Deseo

Un objeto de deseo acaba de entrar en la vida de una mujer casada, ¿pondrá en peligro su matrimonio? ¡Lo único que todos sabemos es que alguien acabará siendo golpeado!

Deseo

I

Ana vio llegar a su marido desde la ventana. El coche de empresa se detuvo delante del jardín y él se bajó, arrastrando su maleta de mano y despidiéndose del conductor. Carlos había estado varios días fuera por un viaje de negocios, como hacía cada cierto tiempo.  Para ella tampoco es que fuera eso un gran problema, hacía ya tiempo que su relación no era la misma que cuando se conocieron estudiando Derecho, tantos años atrás. A sus casi cuarenta años, Ana quería creer que apenas había cambiado físicamente. La buena alimentación y el ejercicio regular le ayudaban a mantener la línea. Además, siempre le habían dicho que parecía más joven de lo que era, quizá fuera por la piel lisa y el pelo rubio, siempre recogido en una coleta. A Carlos en cambio, se le empezaban a notar los años, sobre todo por la pérdida de cabello y el ligero sobrepeso, pero también por esas gafas de montura tan anticuada que se empeñaba en llevar.

Mientras Carlos se acercaba a la entrada, Ana se fijó en lo descuidado que estaba en jardín, sobre todo en comparación con el de sus vecinos. Le había dicho muchas veces a Carlos que necesitaban un jardinero, pero a él le parecía gasto innecesario e insistía en que se ocuparía él mismo en cuanto tuviera un rato. Cosa que, por supuesto, jamás sucedía. Pero tampoco podía quejarse. Al fin y al cabo, era gracias al puesto de Carlos, como gerente en una gran empresa, que podían permitirse aquella casa. Una vivienda de dos plantas con buhardilla, jardín y piscina privada en el barrio más caro de la ciudad. Todo lo que había soñado desde niña. “¡Y con tantas habitaciones podrán tener muchos niños!”, fue lo que les dijo la amable vendedora cuando la compraron. Pero al final solo llegó Julia, el resto de habitaciones sirvieron para que Carlos instalara su despacho y almacenara toneladas de documentos del trabajo, siempre desordenados. Aunque al principio Ana pensó que podría compatibilizar su prometedora carrera en un importante bufete con la crianza de la niña, aquello fue imposible. Se vio obligada a pedir la reducción de jornada, lo que afectó a sus posibilidades de ascenso. Aun así, el sueldo seguía siendo bueno, aunque sabía que con los años que llevaba trabajando allí, podría tener un puesto mucho mejor de no haber sido madre, pero no se arrepentía ni lo más mínimo. Estaba orgullosa de ver cómo día a día Julia se iba convirtiendo en una mujer. Tenía ya trece años y era tan espabilada como Ana a esa edad. Con su piel clara, su cara pecosa y su larguísima melena rojiza, dentro de unos años tendría a todos los chicos detrás, si es que no lo estaban ya.

Por primera vez en mucho tiempo, Ana estaba en ese momento disfrutando de un mes completo de vacaciones. Debería estar contenta por ello, pero lo cierto era que con Carlos siempre trabajando y con Julia quedando con sus amigas por el barrio, Ana se aburría en aquella casa enorme, y las vecinas tampoco es que fuesen una compañía muy excitante.

II

Después de que Carlos se duchase y cenase algo, la familia se reunió para ver la tele en el salón. Contó algunos detalles del viaje a los que Ana apenas prestó atención, mientras Julia permanecía pegada a su móvil. Cuando la chiquilla apartó la vista de la pantalla y les miró, Ana supo que iba a pedirles algo.

—Mamá, papá… este verano habrá un concierto de un grupo que nos gusta en la sala Katakrak. Las entradas salen a la venta a final de mes… ¿puedo ir? ¡Van a todas mis amigas! —Dirigió una mirada implorante y cautelosa a sus padres.

—¿No sois un poco pequeñas para ir a conciertos? —Preguntó Carlos sin dejar de mirar la televisión.

