Desde mi azotea VII
¿Por qué es tan excitante follar a escondidas? Ya superaron la barrera del pudor. Ahora las escapadas furtivas ofrecen el sexo más rico.
Después de la intensa sesión de sexo virtual, Pablo se sentía más inquieto de lo normal. Habían pasado varios días desde aquello y no había visto a Jara. Ni tan siquiera por la calle al saludarse, ni siquiera un cigarro en la azotea. Aunque se mensajeaban todos los días, él necesitaba más.
En un periodo muy corto de tiempo, se había acostumbrado a las escapadas con Jara. Aquellos momentos íntimos, no sólo de sexo, sino de risas y confidencias, hacían que rondara en su cabeza una palabra que su conciencia evitaba a toda costa.
Durante esos días, al tener la certeza que no podría ver a Jara, intentó ocupar su cabeza con otros menesteres. Raúl le había dejado la moto para que pudiera desplazarse a ver a sus clientes y así ocupar el tiempo para no pensar.
Elena por su parte, seguía entrando y saliendo de casa de sus padres, haciendo visitas constantes a su propia casa para controlar el avance del trabajo de los obreros, saliendo a cenar con sus amigas y también intentando mantenerse ocupada y no pensar demasiado en lo mucho que echaba de menos a su marido.
Dos días antes de la fiesta de cumpleaños, Pablo volvía a casa después de un intento fallido de conseguir un puesto en una pequeña agencia de marketing y publicidad. Frustrado no sólo por el irrisorio salario que ofrecían, sino también por las condiciones de lo que ofertaban, llegó a la conclusión de que se merecía algo mejor.
Cuando aparcaba la moto en frente de casa, vio a Jara asomada al balcón fumando un cigarrillo y al verlo, lo saludó con la mano, haciéndole un gesto e invitándolo a subir. Pablo se quedó contemplando como asomaba la figura de la mujer que ocupaba sus pensamientos y algo más.
Como de costumbre, Elena no estaba en casa, por lo que decidió subir directamente a la azotea al encuentro de Jara.
Ella lo esperaba asomada al muro, con una sonrisa cálida y aquellos ojos que eran capaces de traspasar la dura coraza de Pablo.
—Dichosos los ojos que te ven, vecina.
—Es que he visto que te has vuelto motorista profesional y me preguntaba si te apetecería un cigarro.
Jara, al ofrecerle su cajetilla, le hizo un gesto a Pablo indicándole que Martín se encontraba en casa.
—Mucho trabajo con el nuevo negocio, supongo —Pablo se acercó a coger un cigarro y acarició la mano de Jara, dejándola bajo la suya.
—Ni te lo imaginas, estamos desbordados, entre pedidos, nuevos clientes, los que ya teníamos… es un no parar y acabamos agotados. De casa al trabajo y del trabajo a casa.
Jara fijaba sus ojos en los de Pablo, regándole aquella sonrisa vertical que se dedicaban en los momentos de intimidad y que ahora, en la poca que brindaba la azotea a plena luz del día, era lo único que le podía ofrecer.
—Qué suerte los que trabajáis porque yo, por más vueltas que dé, no consigo encontrar algo decente.
—¿Sigues sin encontrar nada?
—Nada.
—Pues mira, a lo mejor te contratamos nosotros para que cambies el logo de nuestra empresa, que ya está anticuado. Todos saldríamos ganando.
Pablo soltó una carcajada silenciosa, pues sabía que el logotipo de la empresa, si es que podía llamarlo así, necesitaba un cambio desde hacía mucho tiempo. Lo notó desde el primer momento que lo vio en una tarjeta de visita, donde se apreciaba la tosca y apresurada mano de Martín.
—Cuando quieras. Estaré encantado de hacer unos cuantos diseños y que elijáis el que más os guste, pero obviamente no os voy a cobrar.
—¿Cómo qué no? El trabajo se paga, faltaría más.
—Los favores a los buenos vecinos, no se cobran, faltaría más —replicó Pablo guiñándole un ojo.
