Desde mi azotea IV

«Imaginar no es malo». La tensión sexual va en aumento entre las conversaciones en la azotea y en el día a día de Jara y Pablo.

Jara bajó las escaleras desde la azotea hasta su habitación después de despedirse de Pablo, aunque antes de atravesar la puerta se paró un instante bajo el marco, vio a su marido roncando boca abajo y se giró y se metió en el cuarto de baño.

No se había dado cuenta que aún no se había cambiado y llevaba aquella camiseta roja y los cortísimos pantalones.

Abrió el grifo del lavabo para refrescarse un poco y mientras sentía el agua resbalar por su cuello, se quitó la camiseta para ponerse un pequeño camisón negro de fina tela para dormir, que se encontraba sobre un taburete del baño.

Mientras se quitaba la camiseta y se inclinaba para coger el camisón, fijó su mirada en el espejo por unos instantes. Miró el reflejo de su torso desnudo y se quedó allí parada, frente a su imagen.

Los pechos de Jara aparecían turgentes, suaves y coronados por unos pezones marrones que dibujaban una sugerente silueta. Era consciente de que ya no tenía el cuerpo de una chica de dieciocho, pero tenía el de una mujer de treinta y siete, sabía que no sólo conservaba su encanto y una bonita figura, sino que, con aquella tenue luz del baño, se vio a sí misma como una mujer sexy, deseable.

Su cabello caía discretamente ondulado, descansando sobre sus hombros. Tocó su abdomen sintiendo el calor que desprendía su piel y de una manera suave y delicada, fue subiendo la mano hasta colocarla entre los pechos, acariciando  la base, de una forma casi imperceptible. Sentía sus pezones sensibles, duros y notaba como se erizaban por sus propias caricias.

Cerró los ojos y recordó la sensación que le provocó la mano de Pablo en sus caderas. «Pablo…». La había tocado de una manera tan inocente y dulce… «¿O tal vez lo había hecho queriendo?»

«¿Qué haces Jara, te estás poniendo cachonda pensando en el vecino?». Su diálogo interior no hizo que cesaran las caricias de sus manos, que ya se encontraban masajeando ambos pechos, mientras seguía clavada frente a su reflejo.

Se sentía excitada, caliente, sudorosa. Tan sólo había sido una distendida conversación con su vecino, no había habido nada más. Pero aquella forma tan amable y dulce en el trato por parte de Pablo, intentando ser cercano con una desconocida que acababa de llegar, la hacía sentirse bien, no tan abandonada.

«Ha intentado ser discreto, pero lo he pillado dos veces mirándome las tetas con disimulo» —pensó sonriéndose delante del espejo de forma coqueta.

«Es normal, las tengo bonitas, y me acabo de dar cuenta que he estado saltando y bajando un muro sin sujetador… menudo espectáculo que le he dado» —divagaba con una sonrisa mezcla de timidez y picardía.

Se retiró un par de pasos hacia atrás y bajó su mirada para ver el reflejo de su cintura. Aquellos cortos pantalones marcaban perfectamente sus caderas y dejaban ver casi al completo la totalidad de sus muslos.

Con un movimiento suave y sin dejar de mirarse, posó sus manos en las caderas y las llevó hacia abajo, trayéndose consigo el pantalón y sintiendo su propia caricia. Levantó las rodillas y lo sacó del todo.

Se giró poniéndose de perfil y ahora observaba su trasero, tapado por aquellas sencillas bragas celestes, sin encajes. Se tocó el culo corroborando su idea de que aún se mantenía en su sitio y sonrió.

En ese momento, se dio cuenta de su propia respiración, levemente agitada y profunda. Dio un paso atrás y se sentó en la taza perdiendo la mirada frente a la pared de azulejos. Ahora se sentía confundida, preguntándose qué le pasaba, por qué se había puesto así.

Echó la vista a su izquierda y movió el pequeño taburete que allí se encontraba, lo situó frente a ella y subió una pierna sobre él. Cuando Jara se ponía pensativa, se mordisqueaba el pulgar, aunque no sabía muy bien en qué estaba pensando, mientras metía su dedo en la boca.

«No es malo imaginar», pensó. Aunque en realidad no estaba pensando en nada en concreto, su imaginación se había posado en su propio cuerpo, era su imaginación la que sentía deseos sobre ella misma y bajando la mirada, vio como sus pezones se erguían duros y desafiantes.

Su otra mano, se había puesto a acariciar el interior del muslo que se elevaba sobre el taburete y sus dedos rozaron sus bragas. «Estoy mojada».

Mordió su pulgar un poco más fuerte, cerrando los ojos y dejándose llevar por aquella excitación que había llegado de repente, o que simplemente se encontraba escondida y ahora en su intimidad, asomaba desatada.

Su mano frotaba ya con un poco de más presión sobre la tela e introduciéndola en la entrepierna, notó su propio calor y humedad. Con la cabeza baja y mordiendo con más fruición el pulgar, notaba sobre las tetas su propia respiración, mientras la otra mano se perdía dentro de las bragas.

Soltó un tímido gemido al sentir bajo sus dedos los recortados vellos de su pubis y bajar hacia el clítoris. Pasaba suavemente los dedos por su vagina, notando cómo su excitación los mojaba, indicándole que necesitaba más fricción y presión en esa zona.

A medida que profundizaba en las caricias, su respiración aumentaba con la calentura, quitando la mano de la boca y llevándola a su abultado pecho. Lo acariciaba de forma circular y constante, terminando la espiral en la aureola del pezón, que sentía sensible y caliente. La pierna sobre el taburete, se había encogido un poco más al aumentar la intensidad en las caricias a su coño, que se inundaba con el entrar y salir de los dedos impregnados de su flujo.

«Joder, estoy empapada». Apretó sus labios y cerró los ojos concentrándose más en su masturbación. Sus dedos no paraban de proporcionar placer a su mojado coño y sus tetas se estremecían con las caricias, pellizcando los pezones, haciéndola sentir más goce, que se escapaba por su boca en forma de suspiros contenidos.