—Es desde por la tarde y tampoco se alargará mucho. Una de mis amigas tiene una prima que trabaja allí y ha dicho que nos dejarán pasar, pero no nos servirán alcohol. Por favor, por favor, ¿podemos? —suplicó Julia juntando las manos.

—No sé, cielo. Lo que diga tu madre. —Concluyó Carlos con cierto tono de desinterés.

Ana recibió aquel comentario como un mazazo. Claro, le pasaba la pelota a ella. “Típico de Carlos”, pensó suspirando.

—No me hace ninguna gracia que vayáis solas. —Dijo Ana volviendo con gesto serio la cara hacia su hija.

—Venga, ¡pero si van a ir todas! —Insistió la chiquilla. —¡No podéis hacerme esto! Por favor, por favor…

—Bueno, hija. Ya ves lo que dice tu madre. —Carlos seguía sin apartar la vista de la televisión, confiando en dar por concluida aquella conversación.

“Al final quedaré yo como la mala, como siempre”, pensó Ana.

—Julia, me parece normal que no vayáis a beber siendo menores, ¡solo faltaba! Lo que me preocupa es el resto de gente que estará allí, sobre todo los chicos. Chicos mayores que vosotras y muchos de ellos estarán borrachos. Tu padre podría conseguirte un spray de autodefensa de esos que vende uno de su oficina. Así quizá estaría más tranquila.

Con eso intento Ana devolverle la pelota a Carlos, que se volvió a mirar sorprendido, como si le estuviesen metiendo en un asunto que no tuviera nada que ver con él. “Bien”, pensó Ana, “por lo menos ha apartado la vista de la tele”.

—Oh, ¿no te referirás a Martínez, el de contabilidad? Sí, creo que vende chismes de esos bajo cuerda, pero no voy a comprarle uno a mi hija, y menos a ese caradura. Podría usarlo mal por accidente, podría pillárselo la policía y llevar uno de esos es ilegal. —Ana advirtió un punto de mal humor en la respuesta de Carlos. Era siempre lo mismo. Si por el fuera, se mantendría al margen de todo.

—Más ilegal aún es que te atraquen o te violen. —Le dijo Ana en tono desafiante.

—Venga, Ana, no saquemos las cosas de quicio. Tampoco hace falta decir esas cosas delante de la niña.

“Oh, vaya, ahora se ponía puritano”. A Ana le divirtió ver la incomodidad de su marido y decidió seguir por ahí.

—Muy bien, Julia, pues si tu padre considera que esos sprays no son seguros, no se hable más. En realidad, la mejor defensa para una chica es la de toda la vida, la patada en los huevos.

Carlos casi se atragantó al escuchar aquello, y Ana tuvo esforzarse por contener la risa. Los ojos de Julia se abrieron de sorpresa al escuchar a su madre decir aquello, pero tampoco le vendría mal saberlo.

—¡Ana! No le digas eso a la niña… —Dijo Carlos con tono reprobatorio.

—¿Y por qué no? Son cosas que toda chica tiene que aprender en algún momento, y Julia ya va teniendo edad. —Dijo Ana con fingida naturalidad, divertida con lo incómodo que estaba su marido. —Sabes lo que son los huevos, ¿no? —Preguntó dirigiéndose a la chiquilla.

Julia se ruborizó al escuchar esa pregunta de su madre, pero respondió indignada.

—No soy tan pequeña, ¿vale?

—Oh, de acuerdo, señorita. A ver, ¿qué son?

—Son las bolitas que tienen los chicos ahí abajo. —Dijo con voz de paciencia, evitando mirar a su madre.

—¡Eso es! Y no importa lo mayores o fuertes que sean, un golpe ahí y los dejas fuera de juego.

Ana vio cómo su hija se mordía el labio reprimiendo una sonrisa, entre avergonzada y divertida. Su padre, en cambio, trataba de hacerse el loco con gesto de desagrado. Así que Ana decidió ir un poco más lejos.