—Bueno, ya veremos —Jara lanzó al aire un invisible beso que sólo los ojos de Pablo pudieron ver dibujados en sus labios fruncidos—. Por cierto, he estado hablando con Elena, por lo de su cumpleaños y eso.
—Pues qué suerte tienes, ves tú a mi hermana más que yo.
—Es que a ti no hay quien te vea.
Pablo arqueó una ceja. La observaba mientras ella seguía hablando.
—Total, que eso, que había pensado —se inclinó un poco sobre el muro para acercarse más a él y bajó el tono de voz—, que a lo mejor me podías acompañar a comprarle un regalo y me dices que cosas le gustan.
—Mi hermana a pesar de sus aires pijos es muy fácil de contentar. A ella cualquier detalle le hará ilusión, más aun viniendo de ti.
—Pues si te parece, quedamos mañana como el otro día, en la puerta del parque y desde ahí vamos al centro comercial.
—Pero no llegues tarde.
—Depende de si me tengo que poner otra vez el casco ridículo —Jara le sacó la lengua de forma burlona.
Pablo respiró aliviado al saber que la ausencia de Jara tan sólo se debía al trabajo y a la incómoda presencia de su marido y que su deseo por él, al menos en apariencia, seguía intacto.
--
Al día siguiente, por la tarde, Pablo llegó con antelación a la puerta del parque donde habían quedado y apenas un par de minutos después, apareció Jara, vestida con un ligero vestido estampado, muy veraniego, parecido a otro que le había visto antes, en distinto color.
En la sencillez de su figura y sus formas, era donde Pablo la encontraba más atractiva e irresistible.
—Hoy has sido muy puntual, señor motero.
—Es que no me podía perder el verte venir a lo lejos tan guapa y tan sexy con ese vestido.
—La ocasión lo merece —Jara se acercó y le dio un rápido beso en los labios—. Te he echado de menos bichito.
—Creo que en eso te gano yo.
Jara cogió de las manos de Pablo el casco que tan ridículo sentaba una vez puesto, aunque ante los ojos de su chico, parecía que cualquier cosa le quedaba bien.
—Bueno, tenemos que encontrar un regalito chulo que le guste muchísimo a Elena. Es el primero que le hago y quiero quedar bien. Los tíos sois más fáciles de contentar porque sois más simples que el mecanismo de un chupete, pero las chicas… somos más exigentes.
Pablo la observaba divertido al ver que Jara había estado pensando bastante en agradar a Elena por su cumpleaños.
—Ya te lo dije, mi hermana es fácil de contentar, le gusta todo.
—Sí, pero hay cosas que son muy personales como por ejemplo perfumes y joyas. A no ser qué fuésemos amigas de toda la vida y supiera sus gustos. Como todavía no es así, estaba pensando en algo de ropa. Unas camisetas chulas, o algún abalorio que, sin llegar a ser joya, siempre te sacan de un apuro.
—Bueno, relájate, sube y vámonos. Seguro que encontramos algo y se queda encantada con nuestros regalos.
—¿Nuestros?
—Sí, yo también necesito comprarle algo, que todavía no lo he hecho.
—Anda que vaya hermano estás tú hecho.
Jara subió a la moto pellizcándole el muslo a Pablo y pusieron rumbo al centro comercial.
Al llegar, pasearon por innumerables escaparates que llamaban más la atención de ella que de él.
—Bueno, yo creo que tienes razón, le compramos ropa y mierdecitas de esas de colgarse, ¿cómo has dicho que se llaman?
—Abalorios, ¡so primate! —Jara le riñó poniendo los ojos en blanco acompañados con una sonrisa.
Entraron en una tienda de una gran cadena de ropa, con una incómoda música de fondo sin éxito, lo que les llevó a recorrer unas cinco o seis tiendas más, donde Jara lo inspeccionaba todo con demasiado detalle, al menos para el gusto de Pablo.
Cuando por fin encontró algo que medianamente la convenció, le enseñó la prenda a Pablo esperando su opinión. Este arqueó la ceja a modo de respuesta.
