Desde mi azotea I (prólogo)

Un joven recibe un duro golpe en su vida y debe volver a casa de sus padres. Pese al paso atrás, descubre las ventajas de volver a casa, sobre todo, teniendo nuevos vecinos...

Se sentía un fracasado. De repente, la  vida de Pablo había dado un vuelco de 180 grados. Sin apenas darse cuenta, en apenas dos meses, había perdido su trabajo como diseñador gráfico y su novia desde hacía cinco años, le había puesto los cuernos.

«¿Qué podía salir peor?» se preguntaba. En realidad su trabajo no lo había perdido, simplemente no había conseguido renovar su contrato en la agencia de publicidad en la que trabajaba. A sus veinticinco años, tampoco era una tragedia griega, pero llevaba desde los dieciocho trabajando, así que no sabía el significado de «estar parado».

La relación con su novia no es que fuera de cuento de hadas, pero se había estancado desde hacía muchos meses. Sin embargo, una tarde juntos, Pablo aprovechó la ausencia momentánea de su novia en aquella terraza donde estaban sentados para curiosear su móvil. No sabía por qué lo había hecho, jamás había sido un cotilla o un desconfiado, ni siquiera un celoso compulsivo.

Curioseando por las fotos, y los mensajes de WhatsApp no encontró nada relevante, más allá de algunos selfies de los dos, y sus propios mensajes. Sin embargo, en su búsqueda de no se sabe qué, entre las aplicaciones halló un icono naranja. Badoo. «¿Qué coño es esto?».

La aplicación estaba vinculada a la cuenta de Facebook de su novia, por lo que al abrirla, su sesión se iniciaba automáticamente. Su chica, su amorcito, su nena, tenía más de cincuenta conversaciones con chicos de la ciudad y algún pueblo colindante.

Abrió el primer nombre de la lista y se desplegó toda la conversación que su novia había mantenido con un tal Saúl. A medida que iba leyendo, su sorpresa iba en aumento. Su chica le decía al tal Saúl que no se iba a enrollar más con él, que sólo había sido un rollo pasajero para pasar el tiempo, pero que podían ser amigos. «Coño, se ha enrollado con este pavo y ahora lo está largando, no sé si alegrarme o indignarme más», pensó Pablo.

La siguiente conversación, ahora con otro tal Fran era aún más confusa. « Fran, tío, todavía me duele el culo desde ayer »; « sigo pensando en esa polla tan gordita que me acabo de comer »; « el finde no puedo, pero el jueves por la tarde sí que tengo una horita, así que si quieres, vienes me recoges, me follas y luego me dejas en casa », este último acompañado con una carita guiñando un ojo y con la lengua fuera.

Así que la situación no podía ser más surrealista. Pablo decidió no seguir leyendo más mensajes porque su indignación iba en aumento. Además su novia acababa de salir del servicio y se dirigía de nuevo hacia la mesa. Mientras la veía caminar hasta él, no podía dejar de pensar en cómo era posible que aquella persona que llevaba cinco años de novia con él, podía llevar esa llamémosle, doble vida. Pero le iba a poner remedio.

—Cariño, he decidido que mañana me voy a comprar el móvil que te dije, quiero cambiar este. —dijo Pablo apoyando la barbilla sobre la mano.

—Bueno cielete, haces bien, si además el que tienes ya está un poquito cascado.

—Sí, además mi teléfono no tiene bloqueo con patrón, como el tuyo. —respondió Pablo.

—Es verdad, pero fíjate, siempre se me olvida activarlo.

—Eso es cierto, y sinceramente, te lo tengo que agradecer.

—¿Agradecer? ¿Agradecer qué?

—Ya he visto lo que haces, así que por favor te voy a pedir que nos ahorremos el numerito y las excusas y todas las cosas que tu cerebrito sea capaz de decir en un ejercicio de improvisación.

Pablo estaba enfadado, dolido, indignado. Pero se mantenía calmado. Se estaba sorprendiendo a sí mismo y eso le preocupaba. Se sentía dolido pero aliviado. Insultado pero calmado.

