Deseo...

Mi concuñado volvió a girar, me dio vuelta, exigió que me pusiera de rodillas, que levantara el trasero, y antes que pudiera preguntar para qué introdujo el miembro en el asombro de mi vagina, con tanta fuerza que a pesar de mis seis hijos y de las cientos de veces de recibir a mi esposo a lo largo de los años sentí como si acabara de desvirgarme, tal vez porque sólo entonces tomé clara conciencia de que un hombre, un macho, un padrillo, me ponía en el lugar de hembra y me hacia tragar la tierra que dominaba por orden de Dios. Entonces dejé de lado el amor y recuperé el odio, la rabia, la necesidad de herir y matar, y si él empujaba para invadir mis entrañas yo retrocedía y apretaba los músculos vaginales para troncharle la hombría, y si sus manos estrujaban mis pechos yo le clavaba las uñas en los testículos, y si él aullaba de placer yo le respondía con gritos de gozo, hasta que ambos explotamos en el génesis que nos construyó el universo exclusivo de los dos.

DESEO

Soy una mujer mayor, con la vida hecha, viuda reciente, madre de seis hijos, abuela de catorce nietos e inminente bisabuela, y quiero confesar que sólo conocí el sexo en sus justas y precisas dimensiones cuando estaba cerca de los cincuenta, o sea veinte años atrás, al culminar la etapa de la plena madurez. Hasta ese momento increíble me consideraba alguien a la altura de los acontecimientos, capaz de andar por el mundo con el andar seguro de quienes supieron sacar jugo a la oportunidad de vivir y con suficiente criterio como para señalar al bien y al mal con precisión, como lo aprendí en familia y en los colegios que me dieron la formación adecuada. Fui, y aún lo soy, muy creyente, y siempre me mantuve en el equilibrio de la moral y las buenas costumbres, satisfecha de las relaciones conyugales y poniendo gesto de asco a los liberalismos e irreverencias que nos acosan, sobre todo en las últimos décadas.

Me casé al cumplir dieciocho, con el único novio que tuve, que sólo me llevaba un par de años, pero que permitió que de la noche a la mañana dejara de ser hija de sacristán, para convertirme en señora de clase media acomodada, gracias a la fortuna que mis suegros pusieron en manos del hijo mayor para permitirle proyectarse hacia un seguro porvenir. Nunca fui linda, como el ideal de las mujeres, pero supe ingeniarme para entrar en el matrimonio con las urgencias del caso, antes que muchas y pensando en el destino, aprovechando que mi futuro esposo no tenía experiencia en cuestiones de amor, y no me costó esfuerzo darle el empujón hacia el altar permitiendo que ambos nos desvirgáramos en el asiento trasero del auto, haciendo oídos sordos a las recomendaciones religiosas que ambos respetábamos a ultranza. Nos casamos, y fui feliz en el departamento amplio, tan distinto a la habitación que nos brindaba la parroquia en donde me crié, y nunca me arrepentí de lo que hice para superar mi condición social y moverme en el nuevo nivel con pasos seguros. En la cama todo era fácil: mi esposo tenía energía de sobra para amarme todas las noches, y a veces también en las madrugadas, pero siempre de la misma manera, levantándome el camisón hasta la cintura, poniéndose entre mis piernas y penetrándome para pujar unos minutos e inundarme con el semen que caía en mis profundidades en el preciso momento en que mis interiores comenzaban a sentir necesidad de abrir más las piernas, levantarlas para facilitar la introducción y moverme siguiendo el ritmo en busca del placer que imaginaba, por cuanto hasta entonces desconocía los secretos del gozo entre hombre y mujer.

