Deseo... (continuación)

Aprendimos que la cópula es el final, el salto hacia el abismo, que antes debimos trepar alturas cargadas de asombros y delicias, por eso lo primero que hago es empuñar el miembro de mi concuñado, que con el correr de los años no contiene las durezas conocidas, y lo manoseo para leudarlo, lo beso para incitarlo, y sin dudar lo llevo a mi boca para confirmarle que el amor permite todo y puedo ampararlo en todas las instancias de mis rincones. Me encanta sentir su volumen en la caverna de mi boca, avanzar hacia mi garganta, saberlo capaz de estimular mi deseo con las palpitaciones de su animalidad viva, tan mía que lo sé parte de mi todo.

Deseo… (Continuación)

Sí, desde hace veinte años no soy solamente una mujer dichosa, sino también un ser nuevo, o por lo menos distinto al que fuera a lo largo de la vida. Durante el lapso transcurrido desde aquella primera ocasión en que el amor me explotó hasta desintegrarme y convertirme en otra, viví las conmociones más sublimes que puede vivir alguien que a través del gozo y el placer alcanza a pellizcar la plenitud de las relaciones entre macho y hembra, entre dos seres que logran aferrar el secreto de Dios cada vez que se unen para celebrar la cópula. Sí, la cópula, el coito, la culeada, la cogida, cualquier término capaz de definir el acto sexual que ocurre entre dos seres que utilizan la totalidad de sus cuerpos para enaltecer la maravillosa naturaleza humana.

Tuve la suerte de observar de cerca el acoplamiento de una potranca en celo padeciendo la fuerza imponente del padrillo que le hizo conocer el poder de sus ochenta centímetros de lanza reconociéndola arrecha, madura, preparada para el milagro de la concepción, también el del toro padrón saltando a la vaquilla que chorreaba celo al recibir el vértigo de su virilidad, y casi sufrí un orgasmo ante el espectáculo del tigre de bengala clavando en la tigresa su miembro que, en el momento crucial, se abre como una flor cargada de espinas para provocar dolor y hacer que las entrañas invadidas sean más receptoras al semen. Pero nada iguala al acto sexual realizado entre mujer y hombre, sobre todo si esa mujer y ese hombre no sólo se sienten atraídos y marchan arrebatados por la calentura, sino también comparten el universo que identifica al amor.

Hombre y mujer pueden acostarse y gozar con cualquiera. Hasta el hombre más disminuido logra erguirse como un tallo en primavera si tiene ante sus sentidos el cuerpo espectacular de una hembra que le extiende los brazos y le abre las piernas, y cualquier mujer, de cualquier edad, acepta el coito con quien le gusta, ya sea achacoso de vejez o verdoso de juventud. Pero en ninguno de los casos las parejas consiguen arribar al paraíso del placer si no están colmados de amor, de sed y hambre por el otro, y eso lo comprobé a lo largo de las relaciones con mi concuñado, con quien superamos en cada ocasión lo hecho en la circunstancia anterior, y aún hoy, cuando nos acercamos a la vejez inexorable, somos capaces de superar lo vivido en el encuentro de semanas atrás, cuando tanto él como yo creímos pisar el último umbral del cielo.

Ahora, cuando los órganos sexuales no tienen el poderío de otros momentos, cuando la magia del deseo exige mayores habilidades y conocimientos para sorprender las posesiones, puedo jurar que el gozo y el placer son mayores, superiores, y estallan como si dos estrellas chocaran en la eternidad del infinito. Ambos nos encontramos y caemos en los rituales con los cinco sentidos puestos en la exigencia de rubricar el amor en el otro, sin importarnos que cada uno haga su vida y los demás sigan imaginando que nuestras relaciones se mantienen en la dureza de siempre, cuando seguramente todos se daban cuenta de mis actitudes de odio para con el maldito esposo de mi cuñada. Sólo basta cerrar la puerta del refugio que encontramos para que las bocas se devoren como si aún fuesen adolescentes, para que mis pechos se llenen de lava y mi entrepierna chorree jugos como los de las potrancas en celo o las vaquillas en flor, mientras las manos de mi concuñado se asombran en el vigor de mis caderas, en la dureza excitante de mis nalgas, en la eclosión frutal de mis pezones que el tiempo fue oscureciendo, aunque manteniendo la virtud de hincharse como las moras del verano. No existe el más pequeño signo de pudor, porque amarse es darse por entero, sin mezquindades ni vacilaciones, y en cuanto siento en el vientre la necesidad de erguirse de la hombría que anhelo acudo con mis dos manos a encontrar el miembro para contagiarme con la decisión de su deseo.