—A ver, demuéstrame cómo lo harías. —Dijo poniéndose en pie y animando a su hija a hacer lo mismo. La chiquilla se levantó y se puso a su lado. —Mira, levantas la pierna y golpeas con fuerza. —Explicó mientras daba una patada al aire.

Julia observó atenta y repitió el movimiento. Madre e hija pegaron unas cuantas patadas al aire mientras Carlos, visiblemente incómodo, contemplaba la escena de reojo. Tras unos cuantos ensayos más, las dos se echaron a reír.

—¿Entonces puedo ir? —Preguntó Julia expectante.

—Hay tiempo hasta que salgan las entradas, ya veremos. —Zanjó Ana acariciando la melena rojiza de su hija antes de mandarla a la cama.

Después, fue a servirse una copa de vino antes de acostarse, mientras Carlos seguía sentado en el sofá, con los ojos como platos.

III

Ana se despertó al día siguiente con un ruido molesto. Amaneció ella sola en la cama. No se enteró del momento en que Carlos se acostó, si es que lo había hecho. Era posible que se hubiese quedado dormido en el sofá toda la noche, como le ocurría a veces. Se desperezó y se acercó a la ventana para ver qué era aquel ruido, sonaba como un cortacésped, pero parecía demasiado cercano para ser el de un vecino. Desde la ventana no vio nada, ¿estaría quizá al otro lado del jardín?

Al bajar las escaleras, Carlos la recibió con una sonrisa mientras se tomaba una café.

—¿Por qué no miras fuera? —dijo.

“Vaya, por fin se ha acordado de llamar a un jardinero. ¡Aleluya!”, pensó Ana mientras salía al jardín, sin sospechar lo que le aguardaba allí. El joven que pasaba el cortacésped tendría en torno a veinte años. Era alto y con una musculatura perfectamente definida. Tenía el pelo rubio y rizado. Iba vestido con unos pantalones muy cortos de deporte y una camiseta de tirantes tan ancha que dejaba parte de su escultural torso al descubierto. Ana no esperaba una visión así a esa hora de la mañana, aquel chico parecía salido de un calendario de modelos. Le avergonzó sentir un brote de excitación.

—Se llama Óscar. —Carlos la sorprendió al acercarse por detrás. —Es un chico estupendo, ¿sabes? Por lo visto le han contratado como becario mientras he estado fuera. Fue quien me trajo ayer a casa en el coche de la empresa.

En cuanto Óscar se dio cuenta de que estaban allí, paró el cortacésped y se acercó a saludar, con una sonrisa radiante. Su cara era tan perfecta como su cuerpo. Sus rizos dorados le rodeaban la cabeza y caían graciosamente sobre su frente. Tenía la cara ancha y el mentón marcado, hasta tenía un hoyuelo en la barbilla. Su sonrisa permanente resultaba encantadora. Revelaba una dentadura perfecta y hacía que sus ojos se achinasen. En el lado izquierdo del labio superior tenía un lunar que junto con sus rizos rubios constituía lo más reconocible de su rostro. Ana lo pensó mejor, no parecía un modelo de calendario. Desprendía tanta alegría y vitalidad que le recordaba más al chico de un anuncio de refresco. Era tan perfecto que hasta resultaba repelente, pensó.

—Óscar, muchacho—le saludó Carlos palmeándole en el hombro. —Esta es Ana, mi mujer.

El chico la dio dos besos sin dejar de sonreír.

—Óscar está estudiando derecho. ¡Vaya recuerdos me trae la carrera! Aunque yo no estaba tan en forma como tú. —Los dos rieron mientras Ana miraba a Óscar. Ella odiaba cuando su marido se intentaba hacer el gracioso, pero el chico se reía con cortesía y naturalidad, casi parecía ensayado. —Mientras me traía en coche me fue hablando de todo lo que está aprendiendo en el despacho sobre gestión de documentos. Le dije el lío de papeles que tengo yo en casa y se ofreció venir a ordenarlo. Lo ha hecho por fechas, por tipo de documentos… sube ahora a verlo y verás. Y acabó tan rápido que luego se ofreció a cortarnos el césped. ¡Este chico es una joya!

