Descubriendo el sexo con mi hermana
Era una delicia verla masturbarse, moviendo las caderas tan salvajemente que se tenía que hacer daño con la polla de plástico metida tan adentro. Pero parecía disfrutarlo, la muy cerda.
El verano es mi época favorita del año. No sólo porque se aparcan las clases unos meses y se pasa a tener más tiempo libre, sino porque el verano es la época propicia para regalarse la vista. Las mujeres van con menos ropa y las transparencias despiertan la imaginación. En verano, además, vamos a pasar mes y medio o dos meses a una casa que tenemos en el pueblo de mis padres. Tiene un pequeño huerto, piscina, y un cobertizo muy interesante por el que mi familia procura no acercarse.
A mi hermana y a mí nos prohibieron entrar desde bien pequeños, pero cuando me decidí a vencer el miedo, descubrí que podía ser un escondite genial. Allí me hice mis primeras pajas. Resulta que el sitio servía de almacén para mi abuelo y mi tío, aunque hacía años que ellos no pasaban por allí, y un día, jugando, descubrí unas cajas de cartón llenas de revistas porno. Las saqué de la caja lleno de curiosidad y noté cómo en seguida se me ponía la polla dura como una piedra. Eché mano a mi entrepierna mientras ojeaba las revistas, algunas acartonadas y arrugadas, pero con unas tías espectaculares. Aunque eran de los años setenta y en esa época se estilaban los chochos peludos, que no me gustaban especialmente, no podía dejar de imaginarme que mi tierna polla era la que los embestía, y no el cimbrel de los tipos que se las follaban en las imágenes.
Al cabo de unos minutos, mi semen acompañaba al de mis familiares sobre el papel couché. Así estuve durante muchos veranos, cascándomela como un mono por las tardes, cuando todos se echaban la siesta. Yo me escapaba al cobertizo y sudaba por el calor acumulado en aquel trastero con techo de uralita y por la excitación de las revistas.
Cuando mi adolescencia fue avanzando, descubrí otra cosa de mi sexualidad: no sólo me gustaba un buen coño o una tía con buenas tetas, sino que al eyacular sobre el semen seco de las páginas, imaginaba que otro tío —un amigo del colegio o del equipo de fútbol, o un desconocido— estaba allí conmigo, masturbándose también, y eso me empezó a excitar mucho.
De hecho, antes de ese último verano, ya había hecho mis pinitos con algún tío. Aunque me siguen gustando más las tías que otra cosa, alguna polla me he comido con su buena ración de semen por el mero hecho de experimentar.
Sin embargo, y a lo que vamos, es el hecho de que ese verano yo tenía una fantasía. Y no era otra que tirarme a mi hermana. Tenía un par de años más que yo, y, aunque no tenía un cuerpo muy allá, sus tetas eran de otro mundo. Enormes, con los pezones grandes y rosados. En casa me había masturbado innumerables veces con sus bragas usadas: las cogía del cesto de la ropa sucia que había en el cuarto de baño que compartíamos, las olía, las lamía y luego me las llevaba a mi habitación. Allí, de noche y bajo las sábanas, me envolvía la polla con sus bragas y me masturbaba imaginando de qué manera se masturbaba ella, porque si algo tenía claro con su ropa interior sucia era que ella también se tocaba. Y mucho, a juzgar por las manchas de flujo que solían tener las bragas.
Por la mañana, las devolvía al cesto llenas de mi semen como si no me importase que nadie lo viera. Por suerte, una de las tareas domésticas que me habían asignado, era hacer la colada, así que solía tener vía libre para ensuciar lo que quisiera.
En verano, aunque cambiásemos de casa, no cambiábamos de costumbres, así que también los bikinis de mi hermana caían víctimas de mi lujuria. Las primeras noches, que eran siempre las que más me costaba dormir, las pasaba en blanco cascándomela, con el iPad conectado al WiFi y los auriculares puestos, viendo páginas porno en las que me daba igual el contenido. Yo sólo quería correrme en ese tejido tan suave y resbaladizo.