Ambos iban avanzando a través de percheros y prendas apiladas hasta el infinito y cuando Jara lo consideró oportuno, paró. Inspeccionaba unas camisetas intentando calcular la talla de Elena.
—Preguntarte la talla de Elena es un sueño imposible, ¿verdad?
—Me temo que sí.
Jara suspiró resignada y calculó a ojo la talla que tendría Elena. Era un poco más alta que ella, aunque más o menos con el mismo contorno de pecho, por lo que echando un último vistazo, eligió las prendas definitivas.
Cuando se dirigía a la caja a pagar, Pablo la sujetó del brazo.
—Oye, pero, ¿por qué no te las pruebas? Así al menos vemos si quedan bonitas.
—Pero, no sé, no van a quedar igual.
—A ti te quedarán mejor —contestó Pablo con un beso.
Aquel beso hizo sonreír a Jara, así que aceptó probarse las prendas. Cuando atravesaron el pasillo de los probadores, Pablo se metió directamente con ella en aquel pequeño cubículo.
—Pero bichito, ¿qué haces?
—Pues ver cómo te quedan.
—Pero…
Antes de que Jara pudiera completar su frase, Pablo había cerrado la puerta tras de sí y se abalanzó a besarla. La extrañaba, la necesitaba y sobre todo, la deseaba. Recorría sus labios como si hiciera años desde el último beso.
Jara, a pesar del asombro inicial, apretó sus labios contra los suyos en respuesta a tan agradable sorpresa. También lo deseaba y aquellos tiernos labios comiéndose los suyos, la hicieron suspirar.
De repente, la temperatura del probador subió varios grados. Sin decir palabra, sin miradas, ambos se besaban con ansias. Sus lenguas se enroscaban en un beso ahogado, sin pausa, recuperando el tiempo perdido. Las manos de Pablo se perdían por los muslos de Jara, levantándole su vestido. En un movimiento rápido, la despojó de la prenda, dejándola tan sólo en ropa interior.
Sus manos buscaban con desespero los pechos, sacándolos del sujetador. Jara suspiraba dentro de la boca de Pablo, dejándolo hacer.
Este, sin apartar su boca de la piel de Jara, bajaba por su cuello, lamiéndolo, devorándolo. Se abalanzó sobre los pezones succionándolos, amasando bajo sus manos ambos pechos.
Jara sujetó la cara de Pablo, sacándolo de sus pechos y llevándolo de nuevo a sus labios. Necesitaba más besos. Lo comía con desesperación, mientras la excitación de su amante hacía que se le perdiera la mano dentro de sus bragas.
Como poseído, pero con suma delicadeza, acariciaba su clítoris, pasando el dedo entre medio de sus labios vaginales y embadurnándolo con los jugos que de allí se derramaban. Ante los gemidos de Jara, Pablo comió su boca para ahogar el ruido.
Se encontraba excitada, llena de deseo, y al igual que Pablo. No pudo dejar de guiar las manos a su entrepierna y sin más miramientos, desabrochó su pantalón, agarrando con firmeza el duro pene, masturbándolo con avidez.
Jara se encontraba fuera de sí, caliente, excitada. Con muchas ganas de sexo. Sin pensárselo dos veces, se sentó sobre el banco que hacía esquina en el probador y se introdujo el pene de Pablo en la boca.
Empezó a succionar aquella dura polla con los ojos cerrados, recreándose en el momento, disfrutando más ella que él.
Pablo se sorprendía cada vez más de lo mucho que disfrutaba con Jara. Las escapadas, el sexo pasional, las confidencias. Sentía como si llevaran siendo pareja varios años, porque la conexión era total.
Sin planearlo, en aquel momento estaba recibiendo la mejor mamada en mucho tiempo.
Por su parte, Jara seguía con la polla de Pablo en la boca, mientras que con su mano continuaba pajeándolo. Le lanzaba miradas llenas de morbo que lo excitaban cada vez más.
Cuando Jara aumentó el ritmo, a Pablo le temblaron las piernas, la sujetó de la cabeza para guiarla en la mamada, pero de repente, cambió de opinión, apartando su pene de la boca.