—No es para tanto, llevaba la ropa de deporte en la mochila y como tenía la mañana libre no me costaba nada. —Dijo mirando a Ana con su encantadora sonrisa. —En un momento habré terminado por hoy, señor.

—Oh, por favor, llámame Carlos —gritó en tono familiar.

—¿Por hoy? —Se extrañó Ana.

—Dice que le gusta la jardinería y que vendrá cuando tenga ratos. —Explicó Carlos encogiéndose de hombros mientras se acercaba a él para darle una propina.

IV

En efecto, al parecer Óscar tenía horario de tarde en el despacho y estuvo yendo todas las mañanas, además de los días libres por la tarde. Ana veía bastante claro que aquel chico quería hacer méritos para quedarse en el despacho cuando terminase la beca. El típico jovencito ambicioso y seguro de sí mismo. Muchos hubieran considerado un atrevimiento su oferta de ir a la casa del jefe, pero Carlos eran fácil de convencer. A veces Ana se sorprendía preguntándose a sí misma cómo había llegado tan lejos.

Los días fueron pasando y Ana se fue acostumbrando a la presencia del joven en la casa. Por las mañanas, mientras Carlos estaba en el trabajo y Julia en clase, se quedaban solos, pero apenas interactuaban. Él trabajaba en el jardín mientras ella preparaba la comida o hacía algunas tareas domésticas. Habían prescindido de la asistenta mientras Ana estuviera de vacaciones, así se entretenía. Desde la ventana de la cocina veía al chico trabajar mientras sus músculos brillaban al sol. A veces llevaba esa camiseta de tirantes y otras llevaba una de manga corta, pero casi siempre se la acababa quitando. “Al menos me alegra la vista”, pensaba Ana.

Por las tardes, Ana estaba aprovechando las vacaciones para hacer vida social con las vecinas. Se solían reunir en la casa de una de ellas para tomar algo. Salvo Ana, todas las demás eran amas de casa. Por llamarlo de alguna manera, porque contaban todas con asistenta. Sus conversaciones eran banales y Ana se aburría, pero era mejor que estar sola en casa. Casi siempre hablaban de series que veían, que además trataban de temas parecidos a sus propias vidas, amas de casa de buena posición social. Aquella tarde estaban todas emocionadas por el último capítulo de su serie favorita, en la que al parecer una de las protagonistas se liaba con el jardinero potente. “Qué visto está eso, la típica fantasía femenina”, pensó Ana. Y se dio cuenta de que en aquel momento esa fantasía se podía hacer realidad para ella. Reprimió el pensamiento al instante. “Qué tontería”.

Como el verano se acercaba, Óscar habló con Carlos y se ofreció a limpiar y preparar la piscina. Aquel sería el primer verano que la tendrían lista desde el principio, porque Carlos siempre lo iba demorando y al final no llamaba a uno operario para que la limpiase hasta que el calor ya era insoportable. Era siempre un trabajo duro y penoso, porque la piscina cogía muchísima suciedad durante el invierno pese a estar tapada. Carlos se lo advirtió al chico, pero él presumía de poder con todo. Esa seguridad entusiasmaba a Carlos. Ana podía adivinar que estaba tan encantado con aquel chico porque representaba todo lo que le hubiera gustado ser a Carlos a esa edad.

