Desde el fondo de la pecera

En su primer relato para el ejercicio psiquiátrico, Masulokunoxo se pregunta sobre lo que hay detrás de la esquiva y perdida mirada de un autista.

Recuerdo que de pequeño, rememorando mi anterior etapa como organismo acuático en el útero materno, me gustaba jugar a ser un pez. Me quedaba quieto en la cuna, miraba fijamente el techo de la habitación y esperaba a que llegase el genio de la brocha azul. Si estaba de suerte, y había un poco de corriente de aire –mi madre siempre le tuvo mucho miedo a las corrientes y se empeñaba en cerrar a cal y canto puertas y ventanas-, el pequeño cuarto se transformaba de pronto en un fondo marino, con remolinos de azul oscuro a ras de suelo, que se iban aclarando poco a poco al trepar por las paredes, hasta formar olas perladas de espuma que rompían contra la lámpara del techo, igual que lo harían contra la quilla de un barco.

Menuda tontería, ¿verdad? ¿Quién se acuerda de los pensamientos con los que nos entrenemos cuando aún no podemos hablar? Yo sí lo recuerdo. Lo recuerdo perfectamente. Y si no recuerdo el instante del parto, es porque me esforcé en borrar de mi mente ese momento de terror. También recuerdo las estupideces que me decían mis padres –menos mal que sólo eran sombras delante de mis ojos ciegos de recién nacido-, mientras me esforzaba en entender aquel galimatías de "cuchi-cuchis".

Nunca me ha gustado hablar mucho. Bueno, la verdad es que eso es un poco exagerado, teniendo en cuenta que no dije "mamá" hasta bien cumplidos los tres años; y después, sólo monosílabos, siempre que fuese absolutamente necesario, y no lo veo necesario muy a menudo. Tampoco saco nada en claro de la cháchara a la que son tan aficionados los tipos "normales" con los que no me queda más remedio que relacionarme: mi familia y el personal de asuntos sociales. El porcentaje de información relevante que extraigo de una parrafada no suele compensar la pérdida de tiempo que implica seguir las divagaciones del ponente, así que suelo mirar para otro lado…y como quien oye llover. Esto no es del todo cierto, porque los armónicos que producen las gotas de agua me resultan mucho más entretenidos que la mayoría de las conversaciones que oigo. Pero vamos a dejar el tema, antes de que alguien piense que estoy como un cencerro.

Los tipos como yo pueden ser o muy tranquilos o todo lo contrario, sin medias tintas. Afortunadamente para mis padres, siempre pertenecí a la primera categoría. Un par de años después, cuando nació mi hermana, las pagaron todas juntas. ¡Había que oír a la condenada berrear toda la noche! Yo no, no recuerdo haber llorado ni montado nunca pataleta alguna. Tuve una crisis cuando me destetaron, pero eso resulta hasta cierto punto lógico, porque nadie en su sano juicio cambiaría la teta por una papilla de cereales, ¿verdad?

Mamá enseguida empezó a sospechar que su niño no era como los demás. No es que hubiera que ser una lumbrera para darse cuenta, pero no puedo decir lo mismo de mi padre, que no se enteró de la fiesta hasta que una bomba hizo migas el casino del pueblo. ¿Una bomba? Pues sí, pero nada de Amonal, Goma-2 o demás moderneces explosivas por el estilo; ni tampoco por obra de ETA o Al-Quaeda. Un par de fajos de dinamita -de la de antes, con mecha y todo- y por obra y gracia –sí, menuda gracia- del comité anarquista local. Estamos hablando de 1.936, y yo acababa de cumplir nueve años. Total, que con el casino en estado ruinoso, al viejo se le fastidiaron las partiditas de billar hasta las tantas…porque, hasta entonces, raro era el día que le veíamos el pelo antes de las cinco de la mañana.

Me imagino que Eugenia, la psiquiatra, - hay que ver lo pesadita que se puso con que el grupo de terapia expresase por escrito sus vivencias- se llevará las manos a la cabeza cuando lea lo que "el señor del fondo, el que nunca dice nada y se pasa la hora de consulta mirando al techo", tiene que decir. Debo de tener un día tonto, porque, en circunstancias normales, no me habría dado por aludido. Pero me he dicho que ésta es una buena oportunidad para soltar lo que llevo dentro. "¡Suéltalo, Juanito! No lo dejes para más adelante y suéltalo mañana mismo. Si no, como te pongas a darle vueltas al asunto, analizando pros y contras, estarás criando malvas antes de que te decidas", me estuvo calentando la oreja toda la noche, esa vocecita interior que siempre me lleva la contraria.

