
Un disgusto que desapareció cuando sus legañosos ojos se alzaron hacia el ventiluz para descubrir la creciente y para él bienhechora oscuridad.
Tras una nueva inspección a su vestimenta por cierto bastante pasada de moda- se sacudió unas imaginarias motas de polvo de las hombreras de la chaqueta antes de enfilar hacia lo que parecía la puerta de lo que había constituido su refugio durante no podía recordarlo.
A medida que se internaba en los oscuros callejones, el fresco aire de la noche pareció revitalizarlo y sus pasos se fueron haciendo más firmes a medida que se internaba en ellos. La ciudad no le resultaba totalmente desconocida, pero a lo largo de tanto tiempo había andado tanto que había perdido la cuenta de cuál era el mejor sitio para encontrar alimento. Los sonidos de la vida nocturna aguzaron sus sentidos y sus labios volvieron a sonreírle a esa nueva vida que acababa de comenzar. Estaba tan absorto en sus pensamientos que el insulto del automovilista que estuvo a punto de atropellarlo le provocó una desasosiego tan profundo como su historia misma, esa que le costaba tanto recordar. Sus oídos, acostumbrados al silencio, recogieron esas palabras que sonaban duras y su proceso cognitivo demoró algunos minutos en descifrar el mensaje. Aunque el idioma no le resultaba desconocido tuvo que esforzarse para recordarlo. Las palabras repetidas en forma de susurros y sus peculiares sonidos fueron creando imágenes que desfilaron por su mente recomponiendo conocimientos ya casi olvidados. Sacudiendo la cabeza como si intentara despejarla continuó andando, aunque ahora prestando mucha más atención a todo lo que sucedía a su alrededor. Aquí y allá se oían risas gozosas, discusiones, gritos alarmantes de los vendedores de baratijas y un sinfín de sonidos que abriéndose paso en su mente lo llevaron a otras épocas, a otros sitios, a otras... ¿vidas?
Los músculos de sus piernas, aunque ajados por el paso inclemente del tiempo comenzaron a recuperar la elasticidad y sus pasos se volvieron metódicos a medida que devoraban una distancia que no tenía realmente importancia, por lo menos en la medida en que le interesaba al resto de los mortales.
Una mueca de disgusto se dibujó en su rostro al pensar en ello, realmente ya era algo que lo tenía sin cuidado. Mortalidad, inmortalidad, vida, juventud, pasión, ya todo le resultaba igual, en esos momentos lo único que le interesaba era saciar su apetito, un apetito que crecía a cada instante. Un apetito insano, desaforado, hasta pantagruélico, pero apetito al fin.
Las luces con sus caleidoscopios de colores lo aturdieron y cerró los ojos mientras retrocedía a la oscuridad que al cubrirlo parecía revitalizarlo. Un nuevo intento y un nuevo retroceso, hasta que su estómago volvió a recordarle su necesidad.
Un paredón medio derruido le facilitó la entrada a lo que parecía un caserón antiguo del que le llegaba el aroma de su alimento preferido. Su ansiedad le hizo olvidar las precauciones y de pronto se encontró frente a un perro de raza desconocida pero con una amenazante sonrisa llena de afilados colmillos que le gruñía de una manera inconfundible.
Sus largas y descuidadas uñas produjeron un desagradable chasquido que hicieron que el animal alzara sus orejas en señal de alerta.
Rió por lo bajo, un sonido sordo punteado con una aguda tos repentina.
Un sonido espeluznante.
El perro agachó las orejas mientras cerraba sus belfos e inclinaba la cabeza ante ese poder que emanaba de lo que parecía un hombre muy anciano, y luego presintiendo su necesidad lo guió hacia una puerta lateral que permanecía entreabierta. La lámpara encendida en un rincón de la enorme habitación desparramaba suficiente claridad para hacerle saber que esa noche podía darse ese banquete que hacía tanto tiempo anhelaba.
XXX
Días más tarde encontraron lo que quedaba de su cuerpo junto al del perro, éste último como un cachorro acurrucado entre los huesos de sus brazos.
El misterio todavía no fue resuelto y hasta el día de hoy -casi cinco años después-, las autoridades policiales continúan investigando la muerte por desangrado total de seis enfermos de sida en su etapa terminal y el caso se ha convertido en un clásico de análisis para los estudiantes de criminología.
Porque y aunque parezca mentira, a nadie se le ocurrió que la desinformación puede ser mortal, hasta para el último de los vampiros.