—Jarita mi amor, si sigues así me corro como un loco.
—Es lo que quiero cariño, que te corras. Quiero que te corras —Jara acariciaba los testículos de Pablo, intentando recuperar el aliento.
—Yo también, pero se me ocurre una forma mejor.
Levantó a Jara del banco y la puso de espaldas contra el espejo del probador. Con su pene fuera, bajó de un tirón las bragas de Jara, quedándosele enrolladas en los muslos.
Sin dejar de mirarla a través del espejo, la penetro con fuerza desde atrás. Le sujetó los glúteos y se introdujo sin oposición en su encharcada vagina.
Jara cerró los ojos y abrió la boca al sentir como el pene de Pablo le abría el coño. Apoyó las manos contra el espejo y se dejó hacer.
Pablo, sin dejar de penetrarla, pasó las manos por delante y le agarró los pechos con firmeza. Dejaba los duros pezones entre sus dedos, para apretarlos y ponerlos más duros, sin dejar de amasarle las tetas.
Se inclinó más sobre ella, pegando totalmente su pecho contra la espalda, casi aplastándole el cuerpo contra el espejo, que vibraba con cada embestida ahogada que le proporcionaba. Dejaba derramar sus gemidos por el suave cuello de Jara que se estremecía y se retorcía por el torrente de placer que estaba recibiendo.
Pablo la follaba con fuerza, con embestidas firmes y profundas que atravesaban las entrañas de Jara.
—Mi niño, dame más fuerte, ¡por dios! Quiero más. Dame duro. ¡Fóllame duro!
Las palabras de Jara sonaban como un resorte sobre Pablo que aumentaba el ritmo de sus embestidas, haciéndolo cada vez más fuerte, más agresivo, más rápido. Se separó un poco de la espalda de Jara para controlar mejor las embestidas que le proporcionaba, sin dejar de amasarle las tetas, que se estrujaban bajo sus manos.
Se miraban a través del espejo con lujuria. Veía perversión en los ojos de Jara. Aquellos ojos sencillos que lo miraron por primera vez en la azotea, se tornaban ahora ávidos de sexo, de deseo, insaciables.
—Me corro, no aguanto más, tienes el coño ardiendo.
Pablo sentía su pene aprisionado por las paredes vaginales de Jara, que parecían querer absorberlo.
—Sigue, no te pares, dame tu leche. Quiero que tu leche dentro de mí. ¡Te quiero dentro de mí!
Entre las últimas sacudidas, Jara sintió su vagina inundarse del caliente semen que emanaba del pene de Pablo. La seguía atravesando duro, y ahora totalmente empapado de la mezcla de semen y jugos.
Les faltaba el aliento. Se sentían agotados, rendidos.
Había sido un sexo brutal y repentino, sin planes. Del que mejor sabe. Sin hablar, se devoraban el uno al otro a través del espejo. Los ojos lujuriosos pasaron a tornarse tiernos y confidentes.
Habían conseguido crear una atmosfera tan íntima, que los momentos más mundanos conseguían convertirlos en momentos únicos, irrepetibles. Imborrables.
—Oye, pues me gusta la ropa, nos la llevamos toda —Pablo hablaba pegado al oído y al cuello de Jara, intentando recuperar el aliento, entre sonrisas.
—Capullo —Jara se volvió y lo besó. Pegó de nuevo su cuerpo al de él y se fundieron en otro largo y tierno beso.
Finalmente, Jara pudo recomponer su vestido y recoger todas las prendas que habían caído al suelo del probador.
Cuando salieron de la tienda con las bolsas de ropa, Jara lo guio hacia una pequeña tienda de bisutería que quedaba justo en frente. Después de una pasada rápida por las estanterías llenas de abalorios que Pablo jamás podría haber identificado, ella se decidió por unos sencillos pendientes de plata.
—Y esto es lo que vas a regalarle tú a tu hermana.
—¿Le voy a regalar unos pendientes?
—¿Acaso quieres elegir otra cosa?