Las bocas unidas, aunando sus sabores y dialogando la una con la otra en discusión compartida, logran hacer olvidar los días y noches de soledades, aunque mi concuñado las pase amando también los encantos envidiables de su mujer, que al acercarse a la sesentena permanecen intactos, demostrando que cuando una mujer es bien atendida en el lecho logra transitar por la juventud eterna. Y lo más lindo es que no siento celos, no me causa rabia, y cuando por alguna razón estamos juntas agradezco a la vida la posibilidad de tener por amante al hombre que nos ama a las dos por igual, sin diferencia, porque no hace falta que mi concuñado lo jure para saber que su amor es sincero y total, como lo es el mío.

Permanecemos de pie, abrazados, besándonos, acariciándonos, dándonos la mejor de las bienvenidas, dejando que por debajo de las ropas los cuerpos adquieran temperatura y se incendien como pastizales resecos. No hablamos: no hace falta. Simplemente dejamos que mis pechos adquieran consistencia de arcilla en estado de trabajarse y que por la cintura se me desbanden los cigarrales que suplican lluvia, en tanto mi concuñado afirma una mano en mi nuca y exige ahondarme en su boca para que aspire su espíritu. Sólo entonces, después de lograr que los sentidos reconozcan cada porción de deseo que nos invade, mis manos lo desvisten y las suyas me desnudan, sin siquiera pensar que los años fueron pasando y en cada encuentro las sombras no son las mismas de aquella primera vez.

Aprendimos que la cópula es el final, el salto hacia el abismo, que antes debimos trepar alturas cargadas de asombros y delicias, por eso lo primero que hago es empuñar el miembro de mi concuñado, que con el correr de los años no contiene las durezas conocidas, y lo manoseo para leudarlo, lo beso para incitarlo, y sin dudar lo llevo a mi boca para confirmarle que el amor permite todo y puedo ampararlo en todas las instancias de mis rincones. Me encanta sentir su volumen en la caverna de mi boca, avanzar hacia mi garganta, saberlo capaz de estimular mi deseo con las palpitaciones de su animalidad viva, tan mía que lo sé parte de mi todo. Lo saco, lo beso, lo muerdo, lo humedezco con mi saliva, lo recorro desde la punta arrogante hasta encontrar los bultos tiránicos de los testículos, tan sólidos y rotundos que al abrigarlos con mi aliento aumentan el calor volcánico que yace en sus interiores, mientras mi concuñado me pelliza el clítoris con sus labios o desliza la longitud de su lengua por las profundidades de mi vagina. ¡Cómo amo ese momento! ¡Cuánto gozo al llenarme los espacios de la boca con el volumen de los testículos poderosos, pesados, capaces de hacer que mis vísceras se inflamen como los temporales en cierne!

Nada puede compararse a lo que siente una mujer que ama cuando tiene la boca llena de la virilidad de su hombre, y lo mismo ocurre con el hombre que dialoga con las entrañas de la mujer que logra estremecerlo. Claro, es preciso amar para adorar el órgano sexual de un hombre, o de una mujer, pero mi concuñado y yo disfrutamos tanto el placer de lamernos íntimamente que es natural someternos al sexo oral hasta astillarnos de gozo, mucho más todavía cuando los dedos trabajan denodadamente por los labios vaginales o pulsan el botón del esfínter anal, donde se estiba el mayor de los placeres.

Quizá sea poco creíble al asegurar que si bien la primera vez que copulé con mi concuñado fue maravillosa la ocasión en que me invadió analmente superó ampliamente todo lo experimentado hasta entonces, y puedo jurar que no fue iniciativa suya, sino mía, porque necesitaba tenerlo dentro de mí hasta más allá de los límites de la racionalidad.

Fue dos años después del inicio de las relaciones, en momentos en que habíamos alcanzado el cenit de los asombros y nos deslizábamos por la felicidad absoluta, como dos amantes que no necesitaban palabras para decirse cuánto y cómo se amaban. El amor se había solidificado y el universo nos pasaba por encima sin molestarnos, y éramos capaces de enfrentar los peores peligros con tal de encontrar tiempo y lugar para nuestras satisfacciones.

Pasé el verano en casa de mi cuñada, disfrutando el campo y la compañía familiar, y los encuentros con mi concuñado fueron seguidos y plenos, aprovechando circunstancias favorables que se presentaron para nuestra suerte. También vinieron dos de mis hijos, con sus familias, aunque sólo por quince días, y el caserón se llenó de gente, movimiento, reuniones diarias, fiestas, hasta que sonó el teléfono y el abogado que manejaba la separación con mi marido requirió mi presencia en el juzgado, debido a que el trámite sufrió brusca aceleración. Era cuestión de viajar por la mañana y regresar en la tarde, aprovechando los vuelos, y sin dudar emprendí el viaje en la madrugada, sin pensar que mi concuñado se encontraba en la capital por trámites de la Cooperativa tabacalera que presidía.