Una de esas primeras noches, sin poder dormir por el calor, salí a dar una vuelta por la galería. Estaba a la misma altura que las ventanas de nuestras habitaciones, y era un pasillo largo lleno de plantas en el lado más fresco de la casa. Bajo la ventana de mi hermana había un banquito de madera. Y se me ocurrió una perversa idea.
Nunca la había espiado, pero tenía la persiana a medio bajar y podía verla a través de la mosquitera. Había quitado las sábanas de la cama y dormía sin taparse. Sólo llevaba puestas unas bragas blancas y las tetas le caían desparramadas a los lados del cuerpo.
Eché la mano a mi polla y me puse de rodillas sobre el banco para verla mejor. Un par de minutos me bastaron para saber que ella tampoco dormía. Se incorporó un poco en la cama para rescatar las sábanas que había retirado y volvió a tumbarse echándoselas por encima. Pensé que se me había fastidiado el plan, pero entonces ella hizo una bola con las sábanas y las situó entre sus piernas. Comenzó a mover sus caderas de forma rítmica y abrió las piernas todo lo que pudo. Se masturbaba apretando con las dos manos, como si no tuviera bastante con la presión que hacía sobre su coñito. La oía emitir unos pequeños gruñidos, como si quisiera más, y pronto vi cómo se bajaba las bragas y las lanzaba a la otra punta de la habitación. Esas bragas tenían que ser mías.
Me saqué la polla del pantalón del pijama, que ya estaba manchado de líquido preseminal y empecé a frotarme despacio, de arriba a abajo.
Ella, mientras tanto, había cambiado las sábanas por la almohada. Se había puesto boca abajo y frotaba su chocho con fuerza. De vez en cuando, se abría un poco la raja del culo e intuía, a pesar de la oscuridad, que llevaba depilado el coñito. Y dejó de ser mi hermana. Mientras me pajeaba, ella se convirtió en una guarra, una puta. Una puerca.
“Puerca”, y mi polla latía violentamente. Iba a ser mi palabra favorita. Y de alguna manera tenía que ingeniármelas para conseguir esa funda de almohada, por donde ella restregaba sin compasión su coño. Los gruñidos se hicieron más audibles. Se iba a correr esa cerda, y yo comencé a aumentar el ritmo de mi brazo, quería correrme a la vez que ella.
Dejó de pronto de cabalgar la almohada. Al moverse, vi una mancha húmeda sobre la tela blanca, ahí donde había estado su coño. Alargó el brazo hacia la mesita de noche y sacó del cajón una polla de plástico grande y gorda. Tenía conectado un cable a un mando y lo accionó. La polla empezó a vibrar y la puso sobre la almohada, apuntando hacia el techo. Mi hermana se la metió de un sólo empellón, y gruñó aún más fuerte cuando lo hizo.
Yo estaba que no podía más. Sentía los huevos a punto de explotar, pero quería verla terminar. Era una delicia verla masturbarse, moviendo las caderas tan salvajemente que se tenía que hacer daño con la polla de plástico metida tan adentro. Pero parecía disfrutarlo, la muy cerda.
Después de un par de minutos embistiéndose salvajemente, se sacó la polla del chocho y se dio unas palmadas bastante sonoras. ¡Plaf! ¡Plaf! El mismo ruido que cuando pisas un charco. La segunda palmada le provocó un intenso orgasmo: gimió como un animal. Le salió desde lo más profundo de la garganta y un chorro salió de su coño, empapando la cama. Pensé que se había meado y eso aceleró mi corrida, que fue a parar al respaldo de madera del banco y al cojín sobre el que estaba apoyado.
Para borrar mis huellas, lamí con la lengua mi propio semen, presa de una excitación como no había sentido nunca, y también recogí lo que pude del cojín. Me imaginé que ese semen era de otro y me sentí muy cerda yo también.
Cuando me recuperé y volví a asomarme a la ventana, mi hermana aún temblaba por el intenso orgasmo que había tenido. Se tocaba el coño despacio, chapoteando en sus propios jugos. Se echaba la mano a la boca y la lamía con deleite.
Al final no íbamos a ser tan diferentes.