La cara de su novia era todo un poema. Los primeros segundos realmente no sabía de qué estaba hablando. Pero un flash la había puesto en alerta. Había visto su móvil. Pero ella sabía que no tenía nada comprometedor, no había fotos ni conversaciones ni nada raro en su móvil. Mierda, la aplicación. «Que no haya visto la aplicación, que no la haya visto…». Pero tenía que defenderse, tenía que aparentar. Quizá no estaba todo perdido.

—Nene, ¿de qué estás hablando? Me estás dando mal rollo.

—En serio, no te esfuerces. Si has salido un poco puta, no todo será culpa tuya. A lo mejor es una cosa que te viene de familia, o que yo no te follo bien, o que tanto leer las “50 sombras de Grey” te han vuelto una guarrilla sin remedio, qué se yo —respondió Pablo con su tono pausado y calmado.

—Además —prosiguió Pablo, con su calculada parsimonia—, como te he dicho antes no quiero numeritos ni escenitas ni nada. Y como no quiero que insultes mi inteligencia, no tengo ganas de escucharte soltar excusas, improvisaciones y demás cositas que tengas que responder cuando yo te diga que he visto tus mensajes de Badoo, que he visto la lista de tíos con los que hablas y follas por lo visto muy a menudo, que he visto como uno te ha dejado el culo bien abierto… En fin, que mejor paramos aquí, además no quiero hacerte pasar vergüenza o humillarte. A pesar de que ahora soy oficialmente un cornudo, no disfrutaría humillándote.

Las lágrimas de su, ya oficialmente ex novia, caían por sus mejillas y sus manos comenzaban a temblar. La había pillado, y ese dialogo final de Pablo la había dejado sin argumentos y sin ninguna palabra coherente que poder replicar.

—Cuídate. En serio, cuídate. Y lubrícate el culo, joder, que luego pasa lo que pasa. —dijo Pablo mientras se levantaba y se alejaba por la primera calle que cruzaba aquella plaza.

Pero Pablo no era ningún santo. Una vez en su piso, calmado, más aún si cabe y recostado sobre la cama, reflexionaba sobre lo que le acababa de pasar. Sabía que no tenía demasiado derecho a indignarse. Él le había puesto los cuernos a su novia innumerables veces desde que estaban juntos, «es sólo un polvete», como él decía, nada serio y ahora había recibido de su propia medicina.

Su vida se había ido al garete en un abrir y cerrar de ojos. Pero lo que de verdad le agobiaba no era perder una novia a la que se había dado cuenta que no quería, y por lo que había descubierto, ella tampoco mucho. Su verdadera preocupación llegaba ahora. Sin su trabajo, no podía seguir pagando el alquiler de su piso, podría aguantar un par de meses más como mucho, pero eso absorbería casi todos sus ahorros y lo que más temía era la única solución que se le pasaba por la cabeza, volver a casa de sus padres.

Se auto convenció de que sería sólo algo temporal, pasajero, hasta que encontrase un nuevo trabajo. Había trabajado mucho para conseguir su independencia, no sólo de sus padres, sino también su independencia económica y social.

Apenas una semana después, estaba entrando en casa de sus padres. No le hacía ninguna gracia, aunque se llevaba muy bien con su familia. Su madre, de cincuenta y nueve y su padre de sesenta y uno, vivían en un barrio tranquilo, en una casa adosada. Su hermana mayor se había casado apenas un año atrás.

Al pasar por su antiguo cuarto, vio el resultado de lo que su madre le había adelantado; lo había convertido en lo que ella llamaba un «despachito». Lo que traducido a un lenguaje llano, significaba una habitación llena de trastos, un armario lleno con la ropa de invierno, un sofá cama por si venían visitas y un escritorio pegado a la pared.

Su madre lo había intentado convencer de que no era ningún problema sacar de allí todas esas cosas y volver a poner su cama, pero Pablo tenía otros planes. En la azotea de casa, al fondo, estaba el antiguo lavadero/trastero que su madre y antes su abuela, usaban para las tareas domésticas y almacenar cosas inservibles, pero con los años, dejaron de hacerlo y era una habitación vacía, o como él la llamaba «una habitación con muchas posibilidades».