Sentía que su cuerpo se arqueaba y apretó más sus pechos, aprisionándolos con la mano. Conteniendo la respiración, sus dedos seguían masturbándola bajo la tela de las empapadas bragas e inconscientemente, sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de las caricias.

La sensación de escalofrío la recorría por completo, estaba a punto, estaba llegando y mientras inclinaba su cabeza hacia delante con los ojos entornados, repetidos gemidos salían de su boca. «Me corro».

Movió frenéticamente los dedos sacándolos y metiéndolos de su vagina, mientras su pulgar seguía un rítmico movimiento trazando pequeñas caricias alrededor del clítoris. Empezaba a gemir cada vez más fuerte, sintiendo que el corazón se le salía por la boca y su cuerpo pedía sacar ese profundo placer que sentía por cada centímetro de su piel.

El orgasmo la venció apoderándose de toda ella, retorciéndose, e inclinando la cabeza hacia atrás, soltó el último suspiro de alivio.

Se quedó allí sentada apenas unos instantes más, recuperando el aliento y sacándose la mano de las bragas, bajó la pierna del taburete y se puso de pie.

Volvió a abrir el grifo del lavabo para refrescarse, ya que ahora lo necesitaba mucho más, se sentía acalorada y necesitaba el agua fría. Una vez repuesta, se quitó las bragas y las echó al cesto de la colada. Encima del mueble del lavabo, había una caja con toallitas húmedas, cogió una y limpió su sexo, que había bajado ya su calor interno.

Se puso el camisón, y salió hacia su habitación. A pesar de que esperaba sentirse culpable por haberse excitado pensando en una simple caricia del vecino, sus pensamientos corrían en dirección contraria. Se sentía satisfecha, plena y una sonrisa se escapaba de sus labios.

Se acostó junto a su marido que no había cambiado la posición desde que llego de la azotea, y se quedó pensativa con las manos detrás de la cabeza.

«Imaginar no es malo». A pesar de que había tenido fantasías anteriormente, esta vez sentía como ésta era más personal, más humana, más real. «No pasa nada porque me de morbo el vecino, no hago nada malo, sólo es mi imaginación», se repetía para sí misma. «Me da morbo». Esa era la palabra que buscaba en su interior. Morbo.

Por una vez, se sentía libre de imaginar algo diferente, algo que podía sentir más de cerca. Necesitaba aquel estimulo que su mente le proporcionaba. No se sentía feliz con su matrimonio y el agobio de los recientes cambios se había apaciguado de repente.

«Me siento una adolescente otra vez» pensaba mientras volvía a llevar el pulgar a los labios y se le escapaba esa sonrisa tonta que la perseguía toda la noche. Notaba como si las endorfinas de su cerebro se hubiesen vuelto locas y se desperdigasen descontroladamente.

«Es sólo mi imaginación. Imaginar no es malo».

A la mañana siguiente en la casa de al lado, Pablo bajaba las escaleras medio dormido y se dirigía a la cocina. Pasó por el salón y no vio a nadie ni escuchó ningún ruido. Sus padres no estaban, así que se dirigió a la cocina a comer algo. Se había levantado con hambre.

Cuando estaba sentado a la mesa, sonó el teléfono inalámbrico de la casa. Se dirigió al salón y descolgando, se encaminó de nuevo a la cocina para hablar desde allí, mirando el número en la pantalla, que era el de su hermana Elena.

—Buenos días hermanita.

—¡Ay bicho! ¡Qué marrón tengo en casa por dios! —contestó con una voz agobiada.

—¿Qué te pasa Elena?

—¡Que tengo la casa entera inundada! Había ido esta mañana a llevar a David a la estación y cuando he vuelto, ¡había un palmo de agua, que parece esto el lago Ness! No sé si se ha roto una cañería o algo. ¡Por dios, qué desastre!

—A ver Elena, tranquila. No es el fin del mundo, le puede pasar a cualquiera. Ahora lo que tienes que hacer es cortar la electricidad de la casa y también cerrar la llave de paso del agua.

—Sí, sí. Eso es lo primero que hice —respondía Elena mientras se escuchaban unas interferencias en la comunicación.

—¿Elena? ¿Me oyes? ¿Elena, estas ahí?

—¡Bicho! Que se corta, que pierdo cobertura.

—Pero, ¿dónde estás?

—En el coche, voy para casa. He llamado a Jara, me ha dicho lo mismo que tú y me ha dicho que viniera y voy para allá.

—¿Has llamado a Jara? —preguntó Pablo extrañado.

—Si, a Jara, ¿qué pasa?

—Pero, ¿para qué?

—¡Coño, bicho! porque tiene una tienda de fontanería, ¡no seas carajote!

Pablo no se había olvidado de Jara en absoluto, pero sí que en ese momento no se acordaba que tenía una tienda de suministros de fontanería.

—Ya, vale, es que no había caído. Bueno, ¿vienes para casa entonces?

—Sí, pero voy a ver a Jara primero. ¡Ay bicho por dios esto es lo que me faltaba ahora!

—Bueno, no te preocupes ahora nos vemos.

Colgó el teléfono y a su cabeza vino de nuevo la imagen de Jara con aquel sugerente short que dibujó una sonrisa de medio lado en su rostro. Se estaban haciendo amigos, de eso no había duda.

Sin embargo, al verla tan animada y abierta la otra noche, sus pensamientos fueron un poco más allá, encargándose él mismo de devolverse otra vez a realidad. «No corras Pablito, templa», se repetía siempre que su imaginación volaba más de la cuenta.

A Pablo le gustaba mantener los pies en el suelo. Nunca se había caracterizado por ser un soñador y sin darse cuenta hasta ese momento, cayó en que no se había acordado ni una sola vez de su ex novia desde que se había instalado en casa de sus padres.

«Al final la mudanza va a tener algo bueno», pensó. Aunque Pablo sabía perfectamente que los últimos acontecimientos no le habían dejado mucho margen para pensar demasiado en ella y sobre todo, en sus ya olvidados cuernos.

