Desesperante (01)

Cuando tu mejor amigo... se convierte en un monstruo.

¿Qué hacer cuando los sentimientos pueden más allá de lo que la razón pide que vayan? ¿Qué hacer cuando ya los gestos no se pueden controlar? ¿Hasta dónde somos capaces de ocultar los celos y otras clases de cosas que pueden delatarnos? ¿Dónde huir cuando el sentimiento no es mutuo?

He tratado de encontrar respuesta a esta y a otra serie de preguntas que no salen del drama adolescente, por el cual estoy viviendo y por el cual voy a seguir transitando. Hacerme fuerte sólo es una máscara más, pero él me conoce. Él sabe quién soy. Él sabe cómo entrar en mi mundo. Yo sólo sé... que volverá a fallarme.

Capítulo I:

Hace dos Meses

Todo fue muy vertiginoso. En el momento en que nos conocimos, vimos que teníamos más en común de lo que pensábamos. Compartíamos sentimientos, emociones y la misma ideología sobre la existencia humana. Pero él me inspiraba algo que posiblemente yo nunca le llegué a dar: confianza. Una confianza estúpida que dejó visible todas mis debilidades. Una confianza que no me supo retribuir. Pero no es necesario que hable por mi cuenta sobre esto, ya se darán cuenta por sí solos.

Hace dos meses atrás, una fiesta de despedida era el plan perfecto para conocer nuevas personas y tal vez ganar algún cuerpo sin rostro para pasar la noche. No pretendía nada más. No pretendía conocer, mucho menos en un lugar tan desagradable, a la persona que cambiaría mi vida por completo.

La familia Porler sabía brindar una buena despedida. Supe que se irían a Europa y querían dejar plasmado todo el dinero que tienen ofreciendo algo que posiblemente hasta la prensa lo publicara al día siguiente. Una fiesta donde la gente la pase bien. Pobres miserables, si alguna vez supieran que lo único que causaron fue ser detonantes para que yo atraviese la peor etapa de mi vida, se les borraría la maldita sonrisa del rostro de plástico que tienen. Pero no es culpa de ellos. Es culpa de él. De Agustín.

Llegué a la fiesta al lado de una pareja amiga. Irene y Luis eran unas buenas personas y a ambos los quería mucho. El chico era un joven humilde, aunque algo venenoso, que viajaba constantemente por asuntos de trabajo. Casi nunca estaba con ella, salvo por algunos fines de semana. De todos modos eran personas en las que ciegamente no podía confiar. Sabía que todo lo que se lo contaba a ella, era para que se entere él, y todo lo que le podría contar a él es para que lo comente con ella. Y no me servían. Por eso siempre opto por darle mi confianza a la mejor persona que conozco: a mí mismo.

Prendí un cigarrillo y me dejé llevar por el sabor a pasto quemado. Miré a mi alrededor y vi un par de rostros que me sonrieron. Me conocían. Sonreí por obligación y me acerqué con el falso encanto que tengo a la hora de establecer relaciones sociales. Tengo el maldito don de hacer que las personas confíen rápidamente en mí. Nunca nadie se puso a pensar en lo horrible que es darme cuenta que no puedo confiar en ninguna de ellas. No sé por qué. Sólo se vuelven dependientes y pierde la magia y el misterio. Tal vez ese sea uno de los puntos que Agustín tenía a favor. Hizo, con sus frases bonitas, que me vuelva dependiente de él. Maldito estúpido. Maldito él y maldito yo por haberme dejado seducir.

Entre la multitud estaba Patricio. No bastó si no un par de comentarios de su parte para que me diera cuenta que íbamos por la misma vereda. Encontré mi víctima de esa noche. Por lo menos con quien apagar la maldita soledad que siento desde hace años.

Un par de tragos de más y ya nos encontrábamos sonriendo. Intenté no perder el control pero mi necesidad de escaparme de la realidad me podía más. Patricio tenía un cutis llamativo. Cabellos rubios hasta los hombros. Lacio. Casi una mujer, si no fuera porque aparentaba ser masculino. Posiblemente nadie más se dio cuenta. Yo sí.

Me invitó a conocer el jardín de la casa de los Porler. Era amigo del hijo de la familia y comentó algo como que estaba deprimido porque un amigo más se marchaba. Yo sé de gente que se marcha. Sé del dolor que se siente cuando las personas te dejan de necesitar. Hubiera dicho un sabio consejo, pero ni siquiera yo encontraba el rumbo de mi vida como para ponerme a consolar a nadie. Aparte, con el alcohol que tenía encima, lo único que pensaba era en saciar mis ganas de sentirme amado.

Comenté lo aburrida que estaba la fiesta y pregunté que es lo que hacía para entretenerse, tal vez este chico me iba a costar menos trabajo de seducción que los que casualmente suelen recurrir a estos eventos. No pude creer cuando acerté.