Mataría dos pájaros de un tiro; por un lado, a pesar de tener que vivir de nuevo en casa de sus padres, mantendría su independencia ya que su nuevo cuarto estaría técnicamente fuera de la casa, en la azotea. Y por otro lado, aunque aquel cuarto necesitaba un profundo arreglo de pintura, de limpieza y demás arreglos, él mismo se encargaría de hacerlo y mantendría su cabeza ocupada para no pensar en el paso atrás que suponía aquella situación.

Aquel cuarto tendría apenas unos dieciséis metros cuadrados, un poco más pequeña que su habitación original, pero perfecta para pasar tiempo allí y poder arreglar de nuevo su vida.

Ese mismo fin de semana ya estaba su nuevo cuarto casi listo. Una buena mano de pintura, la ventana arreglada y un par de muebles que iban más allá de un pequeño armario, el escritorio que se subió del «despachito» y la cama que se trajo de su antiguo apartamento. Además había conseguido ampliar la señal wi-fi del salón con un repetidor de señal, por lo que tenía todo lo que pudiera necesitar durante ese periodo de «reciclaje».

Al salir de la habitación salió a la azotea para fumar un cigarro. Al asomarse a la calle, vio un coche aparcar y a cuatro personas salir de él. Para su sorpresa, estaban entrando en la casa de al lado, aquella que llevaba vacía seis años desde que sus anteriores inquilinos se marcharon.

Bajó a la cocina donde se encontraba su madre para saber un poco más sobre aquella situación.

—Sí hijo, son los nuevos vecinos, un matrimonio joven con dos niños pequeños. Él es el que ha cogido la panadería que Aurora dejó. Ahora va a ser algo de no sé qué de suministros de fontanería o algo así.

Su madre, mientras seguía preparando la comida, continuaba con su explicación muy animada, mientras Pablo escuchaba desde la puerta.

—Por lo visto son de un pueblo de aquí y ahora se han venido a la capital. No son mala gente, él es un poquillo seco, pero la muchacha es muy atenta y muy simpática, y tienen una niña de catorce años y un niño de seis.

Le encantaba escuchar a su madre. Era una típica mujer de barrio, le gustaba cotillear a su manera, sin llegar a ser impertinente y siempre sabía las últimas novedades en el barrio.

A Pablo le llamó la atención que unos nuevos vecinos se instalaran en la casa de al lado, que llevaba vacía tanto tiempo. Como le había seguido relatando su madre, los vecinos habían llevado a cabo la reforma completa de la casa así como en el local donde iban a ubicar su nuevo negocio y en unos meses, ya estaban listos para instalarse.

Subió de nuevo a la azotea, y pudo comprobar que, aunque no con excesiva claridad, se podían escuchar las voces de la nueva familia dentro de la casa. Ambas viviendas estaban pegadas y separadas en las azoteas por un muro de apenas un metro ochenta de alto. La parte delantera de la azotea de la casa de Pablo, colindaba junto con la misma parte de la azotea de los vecinos, puesto que las casas eran prácticamente idénticas.

Los nuevos vecinos tenían su habitación en la segunda planta, y se comunicaba hacia su azotea por una estrecha escalera, al igual que la casa de Pablo, con la diferencia que la casa de este, contaba con aquel viejo trastero, convertido ahora en un refugio para él.

Pablo se apoyó sobre el muro de separación y asomó su cabeza por encima, inclinándose un poco de puntillas para ver algo.

Los vecinos se encontraban en su segunda planta, ordenando sus últimos trastos nuevos y hablando con un tono de voz, quizá un tono más alto a los que los de ciudad están acostumbrados.

A Pablo la situación le parecía casi cómica, como de película antigua; los nuevos vecinos del pueblo que llegan con todo a la gran ciudad para empezar una nueva vida. De algún modo, no se sintió tan sólo, parecía como si los nuevos vecinos al igual que él, llegaban ahí para empezar de nuevo.

Volvió a sus quehaceres en la habitación cuando escuchó un ruido estrepitoso. Salió a comprobar qué era y vio un juguete tirado sobre el suelo de la azotea. Cuando se acercó oyó la voz de una mujer gritando: «¡José Miguel! ¡Te he dicho mil veces que no cojas los juguetes así, ahora ya te has quedado sin helicóptero!».