Sin duda, Sonia había sido la gran artífice de todo eso, o al menos había jugado un papel muy relevante. Lo había trasladado al pasado, a una época donde era completamente feliz y sus preocupaciones era mínimas y además habían culminado algo que no habían podido hacer, tener un sexo fantástico, brutal.

Aun así, Pablo no podía negar que quien dibujaba sonrisas en su cara sin saber por qué, era Jara. Aquella mujer de aspecto pueblerino que apareció ante él el primer día para rescatar el juguete de su hijo, había evolucionado hasta convertirse ante los ojos de él en una mujer atractiva, discreta y risueña.

La noche anterior se había sentido liberado, a gusto, sin presiones. Nada que ver con lo que sentía cuando estaba con su ex novia. La relación se había mecanizado sin apenas haberse dado cuenta y la chispa, la espontaneidad o el toque de locura que podían haber tenido al principio, se esfumó demasiado pronto, tornando la relación en una continua rutina.

Quedar al salir del trabajo, tomar algo, ir a casa, follar, despedirse, salir a dar una vuelta, volver a casa, volver a follar y así día tras día durante cinco años.

Tal vez por ese motivo se habían estado poniendo los cuernos el uno al otro, aunque Pablo sí descubrió la infidelidad de la otra parte, porque si no hubiera sido así, se encontraría en la misma situación que ahora, sin trabajo, viviendo en casa de sus padres, pero con una novia infiel.

Quizá no se habría hecho amigo de Jara y sólo sería una vecina más y seguramente no se habría acostado con Sonia. Por eso se sentía más liberado y lleno. Le encantó acostarse con Sonia, no sólo por el atractivo de la chica, sino por el morbo de hacer algo medianamente prohibido con una persona cercana. Y aun así, no tenía ni idea de lo que estaba por llegar…

Y con Jara, «No corras Pablito, templa».

Cuando volvió a la realidad, desde las ventanas del salón pudo ver en la calle llegar el coche de Elena, aparcándolo de cualquier manera.

Salió de casa y vio a su hermana con cara compungida y agobiada. Al ir a aproximarse a ella, en ese mismo momento, Jara salía de su casa dirigiéndose también hasta el coche para ver a Elena.

Pablo se quedó un paso por atrás porque Jara no lo había visto, y dejó que fuera ella la primera en aproximarse y hablar con su hermana. Al instante y sin saber por qué, Elena abrazó a Jara cuando la vio llegar. «Por dios, que melodramática es mi hermana», pensó.

Elena siempre había sido bastante histriónica aunque no mucho más que su ex, que Sonia o que incluso su propia madre.

Cuando Pablo se acercó, Jara lo vio pararse en frente de ellas y esbozó una sonrisa que emanaba complicidad.

—Hola Jara, buenos días.

—Hola —replicó Jara, sonriendo tímidamente.

—A ver, Mari dramas , ¿qué te ha pasado? —dijo Pablo dirigiéndose a su hermana y tocándole el hombro.

—Bicho, tú no te imaginas lo que me he encontrado al llegar a casa, de verdad.

—Mira, he estado hablando con dos chicos que trabajan con nosotros y que están disponibles para ponerse manos a la obra ahora mismo, tú no te preocupes por nada, que eso es el día a día para nosotros. No te agobies que además estos dos son los mejores y te lo tendrán arreglado en seguida —añadió Jara dirigiéndose a Elena, tratando de empatizar con la vecina.

—¡Ay Jara! No sabes cómo te lo agradezco, de verdad. Yo es que no sabía qué hacer en ese momento y me acordé que tenéis lo de la fontanería y por eso te llamé.

—Claro que sí, has hecho bien. Mira, yo ya los he llamado explicándoles que ha pasado, en ésta tarjeta te he apuntado el número de ellos —dijo Jara ofreciéndole una tarjeta de visita a Elena—, luego cuando lleguen a tu casa, les explicas todo con más detalle, ¿vale?

—Eres un cielo, de verdad. ¡No sabes lo agradecida que estoy! —contestó Elena.

—¡Anda ya, mujer! Qué tampoco es para tanto, en cuanto lo tengas arreglado me invitas a un café y listo —replicó Jara, risueña.

—Te invito a café, a cenar, a copas ¡y a lo que haga falta! —dijo Elena con el mismo tono.

Pablo observaba discretamente a aquellas dos mujeres estrechar su amistad en un instante, e intentando ser partícipe, añadió:

—Oye, oye, ¿y a mí, qué? ¿yo estoy pintado en la pared? ¿a mí no me invitas?

—¿Y tú que has hecho? ¡Si no has hecho nada, con esos pelos que me traes! —respondió Elena con su ya recuperado habitual tono.

Pablo había caído en la cuenta que desde que se levantó, no se había peinado y lejos de sentirse avergonzado, acarició sus cabellos dándole la razón a su hermana.

«A mí me parece súper mono, incluso despeinado», pensó Jara observando callada a Pablo y sintiéndose cómoda entre aquella complicidad entre hermanos.

—Bueno bicho, anda vente conmigo y me ayudas, ¿vale?

—Claro.

—Muchas gracias mi niña —añadió Elena, dándole dos besos a Jara y despidiéndose de ella.

Durante el trayecto en coche, Elena relataba con su habitual dramatismo todo lo que había tenido que hacer debido a la inundación, mientras, Pablo pensaba en la amabilidad de Jara.

—Oye por cierto, ¿tú sabes dónde están papá y mamá? Esta mañana me he levantado y no estaban —preguntó Pablo, cambiando de tema.

—Bicho, de verdad… ¿Tú vas a seguir igual de despistado toda la vida? No te enteras nunca de nada, y eso que ahora vives allí.

—Por dios, ¡Qué tensión, Elena! ¡Dímelo ya!

—Es el aniversario de su boda, y han ido a la agencia de viajes para irse a celebrarlo a no sé dónde, ¡que estás en babia, niño!

—Ah…

—¡Ah! —replicó Elena con gesto burlón—. Qué descastado eres, de verdad…

—Y tú que intensita…

Al llegar al piso, los dos vieron como el agua casi llegaba al pasillo que conectaba con la cocina. Pablo vio las sillas subidas encima de la mesa del salón y varias toallas que su hermana había distribuido por el suelo para proteger el sofá y los sillones.