Años después de nuestro casamiento la hermana de mi esposo nos presentó al novio, y desde el momento de conocerlo comencé a odiarlo, a descubrirle defectos y a opinar que no era lo que le convenía. Había algo en él que provocaba mi rechazo, necesidades de tratarlo con desprecio y desconfianza, de alguna manera convencida de que era un aprovechador de la inocencia de la cuñadita, una preciosura que merecía mucho más que el morocho ordinario y sin clase que apenas sabía conversar, tan callado que para sacarle una palabra había que ponerle un tirabuzón en la boca. Estudiaba agronomía, a punto de recibirse, y siempre andaba con camperas de cuero, pantalones ordinarios y botas, creyendo que andaba por el campo y sin darse cuenta de que la ciudad exigía ropas acordes con los ciudadanos que lo rodeaban. Mi cuñada, aún adolescente, estaba fascinada con el pretendiente, demasiado grande para ella y distinto de sus condiciones físicas, porque era preciosa, rubia, de ojos claros y cuerpito de bailarina, tan distinto al del morocho enorme, cetrino, aindiado, que para colmo jugaba a ese juego estúpido y violento llamado rugby y no perdía oportunidad de estar en todos los acontecimientos ecuestres de la ciudad, desde partidos de polo a jineteadas, seguramente para estar junto a animales como él. Lo que más me molestaba era que tanto mi suegra como la abuela de mi esposo estaban totalmente embelesadas con el pretendiente, y ni hablar de las compañeras de colegio de mi cuñada, para quienes el maldito era un ídolo o un manjar que todas querían saborear.

Se casaron y fueron a vivir a la provincia natal del flamante marido, y aún lo odié más al saber que provenía de una familia tradicional y llena de campos productivos, tan empinada socialmente que nadie se fijaba en el color de la piel, quizá porque todos tenían las mismas raíces criollas, para nada semejantes a las nuestras, provenientes de la Italia del norte, blanca y rubia. Para colmo, en la noche del casamiento, tuve que dar unos pasos de vals con el recién casado y el atorrante me dio una apretada tan irrespetuosa que me hizo conocer el poder de sus intimidades, con tanta vehemencia que la rabia empujo mi vientre con deseos de embestir su impulsividad y avergonzarlo: «Estás para comerte, concuñada…», me susurró en el oído, y sólo entonces percibí que el matrimonio y los tres embarazos que llevaba me habían rellenado los huesos y mostraba el cuerpo cargado con las redondeces que tanto apetecen los hombres. La cara no me ayudaba demasiado, por ser tosca y caballuna, pero tenía cuerpo de gringa, con pechos opulentos, caderas firmes y piernas poderosas, fuertes y ávidas. Su comentario me provocó tanto disgusto que inmediatamente busqué a cualquiera de las parientes que debían cumplir el compromiso de bailar con el flamante esposo.

Esa noche concebí a mi cuarto hijo, y en esta ocasión no fue mi marido el que levantó el camisón y se acomodó en mi entrepierna, porque lo aguardé lista, dispuesta, y en cuanto sentí al miembro abrirse paso hacia la profundidad de mi vagina levanté las piernas y ceñí la cintura de mi amante con todas mis fuerzas, con tanta fiereza que el pobrecito dio un grito para evitar que lo partiera en dos. Me había convertido en mujerona de un metro setenta y cinco de altura, ochenta kilos de carnes opulentas y pechos que calzaban corpiños número 96, duros como piedras y maduros de maternidad, sólo disfrutados por mis tres hijos. Debo confesar que gozaba más con las mamadas de mis criaturas que con las penetraciones de mi marido, aunque aún desconocía los ejercicios del amor, y era tan tonta que despreciaba la posibilidad de consolarme sola utilizando dedos o aparatejos por temor religioso al infierno y también por pudor de tener que confesarlo al cura que escuchara mis pecados desde la niñez. La religión calmaba cualquier posible arrebato.