Mientras Ana preparaba la comida, Óscar entró en la cocina. Iba vestido solo con un minúsculo pantalón blanco de deporte, y tenía todo el torso, brazos, piernas, incluso parte de la cara con restos de barro, pero no perdía la sonrisa. Pidió a Ana unas toallas y algo de jabón. Ella tuvo que hacer esfuerzos para apartar la vista de su perfecta musculatura. Fue al baño a coger lo que le había pedido y salió al jardín para dárselo. Encontró al joven duchándose con la manguera, le tendió la pastilla de jabón y se quedó junto a él sosteniendo las toallas. “Por no dejarlas en el suelo y que se machen”, se dijo a sí misma. El chico se entretuvo largo rato enjabonándose y frotándose frente a Ana, incluso cuando ya no había ni rastro de barro en su cuerpo. Levantaba los brazos mientras sostenía con ambas manos la manguera sobre su cabeza, revelando una tupida mata de pelo rubio en sus axilas mientras se enjabonaba sus rubios rizos. El agua caía sobre sus pectorales y su vientre, mojando la finísima línea de vello rubio que ascendía desde su pubis hasta el ombligo. Sus pequeños pantalones de deporte quedaron completamente empapados y Ana pudo apreciar por la manera en que revelaban su abultada virilidad que no llevaba nada debajo. Trató de apartar la vista al instante, pero cuando le miró a la cara le notó algo diferente. Seguía sonriendo, por supuesto, mientras clavaba sus ojos claros en ella. Pero Ana notó un aire pícaro en aquella sonrisa. Ya no tenía ese aire inocente de anuncio de refresco… ¿sería una impresión suya o estaba flirteando?

Ana volvió para dentro nada más darle las toallas, pero estaba sorprendentemente excitada, como no recordaba haberlo estado en mucho tiempo. El hecho de pasar el resto del día sola no ayudó. Cuando el chico se marchó, se despidió saludando con la mano como todos los días, pero esta vez ella no pudo quitarle la vista de encima mientras se alejaba. Julia pasó la tarde en casa de una amiga y se quedaría también a dormir, querían probarse ropa para ese concierto al que seguía empeñada en ir. Por su parte, Carlos telefoneó desde el trabajo para decir que ese día volvería mucho más tarde de lo normal. Ana se juntó con las vecinas por la tarde, pero no se podía quitar aquel cuerpo escultural de la cabeza… y aquella sonrisa seductora. Aunque peleaba por desecharla, una idea iba tomando forma en su mente. Al volver a cenó algo ligero y se sirvió una copa de vino. Se acostó sola, cachonda perdida. ¿Sería capaz de engañar a Carlos? “Engañar no es la palabra”, se dijo. “Es solo una pequeña aventura. Y sin tener que salir de casa, cero riesgos. No podía buscar amante más seguro que aquel que buscaba complacer a su marido a toda costa. El chico jamás se iría de la lengua, por la cuenta que le traía. Y a su relación con Carlos podría venirle hasta bien. Algunos matrimonios mejoraban después de una pequeña aventura extramatrimonial. Eso decían, ¿no?” Mientras le daba vueltas a estas ideas, la excitación fue en aumento y se acabó masturbando. No podía recordar la última vez que se había sentido tan bien.

V

Después de un par de días pensándolo, Ana decidió lanzarse. Aquella mirada y aquella sonrisa estaban grabadas en su cabeza y su significado no podía estar más claro. Él lo sabía y ella también, ¿por qué andarse con rodeos? Además, tanto ir a la casa… ¿era solo por complacer a Carlos… o era por estar con ella? Daba la impresión de que cuando terminaba una tarea, se le ocurría otra. En ese momento estaba arreglando el porche. ¡Y a Carlos todo le parecía bien! Eran excusas para quedarse a solas con ella, estaba claro. Y todo el día quitándose la camiseta, exhibiéndose delante de la ventana para que ella viera… el chico ya no podía mandarle más señales, y ella no lo había pillado hasta el final. “Pobrecillo, seré tonta”. Se había estado observando frente al espejo los últimos días y la verdad era que por feo que estuviese reconocerlo, se veía mucho más atractiva que cualquiera de sus vecinas, pero a la vez más interesante que una niñata cualquiera. Era comprensible que un yogurín como aquel se fijase en ella.