Elena entró en la cocina, que disponía de una especie de despensa donde guardaba los artilugios de limpieza. Mientras Pablo intentaba recoger el agua con una de las toallas, escuchó la voz de su hermana desde la cocina.

—¡Bicho! Por favor, llama a Jara y dale la dirección de casa, porque nos hemos venido, pero ella no sabe dónde vivo yo, para que se lo diga a los fontaneros.

—Entonces, habrá que llamar a los fontaneros, ¿no?

—¡Tú llámala a ella! —Sentenció Elena—. Mira, encima de la mesa he dejado mi bolso, dentro está la tarjeta que me ha dado Jara, que allí también está apuntado su número.

Pablo buscó dentro de aquel interminable bolso y cuando por fin la encontró, se quedó observando un instante aquella tarjeta de visita.

MtM

Distribución y suministros de fontanería, S.L.

«Joder, se ha partido la cabeza con la originalidad, el mamonazo». Supuso que aquellas siglas coincidían con las iniciales del nombre del dueño. Martín Trujillo Mayoral. El logotipo impreso en la tarjeta era horrible, parecía hecho por un niño pequeño, o más bien por un adulto usando WordArt.

Pablo siempre se fijaba en aquellos detalles, ya que era su trabajo y enseguida captó la dejadez y la celeridad con que habían «diseñado» aquel logo, si es que podía llamarlo así.

Sacó su teléfono y marco el número de la tarjeta. Cuando descolgó, saludó a Jara y le explicó por encima cual era el problema que tenían en casa de su hermana y le dio la dirección, disculpándose por no habérsela dado antes.

Aproximadamente media hora después, los dos fontaneros se encontraban en el piso examinando los daños e intentando descubrir el origen del problema, concluyendo que había sido una cañería del piso de arriba que había reventado, por lo que sería el seguro del vecino quien se tendría que hacer cargo de los gastos.

Elena respiró aliviada por unos segundos, sin embargo, su calma se vio frustrada cuando los trabajadores le dijeron que tendrían que realizar una pequeña reparación en la pared del salón, que había sido la zona más afectada, habiéndose también dañado algunas baldosas del suelo.

Aquel inconveniente entristeció aún más a Elena, que unido a que se encontraba sola, sin su marido y ahora con albañiles y fontaneros en casa, se sintió agobiada.

—Elena aquí no te puedes quedar con este follón de los trabajadores todo el día, con las obras y todo, no vas a poder estar en casa —habló Pablo, llamando la atención de su hermana y devolviéndola a la realidad.

—Joder, que marrón bicho —balbuceó Elena con voz penosa.

—Bueno, no le des más vueltas, podría haber sido mucho más grave. Lo mejor es que te vengas a casa los días que los trabajadores estén aquí, además así no estás sola, sin tu maridito… ¡Tu amorcito, tu terroncito, tu tesorito! —le espetó Pablo bromeando mientras se acercaba a Elena con cada palabra que repetía, cada vez más cerca de su oreja, intentado animar y hacer reír a su afligida hermana.

Unas horas después de haber parado a comer algo, Pablo y Elena llegaban a casa de sus padres tras haber arreglado un poco la casa y dejando todo listo para que al día siguiente los albañiles pudieran empezar la obra y terminarla lo antes posible.

Al aparcar el coche en la calle, observaron que Jara estaba hablando con su marido mientras este metía unas bolsas en el maletero, a la vez que los hijos de la pareja se acomodaban en la parte trasera.

—Martín, pero vente esta noche, ¿qué haces allí todo el fin de semana?

—¡Coño! ¿Te lo digo otra vez? Que me tienen que traer los materiales que me hacen falta al almacén de mí padre y luego me los tengo que traer yo aquí con el camión, joder, y no quiero pegarme dos viajes al pueblo.

—Bueno, pues ya está, como tú quieras.

—Como quiera yo no. Es que lo tengo que hacer y punto. Si tú no te quieres venir, pues quédate aquí, pero yo tengo que trabajar.

—Yo también tengo que trabajar aquí.

Jara se giró resignada para hablar con los niños a través de la ventanilla y despedirse de ellos. Cuando hubo terminado, Martín le espetó una especie de despedida.

—Bueno que nos vamos, luego te llamo.

Se metió en el coche, arrancó y desapareció por la siguiente esquina.

Los dos hermanos, que habían salido de su coche, habían observado la escena desde su posición. Elena, para no perder la costumbre, había estado pendiente de la conversación de los vecinos y para no perder detalle, había iniciado un diálogo sin sentido con su hermano para poder quedarse allí fuera y saber que pasaba.

Cuando el coche de Martín se alejó, los dos hermanos se acercaron para hablar con Jara, ésta se aproximó a ellos y fue la primera en abrir la conversación.

—¡Chicos! ¿Ya estáis de vuelta? ¿Cómo ha ido todo?

—¡Uff! Pues hemos salido del paso como hemos podido, he recogido cuatro cosas porque tienen que arreglar las cañerías, la pared y no sé qué historias más, así que me vuelvo aquí a casa de mis padres unos días —dijo señalando su casa—, como aquí el feo este…

Jara rio el comentario de Elena mirando de manera cómplice a Pablo, como queriéndole decir que no, que no era feo, que a ella le resultaba muy atractivo.

—Oye ¿y se te va la familia o qué? —dijo Pablo haciendo como que seguía el coche del marido con la mirada.

—Más o menos, es que los niños aquí están súper aburridos los pobres y estaban dando la tabarra todo el día, así que aprovechando que Martín tenía que ir al pueblo, pues se los ha llevado con los abuelos y estarán allí todo el verano.

—Normal, allí estarán más entretenidos —respondió Elena.

—Sí, es que aquí hasta que no empiecen el cole, pues todavía no tienen amigos y no conocen a nadie y en el pueblo los tienen a todos, tienen la piscina, los abuelos que les dan todos los caprichos…

—Claro mujer, normal —replicaba Elena, asintiendo.