La ilusión de que mi cuñada fuera infeliz y tomara conciencia del error que había cometido al casarse con el hombre que con el correr del tiempo colmaba mi capacidad de rabia se fue desmoronando a lo largo de los años, dejando en la saliva el sabor amargo por verla más y más feliz, inocultablemente satisfecha, con el espíritu colmado por alegrías constantes y el cuerpo cargado con las delicias de la vida marital. Para colmo, luego de parir a mi sexto hijo y de hacerme ligar las trompas para evitar más críos, comencé a engordar de manera alarmante y a evitar los contactos sexuales con mi esposo, con quien entramos en una etapa difícil debido a sus irresponsabilidades económicas, que nos llevaron a un paso de la ruina, no sólo la nuestra, sino la del todo el grupo familiar. Ya tenía carácter fuerte y el ascenso social me había convertido en mujer pretenciosa, altiva, que intentaba esconder el pasado humilde de inmigrante de mi padre inventando otro distinto, que pese a ser producto de mi imaginación se convertía en verdad en mi conciencia, y hasta mis hijos se criaban orgullosos de provenir de cepas lombardas que se entroncaban con brillantes ancestros. Seguramente el cuento se inspiró en recuerdos de infancia, cuando mi padre se dejaba arrastrar por las nostalgias y sacaba a flor de piel sus recuerdos, y como la nueva posición social también le había beneficiado condimentaba la historia afirmando a sus nietos que vino a América empobrecido por culpa de perder sus bienes debido a los desastres políticos. Si hubiese vivido mi madre, a la que perdí en plena infancia, la falacia no habría dado resultado, pero mi padre tenía el poder de autoconvencerse de que si se hubiese quedado en Italia habría sido Papa, y si se convirtió en sacristán fue sólo por el anhelo de permanecer junto a la iglesia, esperando la oportunidad de volver al seminario, cosa que no pudo hacer debido a enamorarse en cuanto desembarcó.

Las señales de quiebra se hicieron rotundas y comenzamos a sufrir embargos, juicios, los cheques sin fondo volaban por todas partes y mi marido prefirió esconderse a ponerle el pecho a las balas, y quienes más se perjudicaban eran mis suegros, quienes vendían todo lo que podían para demorar lo inevitable, hasta que mi cuñada se enteró de los sucesos y viajó con su marido para tomar cartas en el asunto. Mi concuñado arregló las cosas en cuestión de días, salvó parte de los bienes e impuso orden en las finanzas, evitando que perdiéramos todo. Tamaño gesto hizo que en vez de agradecimiento el odio y el resentimiento se multiplicaran, y por alguna hendija de mi rencor pasó la idea de encontrar el modo de hacerle daño, de arruinar por lo menos su felicidad, porque me sentía afrentada, disminuida, burlada.

Siempre había percibido sus ojos dando saltos y picotazos a mis pechos, a las porciones de muslos que la pollera descubría, y alguna vez había percibido el aroma del deseo emanando de su proximidad cuando pasamos unos días compartiendo las vacaciones en el mar. Estaba segura de que las miradas eran críticas, burlonas, comparando mis voluptuosidades con la esbeltez juvenil de su mujer, que conservaba el talle de la adolescencia y parecía más hermana de sus dos hijas que madre, y con la idea fija de molestarlo comencé a ir al gimnasio, a vivir haciendo dietas, a morirme de hambre maldiciéndolo por obligarme a tantos sacrificios, pero aprovechando cada ocasión de encuentros para mostrarle cómo y cuánto había cambiado la gringa maciza y opulenta, que pese a los seis hijos podía hacer que los hombres admiraran el cuerpo cuarentón, bien formado, duro, parecido al de una vedete que deslumbraba en los escenarios porteños. Se me cinceló en el cerebro la idea de que sólo quería cobrarse en mi cuerpo el dinero que puso para salvarnos, y la sensación de que me creyera capaz de prostituirme para colmar sus deseos me enloquecía, me exigía acentuar mis sentimientos de odio.