Cuando el joven entró en la cocina para pedirle un vaso de agua, con una enorme sonrisa en los labios, Ana supo que era el momento. “Ya, claro, un vaso de agua… teniendo la manguera al lado para beber. Si es que está claro, ¡lo está pidiendo a gritos!”. Ana le sirvió el vaso y él bebió. Después se relamió y sonrió, su lengua casi rozó el lunar que tenía sobre el labio superior. Un poco de agua le rodó por la barbilla, mojando la incipiente pelusilla rubia que tenía en su mentón, antes de que se la secara con el dorso de la mano. De nuevo iba sin camiseta, vestido solo con esos pantalones blancos tan cortos, debajo de los cuales Ana ya sabía que no llevaba nada. Aunque esta vez no estaban mojados, podía distinguirse el abultamiento bajo ellos.

Ana se acercó a él y sin pensarlo dos veces, le agarró la entrepierna y le besó. Notó entre sus dedos la forma de sus testículos, gordos y carnosos. Sobó y acarició aquel blando saco mientras subía con la mano hasta alcanzar su miembro, largo y grueso tal y como lo había imaginado, que se endureció al instante entre sus dedos. “No me extraña que el chaval vaya tan de sobrado, cargando con esta herramienta”, pensó.  Mientras, acarició los labios del chico con los suyos, jugueteando con la lengua dentro de su boca, mordisqueando levemente sus gruesos labios. Un beso largo, seguido de varios más cortos. En total, todo debió durar unos segundos, pero los sintió como una eternidad. Él finalmente la apartó con suavidad.

—Me interesa llevarme bien con la mujer del jefe, pero no tanto. —Dijo con una sonrisa astuta, antes de darse la vuelta y salir de nuevo al jardín.

Ana se quedó de pie en la cocina, sin creer del todo lo que acababa de pasar. Sintiéndose como una idiota.

Todas las fantasías que se había hecho se derrumbaron en un instante. Fue como si alguien hubiera pinchado una burbuja y ella hubiera caído hasta estrellarse en el suelo. Esas cosas eran normales con quince años, no con casi cuarenta. Había hecho el ridículo de la manera más espantosa. Pasó el resto de la mañana en la habitación, tratando de asimilar lo ocurrido. “He intentado poner los cuernos a mi marido con un chico que casi podría ser mi hijo. ¿Pero en qué estaba pensando?”. Sería el estrés acumulado del trabajo, sería el aburrimiento de aquellas absurdas vacaciones. Tenía que encontrar alguna excusa para aquello tan imperdonable. Se asomó a la ventana de la habitación y vio a Óscar trabajando en el porche. Tan tranquilo, tan seguro, como si nada hubiera pasado. Se quedó mirándole largo rato, tratando de escrutar lo que sentía. Cuando hubo acabado, se volvió para despedirse con la mano con una sonrisa, como siempre. Aunque en esta ocasión la sonrisa era diferente, como en el momento mismo de rechazarla. ¿Había algo de burla?

Al día siguiente, Óscar volvió como si nada. Y al siguiente, y al siguiente. Ana, en cambio, no se lo podía quitar de la cabeza lo que había pasado y lo mal que se sentía por ello. Durante los días siguientes trató de disimular con su familia, pero ella misma se notaba nerviosa e irritable. Julia no dejaba de insistir con aquel dichoso concierto, y cada vez con más urgencia a medida que la fecha para sacar las entradas se acercaba. Pero Ana apenas le hacía caso, sentía que le iba a estallar la cabeza. En algún momento pensó en hablar con Óscar para aclarar lo ocurrido, pero él no parecía ni siquiera un poco incómodo. Aunque trató de evitarle, si en algún momento se cruzaron sus miradas, pudo notar esa sonrisa que para ella se estaba volviendo tan odiosa. ¿Era, acaso, condescendencia? Cuanto más pensaba en ello, más le molestaba. El chico era mucho más joven que ella, esa situación debería haberle incomodado tanto o incluso más que a ella y sin embargo parecía no afectarle lo más mínimo. Él llegaba y hacía su trabajo. Y si algún día Carlos volvía antes de tiempo y se encontraban, bromeaban como si nada. “Desde luego, no hay dudas de que el chaval tiene claros sus objetivos”, pensó.