—Ya ves, sobre todo mi Candela que ya no es una niña, tiene a todas las amigas allí y esto para ella es el mayor drama de la historia de la humanidad.

Elena sonreía al comentario de Jara mientras sonaba su teléfono. Era su marido, que la llamaba para ver cómo iba todo y aprovechando la llamada, se metió en casa de sus padres llevando consigo un pequeño bolso de viaje, se despidió de Jara y le hizo un gesto con la mano diciéndole que luego continuarían.

Cuando Pablo iba a darse la vuelta, seguir a su hermana y despedirse de Jara, ésta lo agarró suavemente de la mano, pidiéndole que se quedara un momento más.

—Pablo, espera, es que necesito hablar contigo… —dijo Jara bajando el tono de voz.

A Pablo le pilló un poco desprevenido aquel gesto de Jara, por lo que se volvió hacia ella para escucharla.

—Claro, dime.

—Es que me da muchísima vergüenza, no sé cómo decírtelo.

La cara de Jara expresaba un rubor que Pablo no había visto hasta ahora y se la notaba preocupada.

—Jara, ¿estás bien? ¿Te ha pasado algo?

—Mira, ¿te acuerdas el otro día que te pedí que te quedaras con el helicóptero de mi niño?

—Sí, por supuesto.

—El caso es que, como se lo ha llevado el padre al pueblo, pues antes de irse estaba muy triste porque no tenía su juguete, entonces fui a tu casa a ver si tu madre me podía hacer el favor de dármelo, porque anoche, bueno… pues, lo vi allí, en tu azotea. Pero cómo no había nadie en casa…

Con aquella pausa, Jara inclinó su cabeza, con un incómodo sonrojo.

— ¿Y? —contestó Pablo alargando expectante aquella «y», arqueando una ceja.

—Es que, como tenía el banco que me diste en el lado de mi azotea y mi marido quería irse ya con los niños, pues… —llevó su mano a la frente— pues… ¡que me salté el muro para cogerlo!

Pablo la observó unos segundos, observando su cara afligida y a pesar de parecerle tremendamente atractiva cuando se sentía tímida, no pudo evitar estallar en carcajadas.

—¡Por dios! Pero, ¿cómo se te ha ocurrido? ¿Cómo voy a seguir viviendo a partir de ahora, sabiendo lo que sé? —gritando de forma tragicómica y haciendo exagerados aspavientos con las manos— ¿Por qué, señor, por qué?

Jara abrió sus ojos ante aquella reacción de Pablo y lentamente, sus músculos se relajaron al captar la broma del vecino. Por su parte, él no paraba de reír.

—Pero Jara, vamos a ver, casi me asustas de verdad, me has llegado a preocupar. ¡Ya ves que tragedia! ¿Qué va a pasar porque hayas saltado a recoger un juguete? —continuó Pablo, intentando calmar sus carcajadas.

—¡Ay! ¡Es que me ha dado mucho apuro! No es normal saltarse a la azotea de los vecinos…

—Puedes saltarte a mi «ático» cada vez que quieras, no necesitas permiso.

Pablo la observó unos instantes más, transmitiéndole con su mirada un toque de complicidad y cercanía. Jara, que ya estaba más relajada, sintió que le había encantado aquel gesto de Pablo y cómo de algún modo, la había hecho sentirse más cómoda. «Que encanto, por dios. ¿No es para comérselo?».

Ambos volvieron a sus casas y Pablo vio como Elena se volvía a instalar en su antigua habitación. Estuvieron bromeando sobre el hecho de que a diferencia de la habitación de Pablo, que había sido convertida en un «despachito», la de ella se había conservado prácticamente intacta desde que se casó y salió de casa.

Después de un rato, ambos se sentaron con sus padres en el salón, que ya habían vuelto después de estar casi todo el día fuera.

—Pues al final, nos vamos a Canarias —El padre de ambos era un tipo serio, parco en palabras, pero en aquel momento, se le veía emocionado dando la noticia.

—¡Pero bueno! Qué lujazos, por dios. —Elena se había alegrado al escuchar aquella noticia. Sus padres necesitaban un descanso y Canarias le pareció un destino fantástico.

—Ya ves niña, tu padre que ahora a la vejez le ha dado por conocer sitios exóticos —interpeló la madre.

—Pero, que sitios exóticos ni qué nada, mamá, si es un destino muy común. Os lo vais a pasar como enanos —dijo Pablo uniéndose a la conversación.

Al rato, los padres se fueron a su habitación a preparar el equipaje pues viajarían al día siguiente y tanto Pablo como Elena salieron a tomar algo, pero por separado. A él lo esperaba Raúl, que como siempre, hacía sonar su claxon insistente desde la calle.

Poco después, Elena salió y fue directamente a la casa de Jara y llamó al timbre. Al abrirse la puerta, la saludó con una amplia sonrisa.

—¡Hola guapa!

—¡Hey, Elena!, ¿qué pasa?

—Pues que vengo a sacarte de tu encierro e invitarte a cenar, porque ¿no has cenado todavía, verdad?

—No que va, pero es que estaba aquí muy aperreada y no sé…

—No me valen los no sé. Coge el bolso, ponte los tacones ¡y a salir! Venga niña, que estamos las dos de solteras hoy y no nos vamos a quedar en casa —añadió Elena guiándole un ojo.

—Además si sólo es una cenita y si acaso, una copita —insistió.

Jara dudo unos segundos.

—¡Pues tienes razón! Pero de tacones nada, zapatitos planos —Jara cogió su bolso y las llaves y tal como iba vestida con una camiseta blanca de escote redondo y una sencilla falda beige, salió de casa junto a Elena.

Las chicas salieron animadas para ir a cenar, porque, como decía Elena, las dos estaban aquella noche «de solteras», aunque lo único que pretendían era salir a pasar un rato agradable entre dos nuevas amigas.

