Desde el infierno

¿Erótico? No lo creo. ¿Real? Quizás. ¿Posible? Seguramente. Léanlo. Ya habrá tiempo para lapidarme.

Mis pies devoraban lentamente, casi degustando, los enmohecidos adoquines de la calle en semi penumbra. Nunca una calle olió tanto a infierno. Olor a mugre, orín, basura, semen… infierno, decididamente huele a infierno. Aunque supongo que esto es el infierno en la Tierra. Estaba en medio del infierno, estaba donde nadie querría poner los pies por voluntad propia si no fuera por que hasta a los cuerdos nos encanta conocer a los demonios. El sombrero echaba un manto de sombras sobre mis ojos. Nadie podía adivinar qué imágenes desvirtuadas se formaban detrás de ellos. Estas callejuelas tortuosas embriagan con sus imágenes a los paseantes que corretean sobre ellas como hormigas asustadas. No se puede decir que sean bonitas, ni limpias, y mucho menos que huelan bien, pero están ellas. Ellas. Las más despreciables de la sociedad. Las más imprescindibles de la sociedad. Las putas. Las hijas del demonio, las mujeres de Satán. Las que son insultadas en misa por el mismo párroco que después llena sus raídos bolsillos con el dinero de la colecta. Las que sufren miradas despectivas de la señorona noble y elegante cuyo marido hace uso frecuentemente de sus servicios. El último escalafón de la escala de clases. La mierda entre la mierda. Los despojos del infierno.

Y allí estaba yo, vestido elegantemente para cumplir con mis necesidades. Londres es una ciudad magnífica, aunque sus putas dejan mucho que desear. No es que fueran es exceso feas, pero mi experiencia en los viajes a través de toda Europa me había convencido de que eran las peores. Simplemente carecían de ese "duende" gitano de las fulanas andaluzas, de ese "je-ne-sé-quoi" de las prostitutas francesas… es decir, les faltaba un "algo" de dignidad que incluso la mayoría de las putas tienen. Pero estas no. Éstas prostitutas habían perdido lo que les quedaba de humanas cuando los mendigos empezaron a mirarlas con altanería y desprecio.

  • Oye, muchacho…- suena una voz adormecida. Ya sé lo que venía ahora "¿Quieres una alegría? Algo rapidito, y no cobro mucho" Estaba harto de oírlo todas las noches- ¿Quieres una alegría? Algo rápido, y no soy muy cara

Lo sabía. Normalmente lo sé todo. Siempre voy un paso por delante. Toda mi vida he ido un paso por delante de los demás, y eso me ha asegurado un hueco en el excelso grupo de los adinerados. Siempre un paso por delante. Estaba por marcharme, por dejar esto para otro día que estuviera más calmado, pero tuvo que seguir hablando.

  • ¿Qué pasa? ¿Es que eres maricón?- Eso sí que no. Con la virilidad de un caballero inglés no se juega.

Me acerco a la furcia. Bajita, regordeta aunque malnutrida, pelirroja y creo que con un diente de menos. Su cara me dice que la juventud es un recuerdo borroso, y su aliento añade que más borroso aún por culpa del alcohol. No es guapa. No es joven. No es siquiera delgada. No es atractiva. Pero es una puta como cualquiera de las otras que puedes encontrar aquí. Le echaría unos cuarenta años y un ex-marido violento. Tiene pinta de haber estado casada. Aunque también tiene pinta de ahogarse cada noche en un barril de vino. Es de las que le gusta pintar a mi amigo Walter Sickert. Fea, gorda y pobre. Nos apretujamos en un portal de una casa destartalada. Se pone de espaldas a mí y se levanta las faldas sobre la espalda. Algo en sus movimientos, o incluso en mis pensamientos, algo muy escondido, me está excitando, pese a su total falta de atractivo. Mi pene es una dura barra que pugna por librarse de la tela. Ayudo a que así sea. Dejo mi miembro expuesto a la fría noche londinense. La sucia mujer se inclina hacia delante y sus labios abiertos asoman rojizos por entre las piernas rechonchas semi-abiertas.