Llegué, acudí al juzgado, estuve en la audiencia requerida y quedé libre a mediodía, dispuesta a regresar en el primer vuelo de la tarde, si conseguía cambiar mi lugar, reservado para el último. Mientras estaba en las oficinas de la aerolínea se presentó mi concuñado, también solicitando un lugar para el viaje, y ambos conseguimos asientos. Nuestras relaciones eran extremadamente discretas, hábiles, y de ninguna manera hubiésemos aprovechado la oportunidad, con tanta gente de la provincia que nos rodeaba en las oficinas, pero el tiempo puso el granito de arena y sólo dos horas después cayó un diluvio tan espantoso que los vuelos se suspendieron debido a la necesidad de cerrar el aeropuerto por las malas condiciones climáticas. De ninguna manera fuimos al hotel de costumbre donde mi concuñado y su familia se hospedaban, sino al alojamiento que acababan de inaugurar en las orillas de la ciudad, con todo el despliegue de modernidades que maravillaban a las parejas que llegaban a las suites de fantasía, donde podía elegirse copular en las arenas polinésicas o en el interior de la pirámide de Keops o en pleno paisaje lunar. Teníamos la tarde para nosotros, más tiempo del que habíamos gozado en todos los encuentros anteriores, y la aprovechamos de manera exquisita.

Elegimos la suite futurista, digna del siglo XXII, y fue tan determinante que pasó por mi cabeza la necesidad de hacer algo nuevo, distinto, excitante. Sin necesidad de decir nada y sólo guiando los impulsos de mi concuñado con movimientos pélvicos y sacudimientos de cuerpo, exigí que sus dedos no sólo tactaran el botón del esfínter anal, sino también que la yema del dedo se deslizara por el borde y jugara con la presión que pedía abrir la puerta. No resultó difícil hacer que la yema del índice traspusiera la barrera elástica, y en ese instante sentí el alborozo jamás imaginado del placer equívoco, pecaminoso para mojigatos y santurrones. Fue tanta mi excitación que mi concuñado fue ahondando la penetración, sintiendo en el latir del dedo los mensajes que mis interiores transmitían en ondas reflejas: ¡Es hermoso!, exclamé, utilizando la punta de la lengua para lamer, a mi vez, el ano de mi concuñado, y clavar la punta con deseos de penetrarlo. Entonces el índice de mi concuñado se hundió hasta la mitad y permaneció quieto, como aguardando, y poco a poco comencé a endurecer y aflojar mi esfínter hasta que todos los placeres de la vida comenzaron a manifestarse. El dedo comenzó a moverse lentamente, entrando y saliendo, pero también moviéndose en círculos, y podía percibir cómo los músculos del anillo se ablandaban y el ano comenzaba a dilatarse: ¿Te animas?, preguntó mi concuñado, y en cuanto admití me quitó el falo de la boca, sacó el dedo de mi ano, cambió la posición de 69 y se acomodó entre mis nalgas, levantándome las piernas y el trasero para colocar las dos almohadas. ¿No quieres que me dé vuelta?, pregunté, ansiosa y asustada a la vez, pero mi concuñado dijo que así estaba bien, que quería ver mis ojos en el momento de desvirgarme el culo. Fue la primera vez que escuché el término soez, áspero, pero me dije que era el término exacto y sonreí.

En la mesa de luz había preservativos, cigarrillos, frascos de todo tipo, y una pomada lubricante, de modo que mi concuñado se untó el miembro y colocó abundante cantidad en mi ano. Para mayor comodidad coloqué mis piernas en sus hombros y observé en el espejo de la cama cómo la punta del glande jugaba con el esfínter. Dilaté los músculos, como cuando cuesta evacuar, y empujé el vientre. La cabeza encontró el núcleo, pero era demasiado gruesa para atravesarlo, y el miembro resbaló hacia la vagina. Mi concuñado volvió a acomodarlo en la puerta, y esta vez lo sostuvo con ambas manos, y en ese instante presioné hacia delante y el ano se abrió para dejar paso. Resulta imposible describir lo que sentí, porque no existen palabras suficientes para decir que un nuevo placer me estaba inundando y superaba ampliamente todo lo gozado hasta entonces, y mi concuñado sintió lo mismo, porque nuestros ojos recogían las emociones que nos inundaban y crecían en vértigo incontenible, mucho más cuando la dureza caliente y palpitante se fue introduciendo en el recto espantando enjambres y palomas. Mi concuñado puso ambos brazos en mis nalgas y las impulsó para que la penetración fuese más intensa, y yo me colgué de los hombros para apuntalar el coito y sublimarlo.