Las circunstancias financieras hicieron que las relaciones familiares se acercaran, que por lo menos dos o tres veces al mes mi cuñada y el marido viajaran desde la provincia para controlar la marcha de los negocios, que seguían en manos de mi esposo, aunque vigilados de cerca por el maldito concuñado, y eso significaba que nos reuniéramos y pasáramos muchas horas juntos, tanto en mi casa como en la de mis suegros. Aprovechaba esos momentos para vestir blusas bien escotadas, polleras con cortes que dejaran sobresalir a mis muslos, zapatos que ensalzaran mis pantorrillas, y la satisfacción se fue leudando al percibir que el morocho no desperdiciaba ocasión para clavar la mirada en mis ambrosías, seguramente calculando cuánto valían. Ya con mi esposo no manteníamos relaciones carnales y el amor por él se había resecado, aunque ni nuestros hijos ni las familias se dieran cuenta de cómo estaban las cosas, y me encantaba el papel de mujer fatal, esperando el momento de recibir insinuaciones y ponerlo en el debido lugar ante mi cuñada y los demás. Sería hermoso vivir el momento del escándalo, señalarlo como degenerado, vicioso, irrespetuoso, y estaba convencida de que llegado el momento la felicidad de mi cuñadita terminaría. Sólo lamentaba que mi rostro no me ayudara, que se hiciera aún más tosco y que afloraran demasiadas señales de arrugas, cubiertas por el maquillaje.

El día que se casó nuestro hijo mayor tuve oportunidad de hacer estallar el escándalo, pero la racionalidad hizo que postergara el momento para otra ocasión. Hicimos la fiesta en un salón especial, con cientos de invitados, pero mi cuñada no pudo estar presente, por cuanto habían operado de urgencia a una de sus hijas y precisaba estar a su lado. Sólo vinieron mi cuñado y la otra sobrina, llegando a media tarde y con pasaje de vuelta para el primer vuelo del día siguiente. Mi esposo se entretuvo con sus amigos, iba de mesa en mesa agasajándolos, y aproveché para permanecer al lado de mi concuñado desenfundando todas las armas instintivas de seducción, íntimamente convencida de que el maldito me clavaría los dientes en cualquier momento. Bailamos dos o tres lentos, y admití en mi conciencia que mi cuerpo se acoplaba perfectamente al suyo, que mis pechos se anidaban en sus pectorales y mi vientre sentía crecer la avidez de su entrepierna. Al volver a la mesa, y aprovechando el largo del mantel, dejé que mi muslo se afirmara en su pierna, y percibí tanta fuerza en el roce que algo profundo salió de golpe de la sangre y me exigió apoyar la mano en su rodilla, apretándola como para darle confianza e incitarlo a mayores atrevimientos. En ese instante pasó por mi cabeza, por primera vez, el pensamiento de qué hubiese sido de mi vida si en lugar de conocer a mi esposo me habría relacionado con el morocho alto, macizo, fuerte desde las manos al corazón, y gracias a la idea contuve el propósito de gritar y acusarlo de acoso, o por lo menos de intentar molestarme.

Volvimos a bailar, a instancias de mi suegra, y lo hicimos con los cuerpos respetuosamente separados, conversando como dos amigos del alma, aunque las manos se aferraban con tanta fuerza que dialogaban estremecimientos imposibles de contener, tan feroces que así como tomé la decisión de callar mis ansias de gritar que un degenerado me toqueteaba con malas intenciones le pedí a Dios que nos diera una nueva oportunidad de permitir que las manos quitaran los cepos que nos maniataron los años de anhelarnos, desearnos, ansiarnos.

Lo continué odiando porque no venía, y si lo hacía no encontraba el modo de aproximarse, dejándome cada ocasión más devastada, más envuelta en demonios empeñados en traer a mis sueños la maldición de mi concuñado arrasando las enjundias del cuerpo que cuidaba y fortalecía sólo para él, por cuanto a medida que pasaban semanas y meses mi marido ya era apenas olvido. Fue tremendo aceptar la verdad de que lo amaba, de que el odio sólo fue pretexto para tenerlo incrustado en el alma y ciñendo mi cuerpo, y de que desde el instante de conocerlo sólo vivía para él, pese a los hijos que había gestado de otro hombre. Admitir el amor significó despojarme de todo el orgullo que había estibado a lo largo de mi vida, cambiar el carácter, aferrarme a la realidad de que mi existir había sido sólo propósito de superar la pobreza y encaramarme en una mejor posición social, y hasta tuve el coraje de admitir que permití que me desvirgaran en el asiento trasero del auto convencida de que haciéndolo se solucionaban todos los problemas, tanto los míos como los de mi padre.