Pablo por su parte se sentía un poco incómodo. Raúl lo había convencido para que lo acompañase en una especie de primera cita con Sonia. La había invitado a salir después del trabajo y para no mostrar tan obviamente sus intenciones, decidió llamar a Pablo para darle un toque de normalidad a la situación. Todo muy adolescente.

Pero tras una noche de anécdotas insulsas, donde Raúl insistía machaconamente en ser simpático a base de chistes fáciles, que a pesar de todo, a Sonia parecía encantarle, Pablo decidió que ya había hecho suficiente por su amigo y volvió a casa.

Cuando subió a la azotea, repitió de nuevo aquel ritual inconsciente que había llevado a cabo desde que se volvió a instalar en casa. Trabajar un poco y salir después a fumar. Volvió a subirse al banco de madera como la otra noche, aunque esta vez no estaba Jara. No se escuchaba nada en la otra casa y sintió que la echaba de menos.

Echó de menos aquella sonrisa fácil que Jara dibujaba en su cara sin motivo ni razón y mientras pensaba en ella, su mente le trajo de nuevo aquella sensación de la piel de aquella mujer bajo su mano.

Se sentó en el suelo apoyando la espalda en la pared y cerró los ojos, pensando en ella. Imaginaba de nuevo su rostro, su pequeño cuerpo vestido con esos pantaloncitos tan cortos y aquella camiseta roja.

Pero su mente iba más allá y ahora la imaginaba sin ropa, vestida tan solo con unas pequeñas bragas. Su cerebro recreaba cada centímetro de su cuerpo, soñaba con estrecharla en sus brazos, dibujar los contornos de su piel, acariciar sus pechos, sentir el calor de su cuerpo pegado al suyo. Recordaba su voz riendo, pensaba en sus manos y se sentía satisfecho, pero la sola idea de tener su piel ardiendo bajo las manos, le producía sudores fríos.

Salió del trance excitado y con la respiración entrecortada. Era casi la una de la madrugada cuando escuchó unas voces que venían de la calle, se incorporó y asomándose, vio aparecer a lo lejos a Elena y Jara, que volvían de su noche de chicas.

Las dos venían agarradas del brazo y soltando unas sonoras carcajadas que se propagaban en el silencio de la noche. Se apoyó sobre el borde de la balaustrada y las observó acercarse.

Mientras se reía, la mirada de Jara se elevó y vio la figura de Pablo asomada e inclinando la cabeza le sonrió a modo de saludo, siguiéndolo con la mirada.

Cuando Pablo las vio a entrar a cada una en su casa, bajó las escaleras hasta el salón para ver a Elena, que cerraba tras de sí la puerta de la calle.

—¡Ssshhh! No hagas ruido bicho, que los viejos tienen que estar ya dormidos —dijo Elena al ver a su hermano, con el típico gesto de llevarse un dedo a la boca pidiendo silencio.

—¡Pero si la que estás haciendo ruido eres tú, so loca! —espetó Pablo intentando gritar en voz baja.

—¡Habla bajito! —decía Elena agitando sus manos intentando bajar el volumen.

Pablo reía resignado, pues parecía que su hermana venía contenta y con una copa de más.

Elena se dejó caer en el sillón cerrando los ojos y volviéndose a reír sola. Se lo había pasado bien aquella noche con su nueva mejor amiga. Había descubierto una persona abierta y cercana que no le costaba trabajo hacer nuevos amigos.

—¡Ay bicho! Te tenías que haber venido con nosotras en vez de con el monstruito de tu amigo.

—Viéndote, apuesto a que te lo has pasado mejor que yo —Pablo no necesitaba apostar, cualquiera se lo habría pasado mejor que él aquella noche.

—Es que con Jara te meas de risa, de verdad. No me esperaba que una muchacha de pueblo fuera tan graciosa.

—¿Y qué tiene que ver que sea de pueblo? Qué clasista eres —contestaba Pablo, que seguía apoyado en las escaleras del salón.

—Tú me entiendes bicho, que me esperaba que fuera más cortada, más seria o más parecida al cateto de su marido. Qué tío más sieso… Pero es que ella es un encanto.

«Y a mí me encanta», pensó Pablo.

Estuvieron hablando apenas un par de minutos más hasta que a Elena se le empezaron a cerrar los ojos y decidió que lo mejor era irse a dormir. Pablo también se fue con la idea de acostarse.

Cuando llegó arriba, cerró con llave tras de sí la puerta que daba a la escalera, como siempre hacía y cuando se dirigía a su habitación, miró al fondo de la azotea y vio a Jara asomada al muro.

—Había subido a invitarte a un cigarrito —dijo Jara agitando un paquete de tabaco—, pensé que ya estabas dormido, pero al ver la luz encendida de tu habitación supuse que estarías abajo.

—Acabo de mandar a Elena a la cama —contestó Pablo acercándose a donde estaba ella—, os lo habéis pasado bien...

—¡Uff! La cabeza me da vueltas. Es difícil seguir el ritmo de tu hermana, pero me lo he pasado mejor que bien. Hacía mucho que no me reía tanto.

Pablo llegó a la altura de Jara y se subió al banco para coger el cigarro que le ofrecía.

—Elena siempre ha sido un buen bálsamo para olvidar las penas, sobre todo cuando las riega con alcohol —continuó Pablo.

«Olvidar las penas». Aquella frase retumbó en la cabeza de Jara. Tenía razón, necesitaba un respiro, una pausa de tantas discusiones, gritos y malas caras.

—Tu hermana lo riega todo con demasiado alcohol, aunque tiene más aguante que yo.

—Sí, lo sé, a mí me tumba.

Pablo notó un brillo diferente en los ojos de Jara, puede que fuera motivado por las copas de más, pero ahora la veía diferente. Seguía notando su candidez habitual, pero su mirada había cambiado. Ahora lo miraba fijamente a los ojos al hablar, sin vacilar.

Por su parte, Jara escrutaba por completo el rostro de Pablo, observaba cada músculo que movía al hablar y al moverse. Él sintió como lo observaba y de algún modo, aceptó la mirada.

—Cuando saltaste esta tarde, espero que siguieras los pasos correctos, no como anoche —dijo Pablo bromeando.