Según figura en la ficha del centro, mi diagnóstico clínico es de autismo discreto, sin discapacidad intelectual asociada. ¡Hay que joderse! Si estos imbéciles de bata blanca se llegan a enterar algún día de la cantidad de trampas que he tenido que hacer para encajar en los parámetros de las tablas que manejan, les da un pasmo. Como esto concierne al secreto profesional que rige la relación médico-paciente, estoy a salvo de que la "loquera" se chive…y, de paso, aprovecho este escrito para recordarle que autista –lo de discreto sin discapacidad intelectual asociada me hace mucha gracia- no es igual a tonto.

No es que la pensión que cobro sea para tirar cohetes, pero sería una faena que, a estas alturas, alguno de estos "espabilados" cayese en la cuenta del engaño y me diese el alta. Total, tampoco me resulta tan molesto pasarme por el centro una vez por semana; y la diferencia entre la pensión que cobro y la no contributiva que realmente me correspondería, no es moco de pavo. Lo único que me saca de quicio es que cambien, cada dos por tres, al conductor de la ambulancia que me va a buscar a casa. A mí me chifla el orden: cada cosa en sitio y un sitio para cada cosa.

Del personal de la clínica no tengo ninguna queja. Seguro que esto suena a peloteo, pero aunque la doctora cumpla a rajatabla el código deontológico, y no diga nada de lo que aquí escribo, me juego algo a que los chupatintas de administración acaban enterándose…y no cuesta nada darles coba. Así que, empezando por el personal de recepción, pasando por las enfermeras y celadores, y terminando por el siempre ignorado colectivo de mantenimiento, todas unas excelentes personas y mejores profesionales. Y a los del fonendoscopio colgado al cuello, que les den. Más adelante le aclararé al lector –sólo al que demuestre la paciencia necesaria y posea unas tragaderas los bastante amplias como para leerse hasta el final este escrito-, el motivo de la tirria que me provocan estos fantasmas con el sempiterno fonendoscopio enroscado en el cuello.

No voy ahora a presumir de ser el tipo más popular de la comunidad de vecinos, pero seguro que no encuentran a ninguno que tenga algo en mi contra. Vale, reconozco que no devuelvo el saludo cuando me tropiezo con alguien en el portal, que ya nadie insiste en que suba con él en el ascensor y que, salvo a los perros, no miro a los ojos a nadie. En contrapartida, pago religiosamente mis cuotas, nunca saco la basura fuera del horario establecido y jamás nadie se ha quejado de ruidos molestos…salvo por los ronquidos de María Fernanda, mi sobrina, porque la muy bruta es capaz de romper la barrera del sonido cuando ronca. Esto último, además de una exageración, es científicamente inexacto, ya que el fenómeno requiere que el sujeto –en este caso, mi sobrina- se desplace a una velocidad superior a los 1.200 km/h; lo cual es imposible, dados los escasos veinte metros del pasillo de mi casa…aunque fuese sonámbula y piloto de caza. Pero nada, ninguno de estos argumentos termina de convencer al vecino de al lado, que además de llamar búfala a mi sobrina –y puedo confirmar que no existe ningún estudio que demuestre que estos simpáticos animalitos ronquen-, sigue empeñado en darme la lata con la dichosa barrera del sonido.

Ahora está de moda eso de respetar el espacio del prójimo. Menos mal, porque hay que ver la cantidad de berrinches que he pasado yo por culpa del puñetero espacio. Empiezo a ponerme nervioso cuando noto que alguien me mira con insistencia, el piloto de emergencia se pone rojo cuando alguien se aproxima, y la alarma empieza a sonar cuando el bípedo implume atraviesa la barrera de los dos metros. En caso de contacto físico –salvo, ya digo, que se trate de un ser irracional-, aúllo…y les aseguro que tengo buenos pulmones. Desconozco la razón por la que esto me pasa con los seres humanos y no con perros y gatos…aunque tolero bastante bien a los bebés. No creo que sea por la presunta "racionalidad" del personal, porque hay cada uno por ahí suelto, que válgame Dios. Sospecho, y esto no deja de ser una hipótesis sin fundamento científico demostrado, que se debe a una reacción alérgica motivada por la carencia de alguna vitamina. Así que, sabiendo que la doctora me medica como si lo mío fuese un problema de azotea mal ventilada, paso de tomarme las pastillitas que me receta. Me he convertido en un experto a la hora de regurgitar las cápsulas…porque estos cabrones hacen que abras la boca para asegurarse de que te las has tragado.