Pablo se agachó a recoger el helicóptero que había caído en su azotea y examinándolo vio que a pesar del golpe, no había sufrido muchos daños, más allá de una pequeña abolladura en la cola. Se giró hacia el muro y para no tener que alzarse, usó un pequeño taburete de madera que tenía al lado, se subió y se asomó a la azotea de los vecinos.

—¿Hola?

Al momento escuchó los pasos de alguien subiendo los escasos 20 peldaños que separaban la azotea de aquella casa con el segundo piso.

Una mujer apareció por el marco de la escalera y Pablo se quedó mirándola fijamente. Aquella mujer tendría alrededor de unos treinta y siete o treinta y ocho años, de piel blanca y media melena negra que se ondulaba por el efecto de la espuma en el pelo. Su rostro, aunque bello, era de facciones bien anguladas, con un mentón prominente. No medía más de un metro sesenta y cinco, y sus vaqueros rectos y blusa de rayas le transmitían un aspecto serio, que hacían que, aunque fuera todavía una mujer joven, aparentase más edad. Jara, que así se llamaba, terminó de subir los escalones y andar los diez metros que había hasta donde se encontraba Pablo.

—Hola, disculpa, de verdad lo siento mucho. Mi hijo es un trasto y se ha subido a la azotea sin permiso y ha empezado a hacer el cafre.

—No, no, no se preocupe no ha pasado nada —respondió Pablo con una sonrisa divertida al entregarle el helicóptero de juguete—. Al final no se ha roto, parece que ha tenido un buen aterrizaje.

—Es que el niño está como loco con la casa nueva, se cree que está en una feria o algo y no hay quien lo controle. Por cierto, tú eres…

—Sí, perdón, yo soy Pablo.

—¡Ah!, ¿tú eres el hijo de la señora Mercedes, no? Tu madre ha sido muy amable con nosotros desde que hemos llegado.

—Sí bueno mi madre le encanta hacer vida social con los vecinos y más si son nuevos.

—Pues un placer conocerte Pablo, yo me llamo Jara, oye y si no te importa, voy a pedirte un favor.

—Tú dirás.

—¿Te importa quedarte con el helicóptero si no te causa mucha molestia? Así le doy una lección a mi enano y que vea que todos los actos llevan consecuencias —apostilló Jara con media sonrisa.

—No claro que no, a mí no me importa. Cuando quieras levantarle el castigo, me lo pides.

—Estupendo, pues muchísimas gracias y de verdad, encantada de conocerte aunque haya sido por el accidente de un helicóptero.

Dicho esto, Jara giró sobre sus talones y despidiéndose con una sonrisa, volvió a bajar las escaleras y continuar con los últimos detalles de su mudanza.

Pablo observó discretamente como se alejaba aquella chica de aspecto pueblerino pero con una bonita cara y cuando casi alcanzaba el primer escalón, echó un vistazo a su trasero, que se marcaba de forma pronunciada al llevar unos ceñidos vaqueros.

Cuando volvió a sus quehaceres, seguía pensando en la nueva vecina, no más allá del hecho de que fueran nuevos en el barrio y que hubiesen ocupado aquella casa que tanto tiempo llevaba vacía.

Al día siguiente, cuando bajó a desayunar, su padre ya había salido de casa, puesto que era un hombre que conservaba sus costumbres de levantarse bien temprano y «aprovechar el día».

Al entrar en la cocina, Pablo encontró a su hermana sentada a la mesa charlando animosamente con su madre. Había llegado hacía apenas unos minutos, y aprovechando que era verano y que era su primer día de vacaciones en el trabajo, decidió ir a visitar a sus padres y ver de nuevo a su hermano.

—Vaya, mira quien tenemos aquí mamá, el inquilino de la azotea.

—¡Pero bueno hermanita! Dichosos los ojos que te ven, no cabe más honor en esta casa que gozar de tu presencia.