Me refugié en la religión, aún más que antes, y cuando supe que mi marido tenía una amante y convivía con ella el mayor tiempo posible no sufrí ni me enojé, simplemente continué viviendo como siempre, aunque lamentando todos los errores cometidos y fortalecida por la esperanza de que en cualquier momento me llegaría el amor, el que hasta entonces desconocía.

Cuando murió mi suegra fuimos con mis hijos al velatorio, y el encuentro con mi concuñado tuvo las mismas características de siempre, porque pese al dolor ambos no dejamos pasar la oportunidad de rozarnos, tocarnos, como si nuestras existencias estuviesen imantadas. Mi esposo andaba por Europa, seguramente con su amante a cuestas, y por obligación tuve que asumir el papel que le correspondía en cuanto al papelerío de la defunción y los arreglos municipales para el entierro. Como mi cuñada estaba destrozada su marido se responsabilizó de los trámites, y lo acompañé sin que nadie sospechara que era lo que estábamos anhelando.

Hicimos los trámites, arreglamos todo, y sin consultarnos para nada tomamos la decisión de entrar en el primer alojamiento que encontramos, a sólo cuadras del cementerio. Ambos estábamos acercándonos a la cincuentena y habíamos vivido intensamente, pero yo desconocía todo lo que el amor podía entregar, además de los minutos de cópula, y mi concuñado fue el mejor maestro, el más increíble amante, que en cuanto cerró la puerta y puso la traba me tomó en sus brazos y me devoró la boca hasta marearme: mi esposo nunca me besó así, con la lengua paladeando los sabores que mi inexperiencia se atrevían a entregarle. Mientras nos besábamos sus manos se ceñían en mis costados, apretaban mis pechos, rozaban delicadamente la región del vientre, y como entre sueños lamentaba no tener adolescencia para entregar, consciente de que mi cuerpo no contaba con la frescura de la primavera y sólo entregaba otoño, encantador quizá, voluptuoso tal vez, pero alejado de la posibilidad de aromar como una flor nueva.

Me quitó la blusa, desprendió el corpiño, se extasió ante mis pechos lechosos, coronados por pezones morados, y hundió el rostro en la profunda quebrada que los separaba. No sentí pudor por mostrar mis pechos desnudos, sí enorme alegría por sentir cómo y cuánto los disfrutaba, como sus dedos se posaban en mis turgencias y las hacían estremecer como si irrumpieran bandadas de mariposas aleteando resplandores de sol: «No disponemos de mucho tiempo…», dijo, levantando la cabeza de mis pechos, guiándome hasta el lecho redondo, donde nos recostamos para revolcarnos en abrazos furiosos, mientras me las ingeniaba para quitarme zapatos, medias, pollera, aceptando que a los cuarenta y ocho años, por primera vez, me encontraba desnuda ante un hombre que a su vez luchaba con camisa y pantalones para mostrarse como Dios lo trajo al mundo: «Te deseo desde que te conoc텻, afirmó, y ya desnudo me besó largamente, mientras yo atrapaba su lengua con mis dientes y gritaba que lo quise desde esa misma ocasión, pero odiándolo para contener el amor que me devoraba.