"Seguro que este tipo no se come una rosca", estará ahora pensando el lector de mente depravada y calenturienta –eso va por los cotillas de administración-. Pues sí, virgen a los ochenta y dos, lo cual no deja de ser un milagro en estos tiempos que corren. Pero me he enamorado una vez; y en una ocasión, a punto estuve de darle un beso a mi adorada Herminia.

Como no hay ningún episodio húmedo que contar, me gustaría dejar claro –dejárselo claro a la doctora, muy preocupada con que la falta de actividad sexual resulte nociva para mi salud- que para mí es tan satisfactorio compartir un pensamiento con la persona amada como una encamada con media docena de polvos…y después, si te he visto no me acuerdo. Como sospecho que esto le sonará a chino a mi querida doctora –y a los cotillas-, procuraré explicarme con claridad. Ahora que lo pienso, ¿no será que la doctora es de ésas raritas a las que les va la marcha con octogenarios?

¿Nunca han notado que, sin palabras, son capaces de conectar con los pensamientos de alguien que tienen al lado? Venga, seguro que alguien habrá por ahí al que le haya pasado esto alguna vez. ¿No? Pues es una pena, de verdad. A mí me pasa continuamente; aunque también es verdad que, la mayoría de las veces, no me gusta nada saber en qué están pensando aquellos que me rodean. ¡La de salvajadas en las que piensan los tipos "normales"!

Herminia y yo nos conocimos en una de las primeras sesiones de terapia del centro, hace más de cuarenta años. Yo tardé cuatro años en dirigirle una mirada…ella, seis. Después, todo vino rodado. Ojo, que nadie piense en un "aquí te pillo, aquí te mato", porque menuda era mi Herminia con los lanzadillos. Aún me acuerdo del mordisco que le arreó al celador que le tocó un día el culo. Cuatro puntos de sutura, le costó la broma al pichabrava ése. Quiero decir que procurábamos sentarnos cerca en las sesiones de terapia; y después, si el tiempo acompañaba, pasábamos un rato y nos sentábamos en uno de los bancos del jardín…uno en cada esquina del banco, claro. Así durante casi veinte años. Casi me da un ataque al corazón el día que, al despedirnos hasta la semana siguiente, me dijo, muy bajito, un "te quiero". Echarse novia formal a los setenta y tantos. ¡Quién te lo iba a decir, Juanito!

Entonces, cuando aún no había internet y el rollito virtual era cosa de ciencia ficción –de hecho, el primer ordenador que vi en mi vida, fue un par de años más tarde-, nuestra relación era motivo de chufla entre el personal del centro, por no hablar del escándalo familiar. Herminia estaba muy preocupada con la reacción de sus hermanos. Estaban convencidos de que, cualquier día, se presentaría en casa con un bombo de cuatro meses. Cuando me miraba fijamente a los ojos y, algo inaudito, aproximaba su mano a la mía, yo sabía lo que la preocupaba, sin necesidad de conectar nuestros pensamientos.

Hablando de temas más alegres, viajamos mucho. Desde que me trasladé a Madrid con papá y mamá, a finales de los cuarenta del siglo pasado, no me he alejado más allá de Pinto, pero he leído mucho y he visto bastantes documentales. Herminia, no. Por eso, cuando le describía mentalmente los inmensos bosques nevados de la taiga, el reflejo anaranjado de los últimos rayos de sol en las dunas del desierto de Namibia o la sinfonía de colores de los arrecifes de coral, los ojos de Herminia chispeaban de emoción, y yo me sentía el más feliz de los mortales.

La pobre se murió de una neumonía, justo el día después de anunciarme que la semana siguiente se despediría con un beso. De eso hace un par de años. Ya no me apetece contactar mentalmente con nadie más.

No he contado nada de cómo me gano la vida, salvo para quedar como un estafador que se aprovecha de las ayudas sociales. Pues no quiero que nadie piense que soy un gorrón, un parásito que vive de la sopa boba. ¡De eso nada! Desde que murió papá, de eso hace más de cincuenta años, me tocó ganarme las habichuelas y mantener a mamá y a mi hermana. Como mis nulas habilidades sociales me impedían tener un trabajo de esos de ocho a seis, tuve que ingeniármelas para sacar partido de mis dotes con los números. No quiero decir que sea un fiera de las matemáticas –para eso tendría que haber estudiado Exactas…y aunque aprobé el examen de ingreso, no pasé la entrevista-, sino que los números me hablan y me cuentan historias. ¿No entienden un carajo, verdad? Bueno, si dentro de un rato estoy de humor para aclararlo, ya veremos si pillan el truco. Ahora estoy cansado de escribir estupideces, así me perdonarán si me relajo dibujando curvas con el dedo encima de la mesa de cristal.