VI

Llegó el domingo y esa mañana estaban los tres en casa. Ana pensaba que ese día descansaría de ver a Óscar, pero no.

—Me pidió el chico venir hoy a la piscina con dos amigas. Es lo menos que podemos hacer después cómo se ha portado. —Le explicó Carlos cuando lo vio aparecer. —Vamos a dejarle que se divierta un poco, que presuma delante de ellas, que está en la edad. No todo el mundo puede disfrutar de una piscina como la nuestra. Dos amigas nada menos, menudo campeón. —Concluyó, riendo entre dientes, sin quitar ojo a las chicas.

A ella ya le resultaba desagradable tener que verle todas las mañanas, pero esa vez era peor, estando toda la familia en casa. Desde la ventana de la cocina, vio cómo Carlos salía a saludarle. Los dos reía y después se dirigía a las chicas. "Ya se está haciendo el gracioso con ellas", pensó. Cuando Carlos se despidió, vio cómo los tres se quitaban la ropa, quedándose en bañador. Carlos volvió a la casa y dijo a Ana que estaría en su despacho, pero ella apenas le contestó. Examinaba al chico y a sus amigas.

Una de ellas era bastante más bajita que él, con el pelo castaño recogido en dos coletas y un bikini rosa que revelaba sus grandes pechos. Parecía uno o dos años menor que él. La otra puede que tuviera su edad, era alta y rubia, con el pelo más corto y recogido en una pequeña coleta y unas gafas de sol subidas en la frente. Llevaba un bikini atado por detrás del cuello, dejando sus hombros libres. Sus pechos eran algo más pequeños que los de su amiga, pero cuando se dio la vuelta, Ana pensó que tenía un buen culo. Los tres estaban de pie junto a la piscina. Él estaba en medio y parecía estar diciéndoles algo que tenía mucha gracia, por cómo se reían. Se le veía exultante entre aquellas chicas. Llevaba un bañador pequeño de color rojo que dejaba poco la imaginación. Ana pudo notar cómo los ojos de alguna de las chicas se desviaban a su paquete mientras conversaban. A través de la tela del bañador, era visible su erección. Tenía un bulto grueso y alargado apuntando hacia arriba, ligeramente inclinado a la derecha, como un cohete a punto de despegar, bajo el cual se formaba el bulto redondeado de sus testículos, apretados dentro de aquel bañador.

"Sí que se le ve a gusto, sí". Aquello la irritó aún más. ¿De verdad aquel chico se sentía tan cómodo en esa casa como para llevar a sus amigas y coquetear con ellas después de lo que había pasado allí? Hacía falta tener mucha cara dura. O peor aún, ¿y si lo estaba haciendo aposta?, ¿y si había llevado allí a esas chicas para restregárselo por la cara? Para hacerla ver que nunca se hubiera fijado en una vieja como ella teniendo amigas así. "Si es así, menudo cabrón". ¿Y por qué no se metían en la piscina?, ¿qué hacían hablando tanto rato? Él no dejaba de sonreír mientras hablaba y las chicas parecían muy atentas y divertidas. Ana se inquietó aún más. ¿Les estaría contando lo que había pasado?, ¿se estaban riendo de ella? Escudriñó las caras de los tres, la sonrisa de él le pareció algo maliciosa y las caras de asombro de las chicas lo decían todo. Ana sintió una oleada de miedo y de vergüenza. Óscar había llevado allí a sus amigas para humillarla.

Julia la sacó de sus pensamientos cuando entró en la cocina. Las entradas para el concierto salían ya al día siguiente y estaba más impaciente que nunca, necesitaba una respuesta ya. Ana, sin poderse quitar de la cabeza todo aquello, se acercó a su hija y la susurró al oído. La chiquilla la miró con ojos de asombro, pero tras sostener su mirada unos instantes y comprobar que su madre hablaba en serio, su cara se iluminó con una sonrisa de entusiasmo y asintió.