Pablo y su hermana Elena, que era cinco años mayor que él, siempre habían mantenido una relación cordial, con las típicas peleas de hermanos por tonterías en casa, pero siempre manteniendo el orden que sus padres imponían. A pesar de que tampoco es que fuesen íntimos amigos, habían conseguido tener una buena relación, tanto así que fue Pablo quién presentó a su hermana a quien hoy es su actual marido, un licenciado en derecho que trabajó tiempo atrás como asesor fiscal en la agencia donde Pablo había estado trabajando hasta hace escasas semanas.

—Cariño, ¿te hago un café?, venga siéntate y desayuna —interfirió la madre levantándose de la silla.

—No mamá, me tomo un zumo y ya —respondió Pablo cogiendo el bote de zumo que se encontraba sobre la mesa y acercando una silla.

—¿Cómo estás en tu nueva vida bicho?

—Bien, bien, el pisito no está mal y los caseros no son muy exigentes y son flexibles en el pago —respondió divertido Pablo.

—¿La madre que te parió está bien, no niño? —exclamó la madre desde el fondo de la cocina.

—No, en serio todo bien, buscando curro como un loco. Voy a intentar ver a algunos contactos y a ver si saco algo.

—Bueno bicho no te agobies, seguro que sale algo prontito. Además haberte tirado media vida pintando monigotes al final te tendrá que servir de algo.

—Eso pienso yo —sonrió Pablo bebiéndose el zumo.

Cuando terminaron de desayunar Pablo se dio una ducha rápida y bajo de nuevo al salón donde lo esperaba su hermana. Su madre le había pedido que trajera alguna cosa del supermercado a Elena y Pablo iba a salir a ver a un amigo.

Al salir ambos hermanos de la casa, Elena se quedó observando a su hermano, que aunque aparentaba ser un machito sin sentimientos, sabía que no pasaba por su mejor momento, y aunque la pérdida del trabajo era importante, a ella le preocupaba la ruptura de la relación de su hermano después de tantos años.

—Venga bicho, cuéntamelo. Desde que lo dejaste con tu novia, no has soltado mucha información —dijo esto dándole un pequeño codazo en el costado a su hermano, intentado mostrar cercanía.

—Si tampoco tiene mucha más complicación, a papá y a mamá les dije que lo habíamos dejado porque no estábamos bien, no quería que montasen una tragedia como ellos acostumbran.

—Si eso ya lo sé, pero…

—Los cuernos duelen Elena, te pegan en el orgullo, pero te juro que no me enfadé más de lo estrictamente necesario. Precisamente el hecho de que casi me diera igual que mi novia me pusiese los cuernos fue lo que encendió el pilotito de la relación. Si te da igual lo que pase o deje de pasar con tu pareja, es que algo no va bien. Si a eso le unimos que la muchacha resultó ser más puta que Rita, pues con más razón para salir de ahí.

—Pues ahora diviértete, no seas tonto. No te vayas a quedar llorando por los rincones ni ponerte en plan moñas. Sal, conoce tías, ínflate a follar todo lo que puedas y vive la vida, coño.

A Pablo no le sorprendía esa sinceridad y esa forma de hablar tan clara de su hermana, si bien no se contaban todas las intimidades en sus respectivas relaciones, eran muy claros el uno con el otro, sobre todo Elena, que tenía más desparpajo y era mucho más abierta que su reservado hermano.

—Me tomo todo esto como una pausa.

Cuando ambos entraron en el supermercado y se adentraron por uno de los pasillos, Pablo vio al fondo a Jara con su familia, su marido y sus dos hijos. El matrimonio estaba discutiendo, por lo que se veía, por algún capricho de los niños. En ese momento, Jara se agachó a coger algo que se había caído al suelo y Pablo se quedó mirando, otra vez, el trasero de la mujer.

A su lado, Elena se había percatado que estaba hablando sola, puesto que su hermano estaba entretenido en otros menesteres.

—Pero pedazo de capullo, ¿esta es tu técnica para seguir mis consejos? ¿Mirarle el culo a las tías del supermercado?

—¡Que no le estaba mirando culo, joder!

—No, estabas rezando el rosario… Además si… hostias, si es la vecina nueva.

Elena se quedó mirando fijamente a su hermana entre sorprendida y divertida y Pablo entendió la mirada de su hermana y reaccionó al instante.