Introduzco duramente mi miembro por la vagina trajinada de la vieja puta. Ella grita. Comienza a moverse. Adelante y atrás, adelante y atrás. Puta vieja, puta sabia. Sabe como moverse. Sabe como gemir. Sabe que callarse es bueno. Sabe cómo usar su cuerpo para llevar rápidamente a un hombre hasta la extenuación sexual. Mi miembro atraviesa sus carnes mientras la puta gime aunque su pensamiento ya esté en la taberna gastándose su tan merecido dinero. ¡Qué pena tener que contradecirla! Mi mano derecha escarba en un bolsillo en lo profundo de mi chaqueta. Al resplandor de un farol, el filo del arma destella de una forma macabra. Ella no se entera de nada. Por un momento, en mi mente restallan sus últimas palabras: "¿Qué pasa? ¿Es que eres maricón?". Mi mente se nubla. Jamás debió decir eso. Mi cuerpo llega al orgasmo con dos sensaciones placenteras. El sexo y la muerte. Aunque la primera puñalada la mata, le dejo unas cuantas más para que no se le olvide que en el infierno jamás debe volver a decir eso. Más puñaladas. Treinta y ocho más, para ser más exactos. Vaya. De ahora en adelante tendré que controlarme un poco más. No es justo lo que le acabo de hacer al cuerpo rollizo y bajito de esta furcia. No obstante, algo en esa maraña de entrañas y sangre hace que esboce una sonrisa que sólo he visto unas pocas veces en otras caras. Es la sonrisa del que contempla su obra maestra. Es la sonrisa que esgrime mi amigo Walter cuando me enseña sus cuadros.

Cojo el bien nutrido cuerpo de la mujer y lo introduzco en el destartalado edificio. La arrastro boca arriba, para que la sangre que mana de su vientre no ensucie las escaleras. La dejo hecha un bulto en el rellano. Sin embargo, mi ropa queda empapada de sangre. Me desnudo completamente, y me acerco a una bolsa que había dejado allí esa tarde. Siempre voy un paso por delante. Me visto con el traje de soldado que hay en el interior de la bolsa, cojo la ropa manchada de sangre y la meto en la bolsa. La acerco a la llama de un farol. No tarda en prenderse. Dentro de poco ya no quedará nada de mi presencia. Este es el estilo de un asesino. Aparece, mata y se evapora. Salgo por las mismas calles por las que me he introducido en el pozo humeante de inmoralidad que son las calles de Whitechapel.

Camino por las sucias calles vestido con mi traje de soldado. Me cruzo con un policía. Nos saludamos con la mano y seguimos caminando. No hay nada de raro en eso. En este momento soy un soldado que acaba de gastarse unas monedas en su día de permiso. Mañana a lo mejor seré un hombre elegante que busca una noche de pasión lejos de las sábanas calientes del matrimonio. Después, puede que sea un cura que cae en la tentación como tantos otros. Me dirijo hacia la casa de mi amigo Walter Sickert. Ese pintor degenerado quiere que le cuente todo lo que haga con esas putas. A cambio, él escribirá las enloquecedoras cartas a la policía por mí. No sabe por qué puse tanto empeño en que él me escribiera las cartas. Fácil. No me gustaría que Scotland Yard tuviera una muestra de mi caligrafía, aunque eso jamás se lo diré. Yo voy un paso por delante. Siempre un paso por delante. Él ya sabe cómo escribirlas por que lo hemos estado ensayando en su casa, cuando las noches mordían la niebla de Londres con su oscuridad y su frío. Irán firmadas por Jack The Ripper y están ideadas para jugar con la torpe e inútil policía londinense. Sin embargo, ni siquiera ese Sherlock Holmes que salió en la revista "Stand" hace poco podrá conmigo. Yo voy un paso por delante de todo el mundo, cien años por delante de mi tiempo. Walter me ha propuesto que las cartas vayan firmadas "Desde el infierno". ¿Por qué no? A lo mejor le obligo a escribirlo así. ¿Porque qué es el ansia de matar si no un infierno que te va quemando desde dentro? Así estoy yo. Caminando desde el infierno con el infierno a cuestas.

Jack The Ripper.