Ana vio desde la ventana cómo su hija salía al jardín. Mientras Julia se dirigía directamente hacia él, Óscar seguía conversando con las dos chicas. A la rubia le había pasado la mano levemente por la espalda mientras se dirigía a la bajita en ese momento y le hacía una caricia en la cara, sonriendo con seguridad, a lo que la chica respondió también con una sonrisa coqueta. Al notar que Julia se acercaba a ellos, Óscar y sus amigas volvieron la cara hacia ella. Desde la ventana, Ana pudo apreciar cómo el chico frunció levemente el ceño al ver a la muchachita que se dirigía con rápidas zancadas hacia él, y su permanente sonrisa parecía expresar cierta extrañeza. Posiblemente le sorprendió la velocidad y decisión con que la cría se aproximaba. También notó una mezcla de curiosidad y ternura en el rostro de sus dos amigas. La rubia le susurró algo al oído, haciendo que la sonrisa de Óscar perdiera ese aire de desconcierto y recuperase su radiante seguridad habitual, durante los interminables segundos que tardó Julia en llegar frente a ellos.

Ninguno de ellos tuvo tiempo de saludarla ni de articular palabra alguna, pues cuando la chiquilla estuvo a su altura, sin llegar siquiera detenerse, levantó con fuerza su pierna derecha, mientras se impulsaba con los brazos para no perder el equilibrio. El joven debía ser casi medio metro más alto que ella, por lo que tuvo que levantar mucho la pierna para alcanzar su objetivo. Ocurrió tan rápido y fue tan inimaginable que él en absoluto lo vio venir. Todo el cuerpo de Óscar parecía tan duro como si estuviese esculpido en mármol, pero para su desgracia el duro empeine de la chiquilla fue a estrellarse contra su parte más blanda. Ana, sabiendo lo que estaba a punto de ocurrir, no perdió detalle y pudo apreciar perfectamente cómo el blando bulto cedía ante el golpe, como si la pequeña y huesuda pierna se hundiera en él. En el momento inmediatamente previo al impacto, la boca de Óscar pareció entreabrirse, como si fuese a decir, pero aquello quedó segado al instante, para dar paso a un aullido de dolor. Toda su cara se transformó. Sus ojos se cerraron con fuerza mientras su boca se curvó formando un círculo. Ana sintió satisfacción al ver por primera vez cómo se le borraba la sonrisa de la cara. Antes de que la pierna de Julia descendiera por completo al suelo, el enorme cuerpo del joven comenzó a doblarse hacia adelante, quedando durante un instante de pie, completamente flexionado, formando un ángulo recto, con su cabeza por debajo de la altura de Julia, mientras se llevaba las manos a la ingle. Pero finalmente cayó de rodillas, aferrándose ambas manos a su entrepierna. Ana pensó que era una lástima que se estuviese cubriendo la zona, porque le gustaría ver cómo había quedado su erección en ese momento. Tenía la cara toda enrojecida, como si estuviese a punto de llorar, y se desplomó en el suelo, hecho un ovillo, sin soltar ni un momento sus doloridos testículos.

Las dos chicas lo miraron con horror, tapándose la boca con las manos sin saber qué hacer. Antes de que ninguna de ellas llegara a decirle nada, Julia se dio la vuelta y volvió corriendo a casa. Entró corriendo en la cocina, con la respiración acelerada por la excitación del momento.

—¿Lo he hecho bien?, ¿entonces puedo ir? —preguntó impaciente, con los ojos iluminados.

Ana escuchó pasos apresurados bajando la escalera. Carlos había debido ver la escena desde su despacho y salió al jardín de inmediato. A través de la ventana, vio cómo su marido se acercaba, llevándose las manos a la cabeza, a las dos chicas que miraban con estupefacción e impotencia al cuerpo que se retorcía de dolor en el suelo. Volvió la cara hacia su hija, que aguardaba su respuesta con una sonrisa nerviosa y expectante. Ana le dijo lo orgullosa que estaba de ella y la estrechó entre sus brazos. Esa fue toda la respuesta que necesitó Julia, que comenzó a gritar y saltar de alegría.