—No, por dios, ¡qué suplicio! Me fio de tu criterio.
--
Eran casi las ocho y media cuando decidieron dar por finalizada la intensa tarde de compras. En aquel lejano centro comercial, se sentían a salvo de miradas indiscretas y podían pasear tranquilos, gastándose bromas y andar como si fueran una pareja cualquiera.
Decididos a volver a casa y antes de subir a la moto, Pablo la besó de nuevo y Jara se sorprendió de que no dejara de sorprenderle aquel sabor en los labios de aquel chico. Cada beso sabía como el primero. Todos conservaban aquel hipnótico sabor.
Mientras recorrían la ciudad en moto, de nuevo Jara pensó que por más que quisiera, no podía evitarlo, como si el destino lo hiciese a propósito. Sentía que aquello se le escapaba de las manos.
—Pablo, para un momento, por favor.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Para un segundo bichito.
Aparcó la moto junto a la acera de una gran avenida casi desierta de tráfico. Jara se bajó de la moto y se quitó el casco con gesto preocupado. Pablo la observaba.
—Bichito, esto se nos va de las manos. Es una locura demasiado peligrosa.
Pablo la observó durante unos segundos antes de contestar.
—Jara, cambia ya de cara y de discurso. No te pongas insoportable.
Ella sonrió levemente al escuchar aquella frase. Sabía a lo que se refería.
—¿Sabes que hay que hacer en estos casos? —siguió diciendo Pablo mientras se bajaba de la moto y caminaba a su alrededor— Nada.
—¿Entonces?
—Pues que desconectes, y ya —Se volvió a subir a la moto—. Vamos sube.
Jara, volvió a montar y arrancaron, aunque Pablo hizo un cambio de sentido y volvió a recorrer la calle por la que acababan de pasar. Ahora la marcha de la moto era mucho más lenta.
—Te propongo una cosa. Finjamos que no eres mi vecina. Que no vives en el barrio. Así no tendrías que poner esa cara de acelga que se te pone y además, no te llamas Jara.
Sonrió al escuchar todo lo que se le iba ocurriendo a Pablo.
—¿Entonces quién soy? ¿Cómo me llamo?
—Hmmm te llamas Victoria. Y has ganado. Has vencido todas las batallas, por lo que no tienes nada de qué preocuparte. Así que ¿te fías de mí?
—¿Victoria, eh? Me gusta ese nombre…
—Pues Victoria, ya que te fías de mí, guíame a algún lugar para comer porque me muero de hambre…
Jara no pudo más que reír y pensar en lo rápido que pensaba Pablo. En apenas unos minutos había conseguido esfumar su preocupación.
Fingir que era otra persona no era tarea fácil, sin embargo en aquella moto, sintiendo el viento en la cara, todo parecía más sencillo y accesible.
Pararon a comer en un restaurante de comida rápida, y sentados en aquella terraza, Pablo cayó en la cuenta que era la misma en la que había decidido poner fin a la relación con su ex novia. Lejos de sentirse incómodo, rio la ironía.
—Y dime, ¿cómo está Victoria ahora? ¿Se divierte, lo pasa bien?
Jara dibujó una sonrisa y asintió mientras comía una de las patatas fritas que Pablo le ofrecía.
—Sí, sólo que… ¿cómo explicarlo? Es una sensación de que todo lo que tienes, todo en lo que creías, de repente se transforma.
—De eso se trata —contestó Pablo.
—Entonces esta que tienes delante, ¿quién es? ¿Por qué me siento como si me hubiera arrollado un tren o como si todo lo que tengo lo hubiese arrojado por un barranco?
—Supongo que es la misma persona, extraordinaria, que estaba escondida y necesitaba gritar: ¡Victoria!
—Tengo la sensación de que tuviera que devolver todo lo que tengo, como si hubiera sido mentira. He estado toda la vida equivocada, ¿no?
Pablo no contestó y la dejó que de nuevo ahondara en su propia reflexión.
«Qué hermoso es sentirse mujer», pensaba Jara. Sentirse deseada, no pensar en nada. Dejarse llevar.