—Me acordé cuando saltaba y a pesar de que iba con cuidado, recordé mi «espectacular» salto de anoche, empecé a reír y casi me caigo otra vez —contestó Jara bajando el tono de voz como si estuviera haciendo una confesión.

Pablo se bajó del banco y dio un paso atrás, ofreciéndole una mano a Jara.

—A ver si has mejorado tu técnica.

Jara se quedó mirando la mano de Pablo y sin aceptarla, se inclinó sobre el borde y saltó, esta vez dejando caer sus piernas en el banco. Una vez al otro lado, extendió sus brazos como cuando las gimnastas terminan un ejercicio. Apenas se notó que llevaba puesta una falda.

Pablo, como en las películas, comenzó a aplaudir lentamente, como si quisiera alentar a un público imaginario para que se unieran al aplauso. Jara soltó una carcajada y caminó hasta el final de la azotea.

—Me encanta este sitio, incluso más que mi propia azotea. ¿Cuándo vas a comprar los muebles para hacerlo una terraza chillout? —dijo Jara mientras soltaba el paquete de tabaco y su teléfono móvil sobre el quicio de la ventana.

—Estoy barajando varias posibilidades, ya sabes, ajustando presupuestos, consultando varios diseñadores, valorando muestras de colores…

—Eres un personaje… —contestó Jara sonriendo, mientras cogía la mano de Pablo.

Jara se quedó contemplando el rostro de Pablo, que la observaba con una mirada enigmática. Mantenía su mano cogida y casi sin darse cuenta, se había aproximado más a él, observándolo ahora con la misma mirada que ella era escrutada. El silencio se hizo eterno durante unos segundos.

—Esto ya lo has hecho antes, ¿verdad? —preguntó Jara, casi susurrando. Pero Pablo no contestó, sólo seguía mirándola— ¿A cuántas chicas te has traído aquí?

—«Aquí», a ninguna —por fin contestó Pablo, subiendo la mano de Jara a su hombro mientras ella sonreía tímidamente.

Jara, al sentir aquel movimiento, sintió como Pablo tiró suavemente de ella para acercarla más él.

—Tienes una sonrisa increíble, ¿lo sabías? Nunca deberías dejar de sonreír, ni siquiera cuando duermas, deberías aprender a sonreír mientras duermes —añadió Pablo.

—Lo practicaré.

—¿Lo harás?

—Lo haré —contestó nerviosa Jara, deseando algo más y temiéndolo al mismo tiempo.

El ruido del claxon de un coche se escuchó en la calle a lo lejos y Pablo se volvió involuntariamente al oír aquel sonido. Cuando se volvió de nuevo para mirar a Jara, vio que su expresión había cambiado, volviéndose incómoda, nerviosa.

—Esto no es buena idea, no debería estar aquí —dijo Jara con la voz tímida.

—Todos estamos donde queremos estar.

De repente, Jara no podía aguantar la mirada de Pablo.

—No puedo hacer esto —decía, mientras soltaba la mano de Pablo y se volvía en dirección al muro.

Sin mirar atrás, empezó a caminar para alcanzar el banco y marcharse, mientras que Pablo no se había movido del sitio.

Al llegar al muro, se encontraba nerviosa, turbada, como si hubiese estado dormida y la hubieran despertado bruscamente. Cuando se disponía a saltar, se paró en seco y se dio la vuelta.

—El móvil… me… me he olvidado el móvil —dijo mientras intentaba caminar hacia la ventana, pero en su lugar, caminó hacia Pablo.

Y así, se sintió atraída hacia él, como si fuera un imán. Pablo sostuvo su cara entre las manos y la besó. Jara, con un suspiro ahogado cerró los ojos y lo besó con más fuerza, queriéndolo devorar, devorándose el uno al otro.

Jara tenía los brazos alrededor del cuello de Pablo y se comía su boca, y mientras él hacía lo mismo, la levantó en brazos sin parar de besarla y la llevó a la habitación.

Después de que él la hubo recostado sobre la cama y recorriera con la boca toda su piel, Jara observó sus propias manos temblar, sus brazos, su estómago, de hecho, su cuerpo entero temblaba anticipándose a cada caricia que Pablo le proporcionaba.

Él observaba como la piel de Jara tiritaba de nerviosismo, lo que le provocaba  más deseo de seguir besando y mordiendo aquel cuerpo. Sujetaba con firmeza los suaves muslos y cuando subió la mirada, vio que había desgarrado la camiseta que ella llevaba puesta, sin embargo, no paró en su cegado impulso de poseerla.

Jara, al verse también su camiseta rajada, tiró de ella como pudo quedando en sujetador.

Por su parte, Pablo abrió suavemente las piernas de Jara, que seguían temblando a cada caricia y pudo sentir el calor que emanaban sus muslos. La falda era ya un trozo de tela arrugado y enrollado en su cintura y ante él asomaban unas finas bragas negras.

Cuando Jara sintió por primera vez aquella mano posarse encima de sus bragas, los escalofríos y los nervios apenas la dejaban respirar, sintiendo un placer que salía desde lo más profundo de su ser.

Estaba al borde del orgasmo tan sólo con las caricias que recibía, pero empezó a sacudir la cabeza, intentando apartar a Pablo. Estaba sudorosa, enrojecida.

—Pablo… —susurró en un hilo de voz confuso, sin saber si quería pedirle que parara o que siguiese.

Mientras ella intentaba articular palabras que a duras penas salían de su boca, ahogadas por sus propios suspiros, Pablo empezaba a besar suavemente su cuello, pero de repente paró.

—Muérdeme —dijo Pablo a dos centímetros de la boca de Jara.

Los suspiros de ella se perdían en el rostro de Pablo.

—¡Muérdeme! —repitió acercando su boca más a la de ella.

Mientras Jara lo miraba con ojos hipnotizados, Pablo sabía que lo haría, lo mordería, liberando algo en ella.