Me preguntó si quería divertirme con él, a solas, en el descampado y con el riesgo de que nos pudieran descubrir. Me hice el ebrio y atraje su boca hacia la mía. Me devolvió con una lengua dulce y fresca. Puede que haya comido un caramelo antes.

Mis manos recorrieron sus caderas y toqué su trasero. Era firme. Grande. Como a mí me gusta. Luego fui a su entrepierna. Su verga ya se encontraba palpitando debajo del pantalón. Para qué iba a perder más tiempo. Alguien podría encontrarnos. De hecho alguien nos encontró, pero no me di cuenta hasta que todo ya había terminado.

Lo puse contra un árbol y le bajé el pantalón. Su verga algo gorda pero no tan gigante saltó a mi cara. Me la metí en la boca y comencé a mamarla con locura y desesperación. Creo que Patricio gemía de placer mientras se acaricia el torso. Otro egocéntrico que sólo busca el placer personal.

Susurró que quería penetrarme allí mismo. Se lo prohibí. Mi trasero aún era virgen y no se lo dejaría a nadie que yo no quiera. Como las damas que aún creen en llegar virgen al matrimonio. Yo no espero eso. Sólo espero encontrar a alguien que me estremezca tanto que ni siquiera tenga que pedírmelo.

Antes de que Patricio tuviera tiempo de reaccionar, aproveché para darlo vuelta y dejarlo de cara contra el árbol. Saqué mi instrumento de mi pantalón y me puse un preservativo. El cuidado ante todo, sobretodo si jugamos con la promiscuidad.

Abrí sus nalgas y se la metí de un sólo intento. Gimió a loco. Me pidió que me detuviera pero yo me encontraba poseído. Sí. Ese dolor en él es el que quería encontrar. Me suplicaba que me detuviera pero sé que no quería. O era yo el que no quería detenerme.

Pronto se acostumbró al dolor, supongo, y sólo se limitó a gemir. Me dijo que era su dios. Y yo le creí. De vez en cuando necesito que me aumenten el ego que bastante por el piso lo tengo.

Seguí penetrándolo sin piedad como si realmente me gustaba. Le susurraba al oído cosas que lo ponían cachondo e inclusive consiguió dar vuelta su cara para que nos volvamos a besar. Era un rubio muy lindo y no iba a dejar de darle lo que pedía: autosatisfacción.

Acabé de repente y comencé a vestirme. Él subió sus pantalones y me miró esperando que le dijera algo. Otra vez le di el gusto.

  • Volvamos a la fiesta. Pueden sospechar.

Esperé a que termine de arreglarse mientras prendí otro cigarrillo. No dijo nada. Como si fuera que mi personalidad le intimidaba. No sé por qué. Soy simpático después de todo. Intentó sacarme temas de conversación.

  • No recuerdo cómo fue que terminaste en esta fiesta.

  • Nunca te lo dije.

No sé por qué las personas intentan establecer un diálogo después del sexo, como si la parte de la conquista ya no hubiera sido suficiente. Le di lo que quería y eso ya es algo. Si Patricio quería hablar, debería de tener amigos. De última instancia... que se consiga un perro.

En ese momento me percaté de que una mirada estaba sobre mí. Mis ojos giraron y se encontraron con otros. Ahí estaba él. Finalmente lo conocí. Agustín.

El muchacho se encontraba discutiendo con una pequeña mujer colorada. Apenas vio que mis ojos decayeron en él, siguió con su discusión y se olvidó que alguna vez Patricio y yo pasamos por enfrente. No quise espiar, pero parecía que se encontraba en una situación comprometedora. La chica estaba disgustada, amargada y casi a los gritos. Él, sereno y sumiso. Me invadió una especie de ternura inexplicable. Nada peor que una humillación pública. Pero a los dos segundos se me pasó y fui a encontrarme con los demás. Después de todo, Patricio y yo no habremos tardado más de veinte minutos. Con el alcohol y la droga que corría, nadie notó nuestra ausencia. Al menos eso esperaba. Y, por segunda vez en la noche, eso pasó.

Recuerdo bien esa fiesta de hace dos meses. El aire festivo, juvenil y envolvente que te dan ganas de gritar que la vida es bella, por lo menos hasta que llega la resaca.

Miro mi reloj e intento preguntarme si hubiera sido mejor simplemente quedarme callado. Tal vez si lo hubiera hecho, si jamás lo hubiese conocido, no estaría ahora dependiendo de recibir un mensaje suyo. Un maldito mensaje de él que me diga que todavía existe o que aún soy importante en su mundo.

Creo que no hice las cosas mal. Sólo las malinterpreté. Sí, ese fue mi error. Confundir una amistad sincera con amor verdadero. Malditos heterosexuales. En este momento, los odio a todos.

Tal vez no hago esto para compartir mi historia. Tal vez sólo lo hago para tratar de que algunos vean que no estoy tan loco como aparento. Y, tal vez, exista alguien que pueda entender tanto dolor.

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