¡Jesús, han pasado tres semanas! ¿Por dónde iba?

¡Ah, sí, los números!, la pasión de mi vida. Siempre me han fascinado. Los números tienen propiedades ocultas que únicamente revelan a unos pocos iniciados. Tienen ritmo, son educados, discretos, fiables y -aunque esto es un secreto que no debería revelar- hasta tienen sentido del humor. Un humor que no tiene nada que ver con la falta de sentido común de los chistes que algún celador particularmente palizas se empeña en contarme.

Para el común de los mortales, un listado de media docena de páginas de datos es un caos de cifras. Cuando yo lo leo, al segundo vistazo ya sé si se trata de los datos del padrón municipal o las lista de códigos de los artículos del supermercado de la esquina. Y aplicándome un poco más, los números comienzan a mostrar patrones, tendencias y terminan contándome unas historias increíbles. Bueno, los de los bancos son para echarse a temblar…o a reír, según se mire.

Sin ir más lejos, hace un par de años, el director de la sucursal en la que ingresaba la pensión, me pidió –acepté sólo porque me lo pidió por favor y porque me regaló un juego de bolígrafos de colores- que le echase un vistazo a los informes de los créditos. No había pasado de la primera hoja del fajo de folios, cuando los números empezaron a chillarme. Le contesté retirando la cuenta y guardando mis ahorros debajo del colchón. Ahora aparece en la tele, día sí, día no, un abuelete muy simpático, diciendo que él ya sabía hace tiempo la que se nos venía encima. Tengo que enterarme si pertenece a un grupo de terapia de otro hospital.

Con toda esta parrafada, lo que realmente quería decir es que siempre me gané la vida –bastante bien, por cierto- interpretando listados de números. Hasta que llegaron los ordenadores, y los clientes decidieron que era más de fiar las predicciones de una caja de circuitos que las del chiflado ése que no abre la boca. ¡Y así les va desde entonces! Pero que se jodan, porque yo ya estoy retirado.

Supongo que en el carrete no me queda mucho más hilo que soltar, aunque estoy hecho un chaval. Lo digo porque vuelvo a soñar con peces, y ya se sabe que cuando uno vuelve a las andadas de cuando era un crío, es que le quedan un par de telediarios. Aunque, pensándolo bien, siempre he vivido en una pecera. Quieto, calladito y posado en el fondo de la pecera; a salvo del estruendo y el caos de ahí fuera.

Sospecho que, con la afirmación que hago en este penúltimo párrafo, voy a darles un disgusto a muchos, pero es algo que llevo rumiando desde que tengo uso de razón –recuerden, desde las treinta y dos semanas de gestación-: La evolución trabaja a favor del colectivo autista.

Tranquilos, con ello no estoy diciendo que sus nietos vayan a parecerse a mí…aunque vaya usted a saber cómo serán esos angelitos. De lo que sí estoy seguro es que, de aquí a cinco o diez mil años, este mundo pertenecerá a tipos que vivirán en el fondo sus peceras, mirarán al resto de la humanidad aún con más desconfianza que yo –por algo mi diagnóstico es "discreto"-, se aislarán física y psicológicamente del entorno y volcarán su capacidad intelectual en el desarrollo del pensamiento figurativo…siempre que sea posible una forma de reproducción alternativa a la actual.

No me hagan mucho caso; pero, yo que usted, amable chupatintas del departamento de administración, me leería algún artículo sobre el fenómeno "hikomori".

Como no pretendo dejar a nadie con mal cuerpo, terminaré este escrito con un asunto menos trascendente y más de andar por casa. ¡Ojo, que para mí es algo de capital importancia!

Antes de criar malvas, hay un misterio que me quita el sueño y me gustaría resolver: ¿Porqué los médicos llevan siempre colgando del cuello, a todas horas y en cualquier sitio, un fonendoscopio?

Que yo sepa, y ambas son también profesiones muy respetables, a ningún soldador se le ocurre ir a tomar el café arrastrando la máquina de soldar, ni el butanero se pasea por ahí con la bombona al hombro, sólo por poner un par de ejemplos.

Tengo una sospecha, relativa al bajo nivel de autoestima del colectivo –de ahí la exhibición compulsiva de artefactos del gremio…y reconozco que el fonendoscopio es más "ponible" que un TAC-, pero me gustaría poder confirmarla.