Jara elevó su boca y mordió los labios de Pablo. Los mordió una y otra vez, devorándolos mientras lo agarraba del mentón. Se incorporó sobre la cama sin dejar de mirarlo y le arrancó la camiseta, arañándole el pecho y lamiéndole la boca.

Él la abrazaba mientras sus manos desabrochaban el sujetador, que resbaló por su cuerpo al caer. Se retiró unos centímetros y pudo contemplar los pechos de Jara coronados por unos excitados pezones marrones.

Ahora era ella la que recorría el cuerpo de él, mordiéndolo y besándolo. Pablo se deshizo de sus pantalones y Jara pudo acariciarle los firmes muslos.

Sentía un deseo incontrolado por arrancarle también aquellos calzoncillos bóxer, pero, contraria a su impulso, lo hizo de una forma suave y delicada y ante ella apareció el erecto miembro de Pablo que latía caliente.

Los labios de Jara se entreabrieron al verlo y subió la mirada hasta encontrarse con la de él. Se pasó la lengua por los labios deliberadamente y le agarró con suavidad el duro pene.

Empezó a mover la mano arriba y abajo, apretando con más firmeza. Aceleraba el rítmico movimiento de forma gradual, mientras veía como a Pablo se le escapaban pequeños gemidos y cerraba los ojos.

Necesitaba saborearlo, sentirlo dentro. Abrió la boca a medida que la respiración de él se aceleraba. Colocó los labios alrededor de su polla y chupó tímidamente, cómo un primer contacto, deslizando la lengua por la morada punta.

Continuaba chupando, ahora más profundo, sin apartar la mirada de los ojos cerrados de Pablo, saboreando su pene, llenándolo de saliva y absorbiendo su sabor. Quería más y movió su lengua hasta acomodar aquella dura polla hasta el fondo de su boca, mientras Pablo abría los ojos acalorado.

Al sentir que el placer le vencía, Pablo paró a Jara, agarrándola de la barbilla y levantándola hasta incorporarla. Sus labios se posaron en el cuello de ella, dándole pequeños mordiscos, mientras la recostaba sobre la cama.

Las manos de Pablo descendían por todo el cuerpo de Jara hasta llegar a sus pechos mientras sus labios se perdían en el cuello, bajando la lengua lentamente hasta llevar su boca hasta las tetas. Las besaba y mordisqueaba con delicadeza, primero una y luego otra, chupando con fruición los pezones.

Instintivamente, Jara acariciaba los cabellos de Pablo mientras se dejaba hacer. Sus caderas empezaban a mecerse y a moverse siguiendo el ritmo que él marcaba con la boca.

Seguía sintiendo el cálido aliento de Pablo sobre su piel, mientras éste bajaba hasta su ombligo, haciendo que su cuerpo se arqueara.

El seguía lamiendo todos los centímetros de piel de ella, como si quisiera absorber toda su esencia, hasta que llegó al límite que marcaban las mojadas bragas. Cogió el elástico con los dientes y ayudándose con las manos, que las introdujo por el borde que rodeaban los muslos, tiró hacia abajo.

Ante él apareció aquel vello púbico recortado, delicado y suave, mientras que sentía la respiración entrecortada de Jara, que era incapaz de controlar el temblor de su cuerpo.

Pablo, sin apenas rozar sus labios en la piel de ella, exhalaba su aliento sobre los erizados poros, provocándola con la lengua. Lamió delicadamente las ingles hasta llegar al monte de venus y sujetándole las piernas y abriéndolas en V, posó sus calientes labios sobre el coño de Jara mientras ella comenzaba su primer orgasmo.

Él escuchaba los jadeos cada vez más profundos de Jara y empezó a rodearle el clítoris con la lengua, de forma muy pausada, mientras sus manos se elevaban para alcanzar a acariciarle los pechos.

Ella ya no controlaba los espasmos de su cuerpo y su coño se mojaba con tan sólo sentir el aliento de Pablo sobre él. El orgasmo la ahogaba, haciéndola cerrar los ojos, casi perdiendo la conciencia. Apenas sin aliento, Jara sujetó la cabeza de Pablo llevándolo hacia arriba, buscando su boca, su lengua. Quería sentir su cuerpo sobre el de ella, sudoroso, caliente.

Sintió su cálida respiración sobre la boca, mientras abría las piernas para acomodar el cuerpo de Pablo sobre el suyo. Notaba como el erecto miembro acariciaba sus ingles y su pubis, buscando la entrada de su coño.

Sintió la punta del pene abrirle la vagina de forma delicada, sin resistencia, pues sus flujos manaban sin control, facilitando la penetración. Soltó un gustoso quejido de placer al sentir como la endurecida polla de Pablo llegaba hasta el fondo, acoplándose y llenándola por completo.

Pablo empezó a moverse mientras apoyaba los codos, haciendo sentir a Jara su peso sobre ella, aprisionándola. Se movía despacio al principio, encajando su pene y acostumbrándolo al calor que desprendía el mojado coño de Jara y rítmicamente aceleraba el movimiento de su cuerpo.

A medida que iba acostumbrándose, Jara empezó a mover las caderas hacia las de él, elevando las piernas y rodeándole las suyas. Quería volver a correrse pero a la vez necesitaba que aquella sensación de tener a Pablo dentro, durara eternamente.

Ahora era ella la que lamía el cuello de Pablo, ahogando sus gemidos y suspirando con las  fuertes embestidas que le provocaban el aumento de ritmo de él.

Pablo sujetaba ahora la cabeza de Jara con sus manos, besándola desesperadamente, buscando su lengua y mordiendo sus labios. Notaba como el cuerpo de ella se tensaba en cada embestida y se pegaba al suyo bañado en sudor.

Jara no pudo aguantar más y notó su cuerpo flojear mientras se corría otra vez. Pablo, al sentir el calor que inundaba su aprisionada polla dentro del coño de ella, empujó más fuerte una vez más, mientras su semen se esparcía dentro.

Se desplomó sobre el cuerpo de Jara y ella pasó sus manos alrededor de su cuello, abrazándolo y buscando sus labios para besarlo. Todavía dentro, Pablo enterró su boca en la de ella para amortiguar su gemido.