Creo que tuve media docena de orgasmos, aunque no pude contarlos, pero mi concuñado se vació mucho más que otras veces, y no se retiró hasta que la sangre dejó de fluir y el miembro se amorcilló de cansancio. Yo, en cambio, permanecí encendida, tratando de hacer fuerza para que el ano recuperara su cerrazón, y en cada momento de fruncir el esfínter para cerrar la tremenda oquedad que me devolvía el espejo percibía que los zumos del placer se derramaban humedeciendo el amor. Mi concuñado aguardó un momento más, contemplando el resultado de su invasión, y luego, con inmensa ternura, me limpió con la toalla, salió de mis piernas, se acomodó en mis pechos y me preguntó si estaba bien: Mejor que siempre…, le respondí, y busqué su boca, enrosqué mi lengua en la suya, y sólo entonces comencé a lagrimear. Hubiese llorado hasta cansarme, pero sosegué el llanto en cuanto mi concuñado arrimó la boca a mi oído y susurró las palabras más hermosas de nuestra relación: Amar es darse entero, y acabas de darme todo

Poco después, y antes de tener la sentencia de divorcio, enviudé. Mi marido murió en un estúpido accidente de tránsito, junto a su compañera. Mis seis hijos, por obligaciones laborales, se fueron del país y se radicaron, algunos en Europa, dos en Estados Unidos y uno en Brasil, contentos y felices, y siempre insistieron en que los acompañara, para no estar sola. Preferí quedarme, continuar con los negocios inmobiliarios, en sociedad con mi concuñado, lo que nos permite estar próximos y disfrutar de las ocasiones que se nos presentan, sin despertar sospechas, ni siquiera en quienes trabajan para nosotros. Soy una señora seria, formal, equilibrada, para muchos proveniente de las mejores cepas lombardas, y hasta para mí, que terminé creyendo en los cuentos de mi padre, confirmados por las averiguaciones de mis hijos. Muchos hombres vinieron con intenciones de casamiento o de encuentros fugaces, porque mantengo el cuerpo sólido de las gringas campesinas y aún ahora, próxima a los setenta años, siento la codicia de los ojos masculinos en gozar con mis encantos. La cara no me ayuda, porque los años son crueles con las gringas, que nos arrugamos como tortugas, pero eso no tiene importancia, y aunque la fogosidad de los encuentros no es la misma con mi concuñado disfrutamos plenamente los momentos de cama. Ya no hay coitos anales, porque el miembro no tiene dureza suficiente y apenas logra abrirse paso por los labios vaginales, pero ambos tenemos lengua, labios, dedos, todo lo que nos permite alcanzar milagros orgásmicos.

Mi cuñada sigue siendo preciosa, con la madurez increíble de las signadas por la belleza eterna, y una tarde de confesiones íntimas dijo que el marido no puede cumplir como lo hacía antes, y teme que sea ella la causante del enfriamiento. Sólo entonces pude darme cuenta de lo que es mi amor por él, porque con todo mi coraje le di lecciones para tenerlo firme a su lado. Cuando mencioné el coito oral por poco se desmaya, y ni hablar lo que ocurrió al decirle que lo amará aún más cuando tenga el miembro en su boca y lo paladee a su gusto: No sé cómo dices esas cosas sucias. Jamás haría semejantes porquerías…, me dijo, seria y enojada, pero sólo dos días después mi concuñado me contó que por primera vez en tantos años de matrimonio su mujer le había permitido poner los labios en su vagina y hasta se había atrevido a besarle la punta del miembro: Seguramente ahora te pedirá que le hagas la colita…, le dije, un poco resentida por el entusiasmo que había puesto en sus palabras. Lo amé mucho más cuando me respondió: Ojalá que no lo haga…, susurró, mientras se daba vuelta para que hagamos un espléndido 69: ¿Se puede saber por qué?, pregunté, empuñando el mango amorcillado que costaba crecientes esfuerzos endurecer: Primero, porque el único culo que deseé en mi vida fue el tuyo, y segundo, porque contigo más o menos se me para, pero con ella ya ni siquiera se arrodilla…, afirmó, y fue tanta mi risa y mi amor que, sin quererlo, le clavé los dientes en el glande, y lo maravilloso fue que el mordiscón lo hizo agarrotarse.