—No te empieces a flipar Elenita que nos conocemos. Yo no estaba mirándole el culo a nadie, mucho menos a la vecina. Sólo me he quedado mirando porque no sabía si era la vecina u otra persona.

—Ya, ya, claro. Lo que tú digas, bicho.

—No te aguanto Elena, de verdad…

El marido de Jara se había adentrado con el hijo de seis años en otro pasillo mientras Jara avanzaba junto a su hija de catorce, hacia donde estaban ellos. Al levantar la vista, Jara vio a Elena y a Pablo y se acercó a saludar.

—¡Elena! ¿Cómo estás?

—¡Hey vecina! —respondió Elena dándole dos besos—. ¿Qué tal va todo, ya estáis instalados del todo?

—Hola Pablo —añadió mirando al chico después del saludo a Elena—, sí, ya sólo falta alguna cosilla que traernos del pueblo pero ya nos quedamos a dormir aquí, hoy es nuestra primera noche.

Pablo había notado que Jara y Elena se conocían de varios días atrás, cosa normal por otra parte, ya que su hermana visitaba a sus padres con más frecuencia que él. Al instante, la hija de Jara se acercó al grupo y con un tímido saludo a los vecinos, en voz baja le preguntó a la madre si podía coger alguna cosa.

—Si Candela cariño, coge algunas pizzas y las hacemos para cenar.

—Oye cuando quieras recuperar el helicóptero confiscado, dímelo —añadió Pablo haciendo referencia al juguete perdido del niño.

—Jajá, déjalo por ahí, que después de perderlo, lo tenemos más derecho que una vela. Oye que tengo a los chicos solos por los otros pasillos os dejo. Ya nos vemos, ¿vale?

Volviéndose hacia donde estaba su adolescente hija que se encontraba seleccionando las pizzas, Jara continuó su camino hasta encontrarse con su marido y el niño pequeño.

—¿Qué es eso del helicóptero, bicho?

—Nada, un secretillo que tenemos la vecina y yo —replicó con media sonrisa y echando a andar dejando a su hermana detrás.

Antes de la reacción de Elena, Pablo se acababa de percatar de cómo había sonado aquella frase y esperaba, en décimas de segundo el comentario de su hermana.

—Oye, oye bicho, ven aquí. ¿Qué secretitos ni que hostias? —respondía Elena agarrando del brazo a su hermano intentando llamar su atención.

Pablo seguía avanzado sin prestarle atención a su hermana, a sabiendas que lo bombardearía a preguntas hasta que confesara.

El día pasó sin más detalles más allá del almuerzo familiar y las puyitas camufladas de Elena sobre Pablo y la vecina. Al final del día ya sin su hermana Elena y sus padres dormidos Pablo decidió salir a fumar un cigarro a la azotea. No tenía ganas de dormir, la noche veraniega era agradable y necesitaba ese último respiro antes de acabar el día.

A medio cigarro, empezó a escuchar unos ruidos cerca del muro, pensó que venían de la calle, pero al avanzar unos pasos se dio cuenta que venían de la casa de al lado. No quería ser un cotilla, pero se acercó con prudencia al muro, por alguna razón y casi sin darse cuenta, se vio así mismo subido en aquel taburete espiando la casa de los vecinos, «joder macho, eres patético, ¿Qué coño haces?».

Sin embargo, cuando ya se había bajado, oyó un ruido más alto, agudizó el oído un poco más y se repitió el mismo sonido. Ahora no tenía dudas, eran gemidos. Cuando se volvió a asomar, por fin descubrió por qué se escuchaban tan claros aquellos ruidos desde allí. Los vecinos habían dejado la puerta de su azotea abierta, y el dormitorio estaba justo al lado.

Por lo que se escuchaba, estaban «ocupados», pero lo que llamaba la atención, ahora que estaba más concentrado en los sonidos, eran los distintos tonos que escuchaba. Bufidos y suspiros. Se estaba imaginando a los vecinos nuevos echando el típico polvito de sábado por la noche para estrenar casa nueva, él encima de ella gruñendo como un búfalo, y ella suspirando y esperando terminar lo antes posible.