Mi cuerpo cabía perfectamente en el suyo: ambos éramos grandes, fuertes, y si las manos de mi amante me recorrían con el gozo ávido las mías se asombraban al tactar cada rincón, sorprendidas de que su envergadura humana fuese tan vasta como maravillosa. Dejó de besarme y cabalgó sobre mi cuerpo, puso el miembro endurecido entre mis pechos y lo masajeó lentamente. Era la primera vez que tenía un falo a treinta centímetros de mis ojos, un animal pujante que clavaba su mirada en mí como incitando a descubrirla. Alguna vez había rozado el falo de mi marido, pero jamás me detuve más de un segundo en tactar esa misteriosa dureza, pero esta vez mis manos se movieron solas, sostuvieron el peso increíblemente pleno y, sin dudarlo, lo obligué a avanzar hasta mi boca para que mis labios lo besaran con toda la necesidad que me surgía de las profundidades. Mi beso fue casto, tierno, limpio, agradecido, y entonces mi concuñado hizo fuerzas y lo endureció aún más, como si quisiera prolongarlo hasta el interior de mi boca. Lo amparé con mi aliento, le permití comparar su volumen con mis dimensiones amparadoras, contuve la intención de morderlo, no para hacerle daño, sino para evidenciarle mi amor, mi sed, mi hambre. Al apretar mis labios en la dureza palpitante sentí que en mis entrañas se abría paso la bandada inaugural de pájaros que se echaban a volar por la locura de mis espacios, y así como había sentido el fervor de mis hijos en la frutalidad de mis pezones mamé el bastón de mando que me ordenaba no esconder nada hasta descubrir por entero al amor de mi hombre, de mi único hombre, por cuanto al que me había hecho seis hijos y me cubrió cientos de veces sólo conocía a través de mi vagina, no de todos mis sentidos. Era tanto el amor que sentía que escarbaba con la dureza exquisita paladar, encías, dientes, lengua, y en impulso instintivo imposté la garganta y la convertí en nidal para que la serpiente dominante afirmara sus ansias de profundizar.

Entonces mi concuñado giró ciento ochenta grados, dejó que mi boca jugara con su miembro y que mis ojos chispearan ante la visión de los testículos poderosos, y fue con su boca hacia el encuentro con mi entrepierna, con sus dedos a apartar la espesa selva que guarda mi morada, y en cuanto su lengua encontró el clítoris el primer cataclismo de placer de mi vida se abrió paso como río de verano, arrastrando hasta el último átomo de pudor. La boca se hundía hasta el límite en la amplitud de mi vagina y los dedos trenzaban ternura en la sensibilidad creciente de mis rincones, y eran tantas mis ansias y mis gozos que a fuerza de movimientos y señales advertí a los dedos que otro sitio aguardaba la ventura de la caricia. No perdieron tiempo: el índice de la mano derecha de mi cuñados circundó el anillo de mi esfínter, hizo que la yema pulsara el botón que respondió al llamado con urgencia, y a partir de ese momento perdí noción de las cosas y sólo viví las catástrofes del placer, los desastres que me provocaba la lengua en la ambición de mi vagina, el gusto que me brindaba el miembro copulando con mi garganta, el respeto que me provocaban los testículos balanceándose al compás de la pelvis y la furia que desataba la avidez del índice penetrando en las misteriosas regiones del recto. De pronto, y guiada por alguna sorprendente clase de inspiración, liberé al miembro de mi boca y guié a la punta de la lengua al esfínter de mi concuñado, lamiéndolo para llenarme con el gusto a profundidades que se adherían a mi olfato de hembra definitivamente accediendo a todos los peldaños del amor.

Mi concuñado volvió a girar, me dio vuelta, exigió que me pusiera de rodillas, que levantara el trasero, y antes que pudiera preguntar para qué introdujo el miembro en el asombro de mi vagina, con tanta fuerza que a pesar de mis seis hijos y de las cientos de veces de recibir a mi esposo a lo largo de los años sentí como si acabara de desvirgarme, tal vez porque sólo entonces tomé clara conciencia de que un hombre, un macho, un padrillo, me ponía en el lugar de hembra y me hacia tragar la tierra que dominaba por orden de Dios. Entonces dejé de lado el amor y recuperé el odio, la rabia, la necesidad de herir y matar, y si él empujaba para invadir mis entrañas yo retrocedía y apretaba los músculos vaginales para troncharle la hombría, y si sus manos estrujaban mis pechos yo le clavaba las uñas en los testículos, y si él aullaba de placer yo le respondía con gritos de gozo, hasta que ambos explotamos en el génesis que nos construyó el universo exclusivo de los dos.

Hace veinte años de aquella vez, tan intensos que hasta mi rostro tosco y caballuno se suavizó con la madurez del fruto sazonado, y mi cuerpo se mantuvo y se mantiene firme, duro, opulento, y no por el gimnasio y las dietas, sino porque dos o tres veces al mes mi concuñado viene con el celo erguido para permitirme ser una